sábado, 31 de marzo de 2012

La huida

26 de marzo de 2012. Desayuno con gorjeos de pájaros. Leyendo, me hundí de pronto en marzo del 84, en el día 26, ese que hoy queda a 28 años de distancia. Con una cosa acuosa colgando de las pestañas, volví a lo que la noche me había hecho olvidar por un momento. La huida. Y fui cayendo, pese a mi afán de sostenerme en el ahora aferrándome con fuerza a la silla. Un ahora en el que, además de mis hijos, mi familia, tengo 25 agapantos lilas en mi patio, azaleas rojas florecidas, margaritas, gardenias perfumadas y claveles sencillos, una explosión de fucsias al lado de un arbusto silvestre vestido de amarillo, mariposas, gorriones… Primavera.



Ocho de la mañana, corro, no quiero llegar tarde. A esa misma hora, 28 años atrás, estaba con mi niño, el mayor, el único entonces, tocando la puerta del consulado de México en Retalhuleu. Desperté muy temprano. Borré cualquier pretexto para seguir en donde estaba, porque el cerco estaba cada vez más cerrado. Ya no teníamos lugar dónde meternos. No quería tocar puertas amigas. Muchas se nos habían cerrado, a otras no debía acercarme porque ellos podrían haber llegado antes; y las que aún no estaban ubicadas, debían permanecer lejos del punto de mira de los perseguidores.

Ese fue el día en que, por fin, salí de Guatemala pensando que volvería en tres meses. Fue un lunes, como este, el calendario se repite exactamente cada 28 años. El viernes 23 habíamos asilado a mi familia (padre, madre, hermana recién viuda y dos pequeñas niñas) y a la familia de mi cuñado (padre, madre y hermano) en la embajada de Ecuador, la única que no tenía una docena de policías en las puertas. Habían salido de la casa – refugio una semana antes, con lo puesto; a mi papá fue al único que se le ocurrió ponerse dos de todo, excepto los zapatos. La pánel blanca en la esquina fue el aviso de que la trampa estaba a punto de cerrarse. Los movimos a tiempo, en una noche muy larga y angustiosa de esperas prolongadas y miedo, mucho miedo, por su seguridad.

Ese viernes 23, sintiéndolos seguros volví a “mi casa”. Sabiendo que también tenía que irme a alguna parte, limpié, lavé la ropa, ordené los libros, y volví a limpiar y ordenar y lavar y otra vez a lo mismo. No hallaba la salida, no encontraba el impulso necesario para salir volando. Empaqué mis escasas pertenencias en una maleta prestada, no era mucho lo que llevaría si me iba tres meses (en una bolsa grande, las pachas de mi hijo, su comida, unos cuantos pañales, la pañalera, los talcos de bebé, la colcha amarilla tejida por mi madre; aparte, mi libro de recetas, la plancha, el radio de onda corta, mi ropa más buena, la sábana de Juan, la otra bordada por la Mami, dos pares de zapatos, dos suéteres, el mantel de cuadritos de Santa Cruz del Quiché, las cosas más absurdas con las indispensables).

En ese ir y venir se fue un día y luego otro. Mientras tanto, la noticia del asilo de mi familia ya era pública. Había sido trasladada a la casa del embajador, que se moría de miedo recordando el asalto a la embajada española, en el ochenta. Afuera, para acrecentar el temor, la policía vigilaba desde el carro en que habían abandonado el cuerpo de Héctor, mi cuñado, asesinado unas semanas antes. Y yo, seguía limpiando y arreglando la casa, mientras me despedía de escasísimas personas, la querida Mami, la Tía, R., prometiendo volver.

Pero ese lunes 26 ya era insostenible mi indecisión. Después del ultimátum, esa madrugada, a tientas, buscando el sendero de la huida con mi hijo en los brazos, salí, cerré la puerta como si fuera a volver el mismo día (¿ya dije que no sentía nada? Solo miedo…), me subí al carro y dije adiós a todo (la cama de mi abuela con el colchón de paja, sus sábanas y almohadas, la cuna blanca, la estufa de Andrés, la tele blanco y negro de cien quetzales, los trastos, la ropa, los zapatos, los juguetes escasos de mi niño, mis libros, la mesa embetunada de Nahualá con cuatro sillas, los muebles de pita de San Juan Ostuncalco, la mecedora, la bañera, las tazas y los platos, las ollas, los sartenes, la vida que dejaba botada).

Tenía un solo propósito: conseguir la visa para cruzar a México. Nos dirigimos hacia la costa, al consulado mexicano en Retalhuleu donde, tres horas después, un hosco finquero –ese era el cónsul- nos dijo que volviéramos a las cuatro de la tarde. Si regresaba a la capital, probablemente no encontraría nuevamente el impulso de abandonarlo todo. Por otra parte, con la noticia del asilo, posiblemente me buscaban. ¿Y si abría la puerta y ya estaban adentro, esperándonos?

Recordé que había un consulado en Xela y para allá nos fuimos. Cruzamos el túnel de Santa Cruz Muluá. El día estaba soleado y hermoso, el cielo azul, sin una nube, no me veía correr desesperada por conseguir la visa. En el trayecto, el paisaje y la vegetación cambian en la medida en que se va subiendo al altiplano. Sin sentirlo, ya estaba de pie frente a la puerta del otro consulado y, sin creer mi mala suerte, leía el aviso que decía “cerrado por diligencias en la capital”.

