sábado, 30 de junio de 2012

La audiencia de Río Negro

(Traducciones al portugués y al inglés en 
http://todaysblogal.blogspot.com/2012/07/la-audiencia-de-rio-negro.html)

La audiencia de Río Negro, los días 19 y 20 de junio, fue precedida por una ceremonia maya en la Corte Interamericana de Derechos Humanos dirigida por un guía espiritual. En un irregular semicírculo, “occidentales” e indígenas, hombre y mujeres, asistimos a un ritual hermoso en un idioma que no entiendo, el maya achí, salpicado de vocablos en español como abogado, jueces, Corte, valor y fortaleza. Además de nosotrxs, una brisa caliente y húmeda y un alto ficus acompañaron la ceremonia. El sol en su cénit, quemante, alumbró el momento desde un cielo despejado, celeste y transparente. Al centro, el fuego, las candelas de colores, las flores, las ofrendas (azúcar, tabaco, chocolate, mirra y pom), todo envuelto en la nube fragante del incienso que se quemó en una vasija hecha de barro guatemalteco, rojo, extraído de una tierra empapada de sangre.

Reunión de familiares y sobrevivientes de las víctimas de las masacres
A lo largo de una tarde y una mañana, las voces de testigos -Jesús Tecú Osorio y Carlos Chen Osorio- y peritos -Michael Mörth y Rosalina Tuyuc- pintaron en el recinto judicial un retablo hecho de mil historias de miseria y profundo sufrimiento. La niña violada a los cinco años, el niño esclavizado por el militar que se lo robó después de haber matado a su familia, la madre que llevaba a su bebito envuelto en un rebozo amarrado a la espalda donde quedó la mitad del pequeño cuerpo de su hijo mientras la otra rodó al suelo tras el machetazo del soldado, las jóvenes mujeres sometidas a servidumbre sexual, el hermano mayor que vio cómo ahorcaban a su hermano menor, las casas quemadas, las cosechas destruidas, los animales muertos, casi 500 personas masacradas –hombres, mujeres, niños, niñas, personas mayores-, la tierra ancestral, inundada y, bajo el agua, sepultados, los lugares sagrados, el bosque que les proveía de medicinas y otros medios de vida, las flores, las abejas, los pájaros de todos los colores, con sus cantos, los huesos de sus abuelos y abuelas, la vida del pueblo de Río Negro.

Por todo eso, nos dijeron, lxs maya-achís –las víctimas- le piden perdón a la tierra, la madre primero ahogada en sangre –de la que recibió toneladas de las casi 500 víctimas de las matanzas- y luego en agua, que debió haberse tornado púrpura al anegar el territorio.

La gente que sobrevivió a las masacres sucedidas una tras otra en los primeros años de la década de los ochenta en esta localidad del norte del país, se asentó en la que es considerada una zona roja, sin escuela ni servicio de salud, donde “los caminos son barrancos”, como dijo uno de los testigos. La insultante y absurda paradoja es que no tienen electricidad, después de que fueron masacrados para construir una hidroeléctrica.

¿Y la justicia? Mal, muy mal. El peritaje del experto añadió a este retablo de dolores multiplicados, profundos, la persistencia del pueblo en invocarla y sus repetidos choques contra un muro de piedra y de cemento. La infranqueable, maldita, impunidad.

En la voz pausada y suave de Rosalina Tuyuc fluyeron las verdades de las víctimas acerca de como la muerte física reiterada innumerables veces puede traer consigo la muerte cultural del pueblo indígena. Del genocidio al etnocidio hay un recorrido trágico plagado de innumerables pérdidas de referentes de identidad y pertenencia como la desaparición o el asesinato de las personas ancianas, las madres –las transmisoras del idioma y las costumbres ancestrales-, los padres que ya no estuvieron para enseñar a trabajar a sus hijos varones. Desde esta perspectiva, el territorio es el escenario en el que se despliega la vida de la comunidad, el lugar en el que enrollan las hebras multicolores del tiempo y se teje la continuidad del pasado con el presente y el futuro en el interminable círculo de la historia. Este lugar con dimensiones materiales, físicas, espirituales, mágicas, el sitio de la realización de la vida, donde el pueblo maya - achí de Río Negro era lo que había sido y sería siempre, se perdió para siempre bajo el agua.

El hilo de la identidad también se ha perdido con el traslado a otros lugares para conservar lo único que les quedó tras las matanzas, la vida. Las personas sobrevivientes se vieron obligadas a transformarse, a dejar de ser, a camuflarse, a convertirse en otros y otras disfrazándose, dejando de hablar su idioma, de usar su nombre y sus vestimentas hermosas, coloridas, hacer a un lado sus prácticas culturales y ocultar su lugar de nacimiento. Y ni que decir de los niños y niñas que fueron “extraídos” de su entorno territorial, identitario y familiar para apropiárselos indebidamente por militares o darlxs en adopción. Allí estuvo Dominga Sic, la niña que perdió a toda su familia y fue llevada a los Estados Unidos. Ahora, una mujer, ni siquiera habla español, mucho menos la lengua de sus ancestros.

