martes, 12 de febrero de 2013

La desaparición forzada de personas (7)

Derechos constitucionales y estado de excepción, la legalización de la arbitrariedad

Las constituciones políticas de cada país recogen con claridad los preceptos establecidos por las convenciones internacionales en cuanto a los derechos a la vida, la libertad, la seguridad y la integridad personales. Los derechos humanos se integran al cuerpo jurídico de cada país mediante normas de protección de los derechos individuales, como la inviolabilidad del domicilio, la obligación de presentar a las personas detenidas ante un juez competente en un plazo determinado, la notificación de la causa de la detención, el derecho a no declarar si no es ante autoridad judicial competente, la conducción a sitios de detención legales, el derecho a un juicio justo y legal, el derecho a la presunción de inocencia, el derecho a la defensa, entre otros. Cuando estos derechos y garantías son irrespetados, la ley contempla los recursos de exhibición personal (hábeas corpus) y amparo.

Aunque debió haber sido suficiente el reconocimiento constitucional de los derechos individuales para delimitar la acción de los organismos de seguridad y las autoridades policiales, evitando que incurrieran en excesos violatorios a los derechos humanos, la desaparición forzada de personas se repitió decenas de millares de veces en Guatemala y en otros países del hemisferio.
 
La desaparición forzada de personas transgrede todos los derechos y garantías consagrados en la legislación nacional e internacional en una suerte de estado de excepción puesto en práctica de hecho o "legalmente" según las circunstancias de cada país. En el segundo caso, se suspendía la Constitución Política -o la aplicación de los artículos correspondientes a derechos y garantías- o se emitían leyes con las que se pretendió legitimar todo tipo de arbitrariedades en un contexto de autoritarismo dictatorial y lucha contrainsurgente.

Este estado de excepción –declarado o no- ahondaba la situación de indefensión extrema en que eran colocadas las víctimas de la desaparición forzada al ser apartadas del mundo, lejos del alcance de sus familias, amigos/as y compañeros/as pero, sobre todo, de abogados/as y jueces.

Uno de los antecedentes de este tipo de acciones es el del régimen nazi, que reemplazó el orden jurídico por la arbitrariedad legalizada mediante la emisión de leyes que les permitieron cometer los más brutales excesos represivos sustentados en la voluntad política y la subordinación del poder judicial a la razón de Estado. (Amnistía Internacional. Desapariciones. Editorial Fundamentos, Barcelona, 1983, pp. 32 y 34).

Esta práctica, entusiastamente incorporada a la aplicación de la doctrina de seguridad nacional en Guatemala y otros países del continente, fue criticada por el doctor Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, muerto en el asalto al Palacio de Justicia en 1985:

"Tales legislaciones presentan entre otros los siguientes elementos comunes:

a) Están marcadas por un creciente intervencionismo estatal representado en varios países por gobiernos militares.

b) Presentan frecuentes violaciones al principio de tipicidad en cuanto describen como hechos punibles formas de comportamiento que realmente no vulneran intereses vitales para la comunidad.

c) Entregan a los militares el poder de juzgar a los civiles por delitos comunes y mediante procedimientos violatorios del derecho de defensa.

d) Suprimen unas y recortan otras [garantías para] la real aplicación del habeas corpus.

e) Afectan sensiblemente el ejercicio normal de derechos inalienables como los de reunión, sindicalización y expresión." (“La desaparición forzada en Colombia”).

Todos estos esfuerzos estuvieron dirigidos a establecer e institucionalizar un régimen de impunidad que favoreció a los perpetradores y sus cómplices a lo largo de varias décadas.

Los culpables, sin juicio ni castigo

La maquinaria de terror establecida para desaparecer personas combinó numerosos elementos jurídicos, políticos, sociales, psicológicos, militares, creó un mundo paralelo sin Dios ni ley en el que la ejecución de los múltiples delitos estuvo en manos de los cuerpos estatales y paramilitares, junto con los llamados "grupos especiales" dentro de los organismos de seguridad legalmente constituidos. Sus operaciones fueron secretas y sus cárceles eran clandestinas. Todo ello se dio en un marco de garantías para la preservación de la impunidad de los autores materiales e intelectuales de los crímenes de lesa humanidad.

