martes, 21 de mayo de 2013

Receta de criminales para enfrentar un juicio



Tome usted un diccionario jurídico,
el código procesal penal y
la constitución de la república.
Confúndalos con una taza de mañas,
dos de malas intenciones,
tres de cinismo
y cuatro de perversidad.
Bata fuertemente.

Deje reposar la mezcla bajo una mesa
y espere que se cubra de moho y telarañas,
claros signos de olvido.

Mientras tanto dedíquese a sus juegos de poder.
Dele vuelo a la creatividad fabricando recursos dilatorios,
amparos,                                   
recusaciones,                                   
insultos y mentiras.                                   

Si la cosa sigue
(no dudo que le sorprenderá enormemente)
con movimiento fuerte y envolvente,
agréguele a su gusto vociferantes abogados,
jueces, magistrados comprables
–de todo hay en el mercado del cinismo y de la desvergüenza-
y pulpa de campos pagados plagados de mentiras.

Adobe la mezcla con racismo,
misoginia y muchas pizcas de miedo,
unas cuantas toneladas de amenazas públicas o veladas
y muchos litros de complicidad con sabor a odio y a traición.

Agréguele una corte constitucional a la medida
con resoluciones ojalá favorables
de olor y sabor a impunidad,
es lo que busca.

Por si hiciera falta más,
adorne con lenguaje confuso.

Cueza en horno fuerte.
Disfrute el resultado.

lunes, 13 de mayo de 2013

La patria parió justicia tras treinta años de dolores



Tiembla tú, miserable,
con tantos secretos delitos que no castigó la justicia;
ocúltate, ensangrentada mano,
y tú, perjuro,
y tú, simulador de virtud, que eres incestuoso,
y tú tiembla también, malvado,
que bajo capa y apariencia de honradez,
fuiste instigador de asesinatos…
¡Encubiertas maldades,
rasgad la vestidura que os disfraza,
no desoigáis tan terribles conminaciones
y apresuraos a implorar misericordia.
Shakespeare, El Rey Lear


Soy hermana de Marco Antonio, un niño desaparecido por el ejército el 6 de octubre de 1981 y, es desde ese lugar que ahora vivo este momento particular de nuestra historia. Por eso, lloro en la oscuridad de mi habitación mientras lucho por acomodar en algún lado de mi cuerpo o de mi alma los sentimientos inefables que me ha provocado la sentencia a ochenta años de prisión inconmutables a Efraín Ríos Montt, condenado por genocidio y delitos contra los deberes de humanidad perpetrados contra el pueblo maya ixil. 

Leo y releo la noticia. El titular enorme. Mantuve la transmisión en vivo e hice mía la angustia de la jueza Barrios y de toda la gente que abarrotó la sala ante una posible huída del general convicto. Sentí el estremecimiento que recorrió a la audiencia, llegó hasta mí como una corriente eléctrica. No me canso de repetir a quien se me pone enfrente que creí que tendría que vivir unos 100 años para vivir este momento que sigue atorado en mi garganta. 

 
Siento hasta mis raíces el llanto de Marcela, el abrazo de Ade, la voz entrecortada de María no sé si por la señal o por las lágrimas; nos cobija un espacio común en el que se construyen los sueños. Leo los mensajes de Ruth, las entradas del fb, los correos de Eugenia, Eida, V, R, V, Z, de LQ y tantos más, las palabras de Cristina, Idu y de J y su madre, los abrazos de “aquel” y de mi hijo menor, el “me gusta” del muchacho que desde el otro lado del mundo estuvo atento a lo que le sucedía al que gobernaba cuando estaba en mi vientre. Después, oigo a mi madre en el teléfono. Con la voz quebrada repetimos “malditos”. Ochenta años no bastan, pero son un comienzo.

El llanto, los aplausos, la canción colectiva que no escuché pero que la imagino resonando en la sala, la voz de la jueza señalando responsabilidades e imponiendo las penas mandadas por la ley… demasiado para un día, como ha sido demasiado el dolor para una vida, la mía, y la de quienes han vivido el horror y luchado por esto. Hubo de todo, pero mis oídos se quedaron esperando una palabra del anciano convicto: el pedido de perdón a las víctimas. 

