domingo, 30 de noviembre de 2014

Palabras para Marco Antonio en su 48 cumpleaños



Unas fotos, su pequeño radio de baterías que aún funciona, sus certificados de estudios y el diploma de la primaria, la patineta anaranjada, un librito de cuentos gastado por el tiempo en el que escribió su nombre con un lápiz. No es posible que solo sea eso lo que nos quedó de usted si lo amábamos tanto. Junto con su fe de edad, es toda la evidencia material de su breve paso por el mundo.

Eso y la memoria amorosa de su vida tan corta. Eso y el enorme vacío de su ausencia que no lo llenaría ni toda el agua de los mares. En ese abismo me hundo en octubre al descender la escalera al infierno.

Hermano mío, dolor de mi alma, quiero decirle hoy que jamás lo olvidamos. Al principio, lo esperábamos. Los primeros diez años me aferré ciegamente a su regreso. Ahora lo buscamos. Nunca he dejado de preguntar qué fue de usted, a dónde lo llevaron, en qué lugar fue sepultado, si lo hicieron. ¿Alimentaría con su cuerpo la furia de un volcán o la fuerza del mar? ¿Lo hicieron navegar por algún río? 

Son preguntas absurdas para quien no conoce la horrible realidad construida en mi país por una horda de criminales profundamente crueles, desalmados, que mataron, torturaron y desaparecieron a decenas de miles de personas, incluyendo niños y niñas, como usted, mi hermano, Marco Antonio.

Me he abierto paso por la vida llevándolo conmigo siempre, amada carga, herida abierta en el costado, amor en dolor transfigurado y, sin embargo, amor.

Cada vez que pienso en usted me duele recordar tan poco de su vida tan corta. Es un dolor inagotable que me colma, que no acaba. Jamás terminará, ni aunque yo muera.

Cada vez que me acerco a mis abismos interiores quisiera sentir algo más que la tristeza infinita y este dolor interminable, profundo, que me oprime el pecho y se anuda en mi garganta. Hoy en conmemoración de su vida, ojalá sea el amor el que me tome, el que ilumine su recuerdo y no esta rabia que me ahoga.

La última vez que lo vi, minutos antes de que se lo llevaran los malditos (pude haber sido yo, debí haber sido yo y es la culpa la que habla), usted estaba feliz porque nuestra hermana se les había escapado del cuarte. 

Muy poco nos duró esa dicha. En un afán inútil, quisiera borrar de mi existencia y de la suya el minuto exacto en el que llegaron los engendros del averno a la casa y lo sacaron para siempre de su vida y la mía.

Todo se volvió oscuro y frío, se desdibujó el mundo y se impuso la muerte.

¿Podré hallarlo? He vivido para eso y para la justicia y ahora, para mi desaliento, Guatemala ha sido convertida en el cuartel mundial de la impunidad.

Pasan los años. Su vida se diluye en la mía como la tinta en el agua. Mientras más vivo, más leve me parece su huella y cuanto más me alejo de sus años tan jóvenes, su figura se agranda en mi paisaje, como una montaña que lo domina todo.

Camino por la memoria y en cada esquina encuentro cuchillos afilados, dardos amargos, impaciencia. Me cubro bajo la sombra de la desesperanza.

¿A dónde fueron su olor y su voz? ¿Dónde se apagó su mirada? ¿Dónde están sus huesos que me aguardan? ¿Podré reconocer los jirones de su ropa?

*****

Destejida camino hacia la música. Dejo un rastro de sangre. Me fundo con la luz de la mañana. Me sumerjo en la voz de la cantante… Besos, ternura, qué derroche de amor, cuánta locura. Hundo los pies en el suelo húmedo y suelto, arriba las copas de los árboles derraman su luz verde amarillenta sobre esta porción del mundo.

