lunes, 28 de enero de 2013

En el día de la justicia, no es el pasado es el futuro el que habla


Un clamor se alza desde la tierra, más allá de la muerte y el silencio, desde los cuerpos que se quedaron solos hasta de su nombre, ocultados de la luz y de la vida por las hordas de asesinos que sembraron la patria de cadáveres.


En esta orilla en la que nos hallamos, 1771 seres humanos arrebatados de la vida, el derecho más básico, dulces semillas que hoy florecen con la justicia que se alza victoriosa. Hombres y mujeres rebeldes, resistentes, con los cuerpos y espíritus hollados por el despojo, marcados como enemigos por los portadores de la muerte y el silencio que intentaron acabarlos “hasta la semilla”. Sus ayes traspasan nuestras almas.

1771 pares de ojos permanecen abiertos esperando este día. Ojos niños, de pupilas redondas, enormes, dilatadas por el miedo al machete del soldado que cortaba cabezas y rajaba los vientres en vez cortar la mala hierba. Ojos grandes de jóvenes muchachas, rasgados, oscuros y chispeantes, de repente apagados por la muerte. Ojos viejos, bordeados de surcos profundos, como los que sus dueños abrieron en el suelo para sembrar maíz. Ojos aterrados de madres que, con lágrimas, fueron testigos de cómo ellos se ensañaban con sus hijos e hijas. Ojos que hubieran querido estar ciegos para no ver el mal. Sus ojos que velan, incansables, hoy nos hacen soñar con la justicia.

1771 pares de manos empujan junto a nosotros la justicia. Manos que trabajaron y amaron con caricias calladas, creadoras de belleza, que conocieron la tierra palmo a palmo, la sembraron y la sintieron no solo con las puntas de sus dedos. Manos que amasaban el maíz y creaban milagros cotidianos como pequeños soles, su diario alimento. Sus manos atadas por el odio, mutiladas, hoy nos señalan el camino.

Al otro lado, ellos. Nos separa un abismo. Abren sus labios para decir mentiras. Cuerpos vociferantes, oscuros universos, criminales, agujeros negros putrefactos. Desalmados hombres que deberán doblarse bajo el peso de sus culpas enormes. Hombres, porque eso son, lo peor de nuestra especie. De ellos fue la gloria tras las cruentas jornadas de balas y de sangre. Ignominiosa gloria acompañada de las asquerosas alabanzas de sus cómplices.

La sangre y la carne de mi hermano desaparecido se mezcla con la sangre derramada injustamente de las mujeres, hombres, niños y niñas maya-ixiles. Mi voz se fusiona con las suyas para ser una sola. Con ellos y ellas recorremos la historia de los pasados años, tan vivos, tan presentes, transitando por el camino de resistencia que surca nuestras vidas. Aquí estamos, de pie sobre la tierra que abonaron, con nosotrxs, ellxs siguen erguidos/as, clamando con sus gargantas cercenadas, alzando los corazones cual banderas. En el día de la justicia, no es el pasado es el futuro el que habla.

martes, 22 de enero de 2013

Adolescencia (III)



En quinto magisterio conocí los poemas de Neruda en la voz ronca y monótona de doña Beatriz, nuestra profesora de Literatura Hispanoamericana. Cincuenta muchachas suspiramos con los ojos entornados escuchando los "Veinte poemas de amor y una canción desesperada" sin saber del autor ninguna otra cosa que su nombre. Su militancia política y la situación de su país no eran parte de los contenidos del programa.

Doña Graciela, la profesora de Organización Escolar, nos hacía leer sobre míticas escuelas con bibliotecas, huertos, dispensarios médicos, campos de juegos y niños y niñas bien alimentados y felices de aprender. Nada tenía que ver eso con la realidad que luego iríamos a enfrentar a las paupérrimas escuelas públicas donde nos tocaría enseñar a quienes escogimos la docencia. Ese año también cursamos las didácticas especiales de Español, Matemáticas, Estudios Sociales y Ciencias Naturales, con mi nada querida EB y otro profesor que tampoco me agradaba mucho, don Carlos, aunque debo reconocer que era muy respetuoso y dedicado. Sin embargo, nada me preparó para enseñarles a leer y escribir a mis alumnos/as cakchiqueles, monolingües, uno de los retos más grandes a los que me enfrenté en las aulas. Los pueblos indígenas estaban completamente ausentes de las aulas belemitas, literal y simbólicamente, talvez con la excusa de que el título que nos otorgarían más adelante era el de maestras de educación primaria urbana, como si las ciudades guatemaltecas no estuvieran pobladas por ellos. Por otra parte, los libros de texto de Pedagogía y Didáctica eran argentinos o españoles, es decir, totalmente ajenos a nuestras condiciones y necesidades.

