domingo, 21 de diciembre de 2014

Celebrando la vida



Pronto será Navidad y ya entramos en la burbuja de amor, paz y felicidad. Eso que para muchísima gente se traduce en una orgía de consumo, para otras personas es una festividad de reafirmación religiosa o una ocasión para compartir con la familia, sin que alguna de las opciones sea excluyente de las otras y sus infinitas combinaciones y variantes.

Como lo he dicho en otros escritos, amo estas fiestas. En mi adolescencia, me dejaba llevar por el fervor religioso; después, por el ambiente y las tradiciones; y, más adelante, por los niños y niñas de la familia, para quienes creábamos una atmósfera de alegría con los infaltables tamales, el nacimiento, los juegos y los regalos que no podían abrir mientras no hubieran representado “La Caperucita Roja” con unos títeres de guante que, en algún rincón de la casa, esperan las manitas de otros niños y niñas para recuperar la vida.

Convertida en hermana de un niño desaparecido, también festejé la Navidad sin el nacimiento hecho por sus manos en tristes celebraciones en las que, bajo las piedras, compartimos los momentos amables destilados de la voluntad de luchar y de vivir. Esperando su regreso infructuosamente, pasaron diez años, veinte años, 33 años… Y aquí sigo, buscando sus huesos, el eslabón que le falta a mi vida, y exigiendo justicia.

En el exilio, mi Navidad y Guatemala se hicieron una sola cosa, un remolino de emociones y sentimientos en los que prevalece la añoranza del olor a pino, manzanilla e incienso flotando en el aire helado de diciembre, el cielo de los azules infinitos, el estallido de los “cuetes”, el sabor de los tamales de Mamaíta y la alegría de abrazar a personas muy queridas.


Pese a que en la Navidad añoro todo aquello de lo que fui privada, en mi casa, donde el amor mantiene el fuego vivo y la vida retoña en otras vidas amadas, habrá fiesta. El 24 de diciembre a la medianoche, sintiendo el frío de los diciembres de mi infancia, recordando los abrazos repartidos por doquier a los parientes, amigos/as o vecinos/as y evocando a mi hermano y su existencia fugaz junto con los 42 jóvenes que aún falta por encontrar en México, en mí se re-creará la alegría de la tierra y de la gente que celebra, resiste y resguarda la vida a contracorriente de las decisiones y los haceres de la muerte.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Happy Birthday / Feliz cumpleaños

Querido hermano:

Desde hace días le quería escribir esta carta para contarle que el 30 de noviembre, cuando hubiese cumplido 48 años, nos reunimos para festejar su nacimiento.

¡Qué difícil es celebrarle el cumpleaños a un desaparecido! Pero hice el esfuerzo de dejar la tristeza afuera de la casa y de ese día para concentrarme en un solo instante, el de su llegada a este mundo.

Nuestro propósito era hablar de usted, compartir el dolor que nos produce recordarlo para no hacerlo en soledad, como en los 32 años pasados. Fallamos, con excepción de lo último: estar juntas.

Ese día recordé cuando cumplió cuatro años. Yo tenía quince y me sentía un adefesio, la adolescencia siempre es un tránsito difícil. Fue talvez la única ocasión que hicimos una piñata y que tuvimos invitados a una fiesta, quizá nuestras vecinas, Tona y Blanca, y la familia de en frente, Estela, Olga, Rina y su hermano.

¿Se acuerda del patio de la casa, la de antes del terremoto? Había claveles rosados dobles, un nisperal, un duraznero, un alto ciprés romano, mucho monte -no grama recortada, bonita, como la de los parques- y, durante algún tiempo, un gallinero. Ese patio era el territorio de nuestros juegos infantiles: las procesiones con muñecas, la tienda, comidita con ensaladas muy ácidas de tomate, hojas de margaritas y yerbabuena, las piratas, los virus (nuestra imitación de Los Beatles), la camioneta y nuestro favorito, la escuelita con Emma haciendo de maestra y yo de alumna rebelde y haragana. Aquel 30 de noviembre, el de sus cuatro añitos, fue una ocasión feliz. Rompimos la piñata, cantamos el Happy Birthday, comimos pastel y tomamos horchata. Era la manera de tres niñas de demostrarle todo el amor que sentíamos (y sentimos) por usted.

Este 30 de noviembre pudimos estar juntas por primera vez en 33 años. No hubo piñata, pero le cantamos “Feliz cumpleaños” con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Después comimos pastel de chocolate. 


