sábado, 12 de mayo de 2012

De pie, cantar, que vamos a luchar


La primera vez que desfilé en las calles por una causa fue en apoyo a la Cruz Roja. Tenía 15 años y cursaba el tercero básico en Belén. No recuerdo otra cosa que la felicidad de ir junto a mis compañeras cantando a todo galillo “El himno de la alegría”. Años después marché por las mismas calles del centro de la ciudad de Guatemala en protestas, conmemoraciones, entierros y actos de solidaridad. Muchas veces uní mi voz al coro de “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún, que cantábamos junto con las consignas de la ocasión o de la coyuntura. En ese momento, lo que dice ese verso era cierto.


En la segunda mitad de los setentas, el movimiento popular, en auge, se había adueñado de la escena pública. En 1973, a partir de la huelga del magisterio por un aumento salarial, a la que se sumó el estudiantado de secundaria de todo el país, se inició una nueva etapa de la resistencia de los trabajadores y trabajadoras que dio paso a un repunte de las organizaciones sindicales, gremiales, estudiantiles (universitarias y de educación media), y de pobladores urbanos. No se producía algo así desde las jornadas de marzo y abril del 62. Las manifestaciones públicas formaron parte del arsenal con el que se contaba para hacer presión, expresar demandas, mostrar el descontento y posicionar líneas políticas. Eran una demostración de fortaleza en el pulso cotidiano contra el poderío militar oligárquico de corte fascista que se había hecho con el gobierno. 

Además de las manifestaciones coyunturales, cada año había tres a las que se dedicaban muchos esfuerzos y planificación. Eran las del 1o. de mayo, el 20 de octubre y la del 25 de junio, Día del Maestro, esta última más restringida al gremio magisterial. Año con año, al mismo tiempo que el ejército y la policía recurrían a métodos represivos más sofisticados, también se fue avanzando en el movimiento popular y sindical. Se pasó de las simples salidas a la calle, al mejoramiento de las convocatorias, la organización, la seguridad y la elaboración de las mantas y pancartas, de las que un colectivo de artistas plásticos hizo verdaderas obras de arte. En las manifestaciones del Día del Maestro se llevaba una carroza, al estilo de la Huelga de Dolores.

Además de ser un arma de lucha, eran la ocasión para observar las diferentes expresiones políticas presentes en el movimiento popular y sindical; algunas veces las consignas respondían a los lineamientos de las organizaciones de izquierda. Los distintos abordajes, en cuyo tratamiento privaba la intolerancia mutua, eran denominados eufemísticamente como “lucha ideológica”; tras ellos solían ocultarse el sectarismo, los personalismos, la rivalidad y la división. Eran circunstancias difíciles que muchas veces hicieron que la dirigencia se olvidara de que se enfrentaba a un enemigo poderoso y que, por encima de todo, había objetivos comunes que podían –y debían- unirles.

Por ejemplo, en el 77 tanto en la manifestación del 1º. de mayo como en la del 20 de octubre, las consignas del Partido Guatemalteco del Trabajo, con las que se demandaba el respeto a los derechos humanos, fueron censuradas veladamente al no formar parte de la lista oficial aprobada por la dirección del CNUS. El argumento en contra era que los derechos humanos eran parte de la política exterior del presidente Carter. Mi reclamo a los compañeros por la libertad de expresión cayó en saco roto, pero en las pancartas que hice, plasmé demandas urgentes por el respeto a la vida, la libertad y la integridad personal y el repudio contra los asesinatos, las desapariciones forzadas y la tortura de la que estaban siendo víctimas numerosos/as compañeros/as en una oleada de crímenes que aún no adquirían el carácter de masivos.

Las primeras manifestaciones a las que asistí fueron las del magisterio, con mi mamá, que se declaró en huelga después de una seria conversación con mi papá en la que él le dijo algo así como “si se queda sin trabajo, ya veremos qué hacer”. Con la ciudad tomada y cercada por la policía, lo que impidió el ingreso de centenares de docentes del interior del país, no se logró estructurar una sola columna, de manera que en pequeños grupos jugamos al gato y al ratón con los agentes policiales por todo el casco central. Se volvieron locos intentando contener a miles de maestros/as y estudiantes que marchábamos literalmente contravía. Hubo detenciones y golpizas durante los dos o tres días que duraron las “bullas” en las calles y los gases lacrimógenos provocaron la intoxicación de muchísimas personas.