Son la vida, la memoria y la lealtad a la sangre las que alientan su profunda necesidad de justicia y, agrupadxs en la Asociación para el Desarrollo Integral de las Víctimas de la Violencia en las Verapaces, Maya Achí (ADIVIMA), les impulsaron a acudir al sistema interamericano de derechos humanos para lograr lo que nuestro país es incapaz de darnos a las víctimas del terrorismo de Estado: la restitución de nuestra dignidad y el respeto a nuestros derechos y condición humana y ciudadana mediante la justicia y el reconocimiento a la verdad de lo sucedido.

Toda acción tiene una reacción igual o contraria y en esta historia, estuvo en la voz y en la actuación del agente del ilustrado Estado de Guatemala, como se dice en el lenguaje de las audiencias. Mis oídos se sintieron lastimados por la desafiante negativa proferida por el representante estatal, Antonio Arenales Forno, a la acusación de genocidio pronunciada por el firme y valeroso abogado que representa a las víctimas, Édgar Pérez. La intervención del agente estatal no quedó allí. Haciendo de la sala de audiencias del alto tribunal interamericano una tarima política, reinterpretó la Convención Americana sobre Derechos Humanos de acuerdo con los intereses políticos prevalecientes en Guatemala a partir de enero, sermoneó a la Corte poniendo en duda su facultad para tipificar los crímenes de Estado y la conminó a declararse incompetente en este caso por ser anterior a la aceptación de la competencia del Tribunal. No contento con esto, afirmó -con esa voz que pareciera no querer salir de su garganta- que las mujeres y hombres maya – achís sentados al otro lado de la sala no habían llegado allí por voluntad y decisión propias, sino “instigadxs” por las organizaciones de derechos humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, asegurando que les movía el interés de obtener una alta indemnización monetaria.

En su discurso no se olvidó de fustigar a la Fiscal General por su pertenencia a una familia “subversiva”; se refirió a que en el “enfrentamiento armado” –eufemismo con el que buscan encubrir el genocidio y el terrorismo de Estado, de la misma forma en que han prostituido la expresión “conflicto armado interno”- hubo tantas muertes de uno como del otro lado, además de que eran indígenas matándose entre sí en el típico escenario de la Guerra Fría, la URSS vs. EEUU. El agente estatal estaba tan dirigido a negar el genocidio, que en la intervención de uno de los jueces creyó oír la palabra y, en lugar de responder su pregunta, le recordó nuevamente que la Corte no tiene competencia para conocer este caso ni pronunciarse al respecto. Es más, en su criterio, la Corte no debería conocer ningún caso porque no es parte de un sistema penal, sino que debe dejarlos en la jurisdicción interna que allí el Programa Nacional de Reparaciones se ocupará de estos asuntos.

También fue parte del discurso estatal de corte contrainsurgente la amnistía otorgada mediante la Ley de Reconciliación Nacional de 1996. En su sesgado punto de vista, son improcedentes los procesos penales emprendidos en los casos mencionados. Es más, dicha ley ni siquiera debió haber excluido la desaparición forzada porque aún no estaba tipificada en el ordenamiento jurídico en el momento de su promulgación. Esta postura es compartida por los sectores interesados en mantener la impunidad de los criminales terroristas de Estado, como los militares, entre ellos el ex jefe de Estado Efraín Ríos Montt, amparado provisionalmente por la Corte Constitucional al invocar la validez de esa ley en las causas que se le siguen en el genocidio ixil y la masacre de Las Dos Erres.

Al terminar la audiencia, aún asombrada por lo oído, los sentí al pasar a mi lado como cuando se cae al vacío. Me retiré de la sala de audiencias del alto tribunal de derechos humanos con la impresión de que todos los caminos a la verdad y la justicia confluyen hacia un solo punto: el abismo de la impunidad y la versión contrainsurgente de esa etapa trágica de la historia guatemalteca que brotó de la lastimada garganta del representante estatal.

Escuchar las pretensiones de ese poder aplastante, respirar el aire envenenado con alientos racistas, manipuladores, cargado de odio, que busca destruir las esperanzas de justicia y de encontrar la verdad sobre lo sucedido a Marco Antonio, me hizo sentir que estaba cerca de algo que me sobrepasa, que no entiendo, algo sucio, peligroso, oculto, secreto, que no puede ser expuesto a la luz pública.

Pero aún sin esperanza no me daré por vencida. Se lo debo a mi hermano, se lo debo a mi padre y a mi madre, se lo debo a la sangre centenares de miles de veces derramada.

Vídeos de la audiencia de Río Negro en la Corte Interamericana de Derechos Humanos:

Otros enlaces:
La historia de Dominga Sic: Denese Becker recupera su memoria

viernes, 22 de junio de 2012

Los desaparecidos están en todas partes, con los ojos abiertos ellos y ellas siguen clamando por justicia




Me recibe la tarde, una muy hermosa y soleada en plena época de lluvia. Un viento suave me refresca mientras en el cielo maravillosamente azul las nubes navegan como barcos enormes de figuras cambiantes. Mi alma aprisionada se lanza a la libertad de las cimas de los pinos. Desde donde estoy, al otro lado de la calle, huelo su fragancia por encima del olor a gasolina que satura el aire que respiro. Atrás quedaron el tedio de los días iguales y el ánimo sombrío. Me siento feliz.

