domingo, 25 de agosto de 2013

Madre dolorosa

El 15 de agosto es el día de la madre en Costa Rica por lo que, al vivir fuera de Guatemala, cada año lo festejamos dos veces. Son nuestro pretexto para encontrarnos y abrazarnos aunque no compartamos el significado predominantemente comercial con el que se construye una figura idealizada y manipuladora que se infla y se instala en un inexistente paraíso hecho de pétalos de flores como parte del esquema de dominación y sometimiento de las mujeres. Las madres no somos esos seres casi etéreos con los que se nos quiere homologar; es muy estrecho el concepto de mujeres sacrificadas, abnegadas, que se olvidan de sí mismas con el que se busca encasillarnos.

No hay una madre perfecta, sino mujeres de carne y hueso con miles de defectos y limitaciones. Somos madres de todas las clases y condiciones, con uno o varios hijos/as o ninguno propio, a los que cuidamos hasta que son capaces de asumir responsabilidades por sí mismos. Ser madre es una tarea dura, de 24 horas al día por el resto de nuestras vidas, que nos da muchas satisfacciones, inquietud y dolores de cabeza, matizados por las alegrías, qué duda cabe. Es una labor social y humana que garantiza la reproducción y sobrevivencia de la especie y que, en sociedades como la guatemalteca, se reduce a un esfuerzo privado cuyas implicaciones y complicaciones suelen recaer en las mujeres.

Hay mujeres conformes con el papel que les asigna el patriarcado mientras otras luchan por la igualdad y los derechos que les corresponden en la casa y en la calle. Muchas, quizá la mayoría en estos tiempos de capitalismo salvaje, en cierto modo viven la maternidad como una prisión a la que son relegadas por su bajo nivel educativo y la falta de acceso a oportunidades, como un empleo de calidad, una vivienda digna y alimentos y escuela asegurados para sus niños/as; son los casos de las mujeres indígenas, campesinas, migrantes, trabajadoras informales o con empleos precarios, etc., todas, mujeres oprimidas. En los sectores privilegiados por un modelo de sociedad que propicia la desigualdad y la exclusión, las madres gozan de libertades sustantivas al tener cubiertas sus necesidades y las de sus descendientes, pero sufren o reproducen otros tipos de opresión.

Quizá el denominador común es que casi siempre buscamos lo mejor para nuestros hijos e hijas y con nuestro amor y esfuerzo cotidiano tratamos de construirles un pedazo de mundo en el que crezcan felices. Eso hizo Emma, mi madre, una mujer trabajadora –maestra de escuela- que luchó a brazo partido por sus hijas e hijo en un país que históricamente ha relegado a la mayoría de sus habitantes. Vino al mundo en Pochuta, Chimaltenango, en 1934, cuando mi abuelo Rodolfo, Papaíto, administraba alguna finca de la zona. Fue la última hija de Ernestina, mi adorada Mamaíta, en una familia de cuatro mujeres y tres varones. Pasó su niñez en tierra fría, en Tecpán, Chimaltenango, y estuvo interna en la Antigua. A mediados del siglo XX, al ser abandonada por papaíto, Mamaíta decidió emigrar con sus hijas menores a una ciudad de Guatemala que se extendía entre el Hipódromo del Norte y la 18 calle y la Avenida del Cementerio y Gerona. Mi abuela materna fue mi inspiración cuando, recién llegada a este país, hicimos lo mismo que ella para sobrevivir: tomar huéspedes y vender comida guatemalteca.

Siendo aún muy joven, Emma se casó con Carlos, mi padre, en 1954, el año en que se inició la contrarrevolución. Ya se había terminado la primavera democrática en Guatemala, una época que recuerda con nostalgia, en la que se formó como maestra de primaria en el Instituto Normal Centro América (INCA). A finales de 1955 se quedó sola conmigo, que era una nena muy pequeña. Mi papá había sido expulsado del país por conspirar contra el gobierno de traidores que dirigía Castillo Armas y sufrió un exilio intermitente que duró unos cuatro años, entre 1955 y 1959; en ese período, en uno de los tercos regresos de mi padre que terminaban con una nueva expulsión, nació su segunda hija y, la tercera, un año después de su vuelta definitiva. 

Con mucha decisión, logró conseguir una plaza de maestra en la escuela de niñas de la colonia La Florida recién formada por inmigrantes internos. Allí, durante más de dos décadas, ejerció la docencia en las distintas escuelas que se abrieron con el paso del tiempo. En 1973 se unió a la huelga del magisterio y las que le siguieron a lo largo de los setentas. El movimiento del 73 se prolongó durante varios meses y ella, junto con sus compañeras, asistió a las concentraciones en la escuela de Pamplona y la Universidad de San Carlos y participó en las manifestaciones públicas. Revolucionaria de corazón, aunque no militante, digna hija de la Revolución de Octubre, se sintió henchida de orgullo por nuestro compromiso y participación en el esfuerzo de cambiar a Guatemala.

La vida de mi madre fue muy dura y difícil, un esfuerzo sostenido, sin tregua como mujer, como trabajadora, como esposa de un hombre machista, dominante, neurótico, perfeccionista y exigente. Para mí no era fácil ser su hija, para ella seguramente fue mucho más complicado ser su esposa. Paciente, silenciosa, escuchaba a mi padre. Era el paño que recogía sus miserias, el árbol erguido que soportaba su furia, el escudo que lo ayudaba a lidiar con sus frustraciones de hombre revolucionario con los sueños rotos, su refugio.