Como cosa rara, dada mi torpe cerrazón para todo lo que incluyera números, me encantó la clase de Química. Nos la daba don Guillermo Reiche, un profesor alto, grueso y rubicundo. A diferencia de la Física y las Matemáticas, no tuve dificultad alguna para entender los conceptos, fórmulas, la tabla periódica –que la recitaba de la A a la Z- y demás contenidos del curso. También recibimos Música otra vez, con un nuevo profesor que sustituyó al querido don Adrián Orantes, autor de canciones infantiles muy alegres y solemnes himnos.

A los quintos nos tocaba desempeñar los cargos directivos en el Consejo de Aulas, una instancia que sustituyó las organizaciones estudiantiles, controlado por la dirección del establecimiento. No había pasado una década de las Jornadas de Marzo y Abril del 62, un levantamiento popular en el que las belemitas tuvieron una destacada participación a la par del estudiantado universitario y de secundaria de la capital, junto con el magisterio y la gente de las barriadas. Con voz furiosa, doña EB nos relató alguna vez sobre el comportamiento inapropiado de las jóvenes estudiantes. Su voz restallaba en el normalmente pacífico ámbito del aula cuando describía como las muchachas se acostaban en las calles para bloquear el tráfico e impedir el paso de la policía. Su cólera, digna quizá de mejores causas, revelaba su postura política y la de muchos de sus colegas. En ese momento, apenas se estaba saliendo de la pesadilla mortal que asoló el país entre 1966 y 1971, la segunda oleada represiva, con 18 mil muertos y desaparecidos en el centro y el oriente del país. Entonces, como ahora, guardar la memoria de la tragedia era un asunto personal. En ese contexto, nuestros días transcurrían sin muchos sobresaltos. Maestros del ocultamiento y la mentira, los militares llevaban a cabo sus acciones criminales sin estridencias que perturbaran el clima de las aulas belemitas.

De política lo único que hacía era auxiliar a P., la compañera que habíamos escogido para la presidencia del Consejo de Aulas. Ella me delegó para asistir a una reunión del Movimiento Nacional de Juventudes, una iniciativa del gobierno militar, que me dio la oportunidad de conocer a jóvenes dirigentes de otros establecimientos públicos, hombres y mujeres. Sobra decir que en los institutos y escuelas donde se estaban gestando de nueva cuenta las organizaciones estudiantiles propias y autónomas, el MNJ fue rechazado de entrada. Belén estaba aislado totalmente de esos esfuerzos de construcción de un movimiento estudiantil crítico y contestatario. Asistí a un par de reuniones, la primera en la Escuela Normal Central para Varones, cuando aún existía su viejo edificio. No hice otra cosa que presentarme y escuchar lo que las demás personas tenían que decir, entre ellas una joven enérgica que me asombró con su elocuencia, su cigarro y su firmeza al hablar sin que le temblara la voz aunque el aula estuviera repleta de muchachos. Años después volví a encontrarla en la Universidad; no me extrañó que fuera una de las principales dirigentes del movimiento estudiantil en los setentas y principios de los ochentas.

Todos los días, a la hora del recreo, corríamos para ser las primeras en llegar a las enormes raíces de los cushes y sentarnos cómodamente a tertuliar. Uno de los tantos temas de conversación era la vida privada de los inescrutables profesores y profesoras, como la que se casó una madrugada vestida de verde y llorando, que nos parecía de una chifladura galopante cuando, en mitad de una perorata sobre algún tema de su aburrido curso, abruptamente señalaba a alguna de nosotras para hacernos preguntas incómodas, relativas a novios, manoseos y asuntos relacionados. Nos burlábamos de su autoridad poniéndoles apodos divertidos y genéricamente nos referíamos a ellos y ellas como “los viejos”. Había una que otra historia sobre un profesor que pedía favores sexuales a las estudiantes que necesitaban más puntos para ganar su clase, o aquella otra de la profesora que tras haber muerto trágicamente su hija cuando estaba a punto de casarse, se había llevado al novio a vivir con ella.