Un arbusto espinoso me regala sus dulces gemas rojas y brillantes, pero sus ramas me clavan sus diminutos garfios mientras se enredan en mis manos. Llega la noche. La felicidad que experimento se extingue con el día y vuelvo a ser yo, la de siempre. La alegre, triste, serena, enardecida, inconforme, rebelde, desesperanzada, pesimista inmediata, optimista de largo plazo, dolorida… Soy la madre de dos hijos, la empleada de escritorio, la hija de mi padre y una mujer de hierro cuya fortaleza me levanta día a día el espíritu, la hermana de tres mujeres dignas y luchadoras, la compañera del hombre más bueno del mundo, la hermana de Marco Antonio, mi niño, cuya sola mención me humedece la mirada.

Soy muchas cosas y en esencia una sola: la hermana mayor de Marco Antonio, un niño desaparecido por la G2 del ejército de Guatemala el 6 de octubre de 1981. Y no puedo pensar, recordar ni escribir esto que soy ni esto que pasó, sin llorar y sin descender al fondo del pozo de dolor en que se convierte mi alma cada vez que evoco su nombre. Marco Antonio.

Pronto se cumplirán 31 años de su detención ilegal y posterior desaparición forzada. También se cumplirán 31 años del inicio de un largo camino que recorrí desenterrándome, reencontrándome conmigo misma, reconstruyéndome, en un proceso que no acabará nunca. Tampoco hay respuestas para las eternas interrogantes que nos atormentan. ¿Qué pasó con él? ¿A dónde lo llevaron? ¿Cuándo lo mataron? ¿Cómo? ¿Sufrió mucho? ¿Dónde dejaron su cuerpo? ¿Quiénes son los responsables? ¿A quiénes debemos perseguir penalmente? ¿Lograremos hallarlo? ¿Y la justicia?

Mi madre dice que desde que eso pasó ha sido como si le hubieran quitado un brazo. Mutilada, no sé cómo ha logrado vivir cada segundo después del día maldito. Ella persiste y espera, igual que yo, que mis hermanas. Mi padre se “robotizó”, así decía, para soportar la ausencia forzada de su hijo durante 13 años y 13 días, hasta que decidió morirse totalmente. Jamás lloramos juntos. Difícilmente nombrábamos a Marco Antonio y tampoco soportábamos estar en familia porque su ausencia era más notoria. Esto persiste, aunque ahora logramos encontrarnos y vernos a los ojos.

Nos sentimos culpables, aunque no lo somos; sin duda sabemos quienes fueron los que se lo llevaron. Sin embargo, la culpa es inevitable y ya me di por vencida en el afán de superarla. Y el dolor. Uno vive con eso. Me levanto, me baño y cuando su recuerdo parece que quisiera empezar a asomarse me duele de tal modo que quisiera morirme. Me peino, desayuno, trabajo cada día frente a una computadora y se me olvida que tengo un hermano desaparecido cuando era solo un niño. Sin esa amnesia útil, cotidiana, sencillamente ya me hubiera muerto de dolor, de tristeza, de rabia, de impotencia, de todos los sentimientos difíciles que me provocan su pérdida y la impunidad de los criminales que ordenaron y ejecutaron la operación que acabó con su vida y las nuestras.

Pero con la misma mano con la que escribo del dolor, escribo de la justicia, de nuestro denodado anhelo de encontrarla, y de la búsqueda de la verdad y los restos de Marco Antonio. Él no es un número ni una estadística. Es mi hermano, un ser humano que merecía vivir, al igual que todas las víctimas del terrorismo de Estado en Guatemala y América Latina.

Lxs familiares de las personas desaparecidas tenemos una forma distinta de llevar el recuento del tiempo. Sin calendarios ni relojes, sin días ni noches, sin estaciones, lo que cuenta es la ausencia. Nuestra aritmética también es otra. Así, si al 21 de junio de 2012 le resto el 6 de octubre de 1981, el resultado son treinta años, ocho meses y quince días de un vacío insondable en el que la presencia de mi hermano ha sido sustituida por la melancolía. Los aproximadamente once mil doscientos quince días de angustia, multiplicados por la irreversibilidad de su ausencia, son lágrimas punzantes no lloradas en cada una de las pestañas. Contamos el tiempo en millares de de palabras no dichas, de abrazos fallidos al espacio y al tiempo que debió haberse llenado con su vida. El resultado final dividido por el odio y la saña de los desaparecedores, es inasible, pero debo restarle el desánimo, la impotencia y la desesperanza que con frecuencia me asaltan, el brazo que le falta a mi madre y me queda un vacío que, elevado a la enésima potencia, es el que hace explotar bombas atómicas.

