sábado, 29 de junio de 2013

De víctimas a ciudadanas/os: las mujeres y los hombres maya ixiles a la hora de la justicia

En Guatemala, donde el calendario está inmóvil desde hace 500 años en asuntos estructurales, en los primeros meses de 2013 fuimos testigos de hechos imposibles. La Asociación Justicia y Reconciliación ejerciendo su derecho a la justicia sentó en el banquillo de los acusados a dos integrantes de la cúpula militar que sometió a Guatemala tras el golpe de Estado de 1982. Con firmeza, paciencia y lealtad a la sangre derramada, las mujeres y hombres sobrevivientes de la persecución contra el pueblo maya ixil reafirmaron sus derechos como víctimas en términos jurídicos frente a las graves violaciones a los derechos humanos de las que fueron objeto, tal como lo establecen las Naciones Unidas en los Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones:

8. A los efectos del presente documento, se entenderá por víctima a toda persona que haya sufrido daños, individual o colectivamente, incluidas lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdidas económicas o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que constituyan una violación manifiesta de las normas internacionales de derechos humanos o una violación grave del derecho internacional humanitario. Cuando corresponda, y en conformidad con el derecho interno, el término “víctima” también comprenderá a la familia inmediata o las personas a cargo de la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para prestar asistencia a víctimas en peligro o para impedir la victimización.

Asumiéndose como ciudadanos y ciudadanas con iguales derechos, junto con un Ministerio Público dirigido por una valerosa mujer, lograron lo que el Estado guatemalteco no hizo durante tres décadas al incumplir con su obligación internacional y constitucional (art. 2 de la Constitución guatemalteca) de garantizarles el acceso a la justicia:

4. En los casos de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario que constituyen crímenes en virtud del derecho internacional, los Estados tienen la obligación de investigar y, si hay pruebas suficientes, enjuiciar a las personas presuntamente responsables de las violaciones y, si se las declara culpables, la obligación de castigarlas. Además, en estos casos los Estados deberán, en conformidad con el derecho internacional, cooperar mutuamente y ayudar a los órganos judiciales internacionales competentes a investigar tales violaciones y enjuiciar a los responsables.
Ajpú Cerbatanera, cautelosa, tratando de mantener el corazón lastimado bajo siete candados de escepticismo y desconfianza, me mantuve pendiente de los acontecimientos que ocurrieron en ese agujero que se abrió en el tiempo y el espacio para romper la impunidad que habitualmente se vive en mi país. Pero, a medida que avanzaba el juicio, no pude evitar que se elevara mi alma, un globo colorido inflado de ilusiones y sueños de un país diferente, con justicia.

Como nunca antes, durante una treintena de días luminosos, el pueblo perseguido y discriminado, los vencidos, las mujeres violadas, se adueñaron del escenario y pronunciaron la verdad histórica, la que narra lo vivido en sus propios espíritus y cuerpos. Hasta el último rincón del planeta resonaron las declaraciones vertidas ante el Tribunal A de Mayor Riesgo por varias decenas de hombres y mujeres ixiles sobrevivientes a las operaciones de tierra arrasada de 1982 y 1983, ejecutadas por el ejército comandado por Efraín Ríos Montt, ex jefe de Estado. Junto con él, compareció Mauricio Rodríguez Sánchez, ex jefe de inteligencia.

El 10 de mayo, el proceso emprendido hace más de una década parecía haber concluido con la victoria de la justicia, un acontecimiento insólito en el país de la eterna impunidad. Según sus partidarios, los delitos de genocidio e incumplimiento de deberes de humanidad por los que fue condenado el ex dictador Ríos Montt fueron “actos heroicos necesarios para salvar a Guatemala”. Sin embargo, a los 1 771 hombres y mujeres, niñas y niños que fueron asesinados (aún los no nacidos, lo que parece no importar a quienes desde la hipocresía y la doble moral se oponen al derecho de las mujeres a decidir sobre los hijos que quieren tener o los/las defensores/as a ultranza de los presuntos delincuentes uniformados), nadie los salvó de la calificación de enemigos ni de sufrir los actos letales, desquiciados, descritos por las y los testigos ixiles a quienes apenas pude escuchar en el juicio sin ahogarme de pena. A las mujeres violadas, torturadas, aprisionadas en los cuarteles militares, nadie las protegió ni evitó las atrocidades que atravesaron sus cuerpos y espíritus ni las liberó de la esclavitud y la degradación a las que fueron sometidas. No les dieron de comer a los niños y niñas que murieron en la huida permanente en que se convirtió su existencia tras haber perdido todo, menos la vida. Se las arrebató después el hambre, las enfermedades, la dureza del clima, las bombas y las balas que caían de un cielo que no supo apiadarse de los más necesitados. 

