viernes, 30 de diciembre de 2011

Adolescencia

Un día hace más de cuarenta años, mi madre me tomó de la mano y me llevó a Belén. Muy temprano, una mañana de frío y de neblina como solían ser entonces las de enero, tomamos la camioneta 7 -unos autobuses pintados de verde y rojo- en la esquina de la 3ª.- y me enseñó el camino en la única lección que recibí sobre cómo llegar al “centro”. Para ir a Belén, debía bajarme en la 12 calle y 9ª. avenida y caminar hacia la 11 avenida. La seña era el arco del viejo edificio de Correos, en una calle que sigue siendo estrecha y levemente empinada.

El trayecto desde mi casa era largo. Entonces vivía en La Florida, un ordenado rectángulo de calles anchas que se cruzaban en ángulos perfectos formando una parrilla. De Florida solo tenía el nombre. Como millares de personas inmigrantes del interior del país, mi madre decidió irse a vivir allí, lejos de todo, con dos niñas pequeñas. Mi padre, para entonces, disfrutaba de alguno de sus varios exilios tras la caída de Arbenz. A Emma, mi madre, jovencísima y sola, le tocó decidir qué hacer. Con su título de maestra del INCA (el Instituto Normal Centro América) como único instrumento –su “machete”, como dicen en el país donde vivimos, campesino hasta hace muy poco- logró encontrar un puesto en la escuela Panamericana de niñas. De esta forma, allí fuimos a dar las tres.

El recorrido en camioneta a Belén, por una bellísima calle de San Juan bordeada de bosques y grandes extensiones baldías, siempre verdes, duraba entre cincuenta minutos y una hora. Hacia allá me enfilé todos los días del ciclo lectivo durante cinco años, en unas camionetas atestadas de gente en las que, con mis compañeras, aprendimos enfrentar a los sucios toqueteadores, señalándolos y denunciándolos en voz alta, y nos reíamos de cualquier cosa hasta casi caer al suelo, mientras pasajeras y pasajeros nos veían con caras de disgusto. Algunas veces, era yo la observadora y me juraba que nunca dejaría de reírme ni tendría ese gesto de preocupación en mi rostro. ¿Qué sabía yo de la vida adulta? Después, las innúmeras veces que me he descubierto con el ceño fruncido, recuerdo esa intención de mis 14 años.

El día que entré por primera vez al vetusto edificio del Instituto Normal Central para Señoritas “Belén”, de altos ventanales y paredes muy gruesas en su parte más antigua -que fuera el convento de las hermanas Belemitas, una orden religiosa fundada por el Hermano Pedro- me quedé fascinada con los árboles enormes plantados en sus dos patios. Los cushes, centenarios también, en cuyas raíces nos sentábamos a tertuliar en los recreos, allí están todavía, al igual que la fuente colonial en el segundo patio. Lo pude constatar hace unos años cuando fui en visita nostálgica.

Ese primer día en Belén, en la fila de la inscripción de nuevas estudiantes, conocí a I., quien llegó con su padre. No solo fuimos amigas, sino también cómplices en actos como volantear ocasionalmente los baños del Instituto y, después de graduadas, en paseos a barrancos y cementerios en los que hablábamos una mezcla de tonteras y preocupaciones. Luego, el vendaval de la vida nos llevó por rumbos diferentes y no supe más de ella, nunca. Pero hoy vi su rostro y pude escuchar su voz muy claramente, otra jugarreta de la memoria porque no logro evocar la de mi hermano, y vinieron a mí todos estos recuerdos.

Pese a su buena fama, a mil años de distancia, puedo decir, no sin tristeza, que la educación que se impartía en Belén –y en los institutos de secundaria del país- era libresca y memorística, de baja calidad. Los denominadores comunes para la mayoría de docentes, hombres y mujeres, eran la mediocridad y la apatía, además del conservadurismo político. El sistema educativo nos alejaba de nuestra realidad, mientras aprendíamos a repetir la geografía y la historia europeas (porque Asia y África no existían, al igual que Guatemala), a la vuelta de la esquina estaban la contrarrevolución del 54 y las jornadas de marzo y abril de 1962, en las que las estudiantes belemitas tuvieron una destacada participación. Curiosamente, la historia de Guatemala era impartida solamente en la escuela primaria, con una carga de nombres y fechas que se detenían en 1944. De lo otro, no se hablaba.

El paso por Belén me unió durante un corto período –a finales de los sesentas y principios de los setentas- a un grupo de adolescentes en una relación entrañable y feliz. Recuerdo con especial cariño a A., hija de un militar. Fuimos amigas cercanas en segundo, de esas que no se separan en los recreos, y luego cada una optó por otros círculos de una forma natural, sin proponérnoslo. Trabajábamos muy bien juntas y eso hacía que, en los grados más altos, a veces nos aliáramos para alguna tarea. Conocí a su familia, no así a su padre; cuando desaparecieron a mi hermano quise buscarla para pedirle ayuda, pero no me atreví a tocar la puerta de su casa cuando advertí la vigilancia.

Mi tercer año, en el 70, fue el más feliz de mi adolescencia. Estudiábamos en doble jornada; de 7:20 a 12:10 y de 14:00 a 16:10. Además, ocupábamos el único salón con dos puertas, lo que favorecía nuestras travesuras. Un día a la semana, no teníamos clases por la tarde, pero nos quedábamos para hacer desfiles de modas. Ese fue el año de las viernestinas, un acto cultural y artístico que debía ser organizado por cada sección de primero a sexto, que disfrutábamos a morir. La del tercero B, mi sección, fue la última. El profesorado, formado por lo más rancio y conservador del magisterio guatemalteco, con escasísimas excepciones, se escandalizó cuando unas compañeras llevaron a los muchachos del Central de Varones para que participaran en algún número del acto. Fue casi como poner una bomba. A gritos, fueron sacados del salón de actos para vergüenza y consternación nuestras. Las viernestinas, única actividad que era dejada en manos de las estudiantes, que amábamos por su carácter lúdico y estimulador de nuestra creatividad, fueron suspendidas para siempre.

Así de intolerante y rígido era el ambiente en el que se formaba a las jóvenes. Culturalmente, se reproducían y fortalecían los estereotipos de género por medio de las clases de educación para el hogar. Por ejemplo, teníamos que hacer un juego completo para vestir al bebé recién nacido. Tejíamos a crochet el saquito, la gorra y los escarpines; en popelina o manta, hacíamos el ombliguero, con un bordado en el centro, el babero y la camisetita. Nuestra adorable profesora de segundo, la seño Rosalía, nos comentaba que las esposas debían quedarse calladas cuando llegaba el marido con tragos; silenciosamente, sin protestas ni reclamos, había que recibirlos alegremente, llevarlos a la cama y atenderlos bien al día siguiente, como si nada hubiese pasado. La seño Clemencia, en tercero, tampoco hizo ninguna diferencia. Varios años más tarde, me di cuenta de que la seño Rosalía era la abuela de dos compañeros perseguidos y muertos en la oleada represiva del 84, que está plasmada en buena parte en el diario militar.

Tampoco recibíamos ninguna educación sobre la sexualidad, fuera de aprender las fases por las que pasaba el óvulo fecundado. Lo más que nos dijo una profesora fue que cuando saliéramos con algún muchacho había que ponerse una faja muy apretada, de modo que cuando nos venciera la irracionalidad, la dificultad material nos disuadiera de pasar a otras cosas…

Probablemente no todos los profesores y profesoras eran reaccionarios y con seguridad, muchos y muchas no compartían la orientación que se le daba a nuestra formación, pero ante una inexistente libertad de cátedra y el temor extendido en la sociedad guatemalteca, se limitaban y autocensuraban en las aulas. Una excepción, quizá, fue la del profesor Rolando, que renunció a su cátedra cuando asumió la presidencia el coronel Arana –el que arrasó el Oriente del país en los sesentas, bombardeando aldeas con napalm y tiñendo de sangre las aguas del río Motagua- y nos explicó abiertamente porqué se iba. La seño Alice, nuestra maestra auxiliar en tercer año, era sensible y cercana, respetuosa; la seño Celeste nos enseñaba bailes mexicanos; y, la seño Grace, la profesora de Artes Plásticas, siempre nos alegraba el día.

