El 23 de noviembre de 1981 mi
madre denunció la desaparición de Marco Antonio ante el cuerpo de detectives de
la Policía Nacional, un grupo de criminales de traje y corbata mal llevados que
ejercía como policía política persiguiendo opositores/as. También en esos días,
mis padres publicaron la típica esquela del desaparecido/a: una foto, su
nombre, la descripción física, la vestimenta, y las expresiones comunes
correspondientes a las diversas circunstancias: “sacada de su casa”, “detenido
en un lugar indeterminado”, “no llegó a su destino” y tantas más. A veces se
leía “hombres armados vestidos de civil” y en todas “se desconoce su paradero”,
“no volvió”, “no ha sido vista/o desde entonces”.
Durante los dos años y medio
transcurridos antes del exilio (marzo 84), fueron innumerables sus visitas a
autoridades ensotanadas, uniformadas y civiles; las entrevistas con las
esposas, las hermanas, las mujeres cercanas al poder, todas ellas “buena gente”
según el decir popular, porque a algo había que aferrarse; los encuentros con alguien
que conocía alguien que estaba vinculado con…; las cartas sin respuesta al
Papa, Amnistía Internacional, el Senado estadounidense, la ONU y muchas otras
entidades; los tratos con los transas que a cambio de dinero ofrecían
información y hasta devolver a Marco Antonio, un boyante mercado en el que un
puñado de tipejos impresentables se apropiaron de los bienes de los
desaparecidos y sus familias. Publicaron dos campos pagados diciéndole a Marco
Antonio cuánto lo amábamos y que seguíamos buscándolo (y aún lo amamos y
buscamos); también había súplicas y versículos bíblicos con dedicatoria a Ríos
Montt que, sin embargo, no mellaron ni un ápice la voluntad del poder de
desaparecerlo.
En esos días del primer noviembre
que sobrevivimos sin mi hermano aún no teníamos la capacidad de comprender a
qué nos enfrentábamos: un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de las
peores atrocidades. Sí sabíamos, por supuesto que sí, que mataban, torturaban y
desaparecían a hombres y mujeres adultos, pero ¿niños y niñas? El silencio que
rodeaba estos hechos nos impidió enterarnos de la desaparición de las pequeñas
hijas y la hermanita de Adriana Portillo-Bartow, a quienes se llevaron una
tarde de septiembre de ese año maldito junto con su abuelo y otras dos mujeres; aún no se sabe nada de ellas ni él. Creí que Marco Antonio había sido el
primer niño en ser sustraído de su casa, de su familia, de su vida, bajo la
plenitud del sol.
Sin descanso, mis papás buscaron
y buscaron y buscaron y siguieron haciéndolo. En el 82 se agruparon con otros
familiares e hicieron algunos plantones frente al Palacio Nacional, un efímero
esfuerzo que se vino abajo cuando desaparecieron a varios de sus participantes.
Fuera de esos pocos días en los que se juntaron con más gente, estuvieron
solos, sin atreverse a señalar directamente al ejército por temor a provocar su
ira y, con ella, la muerte de Marco Antonio.
El día de la denuncia, 23 de
noviembre, había transcurrido un mes y 17 días de su captura ilegal e injusta.
Igual que ahora, con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, no sabíamos
absolutamente nada, ni siquiera si estaba vivo o muerto. Estaba desaparecido. Doce
letras que encierran todo el dolor del mundo y aún más. El infierno. El vacío.
La incertidumbre permanente. La incompletitud perpetua. El participio del verbo
desaparecer que no debió mutar jamás a sustantivo para nombrar seres humanos,
los desaparecidos/as.
33 años después Marco Antonio
sigue desaparecido. Tanto amor y no haber podido hacer nada contra la muerte.
La solidaridad desplegada en
México y en muchísimos países a lo largo y ancho del planeta por la aparición
con vida de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa es un hecho inusitado.
En centenares de manifestaciones se han congregado decenas de millares de personas,
mayoritariamente jóvenes, para clamar por su devolución con vida. Artistas
renombrados/as se han sumado a la causa con todo el arrastre mediático que esto
supone; se les han dedicado canciones y el Facebook político revienta de indignación
plasmada en lemas, fotos y demandas de respuestas y acciones efectivas al Estado
mexicano.
Sin embargo, ¡tanto amor, y no
poder nada contra la muerte![i]
De nuevo, nos enfrentamos a un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de
las peores atrocidades.
Después de dos meses de
desaparecidos, a saber dónde están, dónde los tienen, dónde los dejaron. No hay
certezas sobre su vida o muerte, sus madres, sus padres, sus familias, México,
el mundo, seguimos desperando, una
mezcla de espera desesperada al mismo tiempo esperanzada y desesperanzada.
Antes en Guatemala, en silencio,
aislados, en peligro, las familias de los desaparecidos y desaparecidas removimos
el mundo, levantamos las piedras, hicimos hasta la imposible por hallarlos y arrancarlos
de su cautiverio para devolverlos a la vida familiar y social. Ahora las
familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa están luchando por lo mismo pero arropados
por el amor y la solidaridad mostrados pública y masivamente, a voz en cuello, indignados,
señalando a los responsables por todos los medios. Como antes, ahora tampoco se
ha logrado mellar la voluntad del poder de desaparecerlos y proteger a los
perpetradores de este crimen.
Pero tanto amor y solidaridad quizá
sirvan para que se reconozca y acepte socialmente que hubo decenas de millares
de desapariciones forzadas en Guatemala y que las víctimas directas (los
desaparecidos y desaparecidas) e indirectas (sus familias) esperamos hallarlos y
merecemos justicia. Quizá se entienda que, sin importar el tiempo transcurrido,
los/las familiares de los desaparecidos/as no los olvidamos, no dejamos de
amarlos ni de buscarlos de las muchas maneras que lo hacemos: en las
multitudes, adentro de nosotros/as mismos/as, en fosas clandestinas, en
cuarteles. Ellos y ellas no dejan de hacernos falta. No importa cuán plena sea
nuestra vida ni cuánta felicidad experimentemos, el dolor por su ausencia nos
sigue hincando los dientes en las noches en blanco y en los eternos días que transcurren
con el vacío entre los brazos.
Tanto amor, indignación y
solidaridad suscitados alrededor de la desaparición forzada de los 43
estudiantes deben impulsar la justicia y contribuir a ampliar la conciencia de
que no podemos permitir que se desaparezca a más personas y se logre que este
crimen horrendo se erradique para siempre de la faz de la tierra.
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