Trabajó arduamente en la casa y en la escuela, haciéndose cargo de tres niñas a las que se agregó Marco Antonio el 30 de noviembre de 1966. Con suavidad pero con firmeza, nuestra madre nos condujo por la vida. Su voz y sus manos de maestra me enseñaron a leer y escribir a los seis años; con una sonrisa recuerdo cuánto lloré porque no me salía bien la efe en letra de carta y ella me distrajo diciéndome que tenía la figura de una señorita. Maestra siempre, continúa inculcando valores en los niños y niñas que tiene a su alrededor y se mantiene atenta a la formación de buenos hábitos para la vida y la escuela.

Fueron muchas las veces que la sentí agobiada por los problemas y las limitaciones económicas en un país en el que las oportunidades que deberían ser para todas las personas se convierten en privilegios de unos cuantos. La familia, encabezada por una pareja de capa media baja sin estudios universitarios, sobrevivía con su exiguo salario de maestra y los bajos ingresos de mi papá, que solía perder el empleo por protestar por los paupérrimos salarios de los peones y obreros a quienes se unía en la organización de cooperativas y sindicatos. Sin embargo, con mucho sacrificio, endeudándose porque no había de otra, crearon un modesto patrimonio del que era parte la casa, la misma de la que fue sacado Marco Antonio.

En la mitad de su existencia, la vida de mi madre se volvió una tragedia. El 6 de octubre de 1981, cuando todo parecía que empezaba a ir bien, cuando poco a poco mis padres iban logrando alguna estabilidad material y espiritual y empezaban a recoger los frutos de su trabajo, su familia, su esfuerzo, su vida entera, volaron en pedazos. Ese día maldito, Marco Antonio, de 14 años y 10 meses, fue capturado ilegalmente y desaparecido hasta el día de hoy. Además del irremediable dolor que le provocó este hecho -tan injusto, tan cruel, tan perverso, tan profundo que no entiendo cómo ha podido soportarlo- ella se mortifica por haberles abierto la puerta de su casa a los hombres fuertemente armados que se llevaron a su niño para siempre.

Con el corazón destrozado, su vida se oscureció el día que literalmente le arrebataron a su hijo de las manos. Desgarrada, reproduzco la escena que me dibujó con sus palabras y que se quedó tallada en mi alma: ella está suplicante, frente a los infrahumanos que detuvieron a Marco Antonio, rogándoles que lo liberen y que se la lleven a ella. Corre tras el carro en el que lo tiraron como si fuera cualquier cosa, cubierto con un costal, con su boca sellada. Cae al suelo cegada por las lágrimas mientras el carro se pierde velozmente con rumbo desconocido llevándose a su hijo. No lo ha vuelto a ver nunca jamás.

Por eso, pensar en mi madre en este día me remite a la ausencia. Al margen del frenesí comercial, en el desfile interminable de agasajos felices, del que a nuestra manera somos parte, la veo sin su niño desaparecido. Como ella, en mi país hay tantas otras madres, decenas de millares, que siguen abrazando el vacío y aguardando. Hasta ahora ha sido una espera inútil, es el pasado vivo el que domina su existencia y, abierta o calladamente, continúan buscando una verdad que niegan y ocultan los desaparecedores: la del destino de sus hijos e hijas que les fueron arrebatados cruelmente por los terroristas que gobernaron Guatemala. Para ellas tampoco hay un reconocimiento socialmente compartido en una sociedad en la que priva el desconocimiento de lo sucedido y en donde se imponen actualmente el negacionismo y la deslegitimación de las demandas de verdad y justicia como política oficial.

De mi madre aprendí la paciencia, la honestidad, la firmeza, la entrega a su familia, el apego al deber, el trabajo bien hecho. Ella es la fuerza que me levanta cada vez que se me aflojan las piernas y me flaquea el ánimo; en momentos así, me siento sostenida por sus brazos como cuando era niña. Pese a su sufrimiento, sigue creando belleza con sus manos y prodigando vida con sus cuidados. Es un ejemplo de vida, discreción e inexplicables serenidad y cordura. No sabe estarse quieta. Sus manos no conocen el ocio y transforma en jardines su dolor insondable, lo teje en las canastas de mimbre, lo evade preparando almuerzos deliciosos y armando bellos lienzos con parches de colores. Tal pareciera que todo quedó atrás cuando se vuelca en atenciones para quienes ama.

La evoco con palabras como fortaleza y persistencia. Comprendo su rabia hacia los perpetradores, la hago mía; junto con su dolor y su tristeza, me corre por las venas, se agolpa en mi garganta y, salado, lo retengo en los ojos que no pueden cegarse en esta búsqueda. Juntas, con mis hermanas, los transformamos en un anhelo de justicia; el nuestro, como el de muchas otras personas en Guatemala, es un propósito indoblegable. Emma, mi madre, sigue de pie, resistiendo, y con un profundo amor hacia su hijo, reclama justicia y sepultura para su niño desaparecido.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Verdad histórica vs. "verdad" contrainsurgente

En los últimos meses se ha desatado una violenta campaña de ataques contra las organizaciones y personas que, a contrapelo de los mandatos de perdón y olvido proferidos por el poder, han llevado adelante iniciativas de justicia para las víctimas de violaciones a los derechos humanos en Guatemala, pasadas y presentes. Si se parte de la magnitud de lo ocurrido de acuerdo con la información recabada y sistematizada en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico, son demandas escasas. Puedo contar con los dedos de las manos los procesos judiciales, tanto los que están en curso como los que ya finalizaron, y me sobran. En términos numéricos, no guardan relación ni con la cantidad de atrocidades ni víctimas contabilizadas ni con la exacerbada virulencia que destilan los promotores de los enfrentamientos, quienes enarbolan el negacionismo y la violencia polarizadora para engañar y manipular a la población y aislar y atemorizar al movimiento por la justicia y los derechos humanos. 