Una tormenta de emociones se desata en mi alma. Voy de la furia al dolor, de la tristeza a una alegría difusa, momentánea, que no llega a cuajar, y me desarma porque tengo derecho a tragarme este bocado de vida hasta saciarme. Como hoy, siempre he llorado a solas por mi hermano y por todos mis muertxs y desaparecidxs, en silencio, escasamente. Reseca y ajada, no he tenido las suficientes lágrimas para expresar el dolor que me anega desde el día maldito en que lo sacaron de mi casa arrebatándoselo a mi madre de las manos que, hasta ahora, siguen llenas de ausencia.

¿Cómo le digo a mi alma encallecida que no es un espejismo? ¿Cómo me convenzo a mí misma de que lo que vieron mis ojos y escucharon mis oídos es cierto? Mi corazón de pedernal, vacía tumba endurecida donde guardo la memoria imborrable, poco a poco se llenará con su luz. Voy a lavarme el alma con la lluvia bienhechora de mayo para ojalá cerrar las llagas que continúan abiertas, supurantes. Como siempre que me siento perdida, hoy lo estoy en esta maraña de sentimientos, me refugio en los abrazos. Busco a mi gente que está cerca y siento latir sus corazones. A quienes están lejos, les abrazo con mi corazón. Hecha un puño, aún siento los viejos dolores enquistados y como una letanía, repito los nombres de los más amados -Marco Antonio, Julio César, Héctor- junto a otro vocablo que empieza a ser verdad en Guatemala: JUSTICIA.

También vivo esta satisfacción con los ojos abiertos, cautelosa, mirando a todos lados mientras, intento definir esta desazón, esta perplejidad, esto que aún no tiene nombre y que quisiera transformar en una alegría dulce, tranquila, merecida y dejarme llevar por ella, sacándome del rígido espacio de racionalidad al que nos reducen los años y del dolor a que nos reducen los golpes brutales, repetidos. Estoy en ese esfuerzo, lo juro, pero en lo más profundo de mi ser lo que se remueve casi imperceptiblemente es el agujero de las pérdidas, la tristeza por las vidas truncadas, fueron tantas en mi generación marcada por las muertes injustas perpetradas por hombres despreciables

Aunque me afano en la alegría, la incredulidad y el temor se van mezclando. Viví el tiempo de los actos brutales e inhumanos. Temo por las mujeres y hombres ixiles que hicieron posible este proceso con el apoyo del Ministerio Público, las organizaciones y sus abogados, temo por lxs fiscales y por los defensoras y defensores de derechos humanos, por tantas personas que saltaron a la palestra y que por ejercer sus derechos, al igual que antes, han sido señaladas por los enemigos de la democracia y la justicia en sus pasquines infumables. Los que creyeron que jamás llegaría este momento, han defendido a los perpetradores pretendiendo ensuciar a quienes encarnan la dignidad de nuestro pueblo con su odio y su revanchismo.

Sin quererlo y sin siquiera pensarlo, repaso las huellas de los zarpazos letales con los que ellos se vengaron sustituyendo el sabor a triunfo por el amargo regusto de la muerte. Así pasó en octubre de 1978 con el asesinato de Oliverio Castañeda de León tras las gloriosas –como solía decirse en aquel tiempo- Jornadas de Octubre. La escapatoria de mi hermana del cuartel militar de Quetzaltenango, en octubre de 1981, les llevó a vengarse capturando ilegalmente a mi hermano de 14 años y desapareciéndolo hasta hoy. El 26 de abril de 1998 mataron a monseñor Gerardi, dos días después de la presentación del informe Guatemala Nunca Más. No han cedido un milímetro y cada palmo conquistado nos ha costado sangre. Y me digo a mí misma que soy una aguafiestas, pero también pienso en cuánta gente traumada y adolorida, como yo, está experimentando sensaciones parecidas.

Espero que la gente joven viva y sienta esta nueva experiencia de una forma distinta, con alegría auténtica, plena. Ojalá que en sus mentes y en sus corazones se fortalezca la idea luminosa de un país diferente, uno que deberán hacerlo con sus manos a la medida de todas las personas, donde quepamos todos/as sin que las diferencias étnicas, políticas, de sexo o cualquiera otra que nos hace ser lo que somos se constituyan en el pretexto para exterminarnos. 