No puedo dejar de preguntarme ¿cómo pudieron matar a tanta gente sin sentir remordimientos? ¿Qué les hizo creer que eran los dueños del horrible momento de la muerte inhumana y atroz de millares de personas, seres humanos con derecho a vivir y a ser felices, a ver otros momentos, como dijera uno de los testigos? Y él, el condenado, ¿cómo pudo permanecer imperturbable, casi petrificado, sin caer de rodillas frente a sus acusadores/as, sin asumir su responsabilidad, sin pedirles perdón?

La única posible explicación para estas actitudes inhumanas es que ellos siguen viendo a sus "presuntos enemigos" como cosas, seres distintos e inferiores. Es una visión calada por el miedo a perder sus riquezas malhabidas, sobre todo la tierra de la que les han despojado por siglos. Desde su punto de vista –tan estrecho, tan limitado por la lógica de la acumulación de riqueza a costa de lo que sea, tan racista y excluyente, tan autoritario, tan egoísta, tan codicioso- las y los ixiles no son personas iguales, con derechos, no son seres humanos, por lo tanto se les puede –y se les debe- aniquilar. 

Algo tiene que estar muy mal en Guatemala para que se consideren como hechos necesarios y heroicos los más graves crímenes contra la humanidad. Eso que está muy mal hizo posible que el 20 de mayo el proceso y la sentencia se vinieran abajo. Para vergüenza ajena, la CC avaló la conducta antiética de uno de los defensores y decidió sobre asuntos de procedimiento que no son parte de su jurisdicción, los que, además, podían resolverse en el sistema de la justicia ordinaria. Puesto a prueba, el sistema de justicia mostró en toda su crudeza su falta de independencia, sus taras, sus carencias en una decisión política revictimizadora que mantiene la impunidad no solo del criminal convicto, sino también la de todos aquellos que resultaran responsables al desarrollarse la investigación ordenada por el fallo del Tribunal A de Mayor Riesgo.Desnudo, se arrodilló ante la arrogancia de los poderes económico y fáctico y, mediante una decisión ilegal, anuló la sentencia que condenó al ex dictador a ochenta años de prisión por genocidio y delitos contra los deberes de humanidad.

Durante muchos días, cada mañana al despertar lo primero que venía a mi cabeza era el proceso intrincado contra Ríos Montt y sus secuaces. El júbilo truncado. La esperanza reverdecida nuevamente reseca. Enmudecí. Dejé de pensar, de escribir. Un tarugo amargo me bloqueó la garganta. Una gruesa cadena me aherrojó las ideas. Un cuchillo de sal se me clavó en el pecho. Un cielo nublado se me instaló en los ojos y no quise ver más. 

Pero, pese a la ilegal anulación de la sentencia del Tribunal A de Mayor Riesgo -que ha sido recibida por la comunidad jurídica internacional como un invaluable aporte, sobre todo porque se recogen los abusos sexuales contra las mujeres- tengo motivos para sentir orgullo por la dignidad con la que las víctimas, ahora ciudadanas y ciudadanos que reclaman derechos como iguales, se pusieron de pie frente al tribunal para dar sus testimonios y demandar justicia.

Nadie me quita lo bailado. Guardaré hasta los últimos días de mi vida la imagen del otrora poderoso dictador sentado frente al tribunal, respondiendo por crímenes inimaginables. Todos los miedos juntos se conjugaban en sus ojos inertes que, aún desde una pantalla fría, parecía que me miraban. En ellos persiste la locura de otro tiempo de muerte en el que el río del odio desbordado anegó Guatemala con la sangre de tantísima gente asesinada o desaparecida, las contadas -200 000- y las incontables, aquellas que ya no tuvieron quien dijera sus nombres.

Para fortalecer la esperanza que despuntó en mi horizonte, me alimento del orgullo y la dignidad de las mujeres y hombres ixiles y de todas las personas que reclaman los derechos a la memoria, la verdad y la justicia, que siguen en pie pese a los actos de amedrentamiento desplegados por los partidarios del oscurantismo. Sobreviviente memoriosa, historia de tormentos encarnada, marcada por el dolor, me reconozco piedra en el río de la resistencia que recorre la historia, un granito de arena, la huella de la ola que ha barrido la playa con su furia, una gota de la llovizna que cae imparable sobre el techo de la impunidad, un hilo más en el tapiz de la dignidad y la resistencia. Persistente araña que teje su tela con paciencia y la rehace cada vez que un golpe de viento la destruye. No nos dejamos ni nos arrodillamos, eso es lo que les arde.