Además de las leyendas sobre los túneles horadados bajo el suelo del edificio, que llevaban a todas las iglesias y ex conventos capitalinos, en esos años aún se hablaba de doña María de Sellarés, una pedagoga catalana, republicana, exilada, que asumió la dirección del Instituto en los años de la Revolución de Octubre. Reconocida promotora cultural, gracias a ella, el arte floreció en Belén, sobre todo el teatro, en un proceso que trascendió las gruesas paredes del edificio colonial y dio un nuevo impulso a esta actividad en el país. Sabiendo eso, me daba tristeza haber llegado a Belén cuando se había convertido en un árido desierto en el que las actividades artísticas y culturales estaban casi totalmente ausentes.

Sin espacio para mis inquietudes, con un Consejo de Aulas que funcionaba como un freno, otra compañera y yo buscamos hacer algo. Ya no sé si la idea fue mía o de ella, el caso es que conseguimos un espacio muy breve en la TGW, “La Voz de Guatemala”, la emisora del Estado, para transmitir un programa radial. Durante varios meses escribimos y grabamos textos sobre temas cívicos, culturales e históricos. En esa labor, nos orientaba un productor de la radio. Por varias circunstancias, para mi pesar, muy pronto se acabó el programa.

A mediados de septiembre recibimos la ceiba de parte de la promoción saliente. Alrededor del árbol nacional, recientemente plantado, se había instaurado una nueva tradición que consistía en otorgarle su custodia a las estudiantes de sexto magisterio; antes de graduarse, ellas debían pasar esa responsabilidad a las alumnas de quinto. El acto de traslado de la ceiba era un ritual como todos los que tienen la finalidad de inculcar las formalidades del patriotismo por medio de la devoción a un símbolo. Pasado esto, llegaron los exámenes finales, que logré ganar; así, terminó mi quinto magisterio. 

Artículos anteriores:

miércoles, 16 de enero de 2013

La desaparición forzada de personas (6)

El procedimiento utilizado para desaparecer forzosamente a las personas, violento desde su propio inicio, comprende:
  • La captura, de una manera tal que ni la víctima ni nadie más pueden evitarla;
  • La reducción del prisionero/a a un estado inferior que el humano, lo que implica acentuar su indefensión con grilletes, mordazas y vendas en los ojos y suprimir la última barrera entre su yo y el mundo, entre su dignidad y sus victimarios, obligándolo/a a permanecer desnudo/a y, sobre todo a las mujeres, violarlas sexualmente;
  • El irrespeto a su identidad social, a su ser social con nombres y apellidos al sustraerlo/a de la vida y trasladarlo a un mundo clandestino en el que reinan la arbitrariedad y el crimen y para el cual las leyes de la convivencia social y humana parecieran no haber existido jamás; y,
  • Su posible muerte, en condiciones que aseguran la impunidad de los ejecutores.

De allí que se afirme que la desaparición constituye un concurso de delitos contra la vida, la libertad, la seguridad y la integridad física y psicológica de la víctima mediante los cuales la víctima es colocada en una situación de absoluta indefensión por sus captores.

Un elemento más que contribuye a comprender la complejidad del delito es que "...el tratamiento jurídico de la desaparición forzada debería hacerse bajo la rúbrica de delitos contra la incolumidad jurídica de las personas, entendiendo que en la referida incolumidad hallan cabida desde la vida, pasando por el derecho a la seguridad jurídica y a la libertad, y a que no se desplieguen abusos funcionales de ninguna especie y menos aún aquellos que derivan de severidades, vejaciones, apremios ilegales o torturas."[i].