Quiero estar en la música, sentirla como si fuera lo único y lo último. Nada existe más allá de este minuto. Sus manos se desplazan velozmente en el aire, bajan y suben sobre los bongós siguiendo el ritmo. Trato de asirme a ese momento con todas mis fuerzas, quizá así lograría olvidar quien soy, de donde vengo y que no puedo ir hacia ninguna parte.

Casi lo consigo.

De pronto, la suave luz de la mañana se quiebra. El mundo se deshace ante mis ojos que ya no pudieron contener la catarata de las lágrimas.

No sé qué hacer y estoy desesperada.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

Elegía a Ramón Sijé
Miguel Hernández

Quisiera escarbar la tierra con los dientes, la tierra que lo guarda, ojalá. Quisiera ir a tocar las puertas de sus casas, sacarlos de sus camas. Quisiera derribarles los cuarteles, convertir sus muros y puertas en cenizas y horadar el suelo hasta encontrarlo. Ay, hermano.

Quisiera que nos vieran, que fueran capaces de sentir el dolor y la angustia que sembraron. Quisiera que sintieran horror por lo que hicieron (¿cómo pudieron, madre de mi alma?). Quisiera que se vieran a sí mismos como los ven mis ojos: criminales. Quisiera preguntarles si recuerdan al niño que le arrebataron a mi madre hace 33 años. Ella sigue esperando y abrazando al vacío.

*****

Sin embargo siempre hay un sin embargo, un contrapeso, una luz que seguir y que nos ilumina, un cabo suelto que debe ser atado, un camino cerrado que hay que sobrevolar. Seguir buscándolo es lo que nos sostiene. La justicia es la utopía que se aleja y nos define el rumbo.

Lo quiere, su hermana

domingo, 23 de noviembre de 2014

¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!



El 23 de noviembre de 1981 mi madre denunció la desaparición de Marco Antonio ante el cuerpo de detectives de la Policía Nacional, un grupo de criminales de traje y corbata mal llevados que ejercía como policía política persiguiendo opositores/as. También en esos días, mis padres publicaron la típica esquela del desaparecido/a: una foto, su nombre, la descripción física, la vestimenta, y las expresiones comunes correspondientes a las diversas circunstancias: “sacada de su casa”, “detenido en un lugar indeterminado”, “no llegó a su destino” y tantas más. A veces se leía “hombres armados vestidos de civil” y en todas “se desconoce su paradero”, “no volvió”, “no ha sido vista/o desde entonces”.

Durante los dos años y medio transcurridos antes del exilio (marzo 84), fueron innumerables sus visitas a autoridades ensotanadas, uniformadas y civiles; las entrevistas con las esposas, las hermanas, las mujeres cercanas al poder, todas ellas “buena gente” según el decir popular, porque a algo había que aferrarse; los encuentros con alguien que conocía alguien que estaba vinculado con…; las cartas sin respuesta al Papa, Amnistía Internacional, el Senado estadounidense, la ONU y muchas otras entidades; los tratos con los transas que a cambio de dinero ofrecían información y hasta devolver a Marco Antonio, un boyante mercado en el que un puñado de tipejos impresentables se apropiaron de los bienes de los desaparecidos y sus familias. Publicaron dos campos pagados diciéndole a Marco Antonio cuánto lo amábamos y que seguíamos buscándolo (y aún lo amamos y buscamos); también había súplicas y versículos bíblicos con dedicatoria a Ríos Montt que, sin embargo, no mellaron ni un ápice la voluntad del poder de desaparecerlo.

En esos días del primer noviembre que sobrevivimos sin mi hermano aún no teníamos la capacidad de comprender a qué nos enfrentábamos: un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de las peores atrocidades. Sí sabíamos, por supuesto que sí, que mataban, torturaban y desaparecían a hombres y mujeres adultos, pero ¿niños y niñas? El silencio que rodeaba estos hechos nos impidió enterarnos de la desaparición de las pequeñas hijas y la hermanita de Adriana Portillo-Bartow, a quienes se llevaron una tarde de septiembre de ese año maldito junto con su abuelo y otras dos mujeres; aún no se sabe nada de ellas ni él. Creí que Marco Antonio había sido el primer niño en ser sustraído de su casa, de su familia, de su vida, bajo la plenitud del sol.

