La primera vez que desfilé en las
calles por una causa fue en apoyo a la Cruz Roja. Tenía 15 años y cursaba el
tercero básico en Belén. No recuerdo otra cosa que la felicidad de ir junto a
mis compañeras cantando a todo galillo “El himno de la alegría”. Años después
marché por las mismas calles del centro de la ciudad de Guatemala en protestas,
conmemoraciones, entierros y actos de solidaridad. Muchas veces uní mi voz al
coro de “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún, que cantábamos junto
con las consignas de la ocasión o de la coyuntura. En ese momento, lo que dice ese verso
era cierto.
En la segunda mitad de los
setentas, el movimiento popular, en auge, se había adueñado de la escena
pública. En 1973, a partir de la huelga del magisterio por un aumento salarial,
a la que se sumó el estudiantado de secundaria de todo el país, se inició una
nueva etapa de la resistencia de los trabajadores y trabajadoras que dio paso a
un repunte de las organizaciones sindicales, gremiales, estudiantiles
(universitarias y de educación media), y de pobladores urbanos. No se producía
algo así desde las jornadas de marzo y abril del 62. Las manifestaciones
públicas formaron parte del arsenal con el que se contaba para hacer presión,
expresar demandas, mostrar el descontento y posicionar líneas políticas. Eran
una demostración de fortaleza en el pulso cotidiano contra el poderío militar
oligárquico de corte fascista que se había hecho con el gobierno.
Además de las manifestaciones
coyunturales, cada año había tres a las que se dedicaban muchos esfuerzos y
planificación. Eran las del 1o. de mayo, el 20 de octubre y la del 25 de junio, Día del Maestro, esta última más restringida al gremio magisterial. Año con año, al mismo tiempo que el ejército y la
policía recurrían a métodos represivos más sofisticados, también se fue
avanzando en el movimiento popular y sindical. Se pasó de las simples salidas a
la calle, al mejoramiento de las convocatorias, la organización, la seguridad y
la elaboración de las mantas y pancartas, de las que un colectivo de artistas
plásticos hizo verdaderas obras de arte. En las manifestaciones del Día del Maestro se llevaba una carroza,
al estilo de la Huelga de Dolores.
Además de ser un arma de lucha,
eran la ocasión para observar las diferentes expresiones políticas presentes en
el movimiento popular y sindical; algunas veces las consignas respondían a los
lineamientos de las organizaciones de izquierda. Los distintos abordajes, en cuyo
tratamiento privaba la intolerancia mutua, eran denominados eufemísticamente
como “lucha ideológica”; tras ellos solían ocultarse el sectarismo, los
personalismos, la rivalidad y la división. Eran circunstancias difíciles que
muchas veces hicieron que la dirigencia se olvidara de que se enfrentaba a un
enemigo poderoso y que, por encima de todo, había objetivos comunes que podían
–y debían- unirles.
Por ejemplo, en el 77 tanto en la
manifestación del 1º. de mayo como en la del 20 de octubre, las consignas del
Partido Guatemalteco del Trabajo, con las que se demandaba el respeto a los
derechos humanos, fueron censuradas veladamente al no formar parte de la lista
oficial aprobada por la dirección del CNUS. El argumento en contra era que los
derechos humanos eran parte de la política exterior del presidente Carter. Mi
reclamo a los compañeros por la libertad de expresión cayó en saco roto, pero en
las pancartas que hice, plasmé demandas urgentes por el respeto a la vida, la
libertad y la integridad personal y el repudio contra los asesinatos, las
desapariciones forzadas y la tortura de la que estaban siendo víctimas
numerosos/as compañeros/as en una oleada de crímenes que aún no adquirían el
carácter de masivos.
Las primeras manifestaciones a
las que asistí fueron las del magisterio, con mi mamá, que se declaró en huelga
después de una seria conversación con mi papá en la que él le dijo algo así
como “si se queda sin trabajo, ya veremos qué hacer”. Con la ciudad tomada y
cercada por la policía, lo que impidió el ingreso de centenares de docentes del
interior del país, no se logró estructurar una sola columna, de manera que en
pequeños grupos jugamos al gato y al ratón con los agentes policiales por todo
el casco central. Se volvieron locos intentando contener a miles de maestros/as
y estudiantes que marchábamos literalmente contravía. Hubo detenciones y
golpizas durante los dos o tres días que duraron las “bullas” en las calles y
los gases lacrimógenos provocaron la intoxicación de muchísimas personas.