Esto es reforzado por David Baigún, quien afirma "...hay también otra característica en la desaparición forzada de personas que me parece sí, realmente inédita en esta materia, en cuanto significa una lesión contra un bien, tal vez tan o más importante que la vida: es la afectación de la personalidad, la afectación del ser humano como tal. En la desaparición forzada de personas hay un desconocimiento no sólo de la vida, sino también de la muerte. El hombre es tratado como una cosa y yo diría hasta con menos consideración que la cosa, porque ni siquiera hay derecho a recabar la identidad de quien desaparece y esta es una circunstancia (...) fundamental para apuntar a la construcción de un nuevo tipo penal en cuanto no sólo se lesiona la libertad, la vida desde el punto de vista de los delitos de peligro, sino también este nuevo concepto de personalidad del ser humano total (...) como categoría (...) reconocido en casi todas las convenciones de Derechos Humanos (...)".[ii]

Cuando los agentes de instituciones estatales (policía, ejército) o particulares actuando en su nombre (grupos paramilitares) y con su consentimiento, privan de la libertad y desaparecen forzadamente a personas, se efectúan múltiples transgresiones:
  • Al derecho interno. Todas las constituciones políticas en América Latina consagran el derecho a no ser detenido arbitrariamente, fijándose discrecionalmente plazos para que, en caso de una detención administrativa, el prisionero/a sea sometido/a a la jurisdicción del organismo judicial. Las detenciones pueden ser administrativas o judiciales, según esto, pero no arbitrarias.
  • Al derecho internacional, en vista de que las obligaciones asumidas por el Estado en materia de derechos humanos son ineludibles. Jurídicamente puede evadirlas al no ratificar los tratados de derechos humanos o eludiendo la jurisdicción de organismos como la Corte Interamericana. Sin embargo, ningún Estado que quiera pertenecer a la comunidad internacional puede hacer a un lado estos compromisos, de allí que esta pueda constituirse en un factor importante de presión para que un determinado régimen se ajuste a los preceptos establecidos por los instrumentos internacionales de derechos humanos.
Enlaces a los artículos anteriores:




[i] Carlos González Gartland. Desaparición forzada de personas frente al derecho penal argentino, Una propuesta. En: La Desaparición, Crimen contra la Humanidad, p. 85,
[ii] David Baigún, Desaparición forzada de personas, su ubicación en el ámbito penal. En: La Desaparición, Crimen contra la Humanidad, pp. 70 y 71.

miércoles, 9 de enero de 2013

No hay derecho


Tiembla tú, miserable,
con tantos secretos delitos que no castigó la justicia;
ocúltate, ensangrentada mano,
y tú, perjuro,
y tú, simulador de virtud, que eres incestuoso,
y tú tiembla también, malvado,
que bajo capa y apariencia de honradez,
fuiste instigador de asesinatos…
¡Encubiertas maldades,
rasgad la vestidura que os disfraza,
no desoigáis tan terribles conminaciones
y apresuraos a implorar misericordia.
Shakespeare, El Rey Lear

Vacaciones. Dibujo mi existencia con pájaros y nubes en dulces atardeceres en los que el sol se hunde detrás de las montañas y su luz, suave y tibia, tiñe de amarillo la atmósfera. El naranja llameante contrasta con el azul que lo circunda y dora los bordes de las nubes. Con la oscuridad, que crece lentamente, se acentúa el verdor de las copas de los árboles. Vuelvo los ojos hacia mi interior. El esplendor del mundo contrasta con mis sentimientos. Esta renovada tristeza, que eludo cada día, disiente ásperamente con el cielo azafrán que tiñe el horizonte.

Cuando empiezo a sacudirme del cansancio de un año de trabajo y de la fatiga de “meterme a la casa”, me explota en la cara el acuerdo gubernativo 370-2012, actualmente en suspenso. Mal redactado, inexacto, malintencionado e improcedente de acuerdo con lo establecido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en este documento se plasma la intención de limitar la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) a hechos posteriores a 1987. Con este acto Guatemala niega la legalidad internacional e incurre en responsabilidad al violar el derecho a la justicia y no acatar debidamente su obligación de cumplir de buena fe las sentencias del tribunal internacional.