Sin descanso, mis papás buscaron y buscaron y buscaron y siguieron haciéndolo. En el 82 se agruparon con otros familiares e hicieron algunos plantones frente al Palacio Nacional, un efímero esfuerzo que se vino abajo cuando desaparecieron a varios de sus participantes. Fuera de esos pocos días en los que se juntaron con más gente, estuvieron solos, sin atreverse a señalar directamente al ejército por temor a provocar su ira y, con ella, la muerte de Marco Antonio.

El día de la denuncia, 23 de noviembre, había transcurrido un mes y 17 días de su captura ilegal e injusta. Igual que ahora, con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, no sabíamos absolutamente nada, ni siquiera si estaba vivo o muerto. Estaba desaparecido. Doce letras que encierran todo el dolor del mundo y aún más. El infierno. El vacío. La incertidumbre permanente. La incompletitud perpetua. El participio del verbo desaparecer que no debió mutar jamás a sustantivo para nombrar seres humanos, los desaparecidos/as.

33 años después Marco Antonio sigue desaparecido. Tanto amor y no haber podido hacer nada contra la muerte.

La solidaridad desplegada en México y en muchísimos países a lo largo y ancho del planeta por la aparición con vida de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa es un hecho inusitado. En centenares de manifestaciones se han congregado decenas de millares de personas, mayoritariamente jóvenes, para clamar por su devolución con vida. Artistas renombrados/as se han sumado a la causa con todo el arrastre mediático que esto supone; se les han dedicado canciones y el Facebook político revienta de indignación plasmada en lemas, fotos y demandas de respuestas y acciones efectivas al Estado mexicano. 

Sin embargo, ¡tanto amor, y no poder nada contra la muerte![i] De nuevo, nos enfrentamos a un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de las peores atrocidades.

Después de dos meses de desaparecidos, a saber dónde están, dónde los tienen, dónde los dejaron. No hay certezas sobre su vida o muerte, sus madres, sus padres, sus familias, México, el mundo, seguimos desperando, una mezcla de espera desesperada al mismo tiempo esperanzada y desesperanzada.

Antes en Guatemala, en silencio, aislados, en peligro, las familias de los desaparecidos y desaparecidas removimos el mundo, levantamos las piedras, hicimos hasta la imposible por hallarlos y arrancarlos de su cautiverio para devolverlos a la vida familiar y social. Ahora las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa están luchando por lo mismo pero arropados por el amor y la solidaridad mostrados pública y masivamente, a voz en cuello, indignados, señalando a los responsables por todos los medios. Como antes, ahora tampoco se ha logrado mellar la voluntad del poder de desaparecerlos y proteger a los perpetradores de este crimen.

Pero tanto amor y solidaridad quizá sirvan para que se reconozca y acepte socialmente que hubo decenas de millares de desapariciones forzadas en Guatemala y que las víctimas directas (los desaparecidos y desaparecidas) e indirectas (sus familias) esperamos hallarlos y merecemos justicia. Quizá se entienda que, sin importar el tiempo transcurrido, los/las familiares de los desaparecidos/as no los olvidamos, no dejamos de amarlos ni de buscarlos de las muchas maneras que lo hacemos: en las multitudes, adentro de nosotros/as mismos/as, en fosas clandestinas, en cuarteles. Ellos y ellas no dejan de hacernos falta. No importa cuán plena sea nuestra vida ni cuánta felicidad experimentemos, el dolor por su ausencia nos sigue hincando los dientes en las noches en blanco y en los eternos días que transcurren con el vacío entre los brazos.