La huelga, librada en dos etapas que abarcaron varios meses, fue ganada por las organizaciones magisteriales por lo que los salarios de maestros y maestras fueron aumentados y se levantaron las órdenes de despido y otras represalias. La celebración del triunfo fue, como debía ser, en las calles, con una manifestación. Bajo la lluvia de agosto, salimos de la plazuela Barrios sin mantas ni pancartas, pero nuestra alegría era enorme.

Al siguiente año, 1974, también salimos a protestar contra el fraude electoral que llevó a la presidencia de la república a un militar, Kjell Laugerud y perjudicó a otro, Efraín Ríos Montt, postulado por el partido Democracia Cristiana Guatemalteca. En las calles estuvo el ahora anciano genocida acompañado por la cúpula de la DC; junto con ellos (y nosotros), respiró gas lacrimógeno y corrió con la policía detrás, hasta que los tumultos se apagaron por quien sabe qué negociación. Ríos Montt volvió a la escena política tras el golpe de Estado de 1982, para protagonizar una nueva etapa del terrorismo estatal en contra de la población guatemalteca.

En todas estas ocasiones, el salir a las calles fue una forma de lucha a la que se recurría casi de forma natural. En ciertos momentos, como los de la demanda por la aparición con vida de los jóvenes estudiantes Robin García y Leonel Caballeros por parte del estudiantado de educación media, hubo hasta cinco manifestaciones diarias. La masacre de Panzós (29 de mayo de 1978) suscitó una profunda y solidaria indignación que se gritó en las calles, junto con la exigencia de justicia; la solidaridad con la lucha de los pueblos nicaragüense y salvadoreño también ocasionó recorridos semanales esperanzados y felices.

Fue concientizadora la marcha de los mineros de Ixtahuacán, que recorrieron unos 300 kilómetros con su demanda de justicia. Caminé un trecho corto, desde San Lucas Sacatepéquez, al lado de estos hombres exhaustos, ataviados con su casco, tras muchos días de caminata. Me asombró su silencio, que contrastaba con la euforia de la gente que se agolpaba a la orilla de la Interamericana desde que salieron de su pueblo. El día que arribaron a la capital, sobre el puente del Periférico y la pasarela del INCAP había tantas personas que temí que se cayeran. A lo largo de su recorrido hasta el parque Centenario, todo el mundo quería verlos y saludarlos por su admirable tenacidad. Todos éramos mineros de Ixtahuacán, como fuimos hermanos y hermanas de Robin y Leonel, de las víctimas de Panzós, de los pueblos centroamericanos en lucha (“Ayer Nicaragua, hoy El Salvador, mañana Guatemala”, era la consigna), de los hombres y mujeres ixiles quemados vivos en la embajada de España.

El movimiento popular sufrió severos golpes con el ascenso al poder del general Romeo Lucas, en 1978. Ese fue el año de la masacre de Panzós, el 29 de mayo; las jornadas de octubre, el asesinato de Oliverio Castañeda de León, líder de la Asociación de Estudiantes Universitarios y del movimiento popular, el 20 de octubre; la posterior desaparición forzada de Antonio Ciani, su sucesor, el 6 de noviembre, y otros acontecimientos represivos. No es que no mataran antes, nunca dejaron de hacerlo, nunca han dejado de hacerlo. En agosto del 77 habían asesinado, entre otras muchas víctimas, al abogado laboralista Mario López Larrave, un hombre íntegro que impulsó la formación del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), en marzo del 76, para afrontar la oleada de muertes de sindicalistas que afectó, en particular, a los compañeros del sindicato de la Coca Cola.

El 4 de agosto de 1978, en la conmemoración de los asesinatos de Robin y Leonel, se dio una vuelta de tuerca. El día 3 Luis de Lión y yo -a esas alturas, ex integrantes del Frente Nacional Magisterial y del CNUS, una historia que un día quizá cuente- fuimos a una reunión a la sede de la Federación Autónoma Sindical de Guatemala (FASGUA). Los compañeros nos mostraron un boletín firmado por un “comité nacional de unidad sindical auténtico”; en él se leía que el CNUS era una cueva de ladrones, corruptos, subversivos, al contrario del firmante, que se ponía como la legítima expresión de la clase trabajadora. El panfleto apócrifo, uno de los muchos que elaboró la inteligencia militar, fue repartido en las sedes de las distintas agrupaciones. Además de la “denuncia”, en él se advertía que la manifestación iba a ser reprimida porque no se tenía permiso, un trámite que nunca se hacía.