Me despedí de Xela, de sus calles estrechas y empinadas, su chocolate espeso, delicioso, con shecas, del cuartel donde habían violado y torturado a mi hermana, de su luna y su sol, de sus mercados y de sus gentes que no sabían nada de lo que me pasaba. Subí al cerro del Baúl y vi la ciudad desde lo alto. Les dije adiós a la Cuesta Blanca y a la silueta grácil del volcán Santa María, prometiendo volver.

Y de nuevo a la costa. A las cuatro en punto era la primera de la fila. El cónsul me dijo “no” dos veces. Me faltaban papeles: las cuentas bancarias, la constancia de empleo, la escritura de la casa. ¿Volver a la capital? Pero me dije “la tercera es la vencida”. No sé que oyó en mi súplica, porque no dije nada que me comprometiera, o quizá vio en mis ojos que en su negativa podría irnos la vida. O fue mi aspecto desvalido, con mi niño, lo que lo convenció. El caso es que me dio la visa. Me temblaban las manos cuando llené el formulario con los datos de mi hijo, quise llorar cuando metí la pata y con él en los brazos, corrí a buscar un corrector en la gasolinera de la esquina.

Con la visa en la mano, retomamos la carrera de obstáculos. Anochecía. Pasamos no sé cuántos retenes del ejército. Había que llegar a Tecún Umán sin importar la hora y cruzar la frontera hasta llegar a Tapachula. Cecina con frijoles parados, tortillas y un café ralo. En eso consistió mi última cena en un comedor situado a la orilla de la carretera, en Pajapita, San Marcos, en una casa de madera pobremente alumbrada que llamaba a comer con su sencillo rótulo. 

Y seguimos huyendo. Recordé la historia de un hombre y de su niña con los que me encontré en agosto del 81, en San Marcos, una noche que me quedé a dormir en algún lado. Vecino de la aldea El Desengaño, en Quiché, también huía a México, a pie. ¿La razón? Había ido a la capital con su hija para hacer trámites relacionados con las tierras y al volver a su casa, no había casa, no había aldea, toda la gente había sido asesinada, eran los únicos sobrevivientes de una operación de tierra arrasada. Lo escuché impávida hablando de casas quemadas y de personas muertas, dibujé en mi cabeza el paisaje desolado. No supe qué decirle. Creo que en ningún idioma hubiera encontrado las palabras precisas para pronunciarlas con el tono adecuado y sin la voz quebrada. Quizá lo que cabía era un abrazo y llorar con él y su hija, pero ellos no lloraban y yo también había olvidado cómo hacerlo. El hombre tan solo repetía con una voz monótona, muy triste, que se habían quedado solos, sin nada y sin nadie, se tenían nada más el uno al otro. Esa noche, en la que yo también huía, lo recordé y pensaba que ese no era mi caso. Dentro de todo, debía sentirme afortunada.

En esa oscuridad –noche sin estrellas ni luna ni dioses en los cielos, con sobresaltos de retenes militares, que crucé sonriente y amable- le dije adiós a todo, a cada piedra, árbol, flor y mariposa, a cada vuelta del camino. A mi hermano también, y le juré que pronto volvería a encontrarlo, aún no consigo ni una cosa ni otra.

Finalmente, crucé la frontera con mi hijo. Con las piernas flojas me acerqué al mostrador con los papeles. En un momento que se hizo interminable, un hombre buscó en un tarjetero si había un motivo para impedirme el paso. Al no hallar nada, me puso los sellos de salida. Busqué la puerta y crucé el puente caminando. Por debajo, el Suchiate corría mansamente, ignorante de que es el punto en el que se separan dos países. Me detuve un segundo para mirar la placa que indica el punto exacto en el que se divide el territorio. Un paso más y no podrían alcanzarnos.

Tapachula nos recibió con un calor intenso. Pasamos la noche en un hotel, yo no pegué los ojos, me ardía el alma y me dolía el cuerpo. Mi niño estaba incómodo. Seguramente había percibido la tensión de esos días. Al día siguiente, nos fuimos en avión al DF, tras sufrir otra vez el escrutinio espeluznante de la migra que me quiso quitar el radio de onda corta porque no llevaba la factura.

Salir de Guatemala fue una decisión muy difícil, una de las más duras que he tomado en mi vida, de esas de las que uno no se recupera jamás. Seré una desarraigada para siempre, aquí o allá. Significó no solamente dejar de ser quien era, vaciarme de significados y volver a inventarme en un proceso que llevó muchos años, sino también abandonar a Marco Antonio, su búsqueda, que hasta hoy día se prolonga infructuosa. Sin embargo, había que hacerlo, de eso dependió seguir con vida. Volver no ha sido posible todavía. Los tres meses se multiplicaron hasta convertirse en 28 años.