Tanto amor, indignación y solidaridad suscitados alrededor de la desaparición forzada de los 43 estudiantes deben impulsar la justicia y contribuir a ampliar la conciencia de que no podemos permitir que se desaparezca a más personas y se logre que este crimen horrendo se erradique para siempre de la faz de la tierra.


[i] Verso de “Masa”, de César Vallejo.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Granos de maíz

Como granos de maíz se desgranaron uno a uno los nombres de los 43 muchachos normalistas de Ayotzinapa la tarde del 13 de noviembre. Uno a uno fueron cayendo en el seno de la pequeña comunidad improvisada para la solidaridad con el reclamo de su devolución con vida. ¿El escenario? La acera de la embajada mexicana en Costa Rica, que fue ocupada por unas cien personas, muchas de ellas mexicanas, la mayoría jóvenes mujeres y hombres, quizá estudiantes, que han sido golpeados en sus conciencias y en su dignidad por un hecho atroz, de esos que deberían leerse en los libros de historia medieval: la desaparición forzada de 43 estudiantes de magisterio en Ayotzinapa, México.

También yo, hermana de un niño desaparecido, acudí al llamado de Natalia y Héctor apostando con todos los/las presentes a que el amor y la solidaridad los traerán de vuelta a sus vidas, a sus familias, al futuro del que forman parte y que estaban construyendo con su esfuerzo. Conmigo estuvieron, como siempre, mi niño desaparecido y los ojos cansados y tristes de mi madre tras 33 años de espera.


Una bandera mexicana cerraba el paso en la entrada principal de la embajada. Era una bandera enrarecida sin el rojo y el verde con el blanco al centro, la de siempre, sino ahora enlutada por la traición al juramento de sus autoridades que prometieron, como todos/as los/las mexicanos/as, “ser siempre fieles / a los principios de libertad y justicia / que hacen de nuestra Patria / la nación independiente, / humana y generosa / a la que entregamos nuestra existencia”.

A lo largo de la tapia se colocaron los carteles hechos a mano alzada por nosotros/as junto con las fotografías de los 43. Ellos me miraron con los ojos fijos, mudos, ausentes de la vida política, social y familiar desde que fueron arrebatados el 26 de septiembre, hace casi dos meses. En una de las pocas calles hermosas, bordeada de árboles, en esta ciudad encementada, vi caer el sol; con su luz postrera azafranó la atmósfera. Muy pronto oscureció y la calle se alumbró con velas que se alinearon a lo largo del muro que encierra la embajada.


Escuché cada nombre con la emoción colgando en las pestañas y respondí “ausente” uniendo mi voz a la de los/las reclamantes por su vida y su libertad, entre ellos, uno que otro Marco Antonio, un par de Julio César, dos Carlos y algún Héctor, nombres muy cercanos y amados, que sonaron como martillazos sobre mi corazón. La gente a pie o en carros y autobuses iba de vuelta a casa, algunos saludaban con los pitos, alguien se detenía y soportaba la presión de las de atrás que querían continuar; el chofer de un autobús detuvo el vehículo hasta que se terminó la letanía. Mientras tanto el nudo que tenía en la garganta se disolvió en mis ojos.

Hubo llamados a la acción y al cumplimiento de su deber a las autoridades mexicanas, se señaló que el hecho constituye un crimen de Estado y, por lo tanto, este deberá responder no solo ante los familiares de los desaparecidos, su escuela, su comunidad y el pueblo mexicano, sino ante la comunidad internacional que permanece vigilante de lo que allí sucede. El Embajador permaneció tras las paredes del regio edificio blanco y mandó a sus representantes a recibir la carta que firmamos; en ella se ponía por escrito lo que se reclamaba a viva voz.

Ayotzinapa es un pequeño poblado situado en el estado de Guerrero que, según la salvatandas de internet (la Wikipedia), no tiene más que 84 habitantes. Su nombre significa “lugar de calabacitas”, es la sede de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” en donde estudian los desaparecidos y con lo sucedido, parece haberse transformado en la capital de México, en el centro del mundo.