No obstante, esa tarde nos juntamos en la plaza Italia, al frente de la Municipalidad. Las gradas externas del edificio estaban ocupadas por los integrantes del Pelotón Modelo (antimotines), desde allí nos empezaron a seguir. Cuando la cabeza de la manifestación llegó a la 5ª. avenida y 13 calle de la zona 1, se encontró con otro grupo de los antimotines. En ese momento, nos comprimieron. En ambos extremos, los policías repartieron golpes y gases lacrimógenos en una acción para la que no íbamos preparados. En medio de la neblina, a través de las lágrimas provocadas por el gas, veía a los policías avanzar hacia donde me encontraba. Sus figuras, distorsionadas por los cascos, escudos, batones y máscaras antigás, se asemejaban a las de los monstruos de las películas de ciencia ficción de los cincuentas. El temor de que me agarraran, me dio el impulso que necesitaba para huir de allí.

Durante varias horas, con un grupo de compañeros y compañeras, entre quienes recuerdo al Chino y a Luis, el primero muerto y el otro desaparecido posteriormente, intentamos vanamente llegar hasta el parque Central, pero nos cortaron los accesos. Los parques Central y Centenario estaban tomados por la policía. Nos sacaron con gases del Instituto Normal Rafael Aqueche y finalmente nos refugiamos en el Paraninfo Universitario, donde estaba Oliverio. Pronto, el edificio fue rodeado por la policía uniformada y de civil, los temibles judiciales. Allí se encontraba un grupo del Frente Estudiantil Robin García (“porque el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados” era su lema) aparentemente armado. Si eso era cierto, un enfrentamiento a tiros con los policías en tan desiguales condiciones hubiese causado muertes de nuestro lado; según recuerdo, Oliverio dialogó con ellos para evitar llegar a esos extremos. Finalmente, en una época sin celulares, el teléfono público nos posibilitó comunicarnos con el exterior y logramos salir porque llegó el Rector interino de la Universidad de San Carlos a negociar con el comandante de los antimotines.

A partir de esa fecha, estábamos avisados de que las manifestaciones que no contaran con el permiso de Gobernación –el absurdo requisito era hacerlas a una hora en que no se interrumpiera el tráfico- serían reprimidas. Pese a eso, continuamos en las calles, algunas veces con permiso, la mayoría sin él.

Durante las jornadas de octubre de ese año, cuya consigna fue “5 sí, 10 huelga”, las calles de los barrios capitalinos fueron el escenario de masivas protestas urbanas contra el aumento del pasaje de autobús que golpeaba duramente los bolsillos de las familias de menores ingresos. Por varios días la ciudad, paralizada por las huelgas estudiantiles, los transportistas y la administración pública, fue testigo de las batallas entre la policía y los estudiantes de secundaria, que instalaron barricadas frente a cada Instituto, y los vecinos/as de las zonas periféricas, que salían a las seis de la tarde con sus ollas y sartenes a meter ruido. La colonia El Milagro fue declarada zona liberada por sus habitantes, que tras una barrera de piedras en su único acceso impedía la entrada de la policía. Los empleados/as públicos/as tomaron sus oficinas, pero cuando el gobierno retomó la iniciativa, la policía los rodeó y se las dio por cárcel hasta lograr su salida de los edificios. Con toda esa efervescencia, los obreros fabriles no participaron en la huelga. Recuerdo que con Luis Colindres, asesinado en el 82, recorrimos las fábricas de la Petapa para convencerlos en un intento infructuoso de que se unieran a las protestas.

La Municipalidad derogó la decisión de aumentar el pasaje tras unos cinco o seis días de desobediencia masiva cuyo saldo fue de entre treinta y cuarenta personas muertas a balazos por la policía. Paralelamente, el gobierno implementó un plan represivo con medidas como la cancelación de las personerías jurídicas de las asociaciones de empleados/as estatales, detenciones masivas y el posterior asesinato de Oliverio, que se había erigido en uno de los líderes más reconocidos, respetados y queridos por la población.