Vuelvo a mi ahora de agapantos, lantanas, margaritas. Sumerjo la mirada en sus colores. Podría aficionarme a esta belleza y olvidar que hay inviernos (e infiernos, como ese al que me deslicé suavemente, cayendo en el pozo del alma en el que se guardan los secretos oscuros y los recuerdos más amargos).

domingo, 25 de marzo de 2012

El cuento de Camilo

El 25 de marzo de 1980 enterramos a Hugo Rolando Melgar y Melgar. Más que el asesor jurídico de la Universidad de San Carlos de Guatemala y catedrático de su Facultad de Derecho, era el padre de mi pequeño alumno Camilo, cuando, en 1979, era la “seño Lucky”, la maestra de tercer grado en el Colegio Austriaco. Entonces, guiada por Luis de Lión quien me contaba de cómo lograba que sus niños aprendieran a expresarse por escrito, a veces hacía a un lado las aburridas clases de Gramática y nos poníamos a jugar con las palabras. Camilo escribió un cuento que entonces me asombró y conservé en mi memoria, porque me decía mucho de cómo un pequeño vivía en ese clima de amenazas y muertes que se instaló en nuestro país. Para mí es un tesoro este recuerdo, que ahora comparto en homenaje a la vida de su padre y de su querida familia.

Así, cómo me lo contó un niño hace 33 años, se los cuento.

Había una vez una joven muy bella que amaba las flores y los árboles. Su nombre era Magdalena. Vivía en un hermosísimo jardín, al que prodigaba sus cuidados cada día.

Una mañana se encontraba, como siempre, conversando con las rosas. Una viejecita amable se acercó a la puerta y la llamó:

-Ven, bella joven, acércate. Quiero hacerte un regalo

Ella, llena de curiosidad se acercó hasta la puerta. ¿Qué podría ser eso que la viejecita quería regalarle?

            -Buenos días, le dijo.

            -Buenos días, joven hermosa, respondió la anciana. Y agregó:

-Yo sé que eres muy buena y que amas las plantas. Pronto moriré y he decidido que debes poseer mi más valioso tesoro. Te lo mereces.

Al decir esto, metió la mano entre sus ropas y sacó con cuidado un objeto pequeño y reluciente.

-Ten. Es la manzana de oro. Consérvala para siempre. Ella te concederá cualquier cosa que le pidas por inalcanzable que te parezca.



Y diciendo esto, partió.

Magdalena la observó alejarse. Con la pequeña manzana dorada entre sus manos se acercó emocionada a las rosas para contarles lo que había sucedido. Todo el día pensó en lo que podría pedirle a la manzana milagrosa.

              “A lo mejor puedo llenar de flores el desierto…”

              “¿Y si le pido que se acaben los incendios que matan a los árboles?”

              “Quizá logre que aquellos que están destruyendo nuestros bosques decidan sembrar árboles.”

Llegó la noche y, después de darle muchas vueltas al asunto, pensó que podría pedirle a la manzana mágica algo que había soñado desde niña: que las plantas pudieran hablar y caminar, como las personas. Eso, se dijo, haría muy felices a las rosas, las margaritas y las dalias. Siempre había sentido que ellas también tenían miles de cosas que contarle.

Decidido esto, colocó la manzana prodigiosa sobre su corazón, cerró los ojos e imploró con voz dulce, suavemente:

“Manzana milagrosa, hermosa, manzanita de oro. Si es cierto lo que sé sobre ti, haz que ahora mismo todas las plantas puedan hablar y caminar…”
Si alguien hubiera podido entrar al jardín de Magdalena esa noche, se habría quedado pasmado de ver a las rosas bailando con los pinos, correr a las margaritas, oír conversar a las violetas tímidas con los señoriales cipreses.

Lo mismo sucedió con las plantas en todo el mundo. Muchas personas corrieron asustadas cuando escucharon decir a su begonia que necesitaba una nueva maceta o a los geranios decir amablemente que ahora podría cambiarse a un lugar más soleado.

Pero Magdalena se olvidó de algo muy serio: que también existían las plantas venenosas y las carnívoras. La dionaea, la sarracenia, la nepenthes y la pinguicula, que acostumbraban comer moscas y pequeños insectos, pronto se sintieron poderosas y se unieron con la cicuta, la belladona, las adelfas y muchas más de sus inclinaciones y dominaron el planeta extendiendo su reino de oscuridad y muerte, acabando con el verdor del mundo y sojuzgando a la gente. El tenebroso dominio de las plantas venenosas y carnívoras se hacía cada vez más poderoso eliminando a todos los seres que se le oponían.

Horrorizada Magdalena y sintiéndose culpable por lo que había hecho, enterró la manzana al pie de un árbol en el último bosque que aún quedaba. Pocos días después, se murió de tristeza y de temor, pero su cuerpo fue ocultado tras los rosales por la viejecita que seguía cuidándola y tendió un cerco mágico para que las plantas malvadas no supieran dónde estaban ni una ni otra.

Pero un día, Antonio, un joven que huía de la oscuridad, atravesaba el bosque y, sin saberlo, penetró el círculo mágico. Entonces fue cuando escuchó que alguien susurraba su nombre. Buscó arriba de su cabeza –la voz venía de algún sitio, en lo alto de un árbol- y descubrió un objeto brillante. Se acercó y ¿adivinen qué? ¡Era la manzana de oro! La tomó con cuidado, era preciosa, y ocultándola divisó una cabaña abandonada en la que podría esconderse.

Esa misma noche, las plantas carnívoras y las venenosas, que habían desplegado a todas sus fuerzas en busca de la manzana mágica, fueron alertadas. Al salir del círculo mágico, ellas supieron que había sido encontrada y era urgente localizarla y apoderarse de ella para servirse de su magia.

Mientras Antonio se disponía a acostarse, un ejército de malvadas plantas se aproximaba a la cabaña. Sin saber nada de lo sucedido e ignorante de la magia de la manzana, Antonio suspiró y mientras ellas rodeaban la casa y subían por los techos y paredes dispuestas a matarlo, él, como todas las noches, pidió que el reino de la oscuridad se terminara.