Exigiendo respuestas, demandando justicia y aparición con vida de los jóvenes estudiantes, víctimas de un crimen de Estado, las marchas solidarias hormiguean en decenas de ciudades en todo el mundo. En todas se repiten los nombres de los jóvenes, seres humanos con derechos que les han sido arrebatados mientras permanezcan indefensos en las manos de sus captores. Digámoslos en voz alta, como cuando la maestra o el maestro pasan lista en el aula, y respondamos ausente por cada uno de ellos:

- Abel García Hernández
- Abelardo Vázquez Peniten
- Adán Abrajan de la Cruz
- Alexander Mora Venancio
- Antonio Santana Maestro
- Benjamín Ascencio Bautista
- Bernardo Flores Alcaraz
- Carlos Iván Ramírez Villarreal
- Carlos Lorenzo Hernández Muñoz
- César Manuel González Hernández
- Christian Alfonso Rodríguez Telumbre
- Christian Tomas Colon Garnica
- Cutberto Ortiz Ramos
- Dorian González Parral
- Emiliano Alen Gaspar de la Cruz.
- Everardo Rodríguez Bello
- Felipe Arnulfo Rosas
- Giovanni Galindes Guerrero
- Israel Caballero Sánchez
- Israel Jacinto Lugardo
- Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa
- Jonas Trujillo González
- Jorge Álvarez Nava
- Jorge Aníbal Cruz Mendoza
- Jorge Antonio Tizapa Legideño
- Jorge Luis González Parral
- José Ángel Campos Cantor
- José Ángel Navarrete González
-José Eduardo Bartolo Tlatempa
-José Luis Luna Torres
-Jhosivani Guerrero de la Cruz
-Julio César López Patolzin
-Leonel Castro Abarca
-Luis Ángel Abarca Carrillo
-Luis Ángel Francisco Arzola
-Magdaleno Rubén Lauro Villegas
-Marcial Pablo Baranda
-Marco Antonio Gómez Molina
-Martín Getsemany Sánchez García
-Mauricio Ortega Valerio
-Miguel Ángel Hernández Martínez
-Miguel Ángel Mendoza Zacarías
 -Saúl Bruno García

Como sus familias, como México entero, como las y los jóvenes a los que acompañé el 13 de noviembre, fervientemente espero que vuelvan para que, más temprano que tarde, en lugar de que el mundo reclame su despiadada ausencia, sean ellos los que respondan presente cuando escuchen sus nombres; que la solidaridad que ha despertado este hecho terrible, como el maíz, sea sembrada en tierra fértil y que germine, eche raíces profundas y dé frutos de paz y de justicia para los 43, sus familias y el pueblo mexicano.

Más información y fotografías en https://www.facebook.com/events/726687600758179/?pnref=lhc.recent

sábado, 8 de noviembre de 2014

Mi hijo es un puñado de estrellas brotando de mi vientre



A los 43, a sus madres, sus padres, al pueblo mexicano, con todo el dolor y la indignación que soy capaz de sentir.


“¿Y qué encontraron?
 -Pues era carbón y pedacitos así de hueso.”[i]

Eso no es mi hijo. Un puñado de ceniza. Una uña. Despojos amontonados en un basurero. Mi hijo no es basura, no es carne quemada, no es sangre mezclada con la tierra. Eso no son sus ojos, los suyos brillaban como soles, sabían mirar más allá de este mundo de miseria, hambre y opresión.

Mi hijo no es una foto, tampoco es un papel, no es solamente un nombre, no es un número en una lista del horror. Es un ser humano. Lo sentí brotar en mi vientre, una semilla germinando en mis entrañas hace 17, 18, 19, 20 años. Le di a la vida, a mi país, un par de manos trabajadoras, una mente ansiosa de saber, conocer y enseñar, una voluntad dispuesta a romper los límites impuestos por la desigualdad, un hombre.