El por qué de este adefesio jurídico es una sarta de argumentos manipuladores del secretario de la paz respecto de la indemnización que fija la Corte IDH tras tasar los daños materiales e inmateriales ocasionados por las violaciones a los derechos humanos. En eso basa sus planteamientos uno de los que no se tocaron el alma para construir un andamiaje institucional y clandestino, financiado con fondos públicos, para desarrollar la estrategia contrainsurgente que configuró como enemiga a la propia población; su ejecución, planeada en gran escala, implicó elevados costos económicos en materia de armamento, municiones, indumentaria, alimentos, vehículos terrestres y aéreos, combustible, infraestructura (instalaciones cuartelarías, casas clandestinas de tortura), personal militar y paramilitar, etc. ¿El resultado? Decenas de millares de víctimas - a las que se les castigó por ser lo que eran (indígenas, opositoras) y no por delitos probados mediante un juicio justo- que continúan a la espera de la justicia.

Por otra parte, esta argumentación sesgada ignora deliberadamente que en las resoluciones del SIDH (sentencias y arreglos amistosos) se determinan reparaciones simbólicas y estructurales a las que no se hace alusión alguna[i]. De estas se destaca la justicia en términos de la investigación, procesamiento judicial y castigo a los presuntos responsables, cuya realización es una condición indispensable para cumplir íntegramente con las obligaciones derivadas de dichas sentencias. De allí que la primera conclusión es que el cumplimiento de las sentencias de la Corte no se reduce a pagar indemnizaciones

¿No quieren más pagos obligados por las sentencias de la Corte o por los arreglos amistosos en la Comisión Interamericana? ¿Se niegan a aceptar las resoluciones de los órganos del SIDH? Hagan justicia internamente, pues. En este sentido, si el gobierno cumpliera con su deber de investigar las violaciones a los derechos humanos, enjuiciar a los presuntos responsables y castigarlos, una vez condenados penalmente podría obligarlos a pagar la reparación económica contenida en la sentencia o acuerdo amistoso del SIDH. No hay vuelta de hoja, en sus manos está la solución: mediante la acción de la justicia, le ahorrarían al fisco un dinero que efectivamente no debería salir de allí.

Ah, pero entonces saltan con otro de sus “argumentos”: “el Ministerio Público es ineficiente”, con lo que olvidan deliberadamente que una investigación eficaz de los crímenes de guerra, la desaparición forzada, la esclavitud sexual, los delitos contra los deberes de humanidad y un espeluznante etcétera, requiere el acceso libre y sin censuras a los archivos militares porque es allí donde se encuentran los datos y las pruebas. Asimismo, los miembros del ejército deben romper el pacto de silencio –una mezcla de control interno, complicidad y miedo- que impide conocer los hechos por parte de sus protagonistas y contar con testigos para el impulso de procesos penales. Si tales cosas ocurrieran, lo que en las actuales circunstancias serían auténticos milagros, la justicia guatemalteca se encargaría de que los criminales fueran los que pagaran las indemnizaciones. Para lograrlo, se necesitaría, además, un MP dotado con los recursos suficientes y un sistema judicial fuerte e independiente, lo que incluye la superación de las inconsistencias de la Corte de Constitucionalidad que ha amparado a los violadores de derechos humanos.

La segunda conclusión es que el dinero no es el verdadero problema tras la “reinterpretación” de la aceptación de la competencia del tribunal interamericano. El verdadero problema es la falta de voluntad política para investigar, enjuiciar y castigar a los autores materiales e intelectuales de crímenes de Estado a quienes desesperadamente se busca proteger de la acción penal.

Mantener la impunidad, ese es su real objetivo. ¿Quiénes se benefician? En primer término, los altos oficiales del ejército guatemalteco constituidos en autores materiales o intelectuales del genocidio, la desaparición forzada y la tortura de decenas de miles de mujeres y hombres, niños y niñas, indígenas y no indígenas. Pese a que con sus actos inhumanos y sus planes perversos, provocaron decenas de millares de víctimas, algunos de ellos ocupan altos cargos en el actual gobierno y Ríos Montt, para vergüenza de la gente de bien, fue diputado y presidente del Congreso por varios períodos.