“Cuándo caerán muertas una por una esas malvadas plantas”
“¿Es que acaso no tenemos derecho a vivir y a ser felices?”
“Antes, éramos libres sobre la tierra hasta que ellas se hicieron poderosas”

No había terminado de decir esas palabras, cuando una por una fueron muriendo las odiosas plantas carnívoras y las venenosas. Sobre el bosque se alzó la luna llena, llenando con su brillo la noche, mientras Antonio se dormía.

En sueños, la habló la manzanita mágica. Estas fueron sus palabras:
“Antonio, ya salvaste al mundo con tu deseo. Debes saber que mi dueña, Magdalena, es la más bella y la más buena joven. Ella cree que se murió de miedo, pero tan solo duerme al pie de los rosales del último bosque de la tierra gracias al sortilegio de mi antigua ama. Tienes que despertarla.”
A la mañana siguiente, Antonio abrió los ojos y, recordando su sueño, tomó la manzana prodigiosa y caminó por el bosque hasta encontrar a Magdalena bajo los rosales que habían florecido nuevamente al morir las plantas venenosas y carnívoras y llenaban el aire con su perfume delicioso.

Le dijo con voz dulce:

“Magdalena, despierta, el sol salió de nuevo y la alegría ha vuelto. La oscuridad se terminó, ya no hay motivos para que tengas miedo.”
La hermosa joven abrió los ojos y se encontró con la imagen del apuesto joven de quien se enamoró perdidamente. 

Por supuesto, este no sería un cuento que escribió un niño de nueve años si Magdalena y Antonio no se hubieran casado y vivido felices para siempre, en el último bosque de la tierra. Las plantas florecieron y cubrieron el mundo de colores, renacieron los bosques y, con ellos, la vida.

Ya no me recuerdo que dispuso mi entonces pequeño alumno sobre el destino de la manzana mágica. Sabedora de su gran poder, yo me la guardaría para mí solita y pediría un mundo de paz y de justicia para la humanidad entera.

(El caso del asesinato del licenciado Melgar fue recogido en el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Puede ser leído en http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/03/el-24-de-marzo-en-nuestra-memoria.html)

jueves, 22 de marzo de 2012

Nada podrá contra la vida

Nada
Podrá
contra esta avalancha
del amor.
Contra este rearme del hombre
en sus más nobles estructuras.
Nada
Podrá
contra la fe del pueblo
en la sola potencia de sus manos.
Nada
Podrá
contra la vida.
Y nada
Podrá
contra la vida,
porque nada
pudo
jamás
contra la vida.

Otto René Castillo

Estoy acá, en “mi nido”, una tarde ventosa de un marzo diferente. Tras la ventana el sol se hunde a lo lejos pintando de dorado el techo de nubes que, más tarde, va a oscurecer el cielo. Siguen pasando cosas, toda clase de cosas, en mi vida plena de alegría, de tristeza, de rabia, de satisfacciones, de tedio, de amor, de esperanza y de desesperanza, como la de cualquiera. Simplemente estoy viva, recuperé mi humanidad y, con ella, mi capacidad de sentir. Y sigo viva mientras vos seguís muerto, hoy, 22 de marzo de 2012, cuando se cumplen 32 años del día en que fuiste asesinado, Julio César del Valle Cóbar, hermano del alma, compañero.

Me veo al espejo. Estoy envejeciendo. Tengo canas y arrugas y me asombra cómo ha pasado el tiempo. En cambio vos seguirás siendo para siempre un joven de 23 años, un muchachón alto, fornido –más bien grueso-, de tez blanca y ojos color de miel, con una sonrisa amable, verdadera, tranquilo, pausado y de hablar suave. Excepcionalmente inteligente y talentoso, sensible, estudioso y creativo, sabio, alegre, amante de la música, generoso. Tu corazón era tan grande que todo cabía en tu pecho, un campo fértil para que hundieran sus raíces los más altos ideales y propósitos revolucionarios. Julio, portador de sueños y utopías, un truncado forjador de futuro.

Respirando ese aire envenenado, viviendo en esa atmósfera oscura, dolorida presentí la muerte en borrosas imágenes en el sobresalto de las madrugadas. Un espacio verde, altos de Santa Rosita, cuerpos esparcidos por doquier, la profesora Elida llorando. Tu Volkswagen amarillo –el carro que te compró tu padre- estacionado frente a la puerta de mi casa con un cadáver dentro (¿Julio? ¿Marco Antonio?). La casa tomada (hombres de tacuche mal puesto, al peor estilo judicial, uno con boina negra, empuñando el poderío calibre 45, el gesto hostil…).