Las matemáticas y la física fueron mi talón de Aquiles, pero, en general, fui una estudiante mediocre en un medio poco exigente y aún menos estimulante. Debo confesar que durante esos años me regí por la ley del menor esfuerzo. Por mis desastrosas notas en matemáticas iba arrastrando la asignatura de segundo, al igual que la mayoría de mis compañeras, en lo que se llamaba llevar una “retrasada” o “retranca”. Eso significaba que si no ganábamos el examen de septiembre (ya nos habían aplazado en el de febrero), perdíamos tercero porque no podíamos acudir a los finales del grado que estábamos cursando. Ante esto, la querida seño Alice nos propuso tomar clases de refuerzo con el mejor recurso audiovisual creado para muchachas quinceañeras: un estudiante de ingeniería, que para horror de muchas profesoras no solo era hombre sino también de buen ver.

Todas las tardes, durante varios meses, con una sonrisa, el joven e improvisado profesor, recibía la tarea pulcramente hecha por un grupo de niñas que se peleaban por ser la primera en entregársela. Todas queríamos pasar a la pizarra e, increíble pero cierto, con él y el Álgebra de Baldor, aprendimos lo que nunca pudimos con el profesor R. Entre la comprensión de la factorización y las ecuaciones de primero y segundo grados y nosotras, se interpusieron su pelo grasiento, su traje arrugado, el chicle eterno, la camisa de la semana y un trato absolutamente desinteresado, indiferente, hacia nosotras, como si no fueran seres humanos los que tenía enfrente.

En el examen de septiembre saqué un 85, me pellizcaba para saber que no era un sueño. También logré pasar limpia las clases de tercero y me juré a mí misma, antes se lo había prometido a mi madre, para quien yo era “su esperanza”, que no volvería a perder un solo curso.

Mi feliz tercero incluyó las clases de mecanografía en la Academia Nacional, situada a unas doce cuadras de Belén. En alegre parvada, caminábamos hasta allí todas las tardes y practicábamos con el método –un cuaderno de prácticas- en viejísimas máquinas de escribir. Mientras lo hacíamos, llevábamos el ritmo del tecleo con piezas de Mozart, sin saberlo. Así de pobre era nuestra educación musical, otra de mis pesadillas.
Las lecciones de solfeo eran una tortura, además china, porque no entendía absolutamente nada. El profesor de Música era don Oscarito, un diminutivo que no alcanzaba a rodear la circunferencia de su cintura ni la magnitud de su engolosinamiento por las chicas más guapas. En segundo, Rosalinda y Aída; en tercero, Alma Rosa y las dos María Elenas. Sin disimulo alguno, se acercaba a saludarlas hasta sus escritorios, viejísimos y apolillados, de aquellos de mesa y silla en una sola pieza que he vuelto a ver en las películas europeas de los años cuarenta. Al resto de la clase le dedicaba un desganado “buenos días, señoritas”, mientras se inclinaba sonriente, con los ojos chispeantes escondidos en los pliegues de grasa de su rostro, a besar la mano de alguna de sus hermosas preferidas.

Siempre me ha gustado cantar, pero no tengo oído; por eso, los exámenes de solfeo eran para mí algo así como cruzar el océano a nado. En grupos de ocho, con El solfeo de los solfeos abierto en la mano izquierda, mientras llevábamos el compás con la derecha, había que cantar el ejercicio que él nos señalara. Yo tenía asegurado un cero. De nada me valía mover los labios, haciendo como que cantaba, porque don Oscarito acercaba su oído a cada una y me pescaba en el intento de fraude. Al final, logré ganar su clase con trabajos escritos y memorizando las lecciones, gracias a la elaboración de una tira de papel muy larga en la que escribí los contenidos con letra diminuta, que el terror a ser descubierta me impidió sacar a la hora del examen. Entonces descubrí que mi memoria era motriz y hacer resúmenes y esquemas me ayudó a pasar exámenes de allí en adelante.

Don Oscarito se jubiló y murió cuando yo estaba en quinto magisterio. En un acceso de devoción, fui con otras compañeras a la funeraria, a despedirme. Al acercarme al féretro, me asombró ver su cuerpo reducido a la nada. Su descomunal circunferencia abdominal, sus mofletes y su generosa papada habían sido devorados por el cáncer. Me resultaron irreconocibles su rostro huesudo, su nariz afilada y sus manos enflaquecidas cruzadas sobre el pecho. Allí me enteré de que había sido músico de la Sinfónica. Aún me sé las canciones tristes que nos enseñó, algunas de su autoría.

Los partidos de basket ball en el Gimnasio Nacional, a cuyas instalaciones nos trasladábamos para apoyar a nuestro equipo y al del Central contra sus rivales de siempre –el INCA y la Normal- eran parte de la agenda extracurricular. Pero si la Normal o el Central se enfrentaban a los niñitos del Javier, hacíamos causa común con los institutos públicos y nos desgañitábamos haciéndoles porras. No pocas veces los partidos terminaron en zafarranchos entre los adversarios y sus respectivas barras, con policía incluida, de los que nos alejábamos apresuradamente. Cualquier cosa era un buen pretexto para que los juegos se convirtieran en lo que en las páginas de sucesos se denominaba “riña tumultuosa”.

Jugarle la vuelta a la seño Marta y sus tijeras, con las que nos deshacía los ruedos para no dejar ver las piernas de las niñas en plena época de la minifalda, fue un deporte durante unos cuantos meses. Dos dedos por debajo de las rodillas era la norma, que transgredíamos alevosamente con una cuarta o más arriba. Lo que hacíamos era dar la vuelta para entrar por la once avenida, evadiendo su vigilancia en el portón de la décima. Al fin, a alguna se le ocurrió que lo mejor era enrollarnos la falda en la cintura y, antes de entrar, nos soltábamos el cincho y nos la bajábamos a la altura establecida por algún dios furioso que nos podría hundir en el infierno por enseñar lo que estaba prohibido. A partir de esa iluminación, tuvimos la fiesta en paz y la seño Marta y sus tijeras pudieron descansar, confiadas en que iríamos derechitas al cielo de las faldas largas; mientras tanto, nosotras reíamos a mandíbula batiente de nuestras estrafalarias figuras. Al salir del Instituto, la operación era a la inversa: las pretinas nuevamente se enrollaban y nuestras carnes juveniles se exponían al sol y a las miradas lascivas o escandalizadas de señores y señoras. No lo sabía entonces, pero mientras jugábamos al gato y al ratón con la seño Marta, que vestía de negro todos los días del mundo, respirábamos el aire en una sociedad conservadora e hipócrita que elegía criminales para presidentes y aplaudía cuando la policía le cortaba el pelo a los muchachos y les ponía sellos a las jóvenes en la piel, marcándolas, tal como lo hacía con todo lo distinto.

Al terminar el tercero básico, me tocó escoger lo que iba a seguir estudiando. A esa edad, casi 16 años, no estaba en capacidad de decidir lo que iba a hacer con mi vida; creo que nadie lo está, aunque tuve compañeras muy determinadas que quizá tuvieron otras condiciones y supieron lo que querían sin mucho titubeo. En cambio, yo quería una cosa hoy y otra muy distinta mañana. Pero ya no eran los tiempos en los que, cuando era niña, podía seguir soñando; como cuando quise ser bailarina, otra cosa que me encanta, o tripulante de una nave espacial, muy a tono con “Perdidos en el espacio”, que llegó con la tele a mi casa cuando tenía once años. Entre los quince y los 18 quise ser pediatra, pero aún ahora se me aflojan las piernas si veo sangre y mis hijos aprendieron a curarse los rasguños solitos.

No eran muchas las opciones. El bachillerato estaba totalmente descartado; para empezar, en ningún establecimiento público era impartido a mujeres; las bachilleres, cuyo único camino a seguir era la universidad, que tenían segura, estudiaban en colegios privados. Ni una cosa –el bachillerato- ni la otra –la universidad- estaban al alcance de mis padres, que con muchas estrecheces mantenían un hogar con tres hijas y un hijo. Lo que escogiera debía llevarme al mercado laboral a los 18 años. La de secretariado comercial estaba desechada de entrada; no quería trabajo de escritorio ni un jefe dándome órdenes por el resto de mi vida. Secretaria bilingüe, también descartada, eso también se estudiaba en colegios de pago. Contadora privada, jamás, porque hubiese significado trabajar con mi papá de quien, por el contrario, quería alejarme cuanto pudiera y lo más pronto. Sin embargo, me encantaba la contabilidad, tan limpia y ordenada. Entonces, maestra de primaria, no de educación física, ni del hogar ni párvulos, lo cual implicaba cambiarme de instituto; la inercia y la comodidad me hacían inclinarme por seguir en Belén.