La huelga, librada en dos etapas que
abarcaron varios meses, fue ganada por las organizaciones magisteriales por lo
que los salarios de maestros y maestras fueron aumentados y se levantaron las
órdenes de despido y otras represalias. La celebración del triunfo fue, como
debía ser, en las calles, con una manifestación. Bajo la lluvia de agosto, salimos
de la plazuela Barrios sin mantas ni pancartas, pero nuestra alegría era
enorme.
Al siguiente año, 1974, también
salimos a protestar contra el fraude electoral que llevó a la presidencia de la
república a un militar, Kjell Laugerud y perjudicó a otro, Efraín Ríos Montt,
postulado por el partido Democracia Cristiana Guatemalteca. En las calles
estuvo el ahora anciano genocida acompañado por la cúpula de la DC; junto con
ellos (y nosotros), respiró gas lacrimógeno y corrió con la policía detrás,
hasta que los tumultos se apagaron por quien sabe qué negociación. Ríos
Montt volvió a la escena política tras el golpe de Estado de 1982, para
protagonizar una nueva etapa del terrorismo estatal en contra de la población
guatemalteca.
En todas estas ocasiones, el
salir a las calles fue una forma de lucha a la que se recurría casi de forma
natural. En ciertos momentos, como los de la demanda por la aparición con vida
de los jóvenes estudiantes Robin García y Leonel Caballeros por parte del
estudiantado de educación media, hubo hasta cinco manifestaciones diarias. La
masacre de Panzós (29 de mayo de 1978) suscitó una profunda y solidaria
indignación que se gritó en las calles, junto con la exigencia de justicia; la
solidaridad con la lucha de los pueblos nicaragüense y salvadoreño también
ocasionó recorridos semanales esperanzados y felices.
Fue concientizadora la
marcha de los mineros de Ixtahuacán, que recorrieron unos 300 kilómetros
con su demanda de justicia. Caminé un trecho corto, desde San Lucas
Sacatepéquez, al lado de estos hombres exhaustos, ataviados con su casco, tras
muchos días de caminata. Me asombró su silencio, que contrastaba con la euforia
de la gente que se agolpaba a la orilla de la Interamericana desde que salieron
de su pueblo. El día que arribaron a la capital, sobre el puente del Periférico
y la pasarela del INCAP había tantas personas que temí que se cayeran. A lo
largo de su recorrido hasta el parque Centenario, todo el mundo quería verlos y
saludarlos por su admirable tenacidad. Todos éramos mineros de Ixtahuacán, como
fuimos hermanos y hermanas de Robin y Leonel, de las víctimas de Panzós, de los
pueblos centroamericanos en lucha (“Ayer Nicaragua, hoy El Salvador, mañana
Guatemala”, era la consigna), de los hombres y mujeres ixiles quemados vivos en
la embajada de España.
El movimiento popular sufrió
severos golpes con el ascenso al poder del general Romeo Lucas, en 1978. Ese
fue el año de la masacre de Panzós, el 29 de mayo; las jornadas de octubre, el
asesinato de Oliverio Castañeda de León, líder de la Asociación de Estudiantes
Universitarios y del movimiento popular, el 20 de octubre; la posterior
desaparición forzada de Antonio Ciani, su sucesor, el 6 de noviembre, y otros
acontecimientos represivos. No es que no mataran antes, nunca dejaron de
hacerlo, nunca han dejado de hacerlo. En agosto del 77 habían asesinado, entre
otras muchas víctimas, al abogado laboralista Mario López Larrave, un hombre
íntegro que impulsó la formación del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS),
en marzo del 76, para afrontar la oleada de muertes de sindicalistas que
afectó, en particular, a los compañeros del sindicato de la Coca Cola.
El 4 de agosto de 1978, en la
conmemoración de los asesinatos de Robin y Leonel, se dio una vuelta de tuerca.
El día 3 Luis de Lión y yo -a esas alturas, ex integrantes del Frente Nacional
Magisterial y del CNUS, una historia que un día quizá cuente- fuimos a una
reunión a la sede de la Federación Autónoma Sindical de Guatemala (FASGUA). Los
compañeros nos mostraron un boletín firmado por un “comité nacional de unidad
sindical auténtico”; en él se leía que el CNUS era una cueva de ladrones,
corruptos, subversivos, al contrario del firmante, que se ponía como la
legítima expresión de la clase trabajadora. El panfleto apócrifo, uno de los
muchos que elaboró la inteligencia militar, fue repartido en las sedes de las
distintas agrupaciones. Además de la “denuncia”, en él se advertía que la
manifestación iba a ser reprimida porque no se tenía permiso, un trámite que
nunca se hacía.