Y sucedió tu muerte anticipada en pesadillas torturantes, junto con Marco Tulio Pereira e Iván Alfonso Bravo. En el libro En pie de lucha. Organización y represión en la Universidad de San Carlos, Guatemala. 1944 a 1996, se lee lo siguiente: 

El 22 de marzo de 1980, el coronel de la policía Máximo Zepeda Martínez, supuesto jefe del grupo paramilitar Nueva Organización Anticomunista (NOA), fue ametrallado cuando transitaba por la carretera hacia Amatitlán junto a su ayudante. El hecho fue atribuido a la guerrilla. Horas más tarde y como represalia, el Ejército Secreto Anticomunista (ESA) secuestró a los dirigentes de la AEU Julio César del Valle, Marco Tulio Pereira Vásquez e Iván Alfonso Bravo Soto. Los tres estudiantes se habían reunido momentos antes del hecho para recoger y luego distribuir algunos ejemplares del "No Nos Tientes", la publicación satírica de la Huelga de Dolores, que aquel año prometía ser especialmente crítica. Ese mismo día, los cuerpos de los universitarios aparecieron con señales de tortura y varios impactos de bala. Junto a los cadáveres de los estudiantes, fue encontrada una nota en la que el ESA reclamaba la autoría del hecho como represalia por la muerte de Zepeda. La extrema derecha, representada por los escuadrones de la muerte, no podía golpear a la insurgencia, por lo que se ensañó contra el movimiento estudiantil (Siete Días en la USAC: 7 abril 1980; Guatemala 80: 188; Amnesty International 1980b: 2; Cáceres 1980: 174; AAAS 1986: 45; entrevistas).” http://shr.aaas.org/guatemala/ciidh/org_rep/espanol/part2_9.html



Veo en un recorte de la prensa de entonces que, durante las pocas horas que duró el cautiverio, se les mantuvo atados y fueron torturados por seres semejantes a ellos, a mí, a cualquiera, pero solamente en apariencia, porque me cuesta creer que eran humanos. En sus cuerpos sin vida, cortada de tajo por las balas, se leía el tormento. No pude entender porqué cuando murieron, tan jóvenes, tan injustamente apartados de la vida, el mundo no supo detenerse a la orilla de su tumba ni contempló perplejo los ojos cerrados, los cuerpos inmóviles, los sueños derrotados, las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro sereno, seña de que el aliento final llegó como un alivio al sufrimiento que les era infligido.

El 23 de marzo acompañamos a tu querida madre –la Mami, tan entera, tan digna- a tu padre, a tus hermanas –A. y Ruth, quien subrepticiamente había identificado tu cadáver y llevó la noticia-, a tu hermano, a la Tía, a toda tu familia, en el milenario ritual de despedir a un muerto, sin creer todavía que eras vos al que enterrábamos. Allí estuvo también Hugo Rolando Melgar, muerto al día siguiente.

Y como siempre cuando suceden estas muertes violentas, solo quedan el dolor, el vacío y miles de interrogantes sobre qué tan buen esposo hubieras sido para mi hermana, la pequeña, cuántos hijos habrían tenido y que, seguramente, en un tiempo en el que todo tiene un precio, vos no lo habrías tenido. Eras un hombre íntegro y hubieras sido un buen profesional, con la trayectoria limpia de tu padre y tu madre, tus ejemplos de honestidad y rectitud, que se quedaron huérfanos de su hijo mayor.

La muerte brutal de Julio despedazó las ilusiones de mi hermana. Yo perdí a un hermano –mi consejero y protector en los vaivenes existenciales- y mis padres a un hijo. Esa difícil circunstancia me unió a su familia de sangre en un vínculo de amor, apoyo y solidaridad incondicionales, que se mantuvo aún después de la desaparición forzada de Marco Antonio y que continúa inquebrantable pese a la distancia y al tiempo transcurrido.

Retorno del pasado y sigo aquí en mi nido, rodeada de silencio. He palpado la herida y constaté que aún no se ha cerrado. En mi memoria vive –triste consuelo- el muchacho sonriente y generoso que llegaba a mi casa cada día y se sentaba a comer a nuestra mesa, junto con Marco Antonio, los platos rebosantes de frijoles recién colados de mi madre. Por Julio me enteraba de las últimas noticias de la música joven de ese entonces: Pink Floyd, Los Beatles, Queen, Bread, Chicago… Julio y mi hermana solían incluirme en el disfrute de las películas de terror, que eran sus favoritas. Con su ejemplo acrecenté mi amor a la humanidad y sellé un compromiso con la causa, sabedores de que viviendo en un país dominado por criminales que irrespetaban el derecho a disentir, nos jugábamos la vida en el intento de construir un país de justicia e igualdad. Nada más y nada menos que eso.

Ahora que te siento palpitante y te quiero como entonces, mi hermano, me duelen nuevamente tu ausencia, tu injusto asesinato, tu martirio. Si yo debería de tener casi cuarenta años de ser amiga tuya y vos debiste haber sido el padre de mis sobrinos y sobrinas en una mezcla de herencias ancestrales. Tenías que haber sido el queridísimo tío de mis hijos. Tuviste que vivir para enterrar a tu papá, un hombre que te recordó con sufrimiento hasta el último de sus instantes, pero también para ir a todas las fiestas de estos 32 años y repartir pasteles, tocar el clarinete, disfrutar, reírte a carcajadas, sufrir tu cuota y esforzarte por lo que te propusieras. Vivir, en fin, para aportar a tu país, crear una familia y trabajar honradamente, era lo que querías.

Pero en 1980, en total desventaja en una guerra a muerte, inermes y en absoluta indefensión, estudiantes y profesores/as de la Universidad de San Carlos fueron víctimas de la voluntad implacable de aniquilamiento impulsada por la cúpula militar que encabezaban los hermanos Lucas García. No me voy a cansar de repetir que los asesinatos, las desapariciones forzadas, la tortura, las amenazas, la persecución contra cualquiera que fuera categorizado como parte del “enemigo interno”, eran los ingredientes de una receta mortal con la que contuvieron las legítimas demandas de justicia social y económica y de democracia política levantadas por el movimiento popular y revolucionario. El estudiantado y profesorado de la USAC dieron su cuota de sangre en ese empeño, en un momento en que las acciones represivas habían cerrado los espacios de participación que se habían abierto dificultosamente en la primera mitad de los setentas.