Todo ello ha de ser calculado con la impiedad de los malditos y el océano de tristeza que se tragó la vida de mi padre, el mismo en el que trece años después se hundió su cuerpo. Son tantas gotas de mar como segundos de su vida no vivida, hermano de mi alma, por la voluntad de un puñado de criminales que ojalá se pierdan para siempre en el infierno que llevan adentro de sí mismos.

Es cierto lo que dice el afiche, los desaparecidos/as están en todas partes. Ellos, que quisieron borrarlos de la vida, despojarlos de su dimensión humana, que les arrebataron no solo su derecho a vivir sino también su derecho a morir con dignidad, no contaron con que lxs guardaríamos por siempre en nuestros corazones, en nuestra terca memoria, en nuestra voluntad de seguirlos amando y de seguirlos buscando, en la decisión firme de que se haga justicia.

Los desaparecidos y desaparecidas también están en las fosas ilegales de los cuarteles militares, en los cementerios clandestinos, sus nombres siguen enterrados en los archivos que nos han escamoteado para resguardar la impunidad de los desaparecedores. Donde quiera que estén, donde quiera que hayan arrojado sus cuerpos -en el mar, en los volcanes, en los ríos, bajo la tierra- con los ojos abiertos ellos y ellas siguen clamando por justicia.

A la par de la memoria amorosa, no olvido, no quiero, por más que me lastime, la extremada crueldad de los captores, su armada prepotencia y el menosprecio del oficial de la G2 que les dijo a mis padres que entendía su pena porque a él se le había muerto el perro. Tampoco contaron con mi intención de persistir en recordarlos a ellos y sus actos y en levantar un “sí hubo genocidio y crímenes de lesa humanidad” cuando se empeñan en negarlos.

Apago la luz, cierro los ojos y siento su presencia en el arco que forma mi espalda. ¿Está aquí conmigo? ¿Me abraza? Oigo mi corazón pulsando en mis oídos. Sus latidos son sus pasos en mi sangre. Y mientras viva, Marco Antonio, repetiré su nombre como una letanía, un conjuro o una palabra mágica que me ayude a decir que ¡nunca más! se repita este crimen en Guatemala y en ninguna otra parte del mundo.

domingo, 17 de junio de 2012

Con sabor a pan

Años ha, poco antes de su muerte, le pedí a mi padre que escribiera sobre la búsqueda de Marco Antonio emprendida por él y por mi madre. Me dijo que sí, pero seguramente el dolor se lo impidió. Para hacerlo, tenía que hurgarse la herida en el costado. Entonces le pedí un poema.

Encontré estas hojas de cuaderno entre mis apuntes de toda la vida. En ellas, de su puño y letra, está su poema, “Con sabor a pan”. Hoy, día del padre en Guatemala, con este recuerdo de mi papá, el jinete de estrellas, saludo a todos los padres huérfanos de sus hijos o hijas desaparecidxs o asesinadxs por los terroristas de Estado, esos que se niegan a reconocer el genocidio, que se esfuerzan por borrarlos de nuestra memoria. Será quizá lo único que no consigan en sus malditas existencias, que olvidemos a lxs que amamos y que dejemos de exigir justicia.




miércoles, 13 de junio de 2012

Mario López Larrave, un ejemplo de vida y compromiso



Terminando la segunda década de mi existencia, conocí al licenciado Mario López Larrave, un comprometido abogado laboralista vinculado al movimiento sindical guatemalteco como profesional y académico. Era 1975, recién me había acercado al Frente Nacional Magisterial (FNM) que había surgido durante la huelga de 1973 y aglutinaba –era una de las palabras de moda- a las maestras y maestros de primaria.

En ese momento no lo sabía, pero siendo aún estudiante de Derecho el licenciado López Larrave ayudó a mi mamá a sacar a mi papá de la cárcel, que había sido detenido una noche de diciembre de 1955. Mi papá se había unido a una conspiración en apoyo al aviador Francisco Cosenza, que planeaba estrellarse sobre el Palacio Nacional si no renunciaba Castillo Armas, el militar traidor –aunque suene a redundancia- cabecilla del mal llamado movimiento de liberación nacional financiado por los gringos que derrocó a Jacobo Arbenz y acabó con la esperanza democratizadora. Los complotistas, un pequeño grupo de hombres fieles a la Revolución de Octubre seguramente infiltrado por agentes gobiernistas, fueron detenidos en el sector del aeropuerto cuando esperaban que les dieran armamento. Al conocer lo sucedido, mi mamá interpuso recursos de hábeas corpus con el auxilio del licenciado López Larrave, como lo tendría que hacer muchos años después por Marco Antonio. Junto con mi tío Alfredo, desaparecido en 1966, fueron a buscarlo a un centro de detención y le reclamaron su liberación al torturador Bernabé Linares, el jefe de la policía secreta de Ubico que había vuelto al gobierno tras la intervención. Pero mientras el juez revisaba las mazmorras, lo cambiaban de una celda a otra apresuradamente; por las noches, lo metían a un carro con varios matones. Tirado en el piso, sirviendo de alfombra a los sucios zapatos de los esbirros que le apuntaban con sus armas, oía repetidamente el “ahora sí te vamos a matar” mientras el vehículo se deslizaba por las calles sin gente, silenciadas por el miedo. Finalmente lograron localizaron, pero en lugar de liberarlo, Linares lo expulsó del país y estuvo exiliado cinco años aproximadamente en Honduras, México y El Salvador. Pero esa es otra historia.