No era, pues, una decisión tomada por amor al plantel, sino muy práctica. Tampoco tenía vocación de maestra. Fue así como decidí ser maestra de escuela. La vocación y el amor a la profesión llegaron después del título. Años más tarde, bajo la feroz persecución de la que fui objeto junto con mi familia, debí abandonar la escuela con el corazón roto.

(Continuará)

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Día de los Santos Inocentes


El 28 de diciembre de 1981 me puse la única borrachera digna de ese nombre en toda mi vida. Había transcurrido muy poco tiempo, menos de tres meses, desde la captura ilegal y desaparición de Marco Antonio. Junto con mi hermana Emma, aisladas, habíamos pasado una Navidad de la que lo único que recuerdo es que durante la cohetería de la medianoche del 24 de diciembre, apreté los párpados para que no dejaran escapar las lágrimas y deseé verlo nuevamente, fantaseando con que en medio del alboroto de la hora él pudiera escapar de sus captores.

Ese mediodía empezamos a tomar vino durante el almuerzo. La señora de la casa, doña Tonita, nos consentía con comida sabrosa y sacó una botella de Rioja para acompañar el postre. Al terminar con ella, de algún lado salió otra de whisky. Sigilosamente fui a traer hielo y continuamos bebiendo. Al principio, este par de borrachas inexpertas arreglábamos los tragos y comíamos algo, fingiendo una alegre celebración. En la medida en que el licor fue bajando su nivel, llenábamos los vasos hasta el tope y los vaciábamos en un segundo, sin mayores trámites.

Mientras empinábamos el codo con empeño, tratábamos, quizá, de ignorar en qué se había convertido nuestra existencia. Nada sabíamos del juego terrible, despiadado, del coronel G.C., un sobrino de mi padre, que durante semanas estuvo engañándolo con que iba a devolverle a Marco Antonio. Con alevosía y crueldad, endulzaba los oídos de mi madre diciéndole que le comprara los regalos de Navidad y que lo matriculara en el Técnico Vocacional, que era el Instituto en el que mi hermano quería seguir estudiando. Su particular obsequio ese fin de año fue no aparecer en la última cita y mandar a su esposa a decirles que no volvieran, que no podía hacer nada. Para hacer más creíble el asunto, la obediente señora les comentó con dramatismo que G. había enfermado por algo que le habían dicho los hombres misteriosos con los que supuestamente estaba negociando la devolución de mi hermano. Nunca supimos qué era eso tan terrible, pero el veneno se quedó en mi cabeza y me hacía imaginar cosas espantosas.

En la cama, con Emma al lado, traspuesta, yo veía una película de marcianos en una vieja tele en blanco y negro. Para mi etílico espeluznamiento, ellos se metían a las mentes de los seres humanos precisamente por medio de la tele. Aterrorizada, no despegaba los ojos de la pantalla, pendiente del instante en el que se aparecerían en el cuarto.

En algún momento también me dormí. No sé a qué horas me quité la ropa y me puse un camisón. Luego, tampoco sé cuándo, me lo cambié por una pashama que me puse con los botones para atrás. El cuarto daba vueltas encima de mi cabeza, se me olvidaron los marcianos. Me pregunto qué clase de embriaguez tendría, que en el piso de baldosas de cemento pintadas con una especie de volutas en tonos de gris, había una elegante y ruidosa fiesta en Nueva York.

Aún en mi atolondramiento, estaba un poquito asustada. Una diminuta porción de mi cerebro –que se mantenía vigilante, racional- me advertía que me podía ir de la lengua y romper el silencio acordado con mi familia sobre lo que le había sucedido a Marco Antonio, algo de lo que mi hermana no tenía ni la menor idea. El temor era que ella, al saberlo, quisiera entregarse al ejército para que lo liberaran.

Ya a esa altura, había tenido que tomarme un Alka-Seltzer con soda y limón para mitigar la náusea. Conservo con nitidez la imagen del vaso a la luz de la lámpara de la mesa de noche; por los efectos del alcohol, me pareció hermosísimo el espectáculo de la tableta disolviéndose en el agua mineral, liberando burbujas de plata. En lo que me pareció una eternidad, esta desapareció frente a mis ojos mientras yo repetía el lema del anuncio de la Lupe Vueltas: “yo creo en Alka-Seltzer”. También había empapado las almohadas porque le había echado a Emma un pichel de limonada en la cabeza; eso lo hice para, según yo, devolverla a la realidad cuando despertó llamando a Julio, su novio, quien había sido asesinado en marzo del 80. Con su muerte, a manos de los esbirros gobiernistas, junto con dos compañeros más del Honorable Comité de Huelga de Dolores, se inició la embestida represiva que asoló la Universidad de San Carlos cobrando la vida de decenas de profesores/as, funcionarios/as y estudiantes.

Esa noche loca, la realidad a la que yo quería devolver a Emma era tan atroz como mis fantasías sobre Marco Antonio. Perseguidas, debimos escondernos por un tiempo en la casa de una pareja, perseguida también, de ex sindicalistas de los años cincuentas. Ambos fueron desaparecidos unos años más tarde. Echada de la casa, nuestra familia debió recurrir al apoyo, cada vez más escaso, de familiares y amistades. No pocas veces, aún bajo la lluvia, mi madre y mi padre recibieron un portazo en la cara acompañado de una andanada de reclamos y debieron dormir en cualquier parte. No culpo a quienes hicieron eso. El terror se extendía como el fuego en un seco pastizal. Nosotros, tocados por un hecho brutal como la desaparición forzada de nuestro niño, éramos portadores de una marca invisible que nos separaba de la gente “normal”, para la que nuestra sola presencia invocaba la muerte y la desaparición forzada. El temor al “contagio” del virus de la persecución, nos hacía indignos hasta de la compasión de nuestros semejantes insensibilizados por el miedo, una experiencia vivida en silencio, aislamiento, soledad y rechazo, al igual que decenas de miles de familias.

A todo esto, el whisky y el vino siguieron haciendo estragos. Cuando ya me había pasado el malestar, me dispuse a dormir. Le di vuelta a la pashama y puse algo encima de la almohada para cubrir la parte mojada. En eso, Emma se despertó con un malestar terrible que la hizo correr al baño toda la madrugada, por lo que tuve que meterle a la fuerza el mágico remedio para contener las náuseas. Ya lúcida, me di cuenta de que había podido mantener el secreto pese a la descomunal matraca que me puse ese Día de los Santos Inocentes.

La risa es la mejor medicina para la vergüenza. A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, yo miraba al techo mientras me preguntaba si habría un lugar dónde meterme después de semejante cosa, pero cuando se encontraron nuestras miradas, el estallido de risa rompió el silencio espeso del que estábamos rodeadas.

El año siguiente, 1982, estaba ya muy cerca. Enero se llevó a mi hermana a México dejándome muy sola, sin el sostén que nos da suponer que sostenemos a alguien. Fue difícil encontrar un lugar en el mundo. En esos días, el esfuerzo diario era sobrevivir al dolor. Eso me había propuesto poco después del 6 de octubre, cuando me prometí a mí misma soportarlo durante todo un año creyendo firmemente que, si podía lograrlo, podría vivir toda la vida.

Jamás volví a beber tanto. Para alegre jolgorio de mis hijos, media cerveza es suficiente para que me maree.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La primera Navidad en el exilio


En recuerdo de M., quien murió hace unos años siendo aún muy joven, 
que nos dio albergue, apoyo y mucha alegría.

Pollo al vino y un postre mexicano muy parecido a las torrejas chapinas, llamado capirotada, también hecho a base de pan y jarabe de panela condimentado con especias, aderezado con queso, nueces y pasas, fue el menú de la primera Nochebuena vivida en el exilio, hace ya veintimuchos años. El pollo al vino lo había cocinado yo siguiendo una receta encontrada en alguna revista que me había caído en las manos. La capirotada la habían hecho “Las Carpinteras”, dos queridas amigas, ambas ex monjas que se ganaban la vida remozando el mobiliario de las iglesias, de allí el apelativo. Un día antes, en la casa de A., quebramos una piñata, siguiendo el modo mexicano. Era una olla de barro adornada con siete picos de cartón que simbolizan los siete pecados capitales, todo ello forrado con papel de colores cortado en flecos. Adentro, además de dulces, la piñata tenía jocotes (en mexicano, tejocotes), naranjas, maní y trozos de caña de azúcar. Fue una Navidad extraña, sin el estallido de los cohetillos, sin olor a pino y manzanilla, sin tamales, sin la familia, lejos de todo lo que me era necesario y querido.