A Julio, Maco e Iván Alfonso les ataron las manos. ¿Pudieron atar también sus sueños, sus ideales? Para acabar con ellos, los criminales uniformados decidieron matarlos -y matarnos. Pero en ese tiempo, en el que nos tocó pasar por el infierno, aún era un consuelo repetir aquel verso de Otto René Castillo, el poeta revolucionario inmolado en el 67, que se leía en mantas y pancartas portadas por manos que empuñaban claveles rojos: “alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”.

Ideales, sueños, propósitos de cambio, todo aquello que implicara un desafío al mandato de obediencia y sumisión emanado del poder, junto con la esperanza, cayeron con decenas de miles de compatriotas -hombres y mujeres de todas las edades, principalmente indígenas de zonas rurales- en un plan de aniquilamiento que fue adquiriendo ritmos vertiginosos. Un plan para el que sus perpetradores contaron con la complicidad de una oligarquía codiciosa, de la prensa venal, de la jerarquía eclesiástica -anticomunistas, contrarrevolucionarias y aliadas de los militares- y del gobierno estadounidense.

Nuestro tiempo pasó. Fuimos aniquilados, aislados. El terror se impuso. Se deslegitimó nuestra propuesta, ahogada en sangre. Y ahora, con la misma rebeldía de entonces, renovada y alimentada con la rabia que sigue produciendo este estado de cosas, observo este mundo cada vez más dominado por la codicia, el odio y la intolerancia. Por esa voracidad de poder y riqueza mataron a Julio, a Iván Alfonso, a Maco. Por eso se llevaron a Marco Antonio en el 81. Por eso asesinaron a Héctor en el 84. La lista es interminable.

Guatemala, mi patria, la tierra prodigiosa donde dejé el ombligo, donde nació mi hijo (el que lleva tu nombre, Julio), donde están mis recuerdos, esa maravilla de azules y de verdes a la que vuelvo todos los días de mi vida, es una paradoja hecha de sufrimiento, de acallada voluntad de cambio, de silenciado desacuerdo, de valor y coraje cotidianos, de permanente heroísmo escrito con letra muy menuda. Pero también del odio, el racismo y el insaciable afán de acumular riqueza a costa de la vida de una minoría que se beneficia mientras sigue negándole el pan, la tierra, el maíz, el alfabeto, a la mayoría de la población.

Por eso tenemos un país -y un continente- sembrado de cadáveres de revolucionarios y revolucionarias, de militantes de causas populares, de hombres y mujeres que se abrazaron a una idea, pero también de todos los que mataron simplemente porque estaban allí o porque cupieron en la definición del enemigo, como los pueblos indígenas guatemaltecos, víctimas del genocidio.

Más allá de la muerte, que no entiendo (¿quién soy para entenderla?), quiero aferrarme a ese otro verso del poeta truncado, aquel que dice que “nada podrá contra la vida porque nada pudo jamás contra la vida”. Quiero creer que es cierto. Quizá lo sea en esta terquedad de mantenerlos vivos, en esta resistencia memoriosa que no se puede confundir con masoquismo, con un anclaje estéril en lo que sucedió. Es memoria rebelde, indoblegable, intransigente, que no invoca la lástima sino la dignidad y el derecho a decir nuestra palabra, a inscribirla con fuego en el imaginario para que no se vuelva a repetir el sufrimiento. 

Y es cierto que es vida lo que encuentro en el amoroso celo con el que me he propuesto resguardar los ideales, en esta vigilia permanente en la que llevo el recuento de los daños pasados y presentes para que no se olvide lo vivido, para que nunca más suceda. Y, que les pese, está la vida en la alegría que sigo ondeando cual bandera. Por ellos/as, por los asesinados/as, las desaparecidas/os, vivo, recuerdo y no me callo. Junto con muchos hombres y mujeres, desafío el mandato de silencio. 

No me doy por vencida y repito, con Luis de Lión, el maestro poeta desaparecido por ellos, también por ellos, en 1984, su poema Epitafio

¿Por qué se empeña la muerte
en matar, vanamente, a la vida,
si la más humilde semilla
rompe la piedra más fuerte?

sábado, 17 de marzo de 2012

Hasta pronto, Milton





Me lo dijeron las hormigas en la sangre, el ladrillo que llevé sobre la coronilla toda una semana, el mal dormir, los ojos que se hundieron en mi cara y se rodearon de sombras muy oscuras. El miedo al terremoto, al viento arrasador, al agua salida de sus cauces, a los mares hirvientes, a las erupciones, dominaba mis noches, junto con el vuelta y vuelta en la cama sobre sábanas heladas. Me lo dijo su sueño pesado, muy pesado, tanto que no despertó más. A los 26 años, casi los 27, Milton Solano Rivera, de Térraba, parte de la tierra y del pueblo indígena, murió súbitamente con el corazón roto. Hijo de Isabel Rivera, una luchadora indígena tallada en el esfuerzo cotidiano de mantener la dignidad y exigir el respeto a su condición de ser humano y a sus raíces ancestrales, Milton era un joven hecho a pulso, que levantaba su vida día a día demandando el respeto a los derechos de su gente y la sobrevivencia étnica.