Veinte años después, en 1975, la ley prohibía los derechos de sindicalización y huelga al funcionariado público, por lo que se recurría a la constitución de organizaciones que no encajaban en ningún tipo legal. En el FNM esto no fue una preocupación prioritaria, pero en otros sectores, los empleados/as de Correos por ejemplo, se recurrió a la figura de la asociación como una forma de legitimar su existencia. Al reflexionar sobre este asunto, Güicho (Luis de León) y yo, solíamos recordar al mítico STEG, el Sindicato de Trabajadores de la Educación de Guatemala de los años de la Revolución de Octubre, del que fuera secretario general el no menos mítico Víctor Manuel Gutiérrez. Maestro y opositor político, integrante del Partido Guatemalteco del Trabajo, Gutiérrez fue desaparecido en 1966. Mientras sorteábamos las estrecheces con las que realizábamos las actividades, a veces financiadas con nuestros precarios ingresos, especulábamos sobre los millones de quetzales en que se habrían convertido los fondos del STEG, confiscados por el gobierno contrarrevolucionario a los que suponíamos que se tendría acceso si se recuperaba la personería jurídica.

Mientras nosotros hablábamos y nos imaginábamos la plata apilada en una bóveda del Banco de Guatemala, como hombre de acción –uno de sus rasgos distintivos- el licenciado López Larrave ideaba la manera de reactivar el estatuto legal del Sindicato con base en las leyes laborales que defendía con absoluta convicción, la misma con la que buscaba la plena vigencia de los derechos de trabajadores y trabajadoras plasmados en el Código de Trabajo heredado de la Revolución de Octubre. Con su estrategia ya había logrado recuperar la personería jurídica del sindicato de trabajadores de la Municipalidad capitalina, pero su gestión para descongelar la del STEG no condujo a resultados efectivos. Se recurrió entonces a tratar de organizar un sindicato de docentes de colegios privados, por lo que, motivada por él, participé en varias reuniones. Estas se hacían en la sede de la Central Nacional de Trabajadores, en la 9ª. avenida y 4ª. calle de la zona 1, en una sala desvencijada del segundo piso, con un no menos desvencijado mobiliario. El grupo nunca pasó de tres personas, cuatro contando al Licenciado. El miedo, la desidia, las difíciles condiciones laborales del magisterio del sector privado –en el que a la menor insubordinación o sospecha de ella se era puesto de patitas en la calle- paralizó ese esfuerzo.

En marzo de 1976 se creó el Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS). Esa tarde calurosa, el licenciado López Larrave estuvo a la par de los obreros y obreras de las fábricas de la Avenida Petapa, el Frente Organizado de Sindicatos de Amatitlán (FOSA), los ingenios azucareros de la costa sur -organizados en la Federación de Trabajadores Unidos de la Industria Azucarera (FETULIA)-, las representaciones de los sindicatos capitalinos, la Federación Autónoma Sindical de Guatemala, la Central Nacional de Trabajadores y el Frente Nacional Magisterial, entre muchos otros. En el local abarrotado, escuché las voces indignadas de los compañeros de la Coca Cola que denunciaron que cada secretario general que elegían para su sindicato era inmediatamente asesinado. Los llamados a la unidad no se hicieron esperar y, así, con la creación del CNUS, se inició una nueva etapa de la resistencia obrera en Guatemala. No es casual que esta instancia llevara el mismo nombre que la establecida en diciembre de 1946 para impulsar la unidad de acción de las organizaciones laborales, en un proceso que llevó a la organización de la Confederación General de Trabajadores de Guatemala, la CGTG, en los años cincuenta, de la que también fue secretario general el maestro Víctor Manuel Gutiérrez. Pero, como en aquella época, el auge del movimiento sindical duró muy poco. En 1980, buena parte de la dirigencia había sido aniquilada o estaba en el exilio y quienes permanecieron en el país, debieron sumergirse en las sombras para resguardarse.

En esa histórica asamblea, realizada en la sede del sindicato de municipales, se cumplió con parte el sueño del licenciado López Larrave: la unidad de la clase trabajadora. En su pensamiento, esta era indispensable para enfrentar con efectividad y fortaleza la problemática laboral y buscar soluciones organizadamente. Con esas convicciones, se dedicó a asesorar al Comité de Dirección de la nueva entidad junto con un equipo de abogados y abogadas entre quienes estaban Frank Larue, Yolanda Urízar (desaparecida el 25 de marzo de 1983), Leonel Luna (fallecido recientemente) y uno de los abogados defensores de Ríos Montt en las causas por genocidio.