Juntar nuestra tristeza y hacerla a un lado fue un ejercicio de voluntad y racionalidad. Su desaparición fue una fuerza centrífuga que nos separó, arrojándonos muy lejos una de otra. Fue muy difícil recorrer el camino de regreso, porque no había camino, para volver a sentirnos como una familia. Talvez el año que viene logremos recordarlo en voz alta y al cantar, dejemos correr las lágrimas en lugar de escondérnoslas mutuamente. 

Desde hace 33 años celebramos su vida y le demostramos nuestro amor no olvidándolo ni perdonando la injusticia -por decir lo menos- que le hicieron sufrir. Por eso, porque lo amamos tanto, porque lo que pasó no debió pasar nunca, jamás dejaremos de buscarlo, de denunciar lo que le hicieron ni de exigir justicia.

La mía, la nuestra, es una dura forma de celebrar su breve existencia. No hay fiesta en ello, sino un profundo sufrimiento y una voluntad para la que espero tener fuerzas siempre. Escribirle estas cartas, rememorar lo sucedido y muchas otros hechos atroces, continuar evocando y manteniendo la dignidad que siempre ha habido en todos los actos de lucha y resistencia colectiva en nuestro país, que más que un país es una perenne herida abierta, es parte de esa voluntad compartida con muchas otras personas, solidariamente.

Se acerca 2015 y dejamos atrás otro año en el que no se pudo lograr avanzar en la justicia ni en hallar lo que sea que quede de usted. 2014 fue muy duro en ese sentido, pero las asperezas y las dificultades no han hecho sino reforzar la convicción de que nuestra esperanza está en luchar, en no darnos por vencidas, en mantener su memoria y la de todas las víctimas de desaparición forzada para que ojalá ¡nunca más! se repita ese crimen en suelo guatemalteco ni en el mundo.

De nuevo, abrazo su recuerdo, beso su foto, añoro su presencia imposible y le prometo que seguiré buscándolo.

Su hermana

domingo, 7 de diciembre de 2014

Un abrazo universal para los desaparecidos y desaparecidas de todos los tiempos, de todos los países



Los ojos de los enterrados se cerrarán juntos
el día de la justicia, o no se cerrarán.
Miguel Ángel Asturias

No se ha inventado aún el instrumento para medir el impacto y duración de los efectos de la desaparición forzada.

Es imposible medir cuán prolongado e intenso es el dolor que causa perder de esa manera a una persona amada. Sé del paso del tiempo por los surcos en mi piel, por el cabello que emblanquece, pero los relojes y los calendarios no me han servido nunca para sentir que han pasado miles de días, casi 400 meses convertidos en los increíbles 33 años transcurridos desde que nos arrancaron a Marco Antonio. Para el dolor, es hoy. Ese dolor no sabe de presente, pasado ni futuro.

El instante en el que esto sucedió es una marca imborrable. Ser hermana de un niño desaparecido es una seña de mi identidad, una sombra pegada a mi sombra, ineludible memoria de un hecho que sigue sucediendo cada segundo que mi hermano continúa perdido.

Incrustado en mi pecho, ese instante late como otro corazón que registra su ausencia. La medida del tiempo es solo un referente inútil que delimita los linderos del territorio de las pesadillas, tortura perpetua que sueño dormida y despierta, feliz, desesperada, hambrienta, caminando bajo la lluvia helada o un sol quemante, perdida o hallada, enamorada u odiando.

La desaparición forzada es una mordiente pesadilla sufrida a ojos abiertos, en carne viva siempre. Instante multiplicado por millones de instantes anegados por la pérdida. Granos de arena fina en torbellino que se me mete en los ojos, gotas de lluvia fría deslizándose sobre mi piel estremecida, cerrada oscuridad en la que camino buscando a tientas, buscando siempre, también perdida. Sin fecha de caducidad, eso siempre está en mí. Eso soy. No tengo escapatoria.

¿Estoy loca? Desde una maraña de sentimientos huracanados que periódicamente se desbocan y hacen que surjan las eternas preguntas: ¿dónde está?, ¿qué le hicieron?, le escribo a una fotografía, a un recuerdo extendido por el cielo, por mi vida y por cada una de mis horas aunque no lo recuerde intencionadamente, aunque haya días en los que no quisiera recordarlo.

¿Estoy sola en mis evocaciones, en esta indignación que me aprieta la garganta asfixiándome? 

No estoy loca ni sola. Ahora no. Además de mi madre y hermanas, hoy son miles las personas que salen a las calles del mundo para demandar la aparición con vida de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa.