Al respecto, una resolución de la Asamblea General de la OEA consideró que "La desaparición forzada de personas constituye un cruel e inhumano procedimiento con el propósito de evadir la ley, en detrimento de las normas que garantizan la protección contra la detención arbitraria y el derecho a la seguridad e integridad personal" (Asamblea General de la OEA. Resolución AG/RES. 666 (XIII-0/83). Aprobada en la sesión plenaria del 18 de noviembre de 1983).

Con la creación del aparato de terror, generalmente clandestino, y la supresión de hecho o “legalmente” de todos los recursos previstos por la ley para la protección de las personas detenidas por agentes estatales, paralelamente se estableció una práctica que garantizó la evasión de la responsabilidad de los "desaparecedores" y, por supuesto, su impunidad. Esta práctica se observó en distintos planos:
  • Las desapariciones no fueron investigadas;
  • Los delitos se ocultaron y se negaron; y,
  • Se aprobaron leyes que institucionalizaron la impunidad, como las numerosas leyes de amnistía en Guatemala, El Salvador y Honduras, la obediencia debida en Uruguay o el punto final en Argentina, derogadas en años recientes.
En este sentido, “(...) toda la metodología estaba destinada a no dejar huellas, a garantizar la total impunidad de los criminales. Todo estaba dirigido principalmente a que no fuera descubierto el aparato de terror, de muerte, de sangre, de genocidio total. (...) En lugar de asumir responsablemente esta situación que ellos llamaban guerra, ocultaron la verdad, mintieron sistemáticamente. Dijeron en un comienzo que los desaparecidos eran la creación de la propaganda "subversiva". Más tarde, que estaban en Nicaragua o en Cuba, que se los había hecho salir del país..."(Luis Marcó del Pont, El Estado terrorista para asegurar la impunidad de los crímenes; en: La desaparición, crimen contra la humanidad, pp.63 y 64) 

Quienes hicieron de la práctica de las desapariciones forzadas e involuntarias una política de Estado para sancionar a las personas por sus creencias, opiniones y posición política, y las planearon y ejecutaron de manera sistemática y masiva, tomaron todas las previsiones legales e ilegales para resguardarse de la acción de la justicia. Para ello, retorcieron la legalidad, pusieron a su servicio -por simpatía o por temor- a jueces y abogados, establecieron las estructuras necesarias para garantizar la clandestinidad de sus actos y del aparato empleado para desaparecer personas, ocultaron la información, contaron con la absoluta falta de conciencia-y el absoluto miedo- de los militares que dieron las órdenes y que, pese al tiempo transcurrido, les continúa impidiendo decir la verdad y asumir su responsabilidad.

Pero hay algo que desde su inhumana acción y pensamiento no pudieron prever: nuestro amoroso resguardo de la memoria de nuestro ser querido desaparecido/a, la implacable voluntad de justicia que nos caracteriza, nuestra persistente búsqueda de la verdad, nuestra lealtad indoblegable al amor transfigurado en un dolor que no hallará alivio mientras el relámpago de la justicia no logre fulminarlos. Por eso, el régimen de impunidad que tan laboriosa y perversamente construyeron, se les está yendo a pique.


Enlaces a los artículos anteriores:


martes, 5 de febrero de 2013

La justicia, ni pronta ni cumplida pero justicia al fin



Guatemala era un infierno, Ríos Montt era el demonio y yo era un animal perseguido por despiadados cazadores. Ya había sucedido lo de Marco Antonio y, pese al dolor que aún hace que se me doblen las rodillas, me mantenía en pie sostenida por la terquedad y la rabia respirando el aire envenenado, saturado de muerte y de las mentiras proferidas por el pastor evangélico al que consideraba un loco altamente peligroso.

Ignorante de lo que sucedía en las zonas rurales debido a la censura, leía los partes amañados emitidos por la oficina de información del ejército en los que las víctimas civiles, mayoritariamente indígenas, eran perversamente transformadas en combatientes, miembros de una fantástica guerrilla, la más numerosa del planeta. En mi cabeza, que se aferraba desesperadamente a la idea de que no podía ir tan mal la cosa, construía la versión de que los muertos eran soldados caídos en combate. Años después supe la verdad leyendo los informes de derechos humanos que circulaban internacionalmente.