(asesinaron a los estudiantes, calcinaron sus cuerpos, picaron los huesos y luego los arrojaron al torrente de un río)

Fiero, cruel, inhumano. Atroz. No a él. No a mi hijo. No es cierto. No se merece un trato así, tan inhumano. Ningún ser humano lo merece. Ninguna vida debe ser tronchada de esa forma.

Estoy rota. Mis brazos están rotos, no pueden abrazarlo. Mi corazón también, ahora está anegado de dolor, de angustia, de tristeza. No es amor lo que siento, es desesperación, es rabia, indignación, incredulidad, impotencia. ¿Dónde está? ¿Acaso lo sabe algún árbol del camino? ¿Lo sabe la noche que cobijó a sus desaparecedores?

Señor Procurador, ¿Lo sabe usted? ¿Fueron hombres los que dice que les hicieron eso? ¿Los seres humanos, como usted, como yo, son capaces de triturar un cuerpo, de quemar a una persona estando viva?

¿Es la verdad o necesitan acabar su pesadilla, darle vuelta a la hoja y aquí no pasó nada?

En pocos días otra tragedia será el vórtice de sus preocupaciones. La mía está empezando.

Quiero a mi hijo de regreso, palpitante, vibrando, vivo. Me piden demasiado si esperan que acepte la idea de su muerte con palabras que describen lo que mis ojos no pudieron ver.

Mi hijo no es este vacío abismal, no es una bolsa de basura en el fondo de un río.

Él es el dueño de los pasos que oigo en el sendero cuando viene a la casa, de la voz que vibra en mis oídos diciendo palabras de futuro.

¿Esperan que sienta que está muerto hablándome de restos irreconocibles, imposibles de identificar?

¿Esperan que entierre lo que perdió su forma, lo que no tiene rostro ni identidad? ¿Dónde están sus señas más amadas?

(En el basurero, los peritos hallaron "cenizas y restos óseos que por las características que tienen corresponden a fragmentos de restos humanos".)

No lo creo. No me conformo. No quiero que le pongan su nombre a un puñado de cenizas. No quiero que me devuelvan los fragmentos de huesos diciendo que es mi muchacho, mi hermoso joven, mi estudiante, mi futuro maestro rural. Eso no es su nariz, tampoco su frente despejada, no son sus manos callosas que igual empuñaban un azadón que un lápiz. Eso no es el niño que se formó en mi vientre, el que nació de mis entrañas, el maestro rebelde que quería cambiar el mundo desde el aula llevando de la mano a los niños y niñas más pobres de México.

Mi hijo es un puñado de estrellas que brillan en mi noche cuando cierro los ojos en este sindormir que empezó el 26 de septiembre. 

A mi hijo se lo llevaron vivo. ¿Dónde está? ¿Dónde lo encuentro?




[i] México: las últimas horas de los estudiantes desaparecidos en Iguala http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/11/141108_mexico_estudiantes_desaparecidos_ultimas_horas_jcps

domingo, 2 de noviembre de 2014

Todos/as somos #Ayotzinapa



El 2 de noviembre, un día en el que en México y Guatemala se recuerda festivamente a los muertos aunque parezca un contrasentido, recordé con tristeza a mi hermano sin tumba conocida, a las decenas de miles de desaparecidos/as en Guatemala y en el mundo, sobre todo, a los 43 muchachos desaparecidos en México, un hecho por el que solidariamente todos/as somos #Ayotzinapa.