La comida de Nochebuena fue en la vecindad donde vivían mi hermana Emma, su hija Natalia y, en esos días, su compañero, con M., la hermana de nuestro cuñado H., su esposo P. y el hijo de ambos, de unos cuatro años. H. había sido asesinado en Guatemala, en febrero de ese año. Un compañero que logró salir vivo de algo tan ilegal como las prisiones militares, contó que lo había visto con vida en el Agrupamiento Táctico de la Fuerza Aérea Guatemalteca, una rama del ejército, donde los tuvieron en cautiverio. Su muerte, la de un hombre íntegro, amante de su familia y de su tierra para la que quiso un cambio que acabara con la injusticia, fue la señal dolorosísima de que ya no podíamos continuar viviendo en Guatemala. Así, las dos familias logramos escapar de nuestros perseguidores y nos dispersamos por todo el continente; yo fui a dar a México, con mi hijo mayor.

No sé cómo pudimos colocar una mesa y sentar a tanta gente esa Nochebuena en un sitio tan diminuto, como ese donde vivíamos. El apartamento –que estaba en la colonia Martín Carrera, cercana a la basílica de la Virgen de Guadalupe- constaba de dos estancias que sumaban no más de 15 metros cuadrados, con una cama litera en cada una. Un estrecho pasillo que no llevaba a ningún lado, era la “cocina”; allí cabían la estufa, un armario y una persona de pie rozando el trasero contra la pared encalada; siempre se me manchaba de blanco cuando me tocaba hacer comida. Un patiecito descubierto, donde estaban la pila y el baño –donde nos bañábamos con agua muy helada- al lado de la entrada, complementaba el espacio que nos albergó.

Durante el día, la estancia menos chica era también el comedor y la sala de entretenimiento, porque allí estaban la mesa con sus sillas y un televisor pequeño, blanco y negro, el centro de poder. Por la noche, todo se amontonaba sobre la mesa y de algún lado salían los colchones. Yo preferí dormir en el suelo con mi niño durante los pocos días de noviembre que me arrimé a esa casa buscando un techo que nos cubriera. Fue justo entonces cuando el hacinamiento se hizo más grande con la visita de un hermano de P., que había llegado desde Guatemala de visita, y la estadía de S., que estaba a punto de dar a luz a su hijo y necesitaba que alguien la acompañara al hospital cuando llegara el momento.

Con el aumento de la densidad poblacional se incrementó la pesadez en el ambiente; no se podía extender la mano sin rozar a alguien. Pero no nos quejábamos; solidariamente tratábamos de hacernos la vida más llevadera, compartiéndolo todo, no solo nuestras necesidades y miserias.

Esa primera Navidad, perdidos en una de las ciudades más grandes del mundo, en medio de la estrechez en la que vivíamos, teníamos mucho que celebrar. Sentados alrededor de la mesa, compartimos no solo la comida, también la alegría por los nacimientos de la bebita de M. y P. y el niño de S., y nos congratulamos de seguir con vida. Con cada bocado y cada abrazo nos dimos apoyo, compañía, cariño, solidaridad y esperanza, pese a todo.

A la medianoche, alzamos nuestras tazas -a copas, no llegábamos- y, con Guatemala atravesada en la garganta junto con todo y con todos los que habíamos dejado atrás, incluyendo a H. y Marco Antonio, brindamos por la vida.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Mi corazón se quedó llorando bajo un árbol

Hace casi dos años, en un viaje alucinante a "la patria" en el que pasé de La Verbena -en el inicio de las exhumaciones realizadas por la FAFG- a las llanuras peteneras, estuve con los y las sobrevivientes de la masacre de Dos Erres. Fugazmente me asomé al pozo de dolor que llevan en sus almas y admiré más a Aura Elena Farfán por su lucha incansable y a quienes le han acompañado en la búsqueda de justicia. Este retazo de mi vida regresó con la noticia del acto de perdón realizado por el Estado en cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que, como en el caso de mi hermano Marco Antonio, ordenó medidas de reparación que incluyen la investigación, el juicio y el castigo a los responsables. En Dos Erres se han dado pasos de gigante, gracias al esfuerzo de Aura Elena y el abogado, que impulsaron la demanda pacientemente, y un Ministerio Público que está al mando de una mujer valerosa e íntegra. 

Lo que escuché esa vez se quedó anudado en mi garganta y sigue dando vueltas en mi sangre. Aquí comparto esa vivencia triste, como tantas otras de las que está plagada nuestra existencia como sociedad, junto con el reclamo incandescente de justicia y verdad para todas las víctimas del genocidio político y étnico que asoló Guatemala. Con estas palabras, traté de exorcizar a los demonios que tomaron mi espíritu después de escuchar algo que ya había leído sobre esta matanza terrible, despiadada, que en las voces de las víctimas humildes y sencillas se convierte en lamento. Estos hechos son parte de la verdad histórica que con tanto odio se empeñan en negar los asesinos, los autores intelectuales y sus encubridores y cómplices de siempre. 

Mi corazón se quedó llorando bajo un árbol...

... en El Petén, con las mujeres y los hombres de Dos Erres: las madres, padres, hermanos, hermanas, viudas, hijos, hijas, abuelas, abuelos, todos los familiares de quienes fueron echados quizá aún vivos al pozo donde fueron rematados con granadas. Todos se reunieron un sábado para informarse y decidir sobre la disposición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de exhumar e identificar los restos de la víctimas, entre otras medidas de reparación dictadas en su reciente sentencia. Y allí estuve, uniendo dolor y fortaleza con gente de la más humilde de nuestro país, admirable por la persistencia, el valor y la dignidad que han demostrado al llevar adelante el proceso judicial interno, hasta ahora infructuoso, y otro -más efectivo- en el ámbito interamericano. En este, han sido acompañados por más gente, admirable y valerosa también: abogados, abogadas y defensores de derechos humanos, como Aura Elena Farfán, que ha caminado con Dos Erres llevando a su hermano al lado.

Escuché al hijo del hombre que era dueño del pozo decir "yo quiero saber si allí está mi papá", con una determinación y un coraje que no minan los casi 28 años transcurridos desde la masacre. También a una mujer angustiada que contó que los suyos, sus muertos, no estaban en ese lugar, sino en un potrero donde fueron abandonados por los criminales en un promontorio de cadáveres que nadie se atrevió a tocar. En el llano petenero, los cuerpos dejaron de ser cuerpos y se volvieron huesos que devoró el infierno de las rozas, una y otra vez hasta que se confundieron con la tierra donde no crece nada, solo hay polvo y cenizas, tierra mezclada con lo que fueron los 6240 huesos de treinta personas que eran alguien para la gente que llegó esa tarde a Las Cruces.

85 años me contemplaron desde el rostro curtido de una mujer que, con la voz muy firme, me dijo que en Dos Erres perdió a su hija, siete nietos y nietas y dos yernos. A seis más los habían matado antes, uno a uno, entre los sesenta y los ochenta. "Dieciséis de mi sangre ya no existen". Ella tiene un Dios enorme que alcanza a bendecirme desde su mano alzada, a mí, que alguna vez creí que era la que más había sufrido en este mundo. 

También pude escuchar a otra mujer, abuela de otros muertos, madre huérfana de hijos asesinados, que perdió a 16 en la matanza. Y a una hija que tenía año y medio cuando murió su madre de tres infartos al enterarse que habían asesinado a su padre y su hermano, un niño de once años. "A mí me crió mi abuela", me dijo cuando estaba en la fila para dar su adn.