¿Qué es lo que está en discusión? ¿Se trata de versiones de la historia que entran en colisión? ¿Se puede hablar de “versiones” de la historia? ¿Quiénes mienten? ¿Las víctimas o los victimarios?

La verdad es fidelidad a los hechos, “adecuación del pensamiento a lo real y de las palabras a las cosas”[i]. En un contexto de violaciones a los derechos humanos, la verdad histórica se conforma con los relatos de lo sufrido por las víctimas – sujetos de derechos. Las atrocidades, dice Rincón Covelli, “se representan en la víctima. Nunca olvidar los hechos significa, también, nunca olvidar a las víctimas. Nunca olvidar a las víctimas tiene, además, el sentido de nunca más, de no repetición.” Por eso, la verdad, además de dignificarlas y guardar su memoria y la de lo sucedido, nos lleva como colectividad a mirar al futuro y a impulsar acciones para evitar que se repita. De esta forma, la verdad de las víctimas –que en sus labios es denuncia, negación del engaño y la mentira, voluntad de justicia constituidas en memoria individual y colectiva, en memoria histórica- se convierte en un factor transformador de la sociedad que debe contribuir a la construcción de la democracia y de relaciones de confianza y solidaridad, elementos que continúan ausentes en la cultura y en los distintos ámbitos de convivencia en nuestro país.

En Guatemala, la dura verdad histórica está constituida por actos de genocidio, desaparición forzada, esclavitud y violaciones sexuales, tortura, asesinatos y otras atrocidades perpetradas contra hombres, mujeres, niños y niñas inermes y en total indefensión en los años del “conflicto armado interno”, que algunos autores analizan como el ejercicio desmedido del poder y el terrorismo estatal contra expresiones revolucionarias y de resistencia muchas veces desarmada. Estas graves, masivas y sistemáticas violaciones a las normas del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos configuran la responsabilidad internacional del Estado, por lo que nuestro país ya ha sido condenado en varias ocasiones por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La verdad también es un derecho individual y social a saber lo ocurrido, que toma cuerpo en el marco de las normas internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones, definen entre las “a) Medidas eficaces para conseguir que no continúen las violaciones, b ) La verificación de los hechos y la revelación pública y completa de la verdad, en la medida en que esa revelación no provoque más daños o amenace la seguridad y los intereses de la víctima, de sus familiares, de los testigos o de personas que han intervenido para ayudar a la víctima o impedir que se produzcan nuevas violaciones (…)” y,
X. Acceso a información pertinente sobre violaciones y mecanismos de reparación
24. Los Estados han de arbitrar medios de informar al público en general, y en particular a las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario, de los derechos y recursos que se tratan en los presentes Principios y directrices básicos y de todos los servicios jurídicos, médicos, psicológicos, sociales, administrativos y de otra índole a los que pueden tener derecho las víctimas. Además, las víctimas y sus representantes han de tener derecho a solicitar y obtener información sobre las causas de su victimización y sobre las causas y condiciones de las violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de las violaciones graves del derecho internacional humanitario, así como a conocer la verdad acerca de esas violaciones.
Por otra parte, el ejercicio del derecho a la verdad dignifica a las víctimas al permitir que su relato se escuche y legitime socialmente mediante el reconocimiento de sus experiencias como verdaderas y su incorporación a una historia colectiva de sucesos que deben ser esclarecidos por medio de la justicia. En el momento de los señalamientos, aún con escasas pruebas en la mano debido a la falta de acceso a los archivos militares donde se oculta buena parte de la verdad, todos los dedos apuntan en la misma dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales y paramilitares que se subordinaron a sus órdenes letales. En los contados procesos que han concluido con condenas -los asesinatos de Myrna Mack y monseñor Gerardi; las desapariciones forzadas de Fernando García, la familia de El Jute y las cometidas por el ex comisionado militar Cusanero o el infelizmente anulado juicio y sentencia contra Ríos Montt, por ejemplo- se ha judicializado la verdad histórica.

Este es el meollo de la confrontación desatada por las fuerzas oscurantistas. Sucede que las violaciones a los derechos humanos en la jurisdicción interna se tipifican como delitos que el Estado tiene la obligación tanto de investigar y establecer no solamente lo que ocurrió, sino a determinar quiénes estuvieron involucrados en las violaciones a los derechos humanos y por qué se dieron, como de hacer justicia procesando y castigando a los individuos que resulten responsables. En ese sentido, el derecho a la verdad está unido indisolublemente al derecho a la justicia. Solo de esta manera, se garantizará que lo sucedido no vuelva a repetirse.

Además de la justicia, la no repetición exige erradicar las condiciones que llevaron a la perpetración de las violaciones a los derechos humanos, reparar los daños ocasionados y dar a conocer públicamente los hechos. Más específicamente, se deben modificar o establecer políticas, leyes, instituciones y programas de estudio, además de otras medidas simbólicas encaminadas a guardar la memoria de las violaciones a los derechos humanos y de las víctimas.