Esa irrupción de verdades largamente silenciadas, inmensas, deslumbrantes, crueles como relámpagos que en plena oscuridad alumbran la cara deforme del monstruo que nos domina y que pretende callarnos, ha dado a luz un hermoso abrazo universal. Por eso, quizá a partir del 26 de septiembre de 2014 se comprenda que la desaparición forzada no solamente arrasa con la vida de las víctimas directas y sus familias, también destruye la convivencia social al vaciar de contenido los conceptos y principios que le dan sentido y cohesión a nuestras sociedades. 

Ojalá que al dejar de ser una experiencia privada, el dolor por los jóvenes estudiantes desaparecidos se convierta en un factor empujado por las multitudes para erradicar para siempre este flagelo de México y el planeta entero.

Ojalá que la indignación y el repudio a la manera atroz en la que fue asesinado y se pretendió desaparecer a uno de los 43 también sirvan para repudiar lo sucedido en la región hace treinta y cuarenta años y robustezca y haga realidad el ¡¡nunca más!! que exigimos las familias de los desaparecidos/as.

(Que Alexander Mora Venancio descanse en paz, una paz que sin piedad le fue arrebatada junto con su vida. Este muchacho 19 años que apenas dejaba atrás sus edades infantiles, estudiante de primer año de magisterio rural en la escuela de Ayotzinapa, merece la justicia al igual que sus demás compañeros.)

Y aún pido más.

Quiero soñar que el abrazo solidario y la indignación nos alcanzarán para cobijar a los desaparecidos y desaparecidas de todos los tiempos y todos los países, que el amor que se mueve también cubrirá a aquellos/as que pesan en nuestras almas desde hace décadas, para rememorar sus nombres y alimentar su búsqueda. 

Quiero soñar que el clamor por la aparición con vida de los jóvenes de Ayotzinapa no se olvidará de que los 43 estudiantes desaparecidos no son un hecho aislado. Ellos se suman a decenas de miles de seres humanos que permanecen con los ojos abiertos aguardando justicia.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Palabras para Marco Antonio en su 48 cumpleaños



Unas fotos, su pequeño radio de baterías que aún funciona, sus certificados de estudios y el diploma de la primaria, la patineta anaranjada, un librito de cuentos gastado por el tiempo en el que escribió su nombre con un lápiz. No es posible que solo sea eso lo que nos quedó de usted si lo amábamos tanto. Junto con su fe de edad, es toda la evidencia material de su breve paso por el mundo.

Eso y la memoria amorosa de su vida tan corta. Eso y el enorme vacío de su ausencia que no lo llenaría ni toda el agua de los mares. En ese abismo me hundo en octubre al descender la escalera al infierno.

Hermano mío, dolor de mi alma, quiero decirle hoy que jamás lo olvidamos. Al principio, lo esperábamos. Los primeros diez años me aferré ciegamente a su regreso. Ahora lo buscamos. Nunca he dejado de preguntar qué fue de usted, a dónde lo llevaron, en qué lugar fue sepultado, si lo hicieron. ¿Alimentaría con su cuerpo la furia de un volcán o la fuerza del mar? ¿Lo hicieron navegar por algún río? 

Son preguntas absurdas para quien no conoce la horrible realidad construida en mi país por una horda de criminales profundamente crueles, desalmados, que mataron, torturaron y desaparecieron a decenas de miles de personas, incluyendo niños y niñas, como usted, mi hermano, Marco Antonio.

Me he abierto paso por la vida llevándolo conmigo siempre, amada carga, herida abierta en el costado, amor en dolor transfigurado y, sin embargo, amor.

Cada vez que pienso en usted me duele recordar tan poco de su vida tan corta. Es un dolor inagotable que me colma, que no acaba. Jamás terminará, ni aunque yo muera.

Cada vez que me acerco a mis abismos interiores quisiera sentir algo más que la tristeza infinita y este dolor interminable, profundo, que me oprime el pecho y se anuda en mi garganta. Hoy en conmemoración de su vida, ojalá sea el amor el que me tome, el que ilumine su recuerdo y no esta rabia que me ahoga.

La última vez que lo vi, minutos antes de que se lo llevaran los malditos (pude haber sido yo, debí haber sido yo y es la culpa la que habla), usted estaba feliz porque nuestra hermana se les había escapado del cuarte. 

Muy poco nos duró esa dicha. En un afán inútil, quisiera borrar de mi existencia y de la suya el minuto exacto en el que llegaron los engendros del averno a la casa y lo sacaron para siempre de su vida y la mía.

Todo se volvió oscuro y frío, se desdibujó el mundo y se impuso la muerte.

¿Podré hallarlo? He vivido para eso y para la justicia y ahora, para mi desaliento, Guatemala ha sido convertida en el cuartel mundial de la impunidad.