Mario López Larrave fue asesinado el 8 de junio de 1977. La tarde de su entierro no cabíamos en el sindicato de trabajadores municipales, desbordante de gente, como un año tres meses atrás cuando se hizo la asamblea de constitución del CNUS. A esa sede, punto de reunión de la dirigencia y bases del fugazmente vigoroso movimiento sindical, fue llevado su féretro para que los acongojados trabajadores y trabajadoras le rindiéramos honores. Ese fue uno de los primeros días tristísimos de mi vida, de esos que mi amiga A. me había anunciado. Ella, que venía de la experiencia de los sesentas, había perdido a todo el mundo. Entonces yo aún contaba uno por uno los días tristes (y los muertos); luego se convirtieron en meses y después en acallados años de amargura, de intenso sufrimiento y profunda impotencia en los que fui testigo de cómo menguaba el río de gente que había inundado las calles hasta quedar en nada.

El 9 de junio, con el corazón estrujado y los ojos llorosos le dije adiós al licenciado López Larrave. Fue un adiós adolorido a un hombre honesto, sencillo, transparente, pero también con mucha rabia por su alevoso e injusto asesinato. Creo que su muerte también hizo posible que en el movimiento sindical de ese tiempo se impusieran tendencias contrarias a la unidad. El autoritarismo, el sectarismo y el verticalismo condujeron a prácticas políticas excluyentes con las que los únicos favorecidos fueron los enemigos de la clase trabajadora. Duró tan poco tiempo el movimiento, que no fue posible dar la lucha para que privaran posiciones más inclusivas, respetuosas de las diferencias ideológicas y políticas, verdaderamente unitarias.

Al recordar a Mario López Larrave, a 35 años de su partida, me resulta inevitable reclamar justicia contra quienes perpetraron su muerte violenta, cruel e injusta. Más allá de lo dispuesto por las leyes penales en materia de prescripción de delitos, nuestra sociedad deberá establecer la forma de hacer justicia para él y las doscientas mil personas cuyos nombres figuran en informes -como mi hermano Marco Antonio- y las de las incontadas víctimas muertas o desaparecidas en los años en los que imperó el terrorismo estatal, que posiblemente permanecerán invisibilizadas porque ya no tuvieron quien se acercara a relatar su caso al REMHI o a la CEH.

En las comunidades indígenas y en las ciudades, en las montañas y los campos, en las cuatro esquinas de la patria se alargó la sombra de los uniformados ocultando la luz, segando vidas, impunemente, ofendiendo la dignidad de las víctimas y sus familias. Por eso, para restituirles la dignidad, es necesaria la justicia para todas las víctimas, las de hace cincuenta años y las que mataron el domingo, para los centenares de mujeres asesinadas brutalmente después de maltratarlas y humillarlas, para las víctimas de Plan de Sánchez, Dos Erres, Río Negro y las masacres que no tienen nombre porque no han sido registradas.

Mario López Larrave fue uno más de las víctimas inermes e indefensas de la guerra terrorista contra la inteligencia perpetrada por la oligarquía y el ejército, con la complicidad de vastos sectores políticos y sociales y el apoyo de los Estados Unidos. A lo largo de su trayectoria académica y profesional limpia y honesta en defensa y protección de los derechos de los trabajadores/as, desde la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos, desde la Escuela de Orientación Sindical que formó en 1971, desde el CNUS y en todas las instancias en las que participó, desafió al poder oligárquico que, en su codicia infinita, jamás ha estado dispuesto a ceder un centavo de sus ganancias para garantizar los derechos a mejores condiciones de vida de la población guatemalteca. Por eso lo mataron, para eliminar los obstáculos que se oponían al insaciable afán de acumular posesiones materiales de quienes todo lo tienen.

Para hombres y mujeres como él, Brecht dijo “El regalo más grande que le puedes dar a los demás es el ejemplo de tu propia vida.” Mario López Larrave es un ejemplo a seguir no solamente por sus altos aportes intelectuales, su compromiso con la clase trabajadora, su estatura moral e intelectual, sino también por su accionar desinteresado y respetuoso al lado de los sectores desposeídos, a los que nunca pretendió suplantar ni hablar en su nombre.

En Guatemala se necesita construir una institucionalidad sólida, democrática, con un sistema de justicia justo -hay que decirlo, no es algo que deba darse por sentado- transparente, honesto, en el que los oficios del juez y del fiscal no sean solo para los valientes o los cínicos, sino una labor humana, sin riesgos, que no implique poner la vida en riesgo ni las resoluciones en venta, porque la justicia es un derecho y, para las víctimas pasadas y presentes y sus familias, es como el agua o como el aire, indispensable para seguir viviendo.