No obstante, esa tarde nos
juntamos en la plaza Italia, al frente de la Municipalidad. Las gradas externas
del edificio estaban ocupadas por los integrantes del Pelotón Modelo (antimotines), desde allí nos empezaron a seguir.
Cuando la cabeza de la manifestación llegó a la 5ª. avenida y 13 calle de la
zona 1, se encontró con otro grupo de los antimotines. En ese momento, nos
comprimieron. En ambos extremos, los policías repartieron golpes y gases
lacrimógenos en una acción para la que no íbamos preparados. En medio de la
neblina, a través de las lágrimas provocadas por el gas, veía a los policías
avanzar hacia donde me encontraba. Sus figuras, distorsionadas por los cascos,
escudos, batones y máscaras antigás, se asemejaban a las de los monstruos de
las películas de ciencia ficción de los cincuentas. El temor de que me
agarraran, me dio el impulso que necesitaba para huir de allí.
Durante varias horas, con un
grupo de compañeros y compañeras, entre quienes recuerdo al Chino y a Luis, el primero
muerto y el otro desaparecido posteriormente, intentamos vanamente llegar hasta
el parque Central, pero nos cortaron los accesos. Los parques Central y
Centenario estaban tomados por la policía. Nos sacaron con gases del Instituto
Normal Rafael Aqueche y finalmente nos refugiamos en el Paraninfo Universitario,
donde estaba Oliverio. Pronto, el edificio fue rodeado por la policía uniformada
y de civil, los temibles judiciales. Allí se encontraba un grupo del Frente Estudiantil Robin García (“porque
el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados” era su
lema) aparentemente armado. Si eso
era cierto, un enfrentamiento a tiros con los policías en tan desiguales
condiciones hubiese causado muertes de nuestro lado; según recuerdo, Oliverio
dialogó con ellos para evitar llegar a esos extremos. Finalmente, en una época
sin celulares, el teléfono público nos posibilitó comunicarnos con el exterior
y logramos salir porque llegó el Rector interino de la Universidad de San
Carlos a negociar con el comandante de los antimotines.
A partir de esa fecha, estábamos
avisados de que las manifestaciones que no contaran con el permiso de
Gobernación –el absurdo requisito era hacerlas a una hora en que no se
interrumpiera el tráfico- serían reprimidas. Pese a eso, continuamos en las
calles, algunas veces con permiso, la mayoría sin él.
Durante las jornadas de octubre
de ese año, cuya consigna fue “5 sí, 10 huelga”, las calles de los barrios
capitalinos fueron el escenario de masivas protestas urbanas contra el aumento
del pasaje de autobús que golpeaba duramente los bolsillos de las familias de
menores ingresos. Por varios días la ciudad, paralizada por las huelgas
estudiantiles, los transportistas y la administración pública, fue testigo de
las batallas entre la policía y los estudiantes de secundaria, que instalaron
barricadas frente a cada Instituto, y los vecinos/as de las zonas periféricas,
que salían a las seis de la tarde con sus ollas y sartenes a meter ruido. La
colonia El Milagro fue declarada zona liberada por sus habitantes, que tras una
barrera de piedras en su único acceso impedía la entrada de la policía. Los
empleados/as públicos/as tomaron sus oficinas, pero cuando el gobierno retomó
la iniciativa, la policía los rodeó y se las dio por cárcel hasta lograr su
salida de los edificios. Con toda esa efervescencia, los obreros fabriles no
participaron en la huelga. Recuerdo que con Luis
Colindres, asesinado en el 82, recorrimos las fábricas de la Petapa para convencerlos
en un intento infructuoso de que se unieran a las protestas.
La Municipalidad derogó la
decisión de aumentar el pasaje tras unos cinco o seis días de desobediencia
masiva cuyo saldo fue de entre treinta y cuarenta personas muertas a balazos
por la policía. Paralelamente, el gobierno implementó un plan represivo con
medidas como la cancelación de las personerías jurídicas de las asociaciones de
empleados/as estatales, detenciones masivas y el posterior asesinato de
Oliverio, que se había erigido en uno de los líderes más reconocidos,
respetados y queridos por la población.