Salí de la reunión y me fui a un cementerio muy alegre, el de Las Cruces, lleno de tumbas de todos los colores, decoradas con guirnaldas de plástico aún más coloridas. En una porción del camposanto, cercada por un muro, acompañados por un pozo que recrea el del parcelamiento, aquel que se tragó a los muertos, se guardan los restos de la gente que fue exhumada en 1995. También allí hay guirnaldas de colores, flores plásticas y en la base de una cruz muy alta, de cemento, una placa de mármol que contiene la letanía de los nombres. En este cementerio y en los llanos peteneros, por donde pasó el fuego de la muerte, las víctimas de las Dos Erres y sus sobrevivientes, aguardan la justicia. 

martes, 29 de noviembre de 2011

La verdad yace bajo la tierra

Tú quieres que renueve
el atroz dolor que el corazón me aprieta
de solo pensar, aún antes que hable.
Mas si podrán ser mis palabras semilla
de rendir infamia al traidor que carcomo,
hablar y llorar me verás juntamente.
El Infierno: Canto XXXIII
La Divina Comedia de Dante Alighieri

Enredada una vez más en mis recuerdos, espero el cumpleaños de Marco Antonio. Como cada 30 de noviembre, una ocasión feliz se vuelve una especie de tortura para mí, hermana de un desaparecido. ¿Cómo reinventar este día, ese momento, para que no duela más? ¿Cómo trocar el dolor por el amor y la alegría de su vida? En mi corazón, aún no hay respuestas para eso, pero sigo buscándolas.  

Catorce años, diez meses y seis días se prolongó su estancia en este mundo, tiempo en el que creció y se educó en un profundo amor a nuestra tierra. Cuando despuntaba en él un hombre, viene la escena cliché, la que describe el modus operandi de los desaparecedores: hombres vestidos de civil, fuertemente armados, sin identificación se presentaron en mi casa, etc.

Lo que sigue, ha durado treinta años. Treinta años sin justicia para sus captores ni para quienes se los ordenaron. Treinta años sin verlo más que en las imágenes siniestras que creaba mi mente –a ratos desquiciada- a partir de lo que se sabía que hacían con los desaparecidos y desaparecidas. Treinta años sin haber podido recuperar sus restos; no me doy por vencida, pero no espero nada, no quiero ilusionarme con el hecho de que un año de estos podremos enterrarlo.

Marco Antonio cumpliría mañana 45 años. Si hubiese vivido, posiblemente habría tenido hijos; se habría graduado de ingeniero o quizá hubiese optado por lo que en aquel tiempo se expresaba como “irse a la montaña”. No lo sé. Su vida nos quedó entre las manos como un libro con las hojas en blanco. Me duele su vida no vivida pero me duele más su muerte, sin fechas, sin noticias de dónde fue dejado su cadáver. Quiero sacarlo de su último instante con nosotros, ese terrible en el que mi madre corrió llorosa y suplicante tras sus captores, rogándoles que se la llevaran a ella y no a su hijo. Quiero quitárselos a ellos de las manos asesinas y torturadoras. Quiero pensar intensamente que todo eso pasó, que no sucede más aunque en mí se repita, que lo que le siguió fue corto, que no sufrió tanto lejos de nosotros, inalcanzable para nuestros abrazos, invisible para nuestros ojos que, buscándolo, horadaban la oscuridad en la que nos habían sumido. No pude oír sus gritos, porque quizá gritó; no pude protegerlo del maltrato; no pude evitar su ausencia que ya dura una vida, ni pude rescatarlo de la muerte. Treinta años sin verdad, sin saber que le hicieron, sin certezas de su muerte. ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Cuánto sufrió? ¿Quiénes? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Por qué?

En algún momento de este largo trayecto tuve que decidir que ya no estaba vivo. Lo esperé por diez años. Soñé con su regreso. No podía creer que estaba muerto, la sola idea me volvía loca. Hasta que un día, viendo el mundo de irrealidad al que me llevaba ese pensamiento, decidí no esperarlo, entendí que podría estar muerto. ¡Qué injusto! Sentí que era yo quien lo mataba. Por eso exijo la verdad sobre lo sucedido.

La verdad en los casos de desaparición forzada –y en todos los de violaciones a los derechos humanos- es un derecho de las víctimas. Es el derecho a saber lo que ocurrió, pero también a contar nuestra experiencia, el primer paso para la conformación de un relato colectivo compartido por la sociedad a la que pertenecemos, que también tiene derecho a la verdad. No se trata de un ejercicio masoquista de sentarme a llorar y a contar sin que nadie me escuche, sin que a nadie le importe, sin que nadie me crea. Es un esfuerzo deliberado por parte de la sociedad y el Estado para establecer los hechos y las condiciones que originaron las atrocidades, con la finalidad de definir y realizar una serie de medidas preventivas y reparadoras para que no se vuelvan a repetir. El resultado será la verdad histórica, apegada a los hechos, aleccionadora, un factor para la construcción de un futuro con paz, seguridad y dignidad de los que Guatemala está tan desprovista.

Pero en Guatemala, la verdad de las víctimas de desaparición forzada también fue desaparecida. Yace bajo la tierra, como los más de 200 cuerpos encontrados en un cementerio clandestino en el destacamento militar de San Juan Comalapa. Una verdad silenciada tras los labios sellados por el miedo. Una verdad sepultada con sus familiares, que se han ido muriendo de impotencia y tristeza a lo largo de más de cuatro décadas, como murió mi padre sin saber qué hicieron con su niño. Una verdad perdida en los archivos militares, en los laberintos de una justicia que no llega, en los meandros del pensamiento contrainsurgente.

Esa verdad está siendo negada nuevamente bajo los argumentos y consignas de la derecha y los veteranos militares que se afanan por lograr la aprobación de una ley de punto final a la persecución judicial de sus crímenes y por detener la acción de la justicia. El resguardo y perpetuación de su impunidad es lo que está en juego en su cerrada negativa a reconocer el genocidio, la desaparición forzada, la violencia sexual y otras atrocidades perpetradas en los años más duros del terrorismo de Estado.

En ese contexto de impunidad, La Verdad de las víctimas entra en colisión con la verdad de los perpetradores. Por un lado –el de las víctimas, las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de los derechos humanos- abundan los testimonios del dolor y la ausencia de decenas de millares de hombres, mujeres, niñas y niños, asesinados o desaparecidos, cuyos nombres y experiencias fueron registrados en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Todos los señalamientos de responsabilidad en el 93% de los casos de violaciones a los derechos humanos, apuntan en la misma dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales subordinados a su mandato.

Del otro lado jamás se han aceptado los hechos y menos la responsabilidad. Muestras de ello son el brutal asesinato de monseñor Gerardi, dos días después de la presentación del informe Guatemala: Nunca Más, crimen por el que purgan pena de prisión dos militares; y la insolencia de Alvaro Arzú cuando se negó a recibir el informe Guatemala: Memoria del Silencio, de la CEH. Ahora, el variopinto coro que se adhiere a estas posturas, incluyendo a columnistas de prensa, siguen repitiendo el discurso contrainsurgente que divide a la sociedad guatemalteca en amigos y enemigos. En su inamovible e incuestionable lógica -rabiosamente contrarrevolucionaria, antidemocrática y anticomunista- lo que libraron fue una guerra patriótica contra los enemigos del país.

Sordos y ciegos a cualquier cosa que no convenga a sus intereses, estos sectores continúan erigiendo barreras ideológicas y esgrimiendo argumentos impregnados de odio contra sus decenas de miles de víctimas y sus familias, negando sus delitos y disfrazándolos de hechos heroicos, con mucha torpeza pero con bastante efectividad. Para lograrlo, han contado históricamente con la complicidad de la oligarquía, la primera beneficiaria de sus actos terroristas; de los medios, sobre todo las grandes empresas periodísticas, que se autocensuraron y cerraron sus puertas a las víctimas cuando acudíamos a ellos para difundir los hechos terribles; la jerarquía eclesiástica, con excepciones notables, como monseñor Gerardi y otros obispos; una buena parte de la comunidad internacional, empezando por los Estados Unidos; y, vastos contingentes sociales que por convicción o por miedo se callaron y vieron para otro lado. Ahora, los cuerpos encontrados en Comalapa, que pertenecieron al estudiante universitario Saúl Linares, de 23 años, y al dirigente sindical Amancio Villatoro, hacen saltar por los aires la verdad contrainsurgente y señalan al ejército de manera contundente como perpetrador de crímenes de lesa humanidad, una verdad que se ha venido repitiendo incansable y persistentemente.

