En 1999, cuando
apareció el Diario
Militar, creí que se iba a caer el mundo. No podía creerlo. Muchos de
quienes aparecen con sus nombres y fotos, con anotaciones sobre su captura
(dónde, cuándo, a qué hora…) y su muerte (o su liberación, en muy pocos casos) no eran ajenos a mí. Habían sido mis amigos o
amigas, mis compas en el movimiento magisterial, popular y sindical, en la U;
solíamos encontrarnos en las manifestaciones, en las protestas, portando muy en
alto la dignidad, junto con la esperanza y las banderas. Tantas veces les abracé, nos tomamos
un café y arreglamos el mundo en una conversa que nos hacía sentir fuertes,
invencibles. De alguno/a supe de su vida, de las cosas pequeñas que le
afectaban o le hacían feliz. En esos años, nos sostuvimos mutuamente,
solidariamente, impulsando un esfuerzo en el que les fue arrebatada la vida
cuando ellos, los mismos asesinos,
genocidas, torturadores, masacradores, desaparecedores, nos dieron sus mortales
zarpazos.
Ese día creí que el
Diario Militar iba a desencadenar la justicia, encadenada por el miedo y la
persecución. Creí que las estructuras criminales del poder iban a ser expuestas
públicamente y desmanteladas. Creí que los causantes de las muertes, de las
capturas ilegales, de las torturas, serían castigados de manera ejemplar. Creí que
se iba a saber dónde estaban nuestros compañeros y compañeras desaparecidas y
sus familias podrían sepultarlos humanamente. Pero no. Las cosas en Guatemala
no son lineales ni perfectas, en ningún lado lo son, pero aquí talvez sean más
complejas y difíciles que en cualquier otra parte anudadas, como aún están, al
poder de criminales y oligarcas.
En el 99, con
una conexión muy lenta, pude ver el Diario Militar en el sitio del NSA. En la
pantalla, se iban dibujando los rostros poco a poco, así fui reconociendo a
cada persona que detuvieron, encerraron, torturaron y asesinaron (o liberaron). Luis, Baiza, don Tonito Obando (lo había
entrevistado para un curso de Historia), los jovencitos de secundaria, Betsa…
Con cada uno, renovaba mi espanto, pero cuando vi al Negro muerto, tirado en el suelo después de que lo persiguieron, no
pude evitar el llanto. Fue entonces que escribí lo que sigue, con palabras que
no alcanzarán jamás a describir mi desaliento ni el horror contenido en ese
documento.
Nos mataron a
todos. A algunos como animales, cazados en las calles de Guatemala por los
perros de presa alimentados con el odio que ha destruido a nuestra patria desde
hace tantos años. A otros, torturados hasta la muerte, hasta que ya no hubo una
sola célula que resistiera el dolor indescriptible con el que trataron de
quebrar su voluntad. Y unos más, los que logramos salvar el cuerpo de sus
garras, hombres y mujeres que nunca, por azar del destino, estuvimos en el
momento y el lugar en que éramos esperados, también morimos con los torturados,
los desaparecidos y los ejecutados. Mataron nuestro espíritu, nuestro deseo de
vivir, nos despojaron del futuro y de toda esperanza, nos quitaron los rostros
y los nombres y nos relegaron a ese sitio innominado del que jamás se vuelve
aún estando vivos.
Mi fantasía me
llevó con ellos, con cada compañero y compañera que caía, con mi hermano y mi
hermana, a las cárceles clandestinas, a los oscuros sótanos de los cuarteles
militares y la casa presidencial. Imaginé el dolor que sentiría tras los
golpes, vi el humo salir de mi cuerpo electrocutado, casi morí de sed y de
hambre, también fui herida. Quise inventarme un sitio adentro de mí misma para
recluirme en él e ignorar el horror cuando llegara. Yo pequeña, yo débil, con
todos los sentidos, traté de revestirme de la fuerza de un gigante y con la
insensibilidad de una piedra para no doblegarme ante esos monstruos. A lo mejor
eso no hubiera servido de nada en su momento, momento que nunca me llegó.
Todo lo que
pude haber fantaseado seguramente fue muy corto ante el inmensurable dolor que
ellos sufrieron y no encuentro la forma de reproducir esta angustia en
palabras; solamente pude imaginar lo que a lo mejor hubiera sentido, ellos lo
sufrieron. Su cuerpo padeció tormentos indecibles con los que quisieron
conquistar su mente y hacer hablar a su garganta. No estuve en su lugar. Fueron
otros los que recibieron las balas, o fueron asfixiados, o inmersos en baldes
de excrementos hasta que sus pulmones estallaron.
Entonces me
convertí en el cadáver mutilado que apareció a la orilla de un camino, sin manos,
sin ojos, sin lengua, sin testículos, sin pechos. Me tiraron al mar, a los
volcanes, me arrancaron las uñas y los dientes. Me violaron hasta la saciedad.