Sobre el movimiento sindical de esa época, se puede leer este libro: ¿Por qué ellas y ellos? En memoria de los mártires, desaparecidos y sobrevivientes del movimiento sindical de Guatemala, de Miguel Ángel Albizures y Édgar Ruano, publicado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala en 2009, disponible aquí:

martes, 5 de junio de 2012

“Los carnets de la AEU deberán ser impresos en champurradas”


El 22 de mayo de 1979, Día del Estudiante, en el 59 aniversario de la Asociación de Estudiantes Universitarios, fui capturada por la policía junto con un grupo de estudiantes de la Universidad de San Carlos. Esa tarde me encontraba en la escuela “Niños de Noruega”, en La Limonada, donde acababa de obtener una plaza de maestra de grado, algo que era negado a quienes no éramos afines al gobierno. Esto fue posible gracias a que la señora Marina Coronado de Noriega, integrante del Frente Unido de la Revolución, el partido de Manuel Colom Argueta, había conseguido fondos en Noruega para construir el edificio y, al entregárselo al Ministerio, puso como condición que se nombrara a las personas que ella propuso. Eso, más la asistencia del embajador del país nórdico a una reunión con el coronel Clementino Castillo, el ministro de Educación, hizo el milagro. El caso es casi no teníamos alumnado por lo avanzado del ciclo lectivo, de manera que el director me dio permiso para retirarme y agarré camino para el Cementerio General. Quería unirme al homenaje a Oliverio, secretario general de la AEU, asesinado el 20 de octubre de 1978.

Al llegar a las puertas del Cementerio, avanzada la tarde, me encontré con un nutrido grupo en el que se destacaban las compañeras y compañeros del Secretariado de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) Héctor Interiano, Hugo Morán, Iduvina Hernández, Alfredo Baiza, Iván Alfonso Bravo, Julio Estrada y Aura Marina Vides Alemán. Con mantas alusivas, coronas y ramos de flores en las manos, atravesamos la amplia entrada del Cementerio, pese a que el lugar estaba lleno de radiopatrullas de la Policía Nacional. Con un megáfono, alguno de los jefes policiales nos instaba a no entrar porque, de hacerlo, nos decía, nos iban a capturar. Sin hacer caso de las advertencias, se organizó una columna y emprendimos la caminata hacia la tumba de Oliverio, situada casi al final del Cementerio.

 
Al llegar, había dos pájaros azules – las camionetas de la PN llamadas así por el azul oscuro del que estaban pintadas- llenas de hombres de civil, posiblemente miembros de la temible policía judicial. La policía nos cercó. Iván Alfonso se subió encima de un mausoleo y se dirigió a los tipos diciéndoles algo así como “compañeros policías, nosotros venimos aquí en forma pacífica, estamos ejerciendo un derecho constitucional de manifestación, no estamos molestando a nadie ni entorpeciendo el tráfico…” No lo dejaron terminar el discurso, lo agarraron y lo metieron al pájaro azul. Inmediatamente, nos ordenaron formar una fila para subir a la camioneta, no sin antes registrar las bolsas y los maletines que portábamos.

En ese momento, a la orilla del abismo, sopesé mis opciones. Algunos compañeros se habían escondido en el barranco, pero al recordar su profundidad y su topografía cortada casi a filo, sumé esto a la posibilidad de caerme y, temerosa, me uní a la fila para subirme al vehículo policial. Otros/as lograron eludir la detención sumándose a la gente que asistía a un funeral o se metieron a los nichos vacíos y pasaron allí la noche, igual que quienes se habían escondido en el barranco. Fuimos muchas las personas capturadas; ya no recordaba el número exacto, pero Iduvina Hernández, dirigente de la AEU, publicó la cifra en su facebook: 46, cuarenta hombres y seis mujeres (Auri Vides, Iduvina, Betty, dos muchachas que nunca habíamos visto, que me parecieron muy raras, y yo). 

Además de la dirigencia de la máxima asociación estudiantil universitaria también detuvieron a directivos/as de asociaciones estudiantiles de facultades y escuelas de la Universidad de San Carlos y estudiantes comunes y corrientes, como quien esto escribe. Entre los nombres de los detenidos, viendo fotos y con la ayuda de Marylena Bustamante y Raúl Figueroa, recordé los de O. Pélaez, Eugenio Cap Yes (Shelito), Alfredo Terreaux, M. Mota, el Gordo Alvarado, el “Monstruito” y R. Quiñónez.

Iván Alfonso Bravo, semioculto por M. Mota, Iduvina, Julio Estrada y Héctor Interiano
En el trayecto, tuvimos que masticar papeles “comprometedores” -amplia categoría que podía incluir hasta el cuento de La Caperucita Roja- y quienes tenían cargos en la AEU o en las asociaciones se comieron los carnets que los acreditaban como tales. Jóvenes y bromistas, con el humor de esos tiempos en los que aún tratábamos de reírnos de la muerte, Alfredo Baiza proclamó que “de ahora en adelante, los carnets de la AEU deberán ser impresos en champurradas”, propuesta que fue celebrada con alegres carcajadas. Otro de los frecuentes chistes macabros era “¿ya le diste la foto a Mauro?”, nuestro querido Mauro Calanchina, maravilloso fotógrafo y diseñador, un revolucionario, quien hizo los afiches de denuncia y homenaje de casi todos los compañeros y compañeras que fueron asesinados o desaparecidos en ese tiempo y dejó el testimonio gráfico de esa tarde.