Por su parte, Louis Joinet se refiere a otras dimensiones del derecho a la verdad:

No se trata sólo del derecho individual que toda víctima o sus familiares tienen a saber lo que ocurrió, que es el derecho a la verdad. El derecho a saber es también un derecho colectivo que hunde sus raíces en la historia, para evitar que puedan reproducirse en el futuro las violaciones. Como contrapartida, al Estado le incumbe el “deber de recordar”, a fin de protegerse contra esas tergiversaciones de la historia que llevan por nombre revisionismo y negacionismo; en efecto, el conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse.[ii]
Joinet no se refiere a hechos banales, sino al “conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión” a partir de lo sufrido por las víctimas entendidas como sujetos de derechos, un asunto en el que no se vale ninguna versión ni interpretación negacionista. En ese sentido, si los relatos de las víctimas recogen la verdad de los hechos atroces y constituyen la piedra angular de la historia de la opresión de nuestro pueblo, no son los opresores – victimarios quienes van a pronunciarla. 

Suficientes ejemplos tenemos de sus retorcidas versiones, sus mentiras, sus manipulaciones, su violenta forma de seguir construyendo un imaginario social militarizado en el que impera nuevamente la perversa lógica del enemigo y no se acepta la verdad histórica y mucho menos la responsabilidad moral, ya no digamos la responsabilidad penal. Por ejemplo, perpleja, escuché la intervención de Ríos Montt en el reciente juicio y mis oídos se quedaron esperando su pedido de perdón a las víctimas y su reconocimiento de responsabilidad en los horrendos acontecimientos por los que se le juzgó y condenó. Inútilmente esperé que brotara siquiera una lágrima de arrepentimiento, de remordimiento, de empatía, de conmoción, que expresara siquiera algo así como “yo era el jefe de Estado, esto sucedió bajo mis narices, fue perpetrado por hombres que actuaron bajo mi mando”. Pero no. A otros, en el colmo del cinismo, se les ha escuchado o leído diciendo que sí, que las cosas pasaron, que se trató de salvar a la patria (¿cuál? ¿De quiénes?) pero que el derecho penal no es retroactivo y los delitos no estaban tipificados cuando se perpetraron los hechos. Mientras el Estado incumple con su deber de recordar, militares retirados y en activo y un variopinto coro de voces que se adhieren a estas posturas, recitan el discurso contrainsurgente que nos divide en “amigos” y “enemigos”. Sordos, ciegos y desubicados en el tiempo, estos sectores continúan apuntalando murallas ideológicas y esgrimiendo argumentos de odio contra sus propias víctimas, abogados/as, juezas y jueces y los defensores y defensoras de derechos humanos, buscando justificarse y ocultar la verdad sobre sus terribles delitos.

Con mucha torpeza, del Presidente para abajo, mienten y continúan ocultando, negando y tergiversando la verdad histórica. Para ello han contado siempre con la complicidad de la oligarquía, la primera beneficiaria de sus acciones terroristas de las que obtuvieron incluso beneficios económicos; los medios que en aquel tiempo se autocensuraron o, con total falta de ética, se sumaron al silenciamiento de los hechos y las denuncias de las víctimas y ahora informan sesgadamente y difunden en sus páginas los discursos de odio. También contribuyó, con notables excepciones, la jerarquía eclesiástica, la comunidad internacional y vastos contingentes sociales que por convicción o por miedo, se callaron y vieron para otro lado.

Esa inamovible lógica –rabiosamente contrarrevolucionaria, racista y misógina-, con la que buscan imponer una “verdad” contrainsurgente en la que se ven a sí mismos como los héroes de la patria y no como los criminales que verdaderamente son, no es producto de la tozudez. Las mentiras, las distorsiones, la cerrada negativa a reconocer la verdad histórica, están inscritas en un esquema de salvaguarda de su impunidad, por algo las leyes de perdón que se autorrecetaron se denominan amnistía, una palabra griega que significa olvido. Además, cubrieron sus huellas con más muertes, las de sus esbirros; destruyeron u ocultaron los documentos que podrían constituirse en piezas probatorias en los procesos emprendidos en su contra; y mediante un pacto sostenido en el llamado “espíritu de cuerpo” y sustentado en la coincidencia de intereses, se aseguran el silencio de todos los involucrados en los crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles y, en el caso de las desapariciones forzadas, continuados.

El genocidio, la desaparición forzada, la esclavitud, las violaciones sexuales, la tortura, los asesinatos, hechos violentos, graves, son la verdad que niegan, rebaten, tergiversan y justifican los defensores de la violencia y el terror pese a que dejaron una huella muy honda no solamente en las víctimas directas o indirectas sino en la sociedad entera. Cambiar las conciencias y erradicar una visión del mundo y de la convivencia social que les permitió actuar en contra de la vida, la integridad y la dignidad de centenares de miles de seres humanos, como lo narraron las mujeres y hombres ixiles en el juicio contra Ríos Montt, nos demanda asumir la verdad histórica sobre un pasado muy vivo y muy presente que nos interpela cotidianamente y que no debemos olvidar para que no se repita.