En segundo término, se favorece a los cómplices de los hechores directos e indirectos. Para causar esa impresionante cantidad de víctimas durante tantos años, necesitaron la anuencia, el respaldo, el silencio y el dinero de personas, instituciones y colectividades de las esferas política, eclesiástica, mediática, empresarial, judicial, internacional y de los gobiernos que sostuvieron su “estrategia” contrainsurgente –como el estadounidense y el israelita- o compartieron sus objetivos. También hubo iniciativas privadas en la organización y sostenimiento de escuadrones de la muerte y centros ilegales de detención y tortura de prisionerxs que fueron desaparecidxs.

El silencio y la impunidad mantienen ocultos a los que se enriquecieron con el tráfico y la trata de personas, sobre todo niños y niñas dados en adopción, y otros negocios, como la apropiación ilegal de bienes inmuebles (como el del tipejo que les pidió a mis papás la escritura de la casa para darles información sobre dónde encontrar a mi hermano), objetos materiales y cuentas bancarias. En este recuento de ignominias no se puede dejar de lado a los que se apropiaron de las tierras que pertenecían a comunidades indígenas exterminadas.

Una investigación a fondo de los crímenes del poder probablemente descubriría el origen de las fortunas de muchos militares y sus secuaces civiles y se destaparía toda la porquería que se oculta tras rostros de honorable apariencia. Y esos son los que ahora se dejan decir que quienes acudimos al SIDH lo hacemos por dinero. Es un asunto espinoso y no dudo que haya personas que lo hagan por ese motivo, pero antes de emitir algún criterio se debe tener en cuenta un aspecto primordial: la reparación económica es un derecho, al igual que la verdad y la justicia.

Y si no hay justicia, la historia se repite. Esta es una expresión muy resobada que se queda vacía si no se relaciona con el hecho de que quien mató, torturó o desapareció seres humanos está tentado a hacerlo nuevamente porque sabe que no va a ser castigado. Los lamentables sucesos del 4 de octubre en Totonicapán nos lo recuerdan.

Fuera de mi país, aislada, teniendo este como único medio de expresión, muchas veces he sentido que mis palabras, dichas desde una posición endeble, caen al vacío al igual que hasta hoy me parecen estériles todos los esfuerzos emprendidos para lograr que se haga justicia para mi hermano. Desolada, sumerjo la mirada en el océano celeste surcado de oscuras nubes que se extiende en lo alto. Anocheció. Lejanas brillan las estrellas; su luz trasciende la distancia y el tiempo aunque se hayan extinguido. Así espero que sean mis palabras, luz de estrellas que persista después que me haya ido, porque con ellas quisiera contribuir a superar la inhumana impunidad, erigida despiadadamente por encima del sufrimiento que siguen provocando los crímenes de lesa humanidad cometidos por el ejército en los años más duros, tan recientes, tan vivos en la memoria y en el corazón de aquellxs que seguimos amando a nuestros seres queridxs desaparecidxs, con quienes continuamos aguardando justicia y verdad.



[i] En agosto, con ocasión de unas declaraciones del secretario de la paz sobre las indemnizaciones ordenadas por la Corte IDH publiqué el artículo titulado “No matarás”, que sigue teniendo vigencia y en el que se examinan otros tipos de reparaciones. Por ejemplo, en la sentencia de reparaciones de mi hermano hay órdenes claras de la Corte para que el Estado cree un banco de datos genéticos, se apruebe un procedimiento expedito para establecer la muerte presunta de las personas desaparecidas, se ubiquen los restos de Marco Antonio y nos los devuelvan –lo que se ha vinculado con el proyecto de ley 3590 para establecer una comisión de búsqueda de todas las personas desaparecidas- y se investigue, procese y castigue a los autores intelectuales y materiales de su detención ilegal y desaparición forzada. A estas reparaciones se agregan otras que ya fueron cumplidas: una indemnización por el daño causado a la familia y a mi hermano, el acto de reconocimiento de responsabilidad del Estado y ponerle un nombre alusivo a los niños y niñas desaparecidos a una escuela pública.

martes, 1 de enero de 2013

La bola de cristal

A los veinte años, cuando era muy joven e inexperta, buscaba mi lugar en el mundo. Esto quiere decir responderme preguntas como quién soy y qué quiero de la vida, tomar decisiones por mí misma, resolver dilemas, escoger caminos. En una disyuntiva particularmente difícil, mi amiga Rosario –una mujer hecha y derecha- dispuso que lo mejor sería pedirle consejo a una adivina. Picada por la curiosidad, confieso que me dejé llevar.