La justicia, por fin. Es demasiado grande y demasiado frágil todavía, una pompa de jabón que se eleva en el aire y temblorosa convierte la luz en arcoíris pintando la realidad de Guatemala con colores distintos, no el blanco y negro de quienes se empeñan en vivir en el pasado. La justicia es futuro y es vida, un árbol recién plantado que hunde sus raíces en un suelo abonado con el dolor y la sangre de las víctimas del genocidio, la desaparición forzada, los asesinatos políticos, la tortura. Deberemos fortalecerlo y cuidarlo para que nos dé dulces frutos de paz. 

En un país en el que las palabras pierden su significado y a los asesinos se les llama “señor presidente”, “señor ministro”, “señor diputado”, la justicia para las víctimas del terrorismo estatal hará que los procesos sociales y políticos cobren un sentido más humano y evitará que se repitan los hechos terribles. Los detentadores de poderes mortales, aplastantes, los sectores que han usurpado un país entero y que han llegado a creerse los dueños de nuestras vidas, los dadores de muerte, los mentirosos, los torturadores, los genocidas, los desaparecedores, tendrán que entender que los tiempos cambiaron.

La hasta hace muy poco elusiva justicia sigue siendo un asunto pendiente para Marco Antonio y millares de víctimas más. La sentencia del 10 de mayo nos da esperanzas, nos demuestra que se puede obligar a rendir cuentas a los otrora poderosos criminales, que nadie es superior a la ley y que la vida es un valor sagrado que se debe respetar. 

Nada de lo que hicieron ha aplacado esa sed, no lograron arrebatarnos la dignidad tampoco y nada nos detendrá en este camino por más que lo llenen de obstáculos. Si hay algo que nos sobra es paciencia. Por mi nawal, soy Ajpu, el triunfo de JunAjpu e Ixbalamke sobre los señores de Xib’alb’a que trae luz y claridad a la humanidad. El día Ajpu es el día del gran Ajaw, el padre, y su representación solar; simboliza la grandeza, la fuerza de la vida, la fuerza corporal y el triunfo del bien; el día de servir a los demás, pedir por la vida y la fuerza y por el triunfo del bien sobre el mal. Tengo el sello del Q’anil, mi misión es señalar el camino y plantar la semilla. Soy cerbatanera y buena cazadora, tiradora, y caminante, sembradora, seguiré luchando por sentirme feliz, porque la felicidad hay que construirla, conquistarla y cuidarla como el capullo de una flor delicada.

viernes, 3 de mayo de 2013

Guatemala Nunca Más


Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.

Monseñor Gerardi, 24 de abril de 1998

El lunes 27 de abril de 1998, a eso de las cuatro de la mañana, el timbre del teléfono me sacó de ese sueño delicioso de las madrugadas. Con un sobresalto -porque ¿quién te llama a esas horas para decirte algo bueno?- corrí a la sala y levanté el auricular. Era la voz de Maco. En escasos segundos había recorrido los mil doscientos kilómetros que me separan de la patria, de nuevo ensangrentada por un crimen de Estado, y estallaba en mi oído una verdad terrible: “mataron a Monse”. Monse no era otro que monseñor Juan Gerardi, coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, el alma y el corazón del proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI).

Ya no supe qué más dijo Maco. Llorábamos. Aún estaba oscuro. A tientas, porque de pronto las lágrimas no me dejaron ver, busqué mi cuarto, mi cama y me derrumbé sobre la almohada agobiada por la vergüenza. Me preguntaba una y otra vez cómo era posible que tal cosa hubiera sucedido, cómo una sociedad como la mía seguía siendo incapaz de resguardar nuestro bien más valioso: la vida. No encontré las respuestas, aún no las tengo. Es la misma vergüenza y son las mismas preguntas las que ahora me hago ante la forma en que se sigue obstaculizando el proceso por genocidio contra el ex dictador Efraín Ríos Montt y el ex jefe de la G2 Mauricio Rodríguez Sánchez, ambos generales de un ejército que fue calificado como el más sanguinario del hemisferio occidental hará unos cuantos años, cuando el viento cambió de rumbo unos cuantos grados en el Departamento de Estado de los EEUU.

