El 28 de diciembre de 1981 me puse la única borrachera digna de ese nombre en toda mi vida. Había transcurrido muy poco tiempo, menos de tres meses, desde la captura ilegal y desaparición de Marco Antonio. Junto con mi hermana Emma, aisladas, habíamos pasado una Navidad de la que lo único que recuerdo es que durante la cohetería de la medianoche del 24 de diciembre, apreté los párpados para que no dejaran escapar las lágrimas y deseé verlo nuevamente, fantaseando con que en medio del alboroto de la hora él pudiera escapar de sus captores.
Ese mediodía empezamos a tomar vino durante el almuerzo. La señora de la casa, doña Tonita, nos consentía con comida sabrosa y sacó una botella de Rioja para acompañar el postre. Al terminar con ella, de algún lado salió otra de whisky. Sigilosamente fui a traer hielo y continuamos bebiendo. Al principio, este par de borrachas inexpertas arreglábamos los tragos y comíamos algo, fingiendo una alegre celebración. En la medida en que el licor fue bajando su nivel, llenábamos los vasos hasta el tope y los vaciábamos en un segundo, sin mayores trámites.
Mientras empinábamos el codo con empeño, tratábamos, quizá, de ignorar en qué se había convertido nuestra existencia. Nada sabíamos del juego terrible, despiadado, del coronel G.C., un sobrino de mi padre, que durante semanas estuvo engañándolo con que iba a devolverle a Marco Antonio. Con alevosía y crueldad, endulzaba los oídos de mi madre diciéndole que le comprara los regalos de Navidad y que lo matriculara en el Técnico Vocacional, que era el Instituto en el que mi hermano quería seguir estudiando. Su particular obsequio ese fin de año fue no aparecer en la última cita y mandar a su esposa a decirles que no volvieran, que no podía hacer nada. Para hacer más creíble el asunto, la obediente señora les comentó con dramatismo que G. había enfermado por algo que le habían dicho los hombres misteriosos con los que supuestamente estaba negociando la devolución de mi hermano. Nunca supimos qué era eso tan terrible, pero el veneno se quedó en mi cabeza y me hacía imaginar cosas espantosas.
En la cama, con Emma al lado, traspuesta, yo veía una película de marcianos en una vieja tele en blanco y negro. Para mi etílico espeluznamiento, ellos se metían a las mentes de los seres humanos precisamente por medio de la tele. Aterrorizada, no despegaba los ojos de la pantalla, pendiente del instante en el que se aparecerían en el cuarto.
En algún momento también me dormí. No sé a qué horas me quité la ropa y me puse un camisón. Luego, tampoco sé cuándo, me lo cambié por una pashama que me puse con los botones para atrás. El cuarto daba vueltas encima de mi cabeza, se me olvidaron los marcianos. Me pregunto qué clase de embriaguez tendría, que en el piso de baldosas de cemento pintadas con una especie de volutas en tonos de gris, había una elegante y ruidosa fiesta en Nueva York.
Aún en mi atolondramiento, estaba un poquito asustada. Una diminuta porción de mi cerebro –que se mantenía vigilante, racional- me advertía que me podía ir de la lengua y romper el silencio acordado con mi familia sobre lo que le había sucedido a Marco Antonio, algo de lo que mi hermana no tenía ni la menor idea. El temor era que ella, al saberlo, quisiera entregarse al ejército para que lo liberaran.
Ya a esa altura, había tenido que tomarme un Alka-Seltzer con soda y limón para mitigar la náusea. Conservo con nitidez la imagen del vaso a la luz de la lámpara de la mesa de noche; por los efectos del alcohol, me pareció hermosísimo el espectáculo de la tableta disolviéndose en el agua mineral, liberando burbujas de plata. En lo que me pareció una eternidad, esta desapareció frente a mis ojos mientras yo repetía el lema del anuncio de la Lupe Vueltas: “yo creo en Alka-Seltzer”. También había empapado las almohadas porque le había echado a Emma un pichel de limonada en la cabeza; eso lo hice para, según yo, devolverla a la realidad cuando despertó llamando a Julio, su novio, quien había sido asesinado en marzo del 80. Con su muerte, a manos de los esbirros gobiernistas, junto con dos compañeros más del Honorable Comité de Huelga de Dolores, se inició la embestida represiva que asoló la Universidad de San Carlos cobrando la vida de decenas de profesores/as, funcionarios/as y estudiantes.
Esa noche loca, la realidad a la que yo quería devolver a Emma era tan atroz como mis fantasías sobre Marco Antonio. Perseguidas, debimos escondernos por un tiempo en la casa de una pareja, perseguida también, de ex sindicalistas de los años cincuentas. Ambos fueron desaparecidos unos años más tarde. Echada de la casa, nuestra familia debió recurrir al apoyo, cada vez más escaso, de familiares y amistades. No pocas veces, aún bajo la lluvia, mi madre y mi padre recibieron un portazo en la cara acompañado de una andanada de reclamos y debieron dormir en cualquier parte. No culpo a quienes hicieron eso. El terror se extendía como el fuego en un seco pastizal. Nosotros, tocados por un hecho brutal como la desaparición forzada de nuestro niño, éramos portadores de una marca invisible que nos separaba de la gente “normal”, para la que nuestra sola presencia invocaba la muerte y la desaparición forzada. El temor al “contagio” del virus de la persecución, nos hacía indignos hasta de la compasión de nuestros semejantes insensibilizados por el miedo, una experiencia vivida en silencio, aislamiento, soledad y rechazo, al igual que decenas de miles de familias.
A todo esto, el whisky y el vino siguieron haciendo estragos. Cuando ya me había pasado el malestar, me dispuse a dormir. Le di vuelta a la pashama y puse algo encima de la almohada para cubrir la parte mojada. En eso, Emma se despertó con un malestar terrible que la hizo correr al baño toda la madrugada, por lo que tuve que meterle a la fuerza el mágico remedio para contener las náuseas. Ya lúcida, me di cuenta de que había podido mantener el secreto pese a la descomunal matraca que me puse ese Día de los Santos Inocentes.
La risa es la mejor medicina para la vergüenza. A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, yo miraba al techo mientras me preguntaba si habría un lugar dónde meterme después de semejante cosa, pero cuando se encontraron nuestras miradas, el estallido de risa rompió el silencio espeso del que estábamos rodeadas.
El año siguiente, 1982, estaba ya muy cerca. Enero se llevó a mi hermana a México dejándome muy sola, sin el sostén que nos da suponer que sostenemos a alguien. Fue difícil encontrar un lugar en el mundo. En esos días, el esfuerzo diario era sobrevivir al dolor. Eso me había propuesto poco después del 6 de octubre, cuando me prometí a mí misma soportarlo durante todo un año creyendo firmemente que, si podía lograrlo, podría vivir toda la vida.
Jamás volví a beber tanto. Para alegre jolgorio de mis hijos, media cerveza es suficiente para que me maree.
Abrazos y solidaridad Lucky, llegará el día de la justicia... llegará...
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