En el contexto de la disputa por la verdad y en el afán por mantener su impunidad, los perpetradores y sus cajas de resonancia, quieren hacer aparecer nuestras demandas de justicia como venganza o revancha, arrojando una carga negativa sobre nuestras reivindicaciones. En ese esquema de intereses perversos en contra de la verdad y la justicia, en el que se inscribe su aparente sordo - ceguera ideológica, los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad en los años del terrorismo de Estado, planean seguir usufructuando los réditos de impunidad derivados de su trasnochada y letal visión del mundo. Para ello, necesitan que la verdad sobre las víctimas de la desaparición forzada –unas 45 000 desde que se empezó a practicar en nuestro país, en 1964- y las violaciones a los derechos humanos que ocasionaron 200 000 muertes, siga apareciendo como una verdad subversiva, sin credibilidad, deslegitimada por los relatos de los detentadores del poder que se aferran a su versión ideologizada de lo sucedido, un paraguas que les resguarda de la justicia y la sanción social que merecen por sus crímenes.

Quizá con justicia y verdad y habiendo sepultado dignamente a mi hermano, pueda reinventar el 30 de noviembre, trocando el dolor por el amor y la alegría de su vida. Mientras tanto, sueño y ensueño cosas irrealizables, utopías. Continúo recordando en voz alta y escribo antipoemas, como este que dedico a los perpetradores:

Carta a los perpetradores

Me dirijo a ustedes,
ancianos venerables,
tiernos abuelos,
santacloses,
respetados patriarcas de sus extensos clanes,
blancas palomas,
para pedirles
desde mi detestada condición de víctima
que más allá de sus demencias seniles,
sus alzheimeres,
sus olvidos de viejos,
sus chocheras y senilidades,
sus pretextos y justificaciones,
sus discursos políticos,
sus letales construcciones ideológicas
con las que perpetraron acciones de exterminio
y su cinismo que no conoce límites,
que se quiten el uniforme y
desciendan de sus investiduras.

Mírense como son
desármense,
salgan del cuartel que vive en su cabeza,
hagan a un lado discursos y justificaciones,
piensen en lo que hicieron,
recuerden...
estoy segura de que pueden hacerlo.

Despójense de eso que llaman “espíritu de cuerpo”,
tiren a la basura sus supuestas lealtades,
su complicidad de criminales,
tiren el odio y el miedo.

Yo soy un ser humano que apela ilusamente
a eso que creo que son sin uniforme ni medallas,
sin la cara pintada,
sin la muerte en las manos y en los labios.
Piensen en qué se convirtieron en Fort Bragg o
en la Escuela de las Américas.
Sáquense los prejuicios de los ojos y
traten de ver el mundo de otro modo.
¿Cuesta mucho que piensen en sus víctimas
como seres humanos?

Si lo lograran,
tomen un espejo,
mírense fijamente a los ojos y repitan conmigo:
“yo soy un ser humano,
ni más ni menos que eso,
no fui dios ni demonio,
por lo tanto,
no tenía derecho a quitarles la vida ni a desaparecerlos.
Creyente como soy,
no quiero quemarme en el infierno,
tampoco ir a la cárcel.

Ahora entiendo que todo lo que hice estuvo mal
y les pido perdón
en primer lugar, a las mujeres viudas,
a las violadas y las esclavizadas sexualmente,
perdónenme los niños y las niñas huérfanas,
los torturados,
los que languidecen lejos de la patria,
perdónenme los que perdieron todo,
la libertad, la vida, la tierra,
la esperanza y los sueños.”

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los guatemaltecos y guatemaltecas nacen, quizá crezcan, a lo mejor se reproducen y los matan

La vida no es muerte. ¡Qué tontera! Cualquiera lo sabe… Recordando mis lecciones de idioma español de la primaria, vida y muerte son palabras antónimas porque expresan ideas opuestas. Si lo ponemos en palabras, suena absurdo decirlo, pensarlo, escribirlo; pero si lo trasladamos a las formas de ser, estar, pensar y construir el mundo, en Guatemala la vida se vive de otro modo.

Reflexiono sobre esto mientras me duele Byron, mi amigo, compañero de trabajo, compatriota, tres expresiones que encierran una relación fraterna, entrañable, de respeto y cariño forjados en los principios compartidos y el apoyo mutuo ante las vicisitudes de la vida y el exilio. Nos unen, sobre todo, un desgarrado amor por Guatemala, ideales comunes y el irremediable dolor de haber perdido a nuestra gente en el huracán de la violencia pasada y presente.

Hoy, que debería ser para mí como cualquier domingo de funcionaria desteñida viviendo a fondo un día sin horario, lloro por Byron, por su familia, por sus hermanos que serán sepultados dentro de pocas horas, por quienes les sobreviven, entre ellos su madre que ya suma tres hijos desgajados del tronco de la vida. Lloro por mi gente, guatemaltecos y guatemaltecas que, aparentemente impávidos, asisten a estos brutales hechos, que hoy entierran a sus muertos, rezan, derraman lágrimas y se indignan durante quince minutos, los mismos que dura la fama de cualquier “superstar”, y mañana, a otra cosa, mariposa, que hay que tomar fuerzas por si acaso yo sigo.

La muerte, visitante habitual pero esporádica en sociedades “normales”, es violenta y vive entre nosotros y en nosotros desde hace mucho tiempo. Le hemos dado carta de legitimidad a una forma de vivir dominados/as y relacionarnos socialmente que se expresa, ahora como ayer y anteayer y desde siempre, en hechos brutales y en formas atroces de cercenar la vida.

¿No hay salidas? ¿Es vida eso que conocemos y construimos en Guatemala? ¿Es así la muerte? Nuestra sociedad ha configurado una idea de la muerte a golpe de asesinatos, balas perdidas, botaderos de cadáveres, cuerpos flotando en el Motagua, despojos torturados y mutilados, personas desaparecidas en el aire, casi mágicamente, masacres, visitas a las morgues y cementerios clandestinos. Esa idea difiere absolutamente de la que llega de modo accidental, por una enfermedad o por vejez. Morir en la cama pareciera ser un privilegio escaso, reservado para unos pocos, entre ellos los altos jefes, autores intelectuales, y los ejecutores materiales del genocidio y la desaparición forzada. Ellos se están muriendo “en olor de impunidad”, confortados con los últimos sacramentos, con pasaporte asegurado al cielo y un lugar en las páginas de una historia mandada a hacer a su medida, en la que se les asigna el papel de héroes, patriotas y ahora mártires, por decisión de las blancas palomas.

En esta idea de la muerte hay un protagonista que no es precisamente la víctima o sus dolientes. Es el poder. El que viste uniforme verde olivo, se pinta la cara y porta un fusil de asalto, ahora reconvertido en el criminal organizado. El poder del pequeño delincuente o las maras, que en manada asuelan el barrio y matan pilotos de autobús. El poder del hombre machista que avasalla y atormenta los cuerpos de las mujeres y toma sus vidas cuando ellas quieren ser personas. El poder del oligarca que arrasa Polochics a la vieja usanza contrainsurgente. El poder de las transnacionales que envenenan el aire, el agua, dividen a las comunidades y convierten en dólares las entrañas de la tierra. Es el poder retrógrado, criminal, machista, violento, contrarrevolucionario, anticomunista, delincuencial, marero, oligárquico, que históricamente se ha volado cualquier limitación legal –humana o divina- para conseguir sus fines públicos o privados, que sigue sembrando de terror el campo fértil del espíritu humano. Es el poder que en Guatemala ha decidido por décadas, por siglos, quien vive, quien muere y de qué forma.

La muerte violenta, por decreto, con enormes dosis de sufrimiento individual y social, está inscrita en lo más recóndito de mi memoria, en la piel y en el cuerpo, que inconscientemente le teme a la tortura; la siento cada vez que me roza aunque sea de lejos, mediante la noticia. Hoy, ante este nuevo hecho que me llega muy cerca, nuevamente experimento un dolor conocido, familiar, que me ha acompañado por siempre, que despierta pesadillas y monstruos, pero también me indigna y me enfurece.