En los pájaros azules, nos trasladaron al Segundo Cuerpo de la Policía Nacional, situado en la 11 avenida y 4ª. calle de la zona 1, donde nos mantuvieron en el patio separadas de los varones. En el cuartel policial, pedí permiso para ir al baño y me fijé en que había un teléfono público. Algunos compañeros se acercaron con disimulo para ocultarme de la vista de los custodios y llamé a mi amiga MG para pedirle que me fuera a sacar de allí; lo que menos quería era que mis papás se dieran cuenta para no afligirlos. Estando al teléfono, les pedí a los compas que juntaran todas las monedas de cinco centavos –el costo de una llamada de tres minutos- y me fueran pasando los nombres de toda la gente detenida. Me comuniqué con alguien en la Universidad, a donde la noticia ya había llegado; se prepararon listas y se buscó auxilio legal para presentar hábeas corpus. Mientras tanto, nos ficharon. Además de llenar nuestros datos a mano, un mecanógrafo también los iba tomando, junto con las huellas y las fotos. 

La condición para soltarnos era que, pese a que éramos mayores de edad, tenía que llegar alguien de la familia (el padre, la madre, la abuela, un tío). Casi me echo a llorar cuando no quisieron liberarme a pedido de mi prima ni de MG. Logré salir hasta que llegaron mis padres y firmaron un papel en el que se hicieron responsables de mí y de mis actividades, pero hubo gente que se las vio a palitos porque sus familiares vivían en el interior o fuera del país. Además de lo que se pueda decir en cuanto al irrespeto a nuestros derechos y condición ciudadana, toda la situación era un absurdo total desde el momento en que no nos querían dejar entrar al Cementerio.

Esa noche, presa en el segundo cuerpo de la policía nacional, dirigida por el criminal Germán Chupina Barahona, no recuerdo haber tenido miedo. No estaba sola y fueron circunstancias diferentes, si se comparan con las que terminaron en asesinato y desaparición forzada, no sin antes haber pasado por el horror de la tortura.

Un año y un mes después, en junio del 80, ocurrió la detención masiva y posterior desaparición de dirigentes sindicales, hombres y mujeres, en la sede de la Central Nacional de Trabajadores, que fue seguida en agosto por la detención desaparición de sindicalistas y profesores de la Escuela de Orientación Sindical de la USAC en la finca Emaús. Ante estos hechos, alguna vez pensé que nosotros hubiéramos podido ser el primer grupo desaparecido en la oleada terrorista de los setentas y ochentas, en ese momento en escalada.

Como un cometa, que ilumina el cielo breve y fugazmente, así fue la generación de los setentas en la escena política guatemalteca. Muy pocos de los cientos de jóvenes hombres y mujeres involucrados en las luchas populares y revolucionarias de entonces lograron sobrevivir a la embestida mortal. De esa tarde, no son muchos los nombres que se quedaron retenidos en mi memoria, pese a que no quedé conforme hasta haberlos dado todos por teléfono. Del Secretariado de la AEU sobrevive Iduvina, una mujer inclaudicable, a quien admiro y respeto por sus convicciones y su postura firme y frontal contra la injusticia. Los demás fueron aniquilados/as en un lapso de cinco años, como Iván Alfonso, asesinado en marzo del 80; Auri Vides, cuyo cuerpo apareció a finales de noviembre de 1981; Alfredo Baiza y Julio Estrada, ambos desaparecidos en 1984, sus casos figuran en el Diario Militar; Hugo Morán fue asesinado. Ya en el 78, las fuerzas represivas de la dictadura luquista habían matado a Oliverio y desaparecido a su sucesor, Antonio Ciani. Algunos/as, muy pocos/as, salieron al exilio. Sentí cada pérdida hasta lo más profundo de mi ser. Con cada golpe, mi corazón fue endureciéndose. 

Héctor Interiano, Aura Marina Vides y Hugo Morán, rodeados de policías nacionales y judiciales
Hoy, evoco con admiración, lealtad y cariño a las compañeras y compañeros que fueron arrebatados de la vida inermes e indefensos. Están en la intemporalidad de mi recuerdo tan jóvenes y hermosos como entonces, la mayoría ni siquiera llegó a cumplir los 25 años. No me cabe duda de que el nuestro sería un país distinto si no se hubiera producido la matanza.

Y sobre los criminales, me pregunto, ¿habrá suficiente agua en el mundo para lavar la sangre de sus manos? Más allá de la cárcel, que aún no han conocido pero visceralmente espero que lo hagan porque no creo en el infierno, ¿habrán sido castigados por la vida? ¿Sienten culpa? ¿Cierran sus ojos y ven los rostros de estxs jóvenes que detuvieron, torturaron, desaparecieron o asesinaron sin piedad? ¿Se han arrepentido alguna vez de haber matado tanto? 

No lo sé y seguramente no lo sabré nunca, pero hoy quiero imaginarlos atormentados por la culpa y deseando, quizá, retroceder el tiempo para actuar de un modo diferente, como yo lo hago a veces cuando pienso en que, como luchadorxs ciudadanxs que éramos en ese momento, no nos defendimos más que con la palabra. 
Las fotos son de Mauro Calanchina, ¡Gracias, Ximena!