Sin embargo, pese a la censura, a mis oídos llegaban fragmentos de verdades terroríficas, inmanejables para cualquier ser humano, que me provocaban pesadillas en las que era yo la que tomaba a los niños y niñas por los pies, los hacía girar sobre mi cabeza y los estrellaba contra las paredes de madera de la casa que habitaba.

Corrían los años de 1982 y 1983. Guatemala se convirtió en un territorio de humo y llanto, de balas y de sangre, de bombas cayendo desde un cielo que no se apiadó de los hombres y mujeres, niños y niñas, que angustiadxs buscaban resguardar su única posesión: la vida. Ni siquiera se podía desnudar las lágrimas sin aparecer como cómplice de los terroristas, delincuentes subversivos, los culpables de todo, como predicaba el pastor en sus mensajes dominicales en los que repartía culpas y responsabilidades entre las propias víctimas y entre los padres y madres -que no controlaban a sus hijos/as- por los asesinatos y desapariciones forzadas.

La campaña de mentiras y manipulaciones tenía otro componente del cual recuerdo las melodías pegajosas de los anuncios manipuladores pautados en la radio y la televisión, como aquel cuyo estribillo decía “un soldado es un hijo, un amigo y un hermano” que se repetía mecánicamente en mi cabeza con un martilleo desesperante, junto con las imágenes del soldado buen mozo, uniformado, que visita su aldea y es recibido por la madre y la hermanita que salta de felicidad. O aquella otra canción de las Patrullas de Autodefensa Civil. En octubre de 1981, en el camino a Occidente, unos kilómetros más allá de Los Encuentros, fue la primera vez que vi a los patrulleros caminando a la orilla de la carretera. Portaban una bandera de Guatemala, un trapo triste y empolvado en la punta de algún instrumento de labranza, y marchaban en fila con el gesto cansado y también triste. Algunas semanas después a la pregunta de qué hacían las banderas erguidas en medio de los maizales, alguien me contestó que eran las que los protegían de la llegada de los pintos o los ejércitos, como les decían los indígenas a las tropas que asaltaban sus comunidades. Se trataba de los primeros pasos de los planes militares que arrasaron con millares de vidas de “enemigos” y aplastaron cualquier vestigio de rebeldía en las comunidades indígenas.

De eso estaba hecho el mundo en aquel tiempo tan lejano y tan cerca, tan adentro mío, de muerte, mentiras y manipulaciones, de miedo y de silencio, de asquerosas complicidades del poder oligárquico con los más grandes criminales. Quienes resistíamos en nuestros agujeros sentíamos, más que sabíamos, que el cerco se cerraba implacable por encima de nuestras cabezas.

Y ahora, la justicia, ni pronta ni cumplida pero justicia al fin, no un trofeo que se entrega a las víctimas sino un resultado de su persistencia de décadas. La justicia como la única respuesta válida ante los crímenes descomunales y el dolor insondable, crímenes de lesa humanidad que son calificados como tales por la huella profunda en la memoria de quienes sobrevivieron a las masacres, a las quemas de sus humildes casas, a la destrucción de sus animalitos y cultivos, a la muerte infligida aún a las criaturas no nacidas.

La justicia al fin, no un trofeo que se entrega a las víctimas sino un resultado de su persistencia de décadas
En nuestro país, la justicia para las víctimas de los genocidas, torturadores y desaparecedores debe ser un alto en un proceso vertiginoso, altamente violento, caracterizado por la “democratización” de la cruda muerte, tan cruel e inesperada. Viejos y nuevos criminales de todos los tamaños y en todos los ámbitos siguen siendo favorecidos por la impunidad, en un contexto en el que todo es distinto, sobre todo en la imposición de formalismos jurídicos y rituales democrático - electorales engañosos, pero en esencia permanece inalterado, Guatemala sigue siendo concebida como una fincota propiedad de un reducido grupo de oligarcas que acaparan los beneficios del trabajo de las mayorías indígenas. Este es un momento de reflexión sobre quiénes somos y qué queremos como sociedad, para decidir si vamos a seguir diciéndoles a los criminales de ayer y de hoy “señor presidente”, “señor ministro”, “señor diputado”.