Para ello, debemos comprender que no son solamente asuntos jurídicos, delitos perseguibles nacional e internacionalmente, son actos inmorales que nos dicen a gritos quiénes somos, cómo nos comportamos y hasta dónde somos capaces de llegar como sociedad. La verdad histórica nos coloca frente a nuestros conflictos y desacuerdos históricos y la discordia que define las relaciones sociales y políticas en nuestro país. Le pone nombres y rostros al sufrimiento humano y a dolores muy hondos que no han quedado atrás, sino que continúan determinando nuestra existencia individual y colectiva; las muertes de ahora que no nos dejan vivir tanto en sentido figurado como literal, nos confirman la extraña vitalidad de la violencia y su carácter determinante en un presente que sigue estando marcado por el odio, el racismo y la codicia de unos pocos que no dudan en destruir a quienes se les oponen. 

La verdad histórica transmutada en verdad moral nos refleja en nuestra sensibilidad o insensibilidad ante las personas que sufrieron los ominosos crímenes de lesa humanidad perpetrados por el poder y nos pone frente al dilema ético de aceptar la violencia, la mentira y la opresión como un estado naturalizado de convivencia social o de reconocer la verdad y la dignidad de las víctimas y hacerles justicia para poder construir una paz verdadera.

Pese al negacionismo y el revisionismo, en los relatos de las víctimas y sus familias, las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de derechos humanos, abundan las evidencias existenciales de lo sucedido y el dolor sufrido. Lo vivido se materializa en la ausencia de millares de hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que continúan faltándonos. La verdad está presente en nuestra lucha por la vida, en la exigencia de justicia, en el reclamo de llamar a las cosas por su nombre y de impulsar procesos reparadores viendo hacia un futuro de paz, para que nunca más...


[i] En Verdad y memoria: escribir la historia de nuestro tiempo, de Anne Pérotin-Dumon. El artículo puede leerse aquí
[ii] Naciones Unidas, Consejo Económico y Social, Informe final acerca de la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos (derechos civiles y políticos). E/CN.4/Sub.2/1997/20, 26 de junio, 1997. Citado por Tatiana Rincón Covelli en La verdad histórica: una verdad que se establece y legitima desde el punto de vista de las víctimas, publicado en Estudios Socio-Jurídícos 7, Bogotá, pp. 331-354, agosto de 2005.

lunes, 5 de agosto de 2013

“Vamos a matar pero no a asesinar” Los tribunales de fuero especial (II)


Era 1983. Potencial carne de tormento, sobrevivía como una incontrolable partícula social que mantenía, junto a otras, el sueño de un país diferente. Con nuestro aliento sosteníamos la esperanza –que pretendían ahogarla en sangre- de mejorar las condiciones de existencia de las mayorías empobrecidas y explotadas. Resistíamos contracorriente, éramos vida contra la muerte, voces contra el silencio.

En mi agujero, apretando los dientes, sobrellevaba las pavorosas noticias que escupían un pequeño radio de onda corta, que se robó la policía mexicana tras detenerme un año y meses después, y un televisor usado, blanco y negro. Este lo había comprado en cien quetzales en la avenida Bolívar, junto con el camastro plegable de metal con colchón a rayas y el amueblado de cartón piedra forrado de telas baratas de colores chillones con el que se completaba el decorado del caparazón que se habitaba. Eso eran las casas en las que viví en aquel tiempo. Más que hogares o viviendas, ilusorios refugios, fantásticos escudos protectores, cotas de malla impenetrables, endebles fortalezas en las que me resguardaba de las balas, las miradas y los oídos de los “orejas” y delatores gratuitos que plagaban la ciudad –telaraña de cemento, ciudad - campo minado por la que me movía escabullendo el cuerpo, ocultando las ideas, los pensamientos y las acciones para afrontar la opresión. La existencia se balanceaba vertiginosamente sobre un abismo de total incertidumbre no solo sobre un futuro que me parecía inasible sino sobre el día, la hora y el minuto siguientes, en un perverso juego del que apenas me sabía las reglas.

Repito: sobrevivía. Otros no tuvieron tanta suerte. Por el televisor y el radio, cordones umbilicales que me ataban a ese otro mundo que discurría paralelamente al mío, el de la “legalidad” construida a la medida por un poder impuesto a manotazos sangrientos, en enero se dio a conocer la inminencia de otro fusilamiento como el de la madrugada del 17 de septiembre de 1982. Entonces, Marcelino Marroquín, Julio Hernández Perdomo, Jaime de la Rosa Rodríguez y Julio César Vásquez Juárez fueron pasados por las armas en el Cementerio General.

Dos condenas a muerte fueron dictadas en 1983 por los tribunales de fuero especial, unos esperpentos jurídicos contrainsurgentes con los que se pretendió dar visos de legalidad a los asesinatos de personas presuntamente subversivas. Los procedimientos de los fantasmagóricos TFE violaban los derechos de los condenados al debido proceso y a la legítima defensa, así como las obligaciones derivadas de la firma de la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos que, en su artículo 4º., prohíbe la imposición de la pena de muerte por delitos políticos y comunes conexos.