A Maco y a Monse los conocí en 1995, durante una breve estadía de trabajo en la ODHAG, que fue el motivo de mi regreso al país tras once años, siete meses y 25 días de exilio. Sabía poco de Monse: que había tenido que huir del Quiché en 1980 para salvar su vida; que acudió a un evento fuera de Guatemala y que al volver ni siquiera pudo bajarse del avión por lo que debió refugiarse en Costa Rica donde vivió algunos años. En el 96 volví para realizar la propuesta de trabajo formulada un año antes para la biblioteca de esta entidad. En esa ocasión, estuve allí un mes como una empleada más, sin serlo, disfrutando del frío de noviembre tras las gruesas paredes del hermoso edificio de arquitectura colonial, caminando por sus vetustos corredores y su patio central adornado de bugambilias florecidas que, sujetas a las anchas columnas, ascendían hasta el segundo piso, y de las deliciosas comidas del Mercado Central. Entonces vi de nuevo a Monse, un hombre jovial, amable, respetuoso, tal fue la impresión que dejó en mí tras un par de conversaciones que sostuve con él. En esas ocasiones, con secreta envidia me enteraba de la labor del equipo del REMHI a lo largo y ancho del país. ¡Qué no hubiera dado por ser parte de algo tan magnífico! Iniciado en 1994, ese trabajo iba viento en popa.

En 1997 fui a dar el testimonio sobre la desaparición forzada de Marco Antonio tanto al REMHI como a la CEH. Los años anteriores me había resistido, quizá no estaba preparada todavía, pero el tiempo pasó y quedaban pocos meses para hacerlo. Algo más me lo impedía: el perdón pregonado por la Iglesia Católica en su convocatoria. Perdonar lo que el ejército les hizo a mi hermano y a mi hermana es una decisión personal, muy íntima, que no tomaré nunca si no hay justicia; aún si la hubiera, tendría que pensarlo muchísimo.


Monse era un hombre feliz, siempre estaba sonriente y pleno de vida y energía y pienso que, dado su compromiso sacerdotal y humano, en buena parte eso se debía al proyecto REMHI. La labor de recolección de testimonios, su análisis y procesamiento rigurosos y la sistematización de los datos, más otra gran cantidad de acciones investigativas que enriquecieron el esfuerzo, dieron su fruto en 1998 con la publicación del informe Guatemala: Nunca Más. Su entrega se programó para el 24 de abril, en una ceremonia en la que la alta jerarquía eclesiástica iba a pedir perdón al pueblo por no haberle acompañado en su sufrimiento.

Era una petición justa. En nuestro caso, mi madre y mi padre habían suplicado inútilmente el apoyo de algunas autoridades eclesiásticas para ubicar a mi hermano, entre ellos los obispos Ríos Montt y Quezada Toruño y los arzobispos Casariego y Penados. Tristemente lo que de ellos obtuvieron no pasó de palmaditas en la cabeza, groseros “¿qué quieren?” o palabras vacías. Tal fue su decepción que cambiaron la parroquia de toda la vida por un salón evangélico donde la gente los escuchaba y lloraba a la par suya por mi hermano. La alta jerarquía –con excepciones, como la de Monse- se mostraba impotente ante estos pedidos. Por su silencio e indiferencia como institución es inevitable pensar en la complicidad de algunos de sus miembros. Es el caso del arzobispo Casariego que con absoluto cinismo les dijo a mis padres que frecuentemente había visitado en el Cuartel General al desaparecido sacerdote jesuita español Carlos Pérez Alonso, lugar en el que permanecía detenido ilegalmente desde agosto de 1981. También les dijo que se desayunaba un día a la semana con el general Lucas, entonces presidente de la república, por lo que en una segunda visita le llevaron una carta y le pidieron que se la entregara. Si lo hizo, jamás lo supieron.