En el 79 fueron asesinados dos
prominentes y respetados dirigentes políticos: Alberto
Fuentes Mohr, el 25 de enero, y Manuel Colom Argueta, el 22 de marzo. Sus
muertes violentas, en las que se ha comprobado la autoría de los altos mandos
militares, ocurrieron inmediatamente después de que sus partidos fueron
inscritos legalmente, el Partido Socialista Democrático y el Frente Unido de la
Revolución. En el espectro político de entonces, eran partidos democráticos,
antidictatoriales y antimilitaristas. Ambos dirigentes, además de ser
profesionales muy destacados en sus carreras y en el desempeño de altos cargos
públicos, eran ideólogos de sus respectivas agrupaciones que al perderlos junto
con otros integrantes también asesinados, ya no tuvieron mayor trascendencia.
El entierro de Colom Argueta, ex
alcalde de la ciudad de Guatemala de 1970 a 1974, fue la manifestación más
numerosa que recuerdo. Se calculó la asistencia de 250 000 a 300 000 personas. Era
tanta la gente que en el segmento en el que yo iba –donde todo transcurrió en
calma- no nos enteramos de que en otros se habían suscitado enfrentamientos con
la policía. Otros sepelios masivos fueron el de Oliverio
(la marcha de los claveles rojos, “no
era tras la muerte a lo que íbamos, era tras la vida”) y el de las víctimas de
la masacre
de la embajada de España, en enero del 80.
El 1º. de mayo del 79 también se conmemoró
en las calles, aunque cada vez éramos menos los que salíamos; la gente había
empezado a abandonar el país. El 20 de octubre de ese año fue secuestrado el
orador de una AEU en la semiclandestinidad, el estudiante de psicología Julio
Cortés quien continúa desaparecido.
A esas alturas, algunas personas se tapaban el rostro pero la mayoría, quizá tonta o temerariamente, salíamos a la calle desarmadas y a cara
descubierta, solo con la idea de hacia dónde correr y un frasco de vinagre para
poner en un pañuelo y cubrirnos nariz y boca por si nos tiraban gas
lacrimógeno. La lloradera era inevitable si tal cosa sucedía.
La represión continuó con ritmo
ascendente; los perpetradores ya ni siquiera se cuidaban de esconder sus
acciones, como sucedió con la masacre de la embajada española el 31 de enero de
1980, un hecho impensable aún ahora. Ese año, a
pesar del éxito alcanzado con la huelga de trabajadores/as del campo encabezada
por el Comité de Unidad Campesina –en febrero- por cuyo medio se logró un
aumento salarial, casi todas las organizaciones de la ciudad estaban
desarticuladas o se habían ausentado de la escena pública. El CNUS había dado
paso a la constitución de un frente contra la represión; la Universidad de San
Carlos fue silenciada y semiparalizada por los
asesinatos de profesores/as y estudiantes. En ese contexto, el desfile del
1º. de mayo fue la última manifestación pública de esa etapa histórica.
Pese a la situación vivida en los
primeros
meses, la marcha fue numerosa. La ciudad estaba muy controlada por la
policía y el ejército, había retenes en todas partes. Con un grupo de
compañeras nos fuimos a la Universidad a recoger unas mantas; a la vuelta,
logramos pasar sin contratiempos un tapón de de la policía, no nos pararon porque
a lo mejor vieron que íbamos solo mujeres.
El desfile salió del Trébol, no
del Monumento al Trabajo (el famoso “Muñecón”) ni de la plaza Italia. La
tensión recorría la larga columna de hombres y mujeres que se encaminó por la
avenida Bolívar y llegó a su tradicional destino en el parque Centenario. Con
mi prima nos salimos antes de que terminara el acto; nos quitamos suéteres y sombreros
para, según nosotras, no darnos color de manifestantes, pero al alejarnos del
parque se nos acercó alguien conocido para decirnos que había un cerco policial
y que el objetivo eran los principales dirigentes. Regresamos para avisarles.
No recuerdo que hicimos después, seguramente nos alejamos inmediatamente tras
habernos asegurado de que se corriera la voz. Sin embargo, ese día fueron
detenidas y desaparecidas numerosas personas, entre ellas tres hermanos sindicalistas,
y fueron muertos a balazos dos estudiantes universitarios.
De esa fecha, la Comisión de Esclarecimiento Histórico consignó
los siguientes hechos[i]:
“1. El 1 de mayo de 1980 el CNUS, que se había convertido en el eje de
dicho movimiento, llamó a “instaurar un gobierno revolucionario, democrático, y
popular” y a “derrocar al régimen luquista”, consignas que fueron secundadas
por los grupos insurgentes. En esta ocasión fueron secuestrados 32
participantes cerca del Parque Centenario. Los cadáveres de 28 de ellos
aparecieron torturados días después.