En el 79 fueron asesinados dos prominentes y respetados dirigentes políticos: Alberto Fuentes Mohr, el 25 de enero, y Manuel Colom Argueta, el 22 de marzo. Sus muertes violentas, en las que se ha comprobado la autoría de los altos mandos militares, ocurrieron inmediatamente después de que sus partidos fueron inscritos legalmente, el Partido Socialista Democrático y el Frente Unido de la Revolución. En el espectro político de entonces, eran partidos democráticos, antidictatoriales y antimilitaristas. Ambos dirigentes, además de ser profesionales muy destacados en sus carreras y en el desempeño de altos cargos públicos, eran ideólogos de sus respectivas agrupaciones que al perderlos junto con otros integrantes también asesinados, ya no tuvieron mayor trascendencia.

El entierro de Colom Argueta, ex alcalde de la ciudad de Guatemala de 1970 a 1974, fue la manifestación más numerosa que recuerdo. Se calculó la asistencia de 250 000 a 300 000 personas. Era tanta la gente que en el segmento en el que yo iba –donde todo transcurrió en calma- no nos enteramos de que en otros se habían suscitado enfrentamientos con la policía. Otros sepelios masivos fueron el de Oliverio (la marcha de los claveles rojos, “no era tras la muerte a lo que íbamos, era tras la vida”) y el de las víctimas de la masacre de la embajada de España, en enero del 80.

El 1º. de mayo del 79 también se conmemoró en las calles, aunque cada vez éramos menos los que salíamos; la gente había empezado a abandonar el país. El 20 de octubre de ese año fue secuestrado el orador de una AEU en la semiclandestinidad, el estudiante de psicología Julio Cortés quien continúa desaparecido.

A esas alturas, algunas personas se tapaban el rostro pero la mayoría, quizá tonta o temerariamente, salíamos a la calle desarmadas y a cara descubierta, solo con la idea de hacia dónde correr y un frasco de vinagre para poner en un pañuelo y cubrirnos nariz y boca por si nos tiraban gas lacrimógeno. La lloradera era inevitable si tal cosa sucedía.

La represión continuó con ritmo ascendente; los perpetradores ya ni siquiera se cuidaban de esconder sus acciones, como sucedió con la masacre de la embajada española el 31 de enero de 1980, un hecho impensable aún ahora. Ese año, a pesar del éxito alcanzado con la huelga de trabajadores/as del campo encabezada por el Comité de Unidad Campesina –en febrero- por cuyo medio se logró un aumento salarial, casi todas las organizaciones de la ciudad estaban desarticuladas o se habían ausentado de la escena pública. El CNUS había dado paso a la constitución de un frente contra la represión; la Universidad de San Carlos fue silenciada y semiparalizada por los asesinatos de profesores/as y estudiantes. En ese contexto, el desfile del 1º. de mayo fue la última manifestación pública de esa etapa histórica.

Pese a la situación vivida en los primeros meses, la marcha fue numerosa. La ciudad estaba muy controlada por la policía y el ejército, había retenes en todas partes. Con un grupo de compañeras nos fuimos a la Universidad a recoger unas mantas; a la vuelta, logramos pasar sin contratiempos un tapón de de la policía, no nos pararon porque a lo mejor vieron que íbamos solo mujeres.

El desfile salió del Trébol, no del Monumento al Trabajo (el famoso “Muñecón”) ni de la plaza Italia. La tensión recorría la larga columna de hombres y mujeres que se encaminó por la avenida Bolívar y llegó a su tradicional destino en el parque Centenario. Con mi prima nos salimos antes de que terminara el acto; nos quitamos suéteres y sombreros para, según nosotras, no darnos color de manifestantes, pero al alejarnos del parque se nos acercó alguien conocido para decirnos que había un cerco policial y que el objetivo eran los principales dirigentes. Regresamos para avisarles. No recuerdo que hicimos después, seguramente nos alejamos inmediatamente tras habernos asegurado de que se corriera la voz. Sin embargo, ese día fueron detenidas y desaparecidas numerosas personas, entre ellas tres hermanos sindicalistas, y fueron muertos a balazos dos estudiantes universitarios.

De esa fecha, la Comisión de Esclarecimiento Histórico consignó los siguientes hechos[i]:

“1. El 1 de mayo de 1980 el CNUS, que se había convertido en el eje de dicho movimiento, llamó a “instaurar un gobierno revolucionario, democrático, y popular” y a “derrocar al régimen luquista”, consignas que fueron secundadas por los grupos insurgentes. En esta ocasión fueron secuestrados 32 participantes cerca del Parque Centenario. Los cadáveres de 28 de ellos aparecieron torturados días después.