Por esas razones, motivada por la trascendencia del perdón que expresaría el Arzobispo –cosa que al final no sucedió- y por la enorme importancia del informe, decidí llevar a mi mamá al acto. El lunes 20 de abril me presenté a la ODHAG y ofrecí mis servicios para lo que fuera necesario. Había mucho trabajo previo a la presentación del informe. Así, entre varias cosas, tuve en mis manos el resumen que se entregó a la prensa y me enteré de la magnitud de las revelaciones y los señalamientos tan claros y directos sobre la responsabilidad del ejército. Inmediatamente se me prendieron todas las alarmas. Eran verdades sobre los horrores recientes que nunca antes se habían dicho de esa forma ni por una institución tan poderosa como la Iglesia Católica, por lo que Ruth y yo temimos una respuesta brutal.

El 29 de diciembre de 1996 se había firmado la paz de papel, esa paz violenta y excluyente que ahora nos amenazan con romper por el juicio de genocidio. En Guatemala todavía se creía en esa paz. Nuestro temor no tenía cabida en esas nuevas circunstancias, de manera que ante las preguntas sobre la seguridad, alguien dijo que continuábamos viviendo en el pasado. Quizá, pero no estábamos solas, ellos también estaban allí.

El 24 de abril la Catedral no dio abasto para recibir a tanta gente. Era una tarde calurosa. La atmósfera estaba saturada del dulce aroma de las flores que adornaban los altares, mezclado con el que despedían los cirios al quemarse. Guatemala entera estaba representada en ese acto solemne que coronó los esfuerzos de toda una vida de Monse, un hombre pleno y feliz consagrado a la causa de la gente más necesitada, perseguida y victimizada de nuestro país. Como en toda misa, hubo oraciones y cantos, homilías, lecturas bíblicas y comuniones. El punto culminante fue la entrega del informe por parte de Monse a dos personas delegadas por cada diócesis. Mi madre tuvo el honor de recibirlo de sus manos junto con Rigoberta Menchú, en representación de la Diócesis de Guatemala. Conmovida, uní mi voz al coro inmenso que cantó “cambia, todo cambia…”. Ese era el espíritu que nos animaba a todxs lxs presentes. No había marcha atrás, no era posible, Guatemala sería otra. En el aire sentíamos la presencia de nuestros seres amados desaparecidos/as o asesinados/as.

En el patio hermoso de la ODHAG sirvieron tamales y café. Allí me confundí con centenares de personas que celebraban el final de un esfuerzo prolongado que había durado cuatro años. No había lugar para el temor, no había lugar para el pasado. El impulso nos debía llevar a la justicia, a un futuro de verdadera paz. Al día siguiente, 25, al levantarse, mi mamá me dijo que por primera vez en todos los años que llevaba  mi hermano desaparecido, lo había soñado sonriendo. La angustiosa pesadilla recurrente, en la que ella corre tras el carro en el que se llevaron a su niño, parecía quedar atrás.

Pero el pasado –que sigue siendo presente en Guatemala- alentó las intenciones mortales de acallar a Monse. De allí emergieron los hombres que vigilaron su puerta durante meses haciéndose pasar por indigentes. Del pasado vinieron los que planearon su muerte y dirigieron el operativo, los mismos que trajeron la piedra del infierno con la que destrozaron su rostro y su cabeza, igual que el "Siervo sufriente de Yahvé" al que aludió en su discurso del 24 de abril: “los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él, desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido de Dios…" (Is. 52.13–53,4)

Dos años después, el 24 de abril de 2000, en su homilía conmemorativa monseñor Julio Cabrera Ovalle, obispo de Quiché, dijo que los asesinos de Monse “no soportaron el resplandor de la verdad con que desenmascaró la injusticia. ¡Porque en Guatemala SÍ ha habido masacres!”

Así fue. Con el asesinato de Monse, el ejército y los poderes oscurantistas sentaron posición sobre los esfuerzos por develar la verdad sobre los horrores del terrorismo de Estado y cercenaron el impulso que nos llevaba a demandar justicia. Hoy, quince años después, las “semillas de vida y dignidad” sembradas por Monse y por quienes le acompañaron en ese esfuerzo, se abren paso dificultosa pero firmemente en el juicio por genocidio y en otras causas judiciales, ya concluidas o en proceso, contra los torturadores, genocidas, asesinos y desaparecedores que asolaron Guatemala. En ellos sigue presente el temor al “resplandor de la verdad” con el que Monse evidenció la injusticia. De ese miedo nacen los ataques asquerosos a su obra divulgados en pasquines repletos de mentiras y amenazas dirigidos a perpetuar su impunidad, con los que se pretende transformar en traición a la paz y divisionismo el anhelo de justicia que anima nuestras vidas.