Pasan los años. Su vida se diluye en la mía como la tinta en el agua. Mientras más vivo, más leve me parece su huella y cuanto más me alejo de sus años tan jóvenes, su figura se agranda en mi paisaje, como una montaña que lo domina todo.

Camino por la memoria y en cada esquina encuentro cuchillos afilados, dardos amargos, impaciencia. Me cubro bajo la sombra de la desesperanza.

¿A dónde fueron su olor y su voz? ¿Dónde se apagó su mirada? ¿Dónde están sus huesos que me aguardan? ¿Podré reconocer los jirones de su ropa?

*****

Destejida camino hacia la música. Dejo un rastro de sangre. Me fundo con la luz de la mañana. Me sumerjo en la voz de la cantante… Besos, ternura, qué derroche de amor, cuánta locura. Hundo los pies en el suelo húmedo y suelto, arriba las copas de los árboles derraman su luz verde amarillenta sobre esta porción del mundo.

Quiero estar en la música, sentirla como si fuera lo único y lo último. Nada existe más allá de este minuto. Sus manos se desplazan velozmente en el aire, bajan y suben sobre los bongós siguiendo el ritmo. Trato de asirme a ese momento con todas mis fuerzas, quizá así lograría olvidar quien soy, de donde vengo y que no puedo ir hacia ninguna parte.

Casi lo consigo.

De pronto, la suave luz de la mañana se quiebra. El mundo se deshace ante mis ojos que ya no pudieron contener la catarata de las lágrimas.

No sé qué hacer y estoy desesperada.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

Elegía a Ramón Sijé
Miguel Hernández

Quisiera escarbar la tierra con los dientes, la tierra que lo guarda, ojalá. Quisiera ir a tocar las puertas de sus casas, sacarlos de sus camas. Quisiera derribarles los cuarteles, convertir sus muros y puertas en cenizas y horadar el suelo hasta encontrarlo. Ay, hermano.

Quisiera que nos vieran, que fueran capaces de sentir el dolor y la angustia que sembraron. Quisiera que sintieran horror por lo que hicieron (¿cómo pudieron, madre de mi alma?). Quisiera que se vieran a sí mismos como los ven mis ojos: criminales. Quisiera preguntarles si recuerdan al niño que le arrebataron a mi madre hace 33 años. Ella sigue esperando y abrazando al vacío.

*****

Sin embargo siempre hay un sin embargo, un contrapeso, una luz que seguir y que nos ilumina, un cabo suelto que debe ser atado, un camino cerrado que hay que sobrevolar. Seguir buscándolo es lo que nos sostiene. La justicia es la utopía que se aleja y nos define el rumbo.

Lo quiere, su hermana

domingo, 23 de noviembre de 2014

¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!



El 23 de noviembre de 1981 mi madre denunció la desaparición de Marco Antonio ante el cuerpo de detectives de la Policía Nacional, un grupo de criminales de traje y corbata mal llevados que ejercía como policía política persiguiendo opositores/as. También en esos días, mis padres publicaron la típica esquela del desaparecido/a: una foto, su nombre, la descripción física, la vestimenta, y las expresiones comunes correspondientes a las diversas circunstancias: “sacada de su casa”, “detenido en un lugar indeterminado”, “no llegó a su destino” y tantas más. A veces se leía “hombres armados vestidos de civil” y en todas “se desconoce su paradero”, “no volvió”, “no ha sido vista/o desde entonces”.

Durante los dos años y medio transcurridos antes del exilio (marzo 84), fueron innumerables sus visitas a autoridades ensotanadas, uniformadas y civiles; las entrevistas con las esposas, las hermanas, las mujeres cercanas al poder, todas ellas “buena gente” según el decir popular, porque a algo había que aferrarse; los encuentros con alguien que conocía alguien que estaba vinculado con…; las cartas sin respuesta al Papa, Amnistía Internacional, el Senado estadounidense, la ONU y muchas otras entidades; los tratos con los transas que a cambio de dinero ofrecían información y hasta devolver a Marco Antonio, un boyante mercado en el que un puñado de tipejos impresentables se apropiaron de los bienes de los desaparecidos y sus familias. Publicaron dos campos pagados diciéndole a Marco Antonio cuánto lo amábamos y que seguíamos buscándolo (y aún lo amamos y buscamos); también había súplicas y versículos bíblicos con dedicatoria a Ríos Montt que, sin embargo, no mellaron ni un ápice la voluntad del poder de desaparecerlo.