Digno integrante del clan Rivera, formado por mujeres indoblegables que se resisten a la extinción y, como a su vida, defienden la tierra, el río, la naturaleza y los derechos de su pueblo, Milton era un joven profesor que empezó a dar clases con tan solo 17 años, en quien despuntaba un líder, un luchador, un guía cultural y educativo de su comunidad. ¿Cómo entender que Milton, a esa edad, muriera de un infarto fulminante? ¿Cómo aceptar que saliera entero de su pueblo, una extensión de tierra roja que se sitúa en el sur de Costa Rica, y regresara muerto? ¿Qué todo su bregar por darse a sí mismo las oportunidades que se les siguen negando a los pueblos indígenas se quedara en cenizas, a un paso de alcanzar su título de profesor de ciencias? ¿Cómo seguir mirando lo que él no verá más?

Es imposible entenderlo si no se sabe que en febrero, como cada año al inicio del ciclo lectivo, la gente indígena reclamaba para sí los nombramientos de profesores y profesoras y personal administrativo tanto en la escuela como en el Liceo de Térraba, establecido hasta hace unos pocos años gracias a su exigencia de mejorar el nivel educativo en la comunidad. Milton, junto con unas sesenta personas más –hombres y mujeres de todas las edades, incluyendo niños y niñas-, estuvo en la toma de sus ruinosas instalaciones. Durante aproximadamente diez días, casi no comió ni durmió y seguramente tuvo miedo, porque la gente no indígena que se ha apropiado ilegalmente de las tierras en connivencia con indígenas corruptos, les amenazó de muerte.

Ese miedo se materializó el 21 de febrero, cuando llegaron en masa a atacarlos y les escuchó gritar enardecidos que “hay que matar a los indios”. Allí estaban su madre, sus tías, sus hermanas, sus compañeros y compañeras y la gente más anciana, junto con los niños y las niñas. Fue su sangre, que brotó de las heridas que les infligieron, la que hizo que la tierra roja de Térraba enrojeciera aún más. Quizá por eso, días más tarde, su corazón se debilitó y se detuvo para siempre, golpeado por la furia de sus atacantes; no solo fueron las piedras y los palos empuñados por hombres rabiosos, también lo hirieron su racismo y su odio. Quizá no soportó que se les dijera terroristas. O su corazón se fatigó demasiado porque cada mínima cosa que alcanzó en su vida personal y en la de la comunidad, le costó el doble, el triple, la vida, que a quienes tienen la mesa servida de antemano.

Con la toma del Liceo se logró que por primera vez en la historia de esta institución un indígena fuera nombrado director. En el papel, también fue aceptado que la educación en el territorio se rija por los preceptos del Convenio 169 de la OIT y será construido –ojalá- un edificio nuevo para impartir las clases en un lugar digno. Estos son logros que él ayudó a conseguir con su determinación callada, de los que no verá sus frutos, y que son un primer paso de un largo recorrido en el que ojalá quienes deciden estas cosas comprendan el por qué de los derechos ancestrales de su pueblo y el sentido de su lucha por la sobrevivencia étnica, un aspecto en el que la educación pública tiene un papel central.

En su casa humilde, en ese rincón de este país situado en las profundidades de la desigualdad y la injusticia, encontré a Milton, a su humanidad encerrada en una caja de madera. Alrededor, las mujeres de tierra deshaciéndose en lágrimas, pero también prodigándose abrazos, vasos de café para la vela, tamales de arroz y pan, mucho pan, el que faltó para alimentar a Milton y a toda la gente que participó en la ocupación del Colegio. La noche que antecedió a su muerte, una tajada de luna llenó de luz el cielo y opacó las estrellas. Esa misma luna acompañó la vela en la que se despidieron de él, junto con su familia y la comunidad de Térraba, la gente sencilla de los pueblos de Boruca, Cabagra, Salitre, Ujarrás, Curré y China Kichá, entre ellos sus ex alumnos/as.

El triste ulular de los cambutes se mezcló con el sonido de los pitos de barro y el golpeteo de rústicos tambores. Con esa música, un lamento que ha recorrido siglos hasta llegar a un ahora sin Milton, se despidió a un joven que soñaba y trabajaba, que soñaba y luchaba, que soñaba y que se esforzó muy duramente para hacer realidad lo que quería: dar clases en Térraba y obtener su título de profesor de ciencias. Su gente lo despidió con llanto, con tristeza, con rabia, con el sentimiento de ver que su lugar vacío no podrá ser ocupado por nadie, pero también con la determinación de no abandonar el camino por el que él transitó, con unidad y fortaleza. Los muchachos, sus amigos, lo llevaron en hombros por un sendero tan duro como sus vidas y sus muertes, un río de piedras sueltas que traicioneramente se zafan bajo los pies que marcharon hasta un cementerio rodeado de barrancos. Al fondo, las montañas azules y verdes.

Caminamos despacio por el río de piedras, siguiendo trastumbantes el féretro. Atrás de él, las flores, los aromas, las lágrimas, la tristeza, los murmullos, el dolor por dejarlo allí solo, en ese lugar sin lápidas ni mausoleos, sin puertas y sin muros, cercado por una fila de raquíticos arbustos, el suelo endurecido cubierto por el pasto reseco, crecido, un sitio rodeado de llanuras -antes bosques cerrados- donde se encontró con sus ancestros. Hace ya tiempo del verdor y la frescura de los árboles en ese cementerio donde el viento corre con libertad y fuerza, en un terreno abierto, y juega con la tierra formando polvaredas que enrojecen el aire. Al fondo, se pierde la mirada en un paisaje agreste.