Que mis palabras sirvan como un homenaje humilde a monseñor Gerardi en el décimo quinto aniversario de su alevoso asesinato.

Discurso de Monseñor Juan Gerardi con ocasión de la presentación del Informe REMHI
Catedral Metropolitana, 24 de abril de 1998

El proyecto REMHI ha sido un esfuerzo que se sitúa dentro de la Pastoral de los Derechos Humanos, que a su vez es parte de la Pastoral Social de la Iglesia: es una misión de servicio al hombre y a la sociedad.

Ante los temas económicos y políticos, mucha gente reacciona diciendo: "para qué se mete en esto la Iglesia". Quisieran que nos dedicáramos únicamente a los ministerios. Pero la Iglesia tiene una misión que cumplir en el ordenamiento de la sociedad, que incluye los valores éticos, morales y evangélicos. ¿Qué nos dicen los mandamientos? "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Y precisamente hacia ese prójimo tiene que dirigir su misión la Iglesia. El Papa Juan Pablo II nos dice, hablando a los laicos: "Redescubrir la dignidad de la persona humana constituye una tarea esencial de la Iglesia". Esta también fue la labor evangelizadora de Jesús. El Señor puso la dignidad de las personas como centro del Evangelio.

El proyecto REMHI en el confluir del trabajo pastoral de la Iglesia es una denuncia, legítima, dolorosa, que debemos de escuchar con profundo respeto y espíritu solidario. Pero también es un anuncio, una alternativa para encontrar nuevos caminos de convivencia humana. Cuando emprendimos esta tarea interesaba conocer, para compartir, la verdad, reconstruir la historia de dolor y muerte, ver los móviles, entender el porqué y el cómo. Mostrar el drama humano, compartir la pena, la angustia de los miles de muertos, desaparecidos y torturados; ver la raíz de la injusticia y la ausencia de valores.

Este es un modo pastoral de hacer las cosas. Es trabajar a la luz de la fe, encontrar el rostro de Dios, la presencia del señor. En todos estos acontecimientos, es Dios quien no está hablando. Estamos llamados a reconciliar. La misión de Jesús es reconciliadora. Su presencia nos llama a ser reconciliadores en esta sociedad quebrada, tratando de ubicar víctimas y victimarios dentro de la justicia. Hay gente que murió por un ideal. Y los verdugos fueron muchas veces instrumentos. La conversión es necesaria, y nos toca abrir los espacios para estimular. No se trata de aceptar los hechos simplemente. Es menester reflexionar y recuperar los valores. Queremos contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos memoria del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos, pero la construcción del Reino de Dios tiene riesgos y sólo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos.

El 23 de junio de 1994, las partes que negociaron los acuerdos de paz manifestaron su convicción del "derecho que asiste a todo el pueblo de Guatemala de conocer plenamente la verdad" sobre los acontecimientos ocurridos durante el conflicto armado, "cuyo esclarecimiento contribuirá a que no se repitan las páginas tristes y dolorosas y que se fortalezca el proceso de democratización en el país", y subrayaron que ésta es una condición indispensable para lograr la paz. Este es parte del preámbulo del Acuerdo que creó la Comisión del Esclarecimiento Histórico, que ahora también está concluyendo su importante labor.

La Iglesia se hizo eco de este anhelo y se comprometió a la búsqueda de "conocer la verdad", convencida de que, como dijo el Papa Juan Pablo II, la "verdad es la fuerza de la paz" (Jornada Mundial por la Paz, 1980). Como parte de nuestra Iglesia, asumimos responsablemente y en conjunto esta tarea de romper el silencio que durante años han mantenido miles de víctimas de la guerra, abrió la posibilidad de que hablaran y dijeran su palabra, contaran su historia de dolor y sufrimiento a fin de sentirse liberadas del peso que durante años las ha abrumado. Este ha sido esencialmente el propósito que ha animado el trabajo que durante estos tres años ha realizado el Proyecto REMHI: conocer la verdad que a todos nos hará libres (Juan 8, 32).