A esa muerte inhumana, despiadada, no la queremos cerca, pero vive en nosotros con una presencia incuestionable, indiscutible, plenamente aceptada, de la misma manera en que no se ha puesto en duda socialmente, de manera masiva, a un poder que letalmente se ha adueñado de todo y de todos, hasta de los sueños y de los pensamientos, cual si fuera un dictado de la naturaleza. No otra cosa son los dichos, de ayer y de ahora, cuando la muerte violenta se presenta: “en algo andaba metido”, “por algo sería”, “se lo dije”, “ella lo provocaba” y todas las letanías que se repiten ante cada hecho brutal, legitimándolo, inculpando a las víctimas. O las argumentaciones contrainsurgentes, que forman parte del discurso político vigente, que buscan justificar las masacres y el genocidio político y étnico etiquetando a las víctimas como afines a la guerrilla, comunistas, subversivos, terroristas… Este discurso no quedó en el pasado, ahora más que nunca les resulta necesario esgrimirlo para garantizar la impunidad de los perpetradores, como bien se ha visto en las últimas semanas. Unos y otro, dichos y discurso, son ramas del mismo árbol. Con ellos, no se hace otra cosa que fortalecer a los asesinos y su impunidad, naturalizando la violencia y al poder que la esgrime, convirtiéndolos en una fuerza ineludible, incontrolable, descomunal, como un terremoto o un huracán. En todo ello, veo una ecuación: silencio + inculpación de la víctima + naturalización de los dictados del poder = impunidad de los perpetradores. Muy simple en su enunciado, titánica tarea el desmontarla.

En aquellos años, las oleadas de muerte que diezmaban las filas revolucionarias y populares -con los asesinatos políticos, las torturas y las desapariciones forzadas- y castigaban a los pueblos indígenas –con las masacres, el desplazamiento forzoso y el sometimiento en asentamientos militarizados- tenían fechas de inicio y cierre, nombres de campaña, responsables, metas, rendición de cuentas, medallas y ascensos para sus ejecutores. En esos duros años, cada forma de matar tenía que ver con el objetivo, el perfil de la víctima y el impacto social que se buscaba generar, asociado con más terror y más sujeción al poder. Al pensar en todo esto, intuyo que hasta había un protocolo que obligaba, probablemente, a que cuando se trataba de un alto dirigente, el operativo tenía que ser dirigido por un jefe militar o policial, como sucedió en los crímenes de Meme Colom, Alberto Fuentes Mohr y Oliverio.

Hoy en apariencia se vive un clima de muerte indiscriminada y azarosa, pero resulta que hasta las muertes “casuales” siguen siendo parte de los planes de dominación y control de territorios, rutas y mercados del crimen. En estas muertes, el poder armado sigue siendo el gran protagonista en un escenario del que hace largo tiempo desaparecieron la justicia y la verdad, derechos de las víctimas. Tristemente, estas lo que hacen es morirse de cualquier forma y en cualquier momento –detalles del asunto, que otros decidieron- y engrosar las estadísticas que sitúan a nuestro país entre los más violentos del mundo.

Si hay algo inevitable para los seres vivientes es la muerte. Recuerdo aquella retahíla de las ciencias naturales que estudié en la primaria: “los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren”. Pero en Guatemala eso se ha convertido en “los seres vivos nacen, quizá crecen, a lo mejor se reproducen y los matan”. No soy cínica, estoy en absoluto desacuerdo con la muerte violenta decretada por el poder de cualquier tamaño y con cualquier fin, que sigue arrebatando vidas de manera impune. Rechazo absolutamente que se continúe naturalizando la violencia, con lo cual se la legitima y acepta como algo “normal”. Repudio también el silencio que viene hermanado con ella.

Repudio el silencio, porque ante estos hechos, cada uno y cada una sigue con su monólogo interior, sus oraciones y sus lágrimas, cada quien aisladamente, en su cueva se lame las heridas. Valientes columnistas, hombres y mujeres sensibles y decidida/os que se juegan el derecho a continuar respirando, tercamente siguen poniendo el dedo en el renglón, pero pareciera que están hablando solos/as. En la cotidianidad de millones de personas, se le sigue rehuyendo al debate. Es en esos espacios donde estas discusiones deberían tomar cuerpo ciudadano, porque es allí –y en otro más íntimo, yo y mi conciencia- donde se deciden cosas como a quién darle el voto y creer o no que todo esto podría resolverse con mano dura, más pena de muerte y remilitarización, entre otras muchas cosas. Es allí, también, donde debemos construir la memoria histórica, sustituyendo solitario/a por solidario/a, soledad por solidaridad y víctimización por ejercicio de ciudadanía.

Para ello, no solo debemos interesarnos por saber lo sucedido bajo la bota contrainsurgente -durísima e interminable letanía de tragedias humanas y sociales- sino también el por qué y el quiénes, el cuándo, el dónde y quiénes se beneficiaron de todo ello. A partir de ese conocimiento doloroso, podremos como sociedad rechazar de una vez por todas y ojalá para siempre, y mejor si es por medio de la justicia, a quienes encarnaron al poder omnímodo y omnipotente, capaz de transmutar los procesos naturales de la vida en perversas decisiones políticas para lograr el control y la dominación mediante sus actos terroristas. De esta forma, se empezaría a construir no solamente una idea distinta de la muerte y la vida, sino quizá también un país diferente.

La visión naturalizadora de la muerte y la vida violentas, que también admite la muerte por hambre porque “la vida es así”, nos ha cegado y sumido en el terror y la inacción. Quienes enfrentamos los dictados letales y sobrevivimos, somos vistos como animales raros, pero sencillamente somos seres humanos, personas, ciudadanos y ciudadanas, que racionalmente nos negamos a que esa fuera una limitante para la acción política y ejercimos derechos de participación en condiciones precarias, altamente peligrosas, por decir lo menos. Sin embargo, por lo menos en mí, confieso que el mandato de muerte a los desafiadores del poder caló de alguna forma al imaginar que mi final sería violento, dadas mis opciones.

Esta visión normalizadora de la violencia y de la muerte, sigue presente en la forma en la que construimos la vida día a día, limita nuestra capacidad ciudadana de actuar para defender y proteger la vida de todas las personas sin diferencias de ningún tipo; nos cierra la posibilidad de conocer el pasado reciente de nuestro país, encadenarlo con lo que ahora se padece y entender que si esas cosas suceden es porque una sociedad entera lo sigue permitiendo.

Guatemaltecos y guatemaltecas tenemos derechos a vivir y morir de otra manera, sin miedo, sin violencia, humanamente, rodeados/as de cariño, ojalá con tiempo para despedirnos de quienes hemos amado y que sabemos que aunque les dolerá nuestra partida, la aceptarán como un hecho inevitable y normal. Tenemos derecho a ponerle un nombre a la causa de la muerte que no sea “heridas por arma de fuego”, “acribillado a balazos”, "evidencias de tortura" o “señales de estrangulamiento”, típicos de las noticias de sucesos. Ante esas circunstancia, y lo digo sin sorna, hasta cáncer me suena bien como causa de muerte.

Mi amigo y sus hermanos, su familia, tenían esos derechos, al igual que los niños y niñas que mueren de hambre a diario, junto con todas las víctimas que siguen cayendo como frutos estériles del árbol envenenado de la impunidad que crece robusto en las mentes y los corazones aterrorizados por siglos de violencia criminal ejercida desde del poder.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Un pasado que se ha hecho presente, pero ¿es que alguna vez se fue completamente?

La almohada es una piedra. La cama, un trozo de madera en donde no logro acomodarme. Otra vez, luna llena. Otra vez, el insomnio y la migraña. Otra vez, un militar será el presidente de Guatemala. Los pensamientos difíciles anidan en mi cerebro y su oscuro aleteo me recorre los huesos y me enfría la sangre. Siento una mezcla de impotencia y de furia, de frustración y de desesperanza ante lo sucedido en la segunda vuelta electoral guatemalteca para elegir a quien gobernará los próximos cuatro años. Entre el presunto violador de los derechos humanos y el presunto narco, el electorado optó por el primero. Es así como un general del que fuera señalado como el ejército más sanguinario del hemisferio será quien asuma el mando presidencial a partir del 14 de enero de 2012. Además de ex general, es un ex agente de la G2, la entidad de inteligencia militar responsable de la desaparición de mi hermano hace treinta años, de la que llegó a ser su director entre 1991 y 1993. A esto se le suman informes y testimonios en los que se le vincula con desapariciones forzadas y el genocidio de los pueblos indígenas.

Duele la afrenta y hiere la soberbia de quienes fueron capaces de ponerse por encima de la ley para imponer el proyecto económico y político de una minoría codiciosa, situándose más allá del bien del mal, inmunes al castigo y a la sanción social que merecen por sus crímenes. Pero no es solo eso. Estoy segura de que entre la gente de su partido hay gente honrada, de esa que solemos describir como que “no mataría ni una mosca”. Aún así, no tuvieron escrúpulos ni ética para escoger a un candidato sobre el que pesan acusaciones tan graves; tampoco las más de dos millones de personas que le favorecieron con su voto reflexionaron al respecto.