En esos días del primer noviembre que sobrevivimos sin mi hermano aún no teníamos la capacidad de comprender a qué nos enfrentábamos: un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de las peores atrocidades. Sí sabíamos, por supuesto que sí, que mataban, torturaban y desaparecían a hombres y mujeres adultos, pero ¿niños y niñas? El silencio que rodeaba estos hechos nos impidió enterarnos de la desaparición de las pequeñas hijas y la hermanita de Adriana Portillo-Bartow, a quienes se llevaron una tarde de septiembre de ese año maldito junto con su abuelo y otras dos mujeres; aún no se sabe nada de ellas ni él. Creí que Marco Antonio había sido el primer niño en ser sustraído de su casa, de su familia, de su vida, bajo la plenitud del sol.

Sin descanso, mis papás buscaron y buscaron y buscaron y siguieron haciéndolo. En el 82 se agruparon con otros familiares e hicieron algunos plantones frente al Palacio Nacional, un efímero esfuerzo que se vino abajo cuando desaparecieron a varios de sus participantes. Fuera de esos pocos días en los que se juntaron con más gente, estuvieron solos, sin atreverse a señalar directamente al ejército por temor a provocar su ira y, con ella, la muerte de Marco Antonio.

El día de la denuncia, 23 de noviembre, había transcurrido un mes y 17 días de su captura ilegal e injusta. Igual que ahora, con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, no sabíamos absolutamente nada, ni siquiera si estaba vivo o muerto. Estaba desaparecido. Doce letras que encierran todo el dolor del mundo y aún más. El infierno. El vacío. La incertidumbre permanente. La incompletitud perpetua. El participio del verbo desaparecer que no debió mutar jamás a sustantivo para nombrar seres humanos, los desaparecidos/as.

33 años después Marco Antonio sigue desaparecido. Tanto amor y no haber podido hacer nada contra la muerte.

La solidaridad desplegada en México y en muchísimos países a lo largo y ancho del planeta por la aparición con vida de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa es un hecho inusitado. En centenares de manifestaciones se han congregado decenas de millares de personas, mayoritariamente jóvenes, para clamar por su devolución con vida. Artistas renombrados/as se han sumado a la causa con todo el arrastre mediático que esto supone; se les han dedicado canciones y el Facebook político revienta de indignación plasmada en lemas, fotos y demandas de respuestas y acciones efectivas al Estado mexicano. 

Sin embargo, ¡tanto amor, y no poder nada contra la muerte![i] De nuevo, nos enfrentamos a un poder despiadado, brutal, contrahumano, capaz de las peores atrocidades.

Después de dos meses de desaparecidos, a saber dónde están, dónde los tienen, dónde los dejaron. No hay certezas sobre su vida o muerte, sus madres, sus padres, sus familias, México, el mundo, seguimos desperando, una mezcla de espera desesperada al mismo tiempo esperanzada y desesperanzada.

Antes en Guatemala, en silencio, aislados, en peligro, las familias de los desaparecidos y desaparecidas removimos el mundo, levantamos las piedras, hicimos hasta la imposible por hallarlos y arrancarlos de su cautiverio para devolverlos a la vida familiar y social. Ahora las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa están luchando por lo mismo pero arropados por el amor y la solidaridad mostrados pública y masivamente, a voz en cuello, indignados, señalando a los responsables por todos los medios. Como antes, ahora tampoco se ha logrado mellar la voluntad del poder de desaparecerlos y proteger a los perpetradores de este crimen.

Pero tanto amor y solidaridad quizá sirvan para que se reconozca y acepte socialmente que hubo decenas de millares de desapariciones forzadas en Guatemala y que las víctimas directas (los desaparecidos y desaparecidas) e indirectas (sus familias) esperamos hallarlos y merecemos justicia. Quizá se entienda que, sin importar el tiempo transcurrido, los/las familiares de los desaparecidos/as no los olvidamos, no dejamos de amarlos ni de buscarlos de las muchas maneras que lo hacemos: en las multitudes, adentro de nosotros/as mismos/as, en fosas clandestinas, en cuarteles. Ellos y ellas no dejan de hacernos falta. No importa cuán plena sea nuestra vida ni cuánta felicidad experimentemos, el dolor por su ausencia nos sigue hincando los dientes en las noches en blanco y en los eternos días que transcurren con el vacío entre los brazos.

Tanto amor, indignación y solidaridad suscitados alrededor de la desaparición forzada de los 43 estudiantes deben impulsar la justicia y contribuir a ampliar la conciencia de que no podemos permitir que se desaparezca a más personas y se logre que este crimen horrendo se erradique para siempre de la faz de la tierra.


[i] Verso de “Masa”, de César Vallejo.