Por un quetzal, en una casa común y corriente situada en El Gallito, una mujer común y corriente que se cambiaba el delantal por una baraja me leyó el futuro. “La van a invitar a un viajecito a algún pueblo o algún lugar”, “va a tener un agradable encuentro”, “se va a enfermar, nada serio” y así por el estilo… Salí de allí con las mismas dudas y un quetzal menos, en ese entonces un verdadero capital para mi bolsillo que padecía de escasez crónica. ¡Pobre señora!, pensé. Su fama de atinada se debía a que “predecía” una sarta de obviedades que cotidianamente nos suceden.

Años después, recién llegada a México, cruzaba la Alameda de Juárez y se me abalanzó una gitana ataviada con una falda que le cubría hasta el ojo del pie, un pañuelo amarrado en la cabeza y tintineantes collares y pulseras. Sin que se lo pidiera ni pudiera evitarlo, tomó mi mano izquierda y, con el ceño fruncido, escrutó las líneas que la surcan mientras me decía que iba a ser longeva, que tendría dos hijos e iba a pasar “por una situación que te cambiará la vida para siempre”. Sin darle importancia, le di unos cuantos pesos y seguí mi camino.

A esas alturas, mi vida, como la de cualquiera, ya había dado muchos vuelcos, cada uno me había cambiado la existencia y la había marcado para siempre, pero recordé sus palabras cuando fui capturada por la Dirección Federal de Seguridad, una entidad estatal al mando de un militar criminal implicado en ejecuciones extrajudiciales y tráfico de drogas, otro hecho de esos que vuelcan vidas, trastocan planes y echan por tierra decisiones, como la que había tomado de vivir en ese país hasta que pudiera volver al mío. Entonces contaba el paso del tiempo en semanas y meses, no sabía que el exilio se iba a extender por años y por décadas.

Unos meses después de esa “situación”, me vi sola con mi hijo en esa ciudad sin principio ni fin en donde mis pasos no me llevaban a ninguna parte. Despojados por la policía de nuestros pasaportes y del poquísimo dinero que llevaba de Guatemala, sobrevivíamos día a día. Era otra vez la incertidumbre. De todas las interrogantes sin respuesta, la que más pesaba –y aún es así- era el no saber si mi hermano estaba vivo. Después de hablar con una amiga, cuyo esposo también está desaparecido, acepté su propuesta: “vamos a que nos lean el tarot”, mientras decía para mis adentros, “total, ¿qué más da? Voy solo para acompañarla, porque esas cosas no son ciertas.”

El café Tarot estaba en la avenida Universidad y Oxtopulco, casi enfrente de dónde preparaban las tortas cubanas más deliciosas del mundo. Con una taza de café, esperé mi turno sentada en una de las mesas pintadas de un verde estridente, el color que predominaba en el sitio “doble propósito”. Transcurridos unos minutos, S. volvió. Cruzamos miradas; la de ella, era brillante y acuosa y por el gesto adiviné que contenía las lágrimas; la mía talvez era de curiosidad y temor.

Traspasé la puerta que conducía a un reservado de las mismas dimensiones que el espacio delantero, al que era casi idéntico. Me encontré con un hombre muy alto, que vestía un saco de corduroy con parches en los codos, un pañuelo arrollado a la garganta y un chaleco del que sobresalía el cuello almidonado de una camisa blanca. El tipo –de unos cuarenta años, delgado, con barba de chivo y cejas muy pobladas- me dedicó una mirada penetrante con sus ojos verdes de pupilas circundadas por círculos oscuros. Me senté, pequeña e intimidada, y le escuché decirme “¿qué quiere que le lea? ¿La bola de cristal, las hojas de té o el tarot?” Escogí el tarot. Con la mano izquierda, por unos instantes sostuve la baraja recién desempacada y la dividí en tres partes, el pasado, el presente y el futuro.