2. El 1 de mayo de 1980, en la ciudad de Guatemala, miembros de la Policía
Nacional capturaron, durante una manifestación, al párroco del municipio de
Tiquisate, departamento de Escuintla, Conrado de la Cruz, quien era de origen
filipino y al catequista Herlindo Cifuentes. No se volvió a saber de ellos.”
En los meses posteriores
ocurrieron secuestros y desapariciones masivas. El 28 de junio, en la sede de
la Central Nacional de Trabajadores, en pleno centro de la capital, y en
agosto, en la finca Emaús, en una actividad de la Escuela de Orientación Sindical.
En ambos hechos, fueron arrebatadas las vidas de unos cuarenta hombres y
mujeres, entre dirigentes de sindicatos fabriles y docentes de la EOS.
Más tarde, en 1982, durante el breve
lapso que media entre el golpe de Estado del 23 de marzo y la imposición del
estado de sitio a mediados de año, los familiares de personas desaparecidas,
entre ellos mis padres, manifestaron públicamente frente al Palacio Nacional en
demanda de la devolución de nuestros seres queridos. Las reuniones públicas se
suspendieron cuando fueron desaparecidos algunos de los familiares
participantes. Nadie recuerda sus nombres, solo su dolor tan grande permanece
en nosotros y les hizo desafiar los mandatos de obediencia y silencio emanados
de una cúpula militar perversa que, sin titubeos ni vacilaciones, asesinó,
torturó y desapareció a millares de personas, hombres, mujeres, niños, niñas,
ancianos/as, todos indefensos e inermes. De igual forma, sin titubeos ni
vacilaciones, el movimiento popular y sindical la desafió hasta que pudo más la
muerte en dosis genocidas.
Lo que he mencionado en otros escritos
como “el cierre de los espacios políticos” fue un difícil y doloroso proceso en
el que los militares destruyeron el movimiento popular aniquilando individual o
masivamente a personas civiles desarmadas. De acuerdo con el derecho de la
guerra, en el llamado conflicto armado interno guatemalteco los militares no
acataron lo establecido por los Convenios de Ginebra. Estos instrumentos
ordenan a las partes enfrentadas bélicamente, sin excepción, respetar la vida,
los derechos y los bienes de la población civil y de los combatientes en
situaciones de vulnerabilidad (prisioneros, heridos). Sobran los testimonios de
que esto no sucedió en las zonas rurales, donde llevaron adelante operativos de
tierra arrasada y masacres contra civiles desarmados. En las zonas urbanas, contra
los métodos de lucha del movimiento popular –la huelga, las manifestaciones
públicas, las ocupaciones pacíficas, la palabra dicha o escrita- los
depredadores respondieron con muerte y violencia perversa, con gases
lacrimógenos, torturas y capturas ilegales, ejecuciones, asesinatos políticos y
desapariciones forzadas. Contener las demandas de justicia y equidad significó
la perpetración de un genocidio político y étnico.
A tantos años de distancia, con
el sufrimiento aún vivo, constato que fuimos incapaces de defendernos y de proteger
a quienes estaban cerca, como mi hermano Marco Antonio, mi niño desaparecido el
6 de octubre de 1981 por la G2, de quienes no se tocaron el alma antes de asesinar
a familias y pueblos enteros, desarmados. Las palabras honor, valor, gallardía
que generalmente se aplican a sí mismos los militares, pierden totalmente su
sentido si pienso en las hordas criminales que recorrieron el país sembrando
miedo y dolor ilimitados.
El pueblo guatemalteco sigue
resistiendo, como lo ha hecho históricamente, pese al sufrimiento que le ha
sido infligido y va a llegar la hora de la justicia, ojalá pronto. Mientras
tanto, con voluntad memoriosa seguiré recordando y contando lo que me pasó por
la piel y por el alma.
[i]
Párrafos tomados de la recopilación de Raúl Figueroa Sarti, en http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/05/el-1-de-mayo-en-nuestra-memoria.html
Querida Lucky, hoy leyendo un libro de Benedeti, me pregunté que tan difícil será gobernar para todo el pueblo no solo para un grupo que cada vez que hay una crisis su bolsillo se llena más. Te imaginás si en verdad todos los pueblos nos unieramos seríamos capaces de votar aquellos que no velen por el interés de las mayorías. Utop+ia, tal vez, pero a Rajoy igual lo tiran. Que historia de vida la tuya querida, admirable.
ResponderEliminarGracias,sigue difundiendo fragmentos de la memoria de esa forma tan especial.Porque no debemos callar.Que los jóvenes sepan y valoren que no es que no hayamos echo nada sino que la lucha a sido y es dura pero imprescindible
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