Casi junto con el anuncio de los fusilamientos del 3 de marzo, se dio a conocer la visita del papa Juan Pablo II, alguien que, para mí, más que un guía espiritual era un dirigente político anticomunista. El entusiasmo y el fervor que despertó su inminente llegada me pasaron a un lado sin rozarme; la Iglesia guatemalteca y sus feligreses lo percibieron como un consuelo en tiempos difíciles. Yo, gran cosa, no quería que llegara para no ver a tan importante personaje al lado de esos criminales vestidos con uniformes enrojecidos por la sangre de sus víctimas inermes e indefensas. En mi cabeza no cabía que un Papa, un hombre con una enorme cuota de poder, se fotografiara a la par de esa partida de asesinos sin alma, despiadados. A mis ojos, su presencia en Guatemala era la legitimación y el reconocimiento al gobierno de un país que sufría su embestida mortal por los cuatro costados.

¿Quiénes eran los condenados? ¿Eran delincuentes? ¿Estaban vinculados a las organizaciones revolucionarias? ¿A qué se dedicaban? ¿A quiénes amaban? No sé qué edades tenían, si tenían hijos/as, dónde vivían, en qué creían, ni si eran buenas personas. Más allá de sus nombres (Walter Vinicio Marroquín González, Sergio Roberto Marroquín González, Héctor Haroldo Morales López, Marco Antonio González, Carlos Subuyuj Cuc y Pedro Raxon Tepet) y unas palabras escasas, no encuentro más rastros de su humanidad.

El 22 de febrero, el telenoticiero “Aquí el Mundo”, transmitió estas declaraciones de uno de los condenados, que fueron transcritas y publicadas por el periódico mexicano El Día con el título “Habla Walter Vinicio Marroquín González”:

“Mi nombre es Walter Vinicio Marroquín González y primeramente quiero dar las gracias a ustedes de darme la oportunidad de poder dirigirme, es una oportunidad que antes no tuve según el juicio que se me llevó. Y quiero manifestar que juntamente con mi hermano Sergio Roberto, aquí presente, y nuestro compañero Héctor Rodolfo Morales López, hemos sido víctimas de uno de los más tristemente juicios que se hayan llevado en Guatemala, caracterizado principalmente por una muy … violación a los derechos, al derecho de defensa que debimos haber tenido. Como es de conocimiento público, nunca conocimos a nuestro juez en el Tribunal de Fuero Especial.
Yo fui secuestrado el día 4 de septiembre de 1982, en el edificio Seguros Universales, por fuerzas de seguridad pública que no se identificaron nunca como tal, sino por el contrario, se identificaron como pertenecientes al grupo clandestino. Me tiraron en el piso de un carro, me tuvieron con los ojos vendados por varios días y sometido a torturas para obligarme a aceptar hechos sobre una persona que era conocida mía y tenía que aceptar desde el punto de vista de ellos si quería que no fuera afectada mi familia. En ese tiempo, en ese momento, yo no sabía en dónde estaba ni que era lo que estaba pasando conmigo. Posteriormente de una manera oportuna, mi padre hizo una denuncia ante las autoridades de mi secuestro y es interesante el hecho de que todas mis características, las circunstancias, los hechos que en ella se concentran, son totalmente congruentes con las de mi declaración indagatoria que se hizo 52 días después de estar incomunicado el día 25 de octubre de 1982.
Vale la pena hacer notar que en la indagatoria no se me permitió tener ningún profesional en derecho. El día 10 de septiembre nos dijeron que nos habían capturado en un lugar inventado por ellos y en condiciones también inventadas y ese día fuimos llevados por primera vez sin poder hacer uno de la palabra al ser presentado al acusador. Fuimos presentados como culpables. Posteriormente esa misma tarde se me dijo que llegara a hacer la denuncia a la policía, a la dirección general, y en los momentos que llegué se me puso nuevamente enfrente sin poder dirigir ni una sola palabra para defenderme o para hacer ver que éramos inocentes. El día 19 de octubre de 1982, se nos llevó a todos juntos al cuartel general Justo Rufino Barrios… y fuimos regresados nuevamente al centro del Segundo Cuerpo.
Quiero hacer notar que cuando fuimos consignados sin decirnos por qué, determinaron acusarnos de fraude y extorsión, al Tribunal de Fuero Especial. Posteriormente, el 26 de enero de 1983, nuestro compañero Morales López tuvo la visita de funcionarios y autoridades de fuero especial y le hicieron firmar un documento prefabricado en el que confesaba que nos hacía responsables a mi hermano y a mí de haber sido los autores intelectuales de delitos contra personas que en efecto no conozco. La causa de dicha confesión se puede ver fácilmente por el hecho de que él mismo se negó a firmar y, más aún, en correspondencia con su negativa, ese mismo día él fue regresado a donde estábamos detenidos y fuimos encerrados en condiciones realmente infrahumanas”.
La férrea censura impuesta por el régimen impidió que se conocieran las gestiones realizadas ante Ríos Montt por diversas instancias de la Santa Sede que le solicitaron el indulto como un gesto de buena voluntad hacia el Papa. El 15 de marzo el embajador guatemalteco ante El Vaticano, Luis Valladares y Aycinena, dio a conocer los siguientes hechos:
  • El 21 de febrero le envió una misiva al ministro de Relaciones Exteriores Eduardo Castillo Arriola (número de protocolo 41/2/83) que fue depositada en el Ministerio el 2 de marzo. En ella le informaba que el arzobispo Achille Silvestrini le había mostrado “una carta escrita a mano por el Pontífice” en la que pedía el indulto para los seis fusilados.
  • El 24 de febrero había intentado hablar con el Ministro infructuosamente; ese mismo día, su secretario le informó sobre el pedido papal al Viceministro, quien le comentó que la noche anterior había cenado con el Nuncio y también se lo había transmitido. Todo esto fue posterior a un mensaje en clave del embajador Valladares y que el Ministerio adujo no haber podido descifrar.