Muy serio, el hombre fue desplegándome la vida con palabras escasas. Un padre duro con el que tuve una relación difícil, ajena a esa ciudad había llegado hacía poco tiempo sin haberlo decidido libremente, “a fuerzas, usted pertenece a otro lugar”. Levantó otra carta y me la mostró. En ella estaba estampada la imagen de un joven guerrero muerto por una flecha, caído a los pies de unas mujeres que se cubrían los rostros con sus mantos. “Una persona de sexo opuesto al suyo, más joven que usted, murió. Es el dolor más grande que ha vivido en su vida”. “Estoy seguro de que está muerto”, así, de manera tajante, respondió a la pregunta que le hice con una voz que apenas salía de mi boca.

Del presente, me habló de la indocumentación y la estrechez. En el futuro, me iría de allí, resolvería lo de los papeles e iba a estar bien. Aunque insistí en saber una fecha, me atajó diciendo que podía decirme qué iba a pasarme pero no cuándo. Y lo último: “una persona de su mismo sexo, mayor que usted, va a enfermar gravemente”. Le pagué y salí con S. que me esperaba para compartir nuestra desolación. Aunque suponíamos que nuestros desaparecidos podían estar muertos, fue duro escucharlo porque nos aferrábamos desesperadamente a lo contrario. Silenciosas, agobiadas por el mismo sentimiento, esa tarde de octubre, bajo la luz de un sol que se ponía, caminamos hacia donde había dejado a mi niñito para que lo cuidaran mientras tanto.

Todo se cumplió. Gracias al apoyo solidario, antes de que se terminara el año obtuve mi cédula y tramité el pasaporte en la embajada de Guatemala. Logré salir de México unos meses después. En diciembre recibí una carta de una prima en la que nos pedía escuetamente que nos preparáramos para el posible fallecimiento de Mamaíta, mi abuelita materna, que se encontraba muy enferma. Callada, con horror, mi abuelita sufrió hondamente lo que le sucedió a su hija menor, mi madre, y a su nieto. Aunque ella no murió entonces, me resulta inevitable asociar el repentino deterioro de su salud con lo sucedido y con nuestra salida del país, en un momento en el que ni siquiera pudimos despedirnos y explicarle el por qué de nuestra abrupta decisión.

Y sobre lo otro, estoy bien sin duda alguna. Rehicimos la existencia y me reconstruí, tomé decisiones sin muletas, confiando en mí y en quien ha estado siempre a mi lado, compartiendo los días, los meses y los años. En ese proceso lento y dificultoso, me hice una bola de cristal para adivinar el futuro. Cada 1 de enero escribo mis propósitos para el año que comienza, una combinación de objetivos que orientan mis esfuerzos. Encontrar empleo fue uno de los primeros; ahorrar “X” cantidad de dinero, construir una casa, terminar la universidad, se mezclaban en mis listas anuales con tomar ocho vasos de agua al día, dejar de preocuparme y hacer ejercicio. Mis propósitos de año nuevo fueron verdaderas hojas de ruta que dictaron en qué debía concentrarme con mi conocida terquedad. Al ver ese período en retrospectiva, el haber logrado muchos de los objetivos que nos fuimos planteando me dio la sensación de que había podido ver nuestro futuro.

Por muchos años, la incertidumbre quedó atrás, pero a partir de que ligué mis propósitos de año nuevo a la justicia en la desaparición de mi hermano y a encontrar sus restos, esta se instaló de nuevo en mi existencia. Es algo que no está en mis manos, por más voluntariosa necedad que se ponga en conseguirlo.

Sin embargo, con incertidumbre o sin ella, en este año que comienza me propongo continuar insistiendo en la justicia para mi hermano y todas las víctimas de desaparición forzada. Prometo ser paciente y entender que el tiempo de la historia no es el de las personas y que, a veces, esta puede irse para atrás cuando el poder es detentado por los presuntos perpetradores de crímenes de lesa humanidad, sus defensores y sus cómplices. Tampoco dejaré de alentar la esperanza de que los avances de la justicia sean irreversibles. Juro no olvidar lo sucedido y seguir con la tarea de difundir mis recuerdos de las atrocidades pero también de nuestra resistencia histórica, la que se resume en una frase: ¡aquí no se rinde nadie!