Ya no fui nadie. Era solo un pedazo de carne sin alma al que le querían sacar
nombres, direcciones, caras, fechas, historias. Trituraron mi cuerpo hasta
morir o hacerme hablar, para luego matarme. Estuve con ellos en los antros de
muerte de los asesinos de uniforme y no fui nadie ni valía nada. Desnudos, sin
comida, sin agua, solo la necesaria para mantener el leve vínculo que nos ataba
a la vida, vida que ya no lo era, al igual que la muerte que tampoco fue nuestra
desde el momento en que un oscuro grupo de criminales se apropió del derecho de
disponer de ellas y la manera de acabarnos.
Guatemala se
convirtió en una telaraña gigantesca en la que uno a uno fueron cayendo casi
todos, en una trampa mortal de la que pocos lograban escaparse. Los siniestros
señores de la perversidad y del silencio fueron los amos de conciencias y
espíritus, los infligidores del dolor, los torturadores, los verdugos. Eso nos
gobernó: un poder perverso y desquiciado, que convirtió a nuestra patria en
manicomio, que secuestró y torturó y asesinó no solo los cuerpos de los hombres
y mujeres que cayeron en sus garras, sino a todos. Todos imaginábamos lo que
nos podría pasar, consciente o inconscientemente, a todos nos torturaron de una
forma o de otra, y también nos mataron.
La verdad
tiene que ser dicha para recuperar la cordura. La verdad es la única que podrá
limpiar nuestros corazones de la locura y el odio que implantaron. Jamás podrán
reparar el mal causado porque ninguno de los desaparecidos y los muertos
volverá a la vida, ni jugará con sus hijos e hijas, ni abrazará a sus padres y
hermanos nuevamente, ni vendrá con nosotros, por ese camino que escogimos desde
el momento en que tuvimos conciencia de lo que le estaban haciendo a nuestra
patria.
Quisimos
cambiar a Guatemala. Quisimos que todos los niños y niñas tuvieran pan,
alfabeto y techo; que todos los hombres y mujeres dignos tuvieran un empleo;
que los asesinos fueran a la cárcel y pagaran su culpa; quisimos un país para
todos, en el que la tragedia se convirtiera en una pesadilla del pasado. Esos
fueron los sueños y la sentencia que dictaron en nuestra contra fue la muerte.
Ha llegado,
talvez, el momento de llamar las cosas por su nombre. A lo mejor avanza la
justicia, si no la de los juicios y las cárceles para los criminales sí la de
los corazones de todos los guatemaltecos honestos que deberán llevar a un
sitial de honor a las decenas de miles de hombres y mujeres a los que les
fueron arrebatadas sus vidas en este proceso amargamente injusto y doloroso. No
hay otra forma de abrirle el paso a la vida y a la paz, no hay otra forma de
que logremos reconciliarnos con nosotros mismos aunque este dolor sin fondo y
sin final siga viviendo bajo nuestra piel.
Todos tuvimos
nuestra parte de dolor en esta tragedia, que agobia con mayor fuerza a los familiares de las personas muertas y
desaparecidas. La sociedad no puede seguir aceptando que los criminales anden
libres por las calles, ocultos por el anonimato y el encubrimiento del “espíritu
de cuerpo” y la “obediencia debida”. Todos sabemos quienes son los culpables y
es el momento de decirlo. Los criminales no deben seguir siendo XX, sus
víctimas, tampoco.
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El 25 de abril
se desarrolló la audiencia pública sobre el caso Gudiel Álvarez y otros (“Diario Militar”) Vs. Guatemala, inequívoca
seña de que no hubo justicia. El mundo no se les cayó, no se les ha caído, pero
seguimos empujando. Los vídeos de esta audiencia están aquí: http://vimeo.com/corteidh
Querida y entrañable Lucky, gracias por tu constancia, por denunciar una y otra vez las atrocidades cometidas en tiempos del genocidio, por los hombrs sin razón, y no porque estuvieran locos, sino simplemente no tenían la razón para matar a ruiseñores como Marco Antonio y con él 45,000 detenidos desaparecidos, en nombre de una política criminal que solo los manchó de sangre a los ejecutores materiales e intelectuales y los condenó a ser siempre señalados como genocidas, y criminales de lesa humanidad. Que sirvieron a los intereses de un imperio y una oligarquía rancia y perversa que hoy tienen hundida socialmente a nuestra Guatemala.
ResponderEliminarTe abrazo, Marylena
Marco Antonio, granito de arena que iluminó el porvenir de los jóvenes de hoy, aunque no lo creamos. Conocer la historia en su plenitud, es conocer el porvenir en toda su amplitud.
ResponderEliminarbuscando las palabras para decir lo que mi corazon siente y no las encuentro, conoci a muchos hermanos y a otros no sin embargo siento como en carne propia las atrozidades que estas abominaciones de la humanidad les hicieron, lo siento verdaderamente
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