Pese a los esfuerzos descritos, el embajador Valladares se convirtió en el chivo expiatorio en el intento del Ministerio de Relaciones Exteriores para lavarle la cara al gobierno, quien le achacó no haber trasladado a tiempo el pedido de gracia de Juan Pablo II. Por ese motivo, fue echado de su cargo acusado por Castillo Arriola de “haber causado un profundo disgusto y numerosos problemas al gobierno”. (Recuento hecho por AFP y SIAG, publicado en El Día el 16 de marzo de 1983).

Ríos Montt también le negó una audiencia al embajador de El Vaticano, Oriano Quilicci, quien se enteró de su negativa a recibirlo al mismo tiempo que supo de la ejecución efectuada el 3 de marzo, al alba. Por su parte, el Papa, como rememora el jesuita Juan Hernández Pico[i]:

(…) desde Costa Rica pidió al entonces jefe de Estado golpista de Guatemala, general Efraín Ríos Montt, convertido al neopentecostalismo, que no ejecutara a unos sentenciados a muerte por tribunales y jueces sin rostro en aquellos días. Ríos Montt, estratega de una guerra total contra campesinos indígenas que terminó en 600 masacres y tierra arrasada, no escuchó a Juan Pablo II y los ejecutó antes de la llegada del Papa. Contra estas barbaries y a favor del pueblo indígena el Papa dejó oír su voz clara y poderosa en Guatemala.
Sin fundamentos legales, sin otra cosa que la voluntad exterminadora convertida en ley, se ejecutó la sentencia emitida por unos tribunales inubicables conformados por jueces desconocidos, cuya conexión con el mundo era una ventanilla del ministerio de la defensa en el Palacio Nacional. El 3 de marzo de 1983, cinco hombres, entre ellos dos hermanos, fueron asesinados. Sus vidas fueron arrebatadas en un acto del poder que, en su momento, fue calificado como un sacrilegio, como el desaire de un loco o la provocación de un fanático, pero eso no fue así. Los tribunales de fuero especial, instancias conformadas sobre la base de leyes ilegales, formaron parte de la maquinaria terrorista gubernamental dirigida a sembrar el miedo en la sociedad guatemalteca y a aniquilar a la disidencia política de cualquier signo.

Al más alto dignatario de la Iglesia Católica no le quedó más que expresar “toda su más profunda tristeza” por este hecho deleznable.

Mientras Ríos Montt, a pocas horas de perpetrados los asesinatos, se comprometía demagógicamente a “hacer que la ley se cumpla” y expresaba que “es positivo que todo lo realizado por los Tribunales del Fuero Especial estuviera apegado a la ley, además de ser corroborado por el fallo de la Suprema Corte de Justicia”, el hecho era repudiado en el mundo entero. El portavoz de El Vaticano lo calificó como “una dramática, inesperada e increíble noticia” y la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala lo consideró una afrenta del gobierno ríosmonttista a la máxima autoridad de la Iglesia Católica; en una columna de un medio extranjero se afirmaba que era una estupidez y una provocación de “una dictadura que se siente acorralada”, tanto como para arrojar “los cadáveres de seis fusilados” en el camino del Papa; y, por su parte, la Asociación de Estudiantes Universitarios sección de México lo conceptuó como “un simulacro de legalidad” y “un asesinato perfectamente calificado”. Hasta el Departamento de Estado declaró estar “naturalmente confundido por estas ejecuciones que tuvieron lugar luego de juicios secretos”. Con “consternación” el gobierno de Ronald Reagan –que dos meses antes había avalado personalmente al régimen por su respeto a los derechos humanos- señaló que se echaban por tierra “las posibilidades de normalización de las relaciones entre Guatemala y Estados Unidos”.[ii]

En esos días me fui a México por asuntos familiares. En el DF, seguí las noticias de la estadía de Juan Pablo II en Guatemala y juro que cuando besó la tierra, un gesto repetido en cada país que visitaba, vi caer gotas de sangre de sus labios. Sin soslayar lo ocurrido, en una de sus homilías aludió a los fusilamientos diciendo que “cuando se atropella al hombre, cuando se violan sus derechos, cuando se cometen contra él flagrantes injusticias, cuando se le somete a torturas, se le violenta con el secuestro, o se viola su derecho a la vida, se comete un crimen y una gravísima ofensa a Dios; entonces Cristo vuelve a recorrer el camino de la pasión y sufre los horrores de la crucifixión en el desvalido en el oprimido."[iii]

Sin embargo, sus palabras me sonaron tibias y no me convencieron las justificaciones de que su presencia había llevado consuelo a un país en guerra, que había sido un apoyo espiritual, que era su deber como pastor… Desde mi necesidad de que algo o alguien hiciera un contrapeso a la opresión y al autoritarismo criminal que dominaba el país en ese entonces, hubiese querido que el Papa no llegara o que condicionara su visita a que no fusilaran a los seis condenados por esos aberrantes tribunales. Y si llegaba, por lo menos que hiciera público su pésame a las familias de los fusilados y fuera más firme expresando su rechazo al desaire de Ríos Montt con un regaño parecido al que le dio posteriormente al padre Ernesto Cardenal, en Nicaragua, por su postura política afín al gobierno sandinista.