Tratando de encontrar un hilo para desgranar los sentimientos, placas tectónicas movidas por la fuerza del magma hirviente de esa nueva tragedia, busqué “solidaridad” en el diccionario. Esperaba una definición que incluyera palabras como amor, fraternidad, sororidad, abrazo, cercanía, empatía, sentir con el otro/a y un corto etcétera que muestra lo que sesgadamente creo que es esa ¿actitud? ¿Principio ético, político, humano? ¿Sustancia interna que nos hace rev/belarnos e indignarnos ante al sufrimiento humano provocado no por los avatares de la vida, sino por las acciones perversas del(os) poder(es) de todo tipo y tamaño? (La vida me ha enseñado que hay poder con P mayúscula y poderes proporcionalmente letales). Pero no. En cambio, hay un par de frases resecas, pálidas y descarnadas que no me sirven para este comienzo.

La solidaridad es la manera en la que nos colocamos respecto de nuestros semejantes y, en general, de todo lo que respira, se mueve, reverdece, da frutos, flores, vuela, trina, ladra, muge, maúlla… Podemos situarnos arriba, abajo, por encima del hombro y arrugando la nariz frente a lo distinto o, ¡oh, maravilla! al lado, revueltos, abrazados, respirando el mismo aire, viéndonos a los ojos, sintiéndonos, tocándonos, compartiendo el espacio - tiempo, amándonos, una/o al lado del otro y de la otra defendiendo la vida porque allí está la nuestra.

Desde ese punto de vista, la solidaridad está relacionada con la forma de ser y estar en el mundo, cómo nos construimos a nosotros/as mismos/as y nuestras identidades y cómo nos vinculamos con el prójimo. ¿Somos seres humanos iguales, interdependientes, o discriminamos por alguna sinrazón (clase, género, origen nacional, etnia, definición política, edad, color)? Situadas/os al lado de seres humanos con dignidad y derechos, viéndonos, sintiéndonos como iguales, nos indignamos ante las injusticias.

Y eso, justamente, fue lo que ocurrió en Iguala: una injusticia del tamaño de la humanidad contra las vidas prometedoras de 43 jóvenes estudiantes desaparecidos forzada e involuntariamente, una tragedia para sus familias y el pueblo mexicano, hermano del mío en el refugio y el exilio.

¿Cómo es posible que se continúe desapareciendo impunemente a las personas? ¿Cómo es posible que un crimen tan horrendo se siga repitiendo en todo el mundo? ¿Qué clase de seres humanos somos? ¿Qué clase de sociedades hemos construido? No es posible continuar permitiendo que predominen la muerte, la injusticia, la impunidad para estos crímenes.

Sin embargo, hasta ahora los reclamos de aparición con vida se han estrellado contra el muro que resguarda a los desaparecedores. Así ha sido siempre, sobre todo en Guatemala, pero ahora no tiene porque serlo. El mundo entero sabe lo sucedido, ha sido inocultable. “La solidaridad es la ternura de los pueblos”, como decía el Che, y la gente, sobre todo los/las jóvenes, han colmado con ella las plazas y calles mexicanas y de muchas ciudades del planeta demandando la aparición con vida de los 43 muchachos.

El 26 de octubre se cumplió un mes de esta tragedia. Quiero creer con sus madres y padres, que les serán devueltos con vida y en poco tiempo esta será una pesadilla que se ha quedado atrás. Desde el 26 de septiembre soy Ayotzinapa, siento su pesar, el mismo que he vivido por 33 años, comparto desesperanzada su esperanza y les doy mis lágrimas enrabiadas, plenas de indignación.

Porque, como dice el preámbulo de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, este crimen “constituye una afrenta a la conciencia del Hemisferio y una grave ofensa de naturaleza odiosa a la dignidad intrínseca de la persona humana (…) [que ] viola múltiples derechos esenciales de la persona humana de carácter inderogable [y] la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas constituye un crimen de lesa humanidad”, seamos todos/as #Ayotzinapa y detengamos el mundo hasta que los 43 muchachos normalistas sean devueltos con vida, como en el poema de Vallejo:
Masa

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
“No nos dejes!” ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: ¡Tanto amor, y no poder nada contra
la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: ¡Quédate hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...