He ensayado muchas maneras de describir esto que siento con otras palabras distintas a la furia, como desazón, desasosiego, melancolía. Todas se quedan cortas para nombrar la afrenta que significa para mí, hermana de un niño desaparecido, ver elevarse hasta la presidencia de mi país a un hombre del que todo apunta a suponer que tiene sangre en las manos.Quienes esperan que nos olvidemos de ese pasado que se ha hecho presente con más fuerza desde el 6 de noviembre, hacen a un lado que ese horror se prolonga en la impunidad de los perpetradores de los crímenes de Estado.

Este hombre es un símbolo de todo lo malo que sucedió en mi vida en los años más duros de la historia reciente de Guatemala, de lo que mucho se ha dicho y escrito sin que haya calado en la mentalidad de la gente. Las cifras del horror son parte sustantiva de la noticia sobre su elección, junto con el vocablo genocida. ¿Cómo entender, primero, para luego explicar que esa sociedad vota por opciones de muerte y de violencia y a esa aberración se le llama democracia?

El próximo presidente de Guatemala evoca al torturador, al perseguidor, al arrasador de aldeas, al quemador de cosechas, al que condujo a las tropas e hizo de la violación sexual y el asesinato de niños, niñas, mujeres y gente mayor, armas de combate. Representa a quienes convirtieron en enemigos a muerte a los opositores políticos, a las mujeres revolucionarias, a las obreras y los sindicalistas, al campesinado, a los pueblos indígenas, a las maestras progresistas, a los escritores, las poetas, a los soñadores y a las idealistas, a cualquiera que pensara distinto y propusiera un cambio o demandara un derecho.

El próximo presidente de Guatemala es de los mismos que no dejaron piedra sobre piedra, que arrasaron la tierra y la vida de la gente, que recorrieron la patria cual viento huracanado, usando los recursos estatales, para matar, quemar, violar, torturar, desaparecer, mutilar, atormentar, aterrorizar, silenciar, perseguir, aislar, detener, disparar, en fin, ejecutando todas las acciones de muerte y destrucción imaginables. ¿Sus víctimas? Personas indefensas en su abrumadura mayoría.

El presidente electo proviene de las filas de los que sembraron la violencia sistemática, racional y planificadamente. Aún ahora seguimos cosechando sus frutos amargos, cargados de veneno, pero tenemos el corazón endurecido y veinte muertos diarios nos parecen bastantes, pero queremos más, porque no conocemos otra cosa. Será pues, mano dura para atacar efectos y no causas, serán los kaibiles con sus caras pintadas los que se enfrentarán a los narcos y zetas, de los que se dice que son cómplices o participantes directos de sus negocios criminales. En ese mundo absurdo, de violencia y de muerte, la homeopática receta, que se nos servirá con la cuchara grande, será más de lo mismo.

¿Cuánto dolor se puede soportar? ¿Por cuánto tiempo? Lo ignoro. Pero sí sé que me queda la palabra, me quedan los principios, la dignidad, la furia y el espíritu; me quedan los abrazos y el amor por mi hermano y por mi tierra. Todo eso me lleva a rebelarme contra lo que es injusto e inhumano, me debe hacer fuerte para resistir lo que se venga y no darme por vencida ante esta nueva afrenta.

Para superar este momento pesado como piedra, para soportar el renovado dolor que esto me causa, tengo que blindarme el corazón. Es eso lo que hecho. Cerrarme. Hundirme dentro de mí misma hasta llegar al epicentro de mis hecatombes. Transformarme en un agujero negro. Silenciarme. Comerme una a una mis palabras, letra por letra, sonido por sonido. Bañarme con la luz de las estrellas. Tensar el alma, como una flecha en su arco, cerbatanera agazapada en el camino del tiempo, ese que no se mide con calendarios ni relojes, tiempo cósmico en cuyos recodos les aguarda el castigo que merecen. Debo respirar hondo, afilarme los ojos, la mirada; cerrar cada poro de mi cuerpo para que no me roce el aleteo del miedo que recorre mi espalda. Debo dejar la mente en blanco y disponer cada partícula de mi ser para fortalecerme y verlos cara a cara, para escudriñar sus gestos, sus palabras, y asomarme al averno que adivino en sus almas.

Ahora ya no sé cómo voy a morir, tampoco cuándo. Dejé de suponerlo cuando me puse a salvo con mi niño para que la bala que llevaba mi nombre no me hallara. Pero sí sé cómo voy a vivir los años largos que, quizá, aún me queden.

Voy a vivir con alegría, pese a todo. Pese al duro pasado y al presente que no me da esperanzas de justicia ni de hallar a mi hermano. En estas circunstancias, cuando ellos quisieran saberme eterna e irremediablemente triste, escojo la alegría rebelde, subversiva, la que nace de adentro. La buscaré debajo de mi piel, en mis pensamientos y en mis sueños, en la música y en la naturaleza, en la gente que me rodea. La alimentaré con el verdor del bosque y frutas frescas, la adornaré con flores. Con ella, me tejeré un vestido de luz para desafiar a la oscuridad y la desesperanza. Para hacerla más fuerte todavía, buscaré motivos para reír a carcajadas en dosis cotidianas y me prometo disfrutar intensamente de todo lo bueno y lo bello de la vida.

Voy a vivir de pie, aunque tenga que juntar todas las fuerzas para que no se me doblen las rodillas, no por el peso del poder y del pasado, que me ha caído encima, sino por el de las innúmeras tragedias –la nuestra, las de todxs- que siguen calando muy hondo en nuestras almas.

Voy a vivir mirando hacia adelante, inventando un país donde quepamos todos, con pan y dignidad para toda la gente. (Por un agujerito diminuto, llamado “esperanza”, horadado en el muro de de lo imposible por el tiempo, la paciencia y la perseverancia, veo un mundo distinto). 

Voy a vivir con fidelidad a mis principios, oponiéndome visceral y racionalmente a la injusticia, protestando con todo mi ser contra ese estado de cosas en el que seguimos permitiendo que 18 niños y niñas mueran de hambre a diario en Guatemala. Me seguiré negando a admitir las imposiciones del autoritarismo que prevalece en todos los ámbitos de la vida pública y privada. Sobre todo, me seguiré oponiendo a la impunidad y seguiré buscando a Marco Antonio y exigiendo justicia para él, contribuyendo con mi esfuerzo para que esta sea posible para las víctimas del genocidio político y étnico ocurrido en nuestro país.

Soy memoria encarnada de hechos terribles, desquiciantes. Me prometo, también, continuar recordando en voz alta eso que no es pasado, porque sigue doliendo. Viviré, pues, los largos años que espero que aún me queden, tomando la palabra e intentando inscribir en la memoria colectiva todo aquello que sus perpetradores quisieran dejar en el olvido.

Recordar –volver a pasar por el corazón- en estas circunstancias no es patológico, como perversamente quieren hacernos creer los detentadores del poder, beneficiarios del silencio. No estoy loca. Tampoco es una imposición para las víctimas que han escogido otras opciones para sobrellevar lo sucedido. Es una decisión ética y política, es mi opción personal. Es darle voz a la verdad acallada por aquellos que perversamente impusieron el silencio para mantener la impunidad de los violadores de los derechos humanos. Es romper con un consenso que fortaleció su omnipotencia y los convirtió en señores de la vida y de la muerte.

Recordar cosas tristes, ya lo dije en otro artículo, es un ejercicio difícil, doloroso, pero ineludible, porque para mí es un compromiso de lealtad a la sangre derramada. Recordar en voz alta, por medio de la palabra escrita, me permite imaginar que paso la estafeta del recuerdo a las generaciones nuevas y pujantes. La memoria encarnada se transformará en memoria histórica y en un “nunca más” irreductible, cuando se convierta en un instrumento que haga posible no solamente conocer lo sucedido, sino también entenderlo y desmontar las lógicas de muerte, de miedo y de silencio. Cuando en nuestra cultura se imponga una nueva ética en la que la vida de todas las personas sea un bien protegido y respetado y la justicia ponga en su lugar a quienes atenten contra ella.

En todo esto estoy, para esto pido fuerzas.