2. El 1 de mayo de 1980, en la ciudad de Guatemala, miembros de la Policía Nacional capturaron, durante una manifestación, al párroco del municipio de Tiquisate, departamento de Escuintla, Conrado de la Cruz, quien era de origen filipino y al catequista Herlindo Cifuentes. No se volvió a saber de ellos.”
En los meses posteriores ocurrieron secuestros y desapariciones masivas. El 28 de junio, en la sede de la Central Nacional de Trabajadores, en pleno centro de la capital, y en agosto, en la finca Emaús, en una actividad de la Escuela de Orientación Sindical. En ambos hechos, fueron arrebatadas las vidas de unos cuarenta hombres y mujeres, entre dirigentes de sindicatos fabriles y docentes de la EOS.

Más tarde, en 1982, durante el breve lapso que media entre el golpe de Estado del 23 de marzo y la imposición del estado de sitio a mediados de año, los familiares de personas desaparecidas, entre ellos mis padres, manifestaron públicamente frente al Palacio Nacional en demanda de la devolución de nuestros seres queridos. Las reuniones públicas se suspendieron cuando fueron desaparecidos algunos de los familiares participantes. Nadie recuerda sus nombres, solo su dolor tan grande permanece en nosotros y les hizo desafiar los mandatos de obediencia y silencio emanados de una cúpula militar perversa que, sin titubeos ni vacilaciones, asesinó, torturó y desapareció a millares de personas, hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos/as, todos indefensos e inermes. De igual forma, sin titubeos ni vacilaciones, el movimiento popular y sindical la desafió hasta que pudo más la muerte en dosis genocidas.

Lo que he mencionado en otros escritos como “el cierre de los espacios políticos” fue un difícil y doloroso proceso en el que los militares destruyeron el movimiento popular aniquilando individual o masivamente a personas civiles desarmadas. De acuerdo con el derecho de la guerra, en el llamado conflicto armado interno guatemalteco los militares no acataron lo establecido por los Convenios de Ginebra. Estos instrumentos ordenan a las partes enfrentadas bélicamente, sin excepción, respetar la vida, los derechos y los bienes de la población civil y de los combatientes en situaciones de vulnerabilidad (prisioneros, heridos). Sobran los testimonios de que esto no sucedió en las zonas rurales, donde llevaron adelante operativos de tierra arrasada y masacres contra civiles desarmados. En las zonas urbanas, contra los métodos de lucha del movimiento popular –la huelga, las manifestaciones públicas, las ocupaciones pacíficas, la palabra dicha o escrita- los depredadores respondieron con muerte y violencia perversa, con gases lacrimógenos, torturas y capturas ilegales, ejecuciones, asesinatos políticos y desapariciones forzadas. Contener las demandas de justicia y equidad significó la perpetración de un genocidio político y étnico.

A tantos años de distancia, con el sufrimiento aún vivo, constato que fuimos incapaces de defendernos y de proteger a quienes estaban cerca, como mi hermano Marco Antonio, mi niño desaparecido el 6 de octubre de 1981 por la G2, de quienes no se tocaron el alma antes de asesinar a familias y pueblos enteros, desarmados. Las palabras honor, valor, gallardía que generalmente se aplican a sí mismos los militares, pierden totalmente su sentido si pienso en las hordas criminales que recorrieron el país sembrando miedo y dolor ilimitados.

El pueblo guatemalteco sigue resistiendo, como lo ha hecho históricamente, pese al sufrimiento que le ha sido infligido y va a llegar la hora de la justicia, ojalá pronto. Mientras tanto, con voluntad memoriosa seguiré recordando y contando lo que me pasó por la piel y por el alma.



[i] Párrafos tomados de la recopilación de Raúl Figueroa Sarti, en http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/05/el-1-de-mayo-en-nuestra-memoria.html

2 comentarios:

  1. Querida Lucky, hoy leyendo un libro de Benedeti, me pregunté que tan difícil será gobernar para todo el pueblo no solo para un grupo que cada vez que hay una crisis su bolsillo se llena más. Te imaginás si en verdad todos los pueblos nos unieramos seríamos capaces de votar aquellos que no velen por el interés de las mayorías. Utop+ia, tal vez, pero a Rajoy igual lo tiran. Que historia de vida la tuya querida, admirable.

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  2. Gracias,sigue difundiendo fragmentos de la memoria de esa forma tan especial.Porque no debemos callar.Que los jóvenes sepan y valoren que no es que no hayamos echo nada sino que la lucha a sido y es dura pero imprescindible

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