Cuánto me hubiese gustado escucharle decir que se sentía burlado e insultado porque asesinaron a seis hombres pese a su pedido de clemencia o que se refiriera más abiertamente al conflicto existente entre la Iglesia del Verbo y la Iglesia Católica. Al respecto, en una nota al pie en el citado informe de la CIDH, se lee lo siguiente:

5o.  Un hecho evidente del enfrentamiento entre la Iglesia Católica y la Iglesia del Verbo, fue la actitud asumida con ocasión del fusilamiento el 3 de marzo de 1983 de las seis personas condenadas por los Tribunales de Fuero Especial que se analizó en el capítulo sobre el derecho a la vida. Mientras la Iglesia Católica presentó a través del Nuncio Apostólico su protesta y señaló este acto como increíble, la secta protestante del Verbo anunció su respaldo al fusilamiento y manifestó también que las ejecuciones llevadas a cabo unos días antes de la visita papal, fueron una infortunada coincidencia.
Nada de eso pasó. En un mensaje ambivalente, que no dejó dudas de por dónde se movían sus preferencias políticas al interior de la Iglesia dijo “Que nadie pretenda confundir nunca más evangelización con subversión”, mientras a la par aclaraba que la “promoción humana es parte integrante de la evangelización y de la fe”.

Sobre el discurso y postura papales, Hernández Pico recuerda:

El dedo acusador de Juan Pablo II sobre el rostro del padre Ernesto Cardenal quedó en fuerte contraste con el apretón de manos que cruzó al día siguiente en San Salvador con el Mayor Roberto D’Aubuisson, presidente del Parlamento salvadoreño y principal sospechoso de ser el asesino intelectual de Monseñor Romero. Con todo, el papa se arrodilló en la Catedral al pie de la tumba de Monseñor Romero y oró allí largamente.
Menos de tres semanas después, este acto criminal fue seguido por el fusilamiento de otros cinco hombres. En el segundo informe sobre la situación de los derechos humanos en Guatemala[iv], publicado por la Comisión Interamericana de Derechos humanos después de su visita in loco de septiembre de 1982, se lee lo siguiente:

3. El 22 del mismo mes de marzo de 1983 tuvo lugar el tercero de los fusilamientos dispuestos por tales Tribunales de Fuero Especial, ejecutándose a los señores: Mario Ramiro Martínez González, Rony Alfredo Martínez González [hondureño], Otto Virula Ayala, Jesús Enrique Velásquez Gutiérrez y Julio César Herrera Cardona (…)
Estos hechos contribuyeron al aislamiento nacional e internacional de un régimen que hacía aguas por diversos factores en un proceso que desembocó con un nuevo golpe de Estado que derrocó a Ríos Montt el 8 de agosto de 1983.

Pese a lo borroso de la fotografía que conservo de esos momentos tan duros, atesoro las imágenes de los abogados que se enfrentaron a los tribunales de fuero especial, que no vacilaron para denunciar públicamente la ilegalidad de los procesos. Entre ellos, Eduardo Fernández López y Conrado Alonso valientemente defendieron a los hombres y mujeres atrapados en ese laberinto y lograron salvar algunas vidas. Alonso, defensor del hondureño, escribió el libro 15 fusilados al alba en el que narra y denuncia lo ocurrido.[v]

En ese tiempo, a balazos me arrebataron los sueños y los anhelos románticos de contribuir a cambiar a Guatemala. Solo me quedó la dureza de un país en el que un grupúsculo aniquiló a las personas por ser lo que eran: revolucionarios/as, indígenas, gente contestataria y rebelde ante un poder casi omnipotente.

Contra todo ello, contra el profundo daño que le hicieron a tantísima gente, contra la destrucción y el miedo que sembraron, seguimos resistiendo y alzando nuestras voces para exigir justicia. Desearles el infierno es redundante. Ellos son el infierno. Son las llamas que arrasaron la tierra, que abrasaron los campos de cultivo y los ranchos humildes. Son las balas que horadaron los cuerpos de las víctimas, los machetes afilados que cercenaron millares de vidas. Son el hielo que congela las almas. Son el terror que hizo cerrar los ojos para que nadie viera lo que hacían y que selló los labios sumiendo al país en un silencio cómplice.



[i] De Juan Pablo II a Benedicto XVI: un balance, temores y esperanzas, , de Juan Hernández Pico, artículo publicado en la revista “Envío”, http://www.envio.org.ni/articulo/2890
[ii] Citas extraídas de Comité Guatemalteco de Unidad Patriótica, Paredón y plomo: la aurora que Ríos Montt ofrece a los guatemaltecos. Documento sobre los Tribunales de Fuero Especial. San José, Asociación de Periodistas Democráticos de Guatemala, 1983.
[iii] Juan Pablo II llegó a Guatemala, dejó ver su sufrimiento, nos heredó un santo, el Hermano Pedro. Y se fue. ¿A qué país llegó el Papa? ¿Quiénes le recibieron? ¿Qué quedará de su visita?, de Juan Hernández Pico, artículo publicado en la revista “Envío”, http://www.envio.org.ni/articulo/1173
[iv] Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Segundo informe sobre la situación de los derechos humanos en Guatemala. Washington, D.C., CIDH, 1983.
[v] Citado en La justicia que fue de los generales, en http://www.plazapublica.com.gt/content/la-justicia-que-fue-de-los-generales