Nosotros, como personas de fe, descubrimos en el acuerdo del esclarecimiento histórico un llamado de Dios a nuestra misión como Iglesia: la verdad como vocación de toda la humanidad. Desde la Palabra de Dios no podemos ocultar o encubrir la realidad, no podemos tergiversar la historia ni debemos silenciar la verdad. San Pablo, hace veinte siglos, hacía una afirmación que nuestra historia reciente la ha confirmado recientemente: "Se está revelando desde el cielo la reprobación de Dios contra impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad" (Rom, 1,18). La verdad en nuestro país ha sido torcida y acallada.

Dios se opone inflexiblemente al mal en cualquier forma que se presente. La raíz de la ruina, de las desgracias de la humanidad, nace de una oposición deliberada a la verdad, que es la realidad radical de Dios y del hombre. Y esa realidad es la que ha sido intencionalmente deformada en nuestro país a lo largo de 36 años de guerra contra la gente. De ahí que el "esclarecimiento histórico", decíamos los Obispos en la carta pastoral ¡Urge la Verdadera Paz! "no sólo es necesario, sino indispensable para que el pasado no se repita con sus graves consecuencias. Mientras no se sepa la verdad, las heridas del pasado seguirán abiertas y sin cicatrizar.

No tenemos la menor duda, como Iglesia, que el trabajo que hemos realizado en estos años ha sido una historia de gracia y de salvación, un verdadero paso hacia la paz como fruto de la injusticia, que ha ido suavemente regando semillas de vida y dignidad por todo el país, siendo gestor y partícipe el mismo pueblo sufrido. Ha sido un bello servicio de veneración a los mártires y de dignificación de las víctimas que fueron blanco de los planes de destrucción y muerte. Abrirnos a la verdad, encarar nuestra realidad personal y colectiva no es una opción que se puede aceptar o dejar, es una exigencia inapelable para todo ser humano, para toda sociedad que pretenda humanizarse y ser libre. Nos sitúa ante nuestra condición más radical como personas: somos hijos e hijas de Dios, llamados a participar de la libertad del Padre.

Años de terror y muerte han desplazado y reducido al miedo y al silencio a la mayoría de guatemaltecos. La verdad es la palabra primera, la acción seria y madura que nos posibilita romper ese ciclo de violencia y muerte, abrirnos a un futuro de esperanza y luz para todos. El trabajo de REMHI ha sido una empresa asombrosa de conocimiento, profundización y apropiación de nuestra historia personal y colectiva. Ha sido una puerta abierta para que las personas respiren y hablen en libertad, para la creación de comunidades con esperanza. Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.

El compromiso de este Proyecto con la gente que dio su testimonio ha sido recoger su experiencia en este Informe y apoyar globalmente las demandas de las víctimas. Pero entre las expectativas y nuestro compromiso también se encuentra la devolución de la memoria. El trabajo de búsqueda de la verdad no termina aquí, tiene que regresar a donde nació y apoyar mediante la producción de materiales, ceremonias, monumentos etc. el papel de la memoria como un instrumento de reconstrucción social.

El Papa Juan Pablo II nos dice "es preciso mantener vivo el recuerdo de lo sucedido: es un deber concreto". Lo que la Segunda Guerra Mundial significó para los europeos y para el mundo se ha podido comprender en estos 50 años transcurridos gracias a la adquisición de nuevos datos que han posibilitado un mejor conocimiento de los sufrimientos que causó (50 Aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial). Esto es lo que ha hecho el Proyecto REMHI en Guatemala.

Conocer la verdad duele pero es, sin duda, una acción altamente saludable y liberadora. Los miles de testimonios de las Víctimas, los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él, desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido de Dios…" (Is. 52.13–53,4).

La actualización y memoria de estos hechos dolorosos nos confrontan con una palabra original de nuestra fe: "Caín, ¿dónde está tu hermano Abel? No sé, contestó. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Replicó Yahvé: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo hasta mí" (Gen 4, 9–10).

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