En esa esquina del mundo, en ese lugar sagrado de su pueblo, lo dejamos. Allí lo esperaba con su abrazo la madre tierra, la tierra roja de Térraba. Su madre y sus hermanos y hermanas de lucha y de sangre hubiesen querido ser árboles y plantarse con él para alimentarse de sus sueños, para acrecentarse con su fuerza, para aprender a mirar con sus ojos, que ya no verán más, un futuro distinto que él sabía que había que hacerlo con las manos.

En el fin del novenario -que terminó una noche oscura, sin luna, con la Vía Láctea por testigo, con una ceremonia iluminada por el fuego- un cacique ngäbe le habló en un lenguaje de otros tiempos. Allí se mezclaron en la comunión del chocolate, las ofrendas de los rituales mayas y le dijimos “hasta pronto” a Milton, con la certeza de que su espíritu seguirá acompañando y animando las luchas de su pueblo.

sábado, 10 de marzo de 2012

Marzo doloroso


Hace más de tres décadas, en 1980, hubo un marzo indeleble. Un marzo de muerte y de silencio, de odio arrasador, marzo de fuego con la muerte al costado. Lo viví con un gemido de angustia, sosteniendo las lágrimas en las puntas de las pestañas porque “no hay que llorar, compañerita”. Y yo, con una valentía que no tengo, me daba la vuelta, apretaba los dientes y los puños y me tragaba el llanto. Un río de lágrimas me tragué ese marzo y ese año maldito, que se juntó con los ríos salados de otros marzos –el del 76, el del 81, el del 84- y otros años que le antecedieron y que le siguieron a ese, hasta formar un torrente, un mar insondable de tristeza en el que quisieron ahogarnos.

Con una pausa en la Semana Santa, ese marzo de noche, de oscurana fatal, huérfana de luciérnagas, de luces y de estrellas, nos duró muchos meses. En la mañana, el crimen –doble, triple, en solitario. En la noche, el velorio. Al día siguiente, el entierro. Y vuelta a empezar. Ese fue el ritmo que le impusieron a la muerte, planificado con una racionalidad perversa e inhumana por los amos de nuestro último aliento. A veces lo rompían, como cuando mataban por error a alguien que tenía un carro igual o se parecía a la futura víctima –como fue el caso lamentable de la pareja confundida con Edna Ibarra y Carlos Figueroa- y los sicarios debían corregir el error.

En ese tiempo trabajaba en una escuelita de una aldea cercana a la capital, sin luz, ni agua potable, ni centro de salud. La única presencia del Estado era la nuestra y en qué condiciones… Al mediodía, cuando subía al pueblo y pasaba por mi casa, la pregunta obligada a mi mamá –que mantenía la oreja pegada a las noticias- era “¿a quién mataron hoy?” Según correspondía, tenía que escucharla decirme que “hoy no toca” o todo lo contrario, junto con los nombres de una o de varias personas asesinadas, casi siempre estudiantes o profesores/as de la Universidad de San Carlos.

Aguanté tres entierros. El de Julio del Valle –mi hermano del alma- detenido, torturado y muerto junto con Iván Alfonso Bravo y Marco Tulio Pereira, el 22 de marzo, un triple asesinato con el que empezó todo. Dos días después de haber enterrado a Julio, acompañé a Camilo al de su padre, Hugo Rolando; era muy niño entonces, pero ya sabía del riesgo en que vivían y lo plasmó en un maravilloso cuento que prometo escribir con el recuerdo. Y con mi amiga Dora María –que lo supo antes de que pasara- fui al de Maco Urízar, el padre de su hijo, a quien mataron tras la pausa de la Semana Santa. En los días de rezos y procesiones –en los que hasta los criminales se tomaron un descanso- me refugié con ella y su familia en el sur del país, en un paraíso de árboles, cascadas y ríos limpios. Esa ha sido la única vez que he sacado cangrejos debajo de las piedras y comido el exquisito guiso preparado por su madre.

Tres entierros y ya no pude más. Con las fuerzas perdidas, también perdí la cuenta de las mujeres y hombres asesinados en ese marzo triste, que se extendió hasta junio, julio, agosto y no sé cuánto más. Sin enterarme, porque enterrábamos a Julio, que en el vecino El Salvador, habían asesinado cobarde y vilmente a Monseñor Romero.

Sobrevivimos a la muerte, sobreviví al dolor. Su intensidad disminuyó no a causa del alivio que pudiera haberme dado la justicia, sino porque sucedieron cosas más brutales, como la desaparición forzada de mi hermano en octubre de 1981.

Sin embargo, cuando llega marzo revivo aquel otro nunca ido en el recuerdo de las vidas truncadas. Sin proponérmelo, recreo el mismo estremecimiento que sentía en la piel al oír las noticias y cada vez el río ha querido salirse por los ojos. Hablo de mi dolor, de esa íntima e intensa experiencia personal intransferible que describo mediante las palabras o contengo con el abrazo solidario para encontrar consuelo. Pero lo mío también es lo vivido por miles de compatriotas que perdieron a un ser querido en la vorágine de sangre que envolvió a Guatemala y la cambió para siempre.