Amo a mi tierra y a mi gente con un amor triste y sufrido que dura lo que tengo de vida y que se terminará cuando me entierren. O quizá no. Convertida en hormiga, en gata o en estrella, desde donde quiera que esté, seguramente continuaré cantándole a un país distinto con palabras soleadas, arboladas, en flor, coloridas y hermosas. Un país de justicia en el que quepamos todxs.

jueves, 20 de junio de 2013

45 000 claveles rojos




Marco Antonio Molina Theissen, desaparecido el 6 de octubre de 1981
45 000 flores cortadas. 45 000 árboles talados. 45 000 desaparecidos. Se dice fácil y rápido pero no sin dolor. No tardo ni diez segundos en pronunciar la frase, pero los ladrones de cuerpos, los torturadores, los dadores de muerte, los ocultadores de cadáveres, perpetraron este crimen de lesa humanidad, continuado e imprescriptible, durante más de treinta años en Guatemala.

Uno, mil, diez mil, cincuenta mil, las cifras no importan, son generalizaciones que no dan cuenta de la vasta diversidad humana que se perdió para siempre en el torbellino del horror. Cada pérdida sigue siendo una tragedia para decenas de millares de familias que viven con la ausencia forzada de hombres y mujeres, jóvenes y viejos/as, niños y niñas, seres humanos portentosos, poseedores de todos los derechos, entre ellos a la vida, la integridad personal, la libertad y el derecho a morir con dignidad, de muerte natural, no asesinados ni desaparecidos. De todos ellos fueron despojados vilmente.

El dato también oculta quienes fueron esos seres humanos. Escritores/as, músicos/as, poetas, bailarinas/es, artistas de todas clases, maestras/os, estudiantes, catequistas, monjas y sacerdotes, ingenieros/as, médicos/as, abogados/as, obreros/as, sindicalistas, políticos/as, deportistas, amas de casa, artesanos/as, periodistas, choferes, peones, zapateros, modistas, enfermeras. Eran personas de todos los colores, tamaños, procedencias, que amaron, rieron, cantaron, odiaron, trabajaron, crearon y dieron un aporte a su familia y a la sociedad, o iban a hacerlo.

No son 45 000 ceros a la izquierda. Hijos o hijas de alguien, esposos o esposas, madres, padres, amigos/as, compañeros/as de trabajo o estudio, hermanos/as, tíos/as, sobrinos/as, abuelos/as. Todos los grados de parentesco resultaron afectados, en todas las familias y colectividades un día faltó alguien amado, alguien imprescindible, insustituible. Si estuvieran aquí, se podría organizar un gran desfile o una fiesta hermosa.

Con ellos y ellas se podría haber llenado dos veces el estadio “Doroteo Guamuch”[i] poblar una ciudad, construir otro país. Tenían nombres y apellidos y familias que les seguimos amando. A quienes les perdimos nos harán falta a lo largo de nuestra existencia, así como a nuestra sociedad le hacen falta sus aportes intelectuales, artísticos, laborales, profesionales y de todo tipo. Son incontables los cuadros que no pintaron, los poemas y novelas que no escribieron, los panes que no hornearon, las plantas que no sembraron, los libros que no leyeron, las hijas e hijos que no tuvieron, su amor y los abrazos que ya no recibimos. Su ausencia forzada es un vacío que llenamos de furia y un dolor insondables.

En un país con siete millones de habitantes en los inicios de la década de los ochenta, unas 45 mil personas representaban el 0,64%, más de seis de cada mil guatemaltecos/as había sido desaparecido/a. ¿Cuántos habitantes tendría hoy Guatemala si eso no hubiera pasado?

Sensibilicémosnos. No son un número, no son un dato, son personas que tenían derecho a vivir. Sintámoslos. Recuperemos sus sueños y hagámoslos realidad. Repitamos sus nombres en voz alta, como una letanía. Preguntemos quiénes son. Indaguemos. Elevemos 45 000 claveles rojos con sus nombres. Imaginemos ese vasto contingente de seres humanos desaparecidos por el odio. Busquemos sus rostros en la muchedumbre. Lamentemos su pérdida. Recordemos sus voces. Abracemos sus memorias. Rompamos el silencio. Indignémonos. Exijamos justicia para que nunca más suceda esta tragedia.


[i] El verdadero nombre de Mateo Flores era Doroteo Guamuch Flores. En una muestra de ese racismo que nos atraviesa se lo cambiaron para bautizar el estadio nacional, un dudoso homenaje.

sábado, 8 de junio de 2013

En 8 Ajpú demandamos justicia

El 30 de mayo, un grupo de guatemaltecos y guatemaltecas acompañados por personas solidarias de distintas nacionalidades, entre las que por supuesto había costarricenses, nos reunimos en un plantón frente a la embajada de Guatemala. El propósito fue expresar públicamente nuestra solidaridad con el pueblo maya ixil y el descontento por la resolución ilegal de la Corte de Constitucionalidad que anuló la sentencia que condenó a ochenta años de prisión -dictada el 10 de mayo por el Tribunal A de Mayor Riesgo- al ex jefe de Estado de facto Efraín Ríos Montt.


Han pasado muchos, demasiados, años desde la última vez que salí a la calle a protestar contra las cotidianas injusticias que se viven en mi país. Sintiendo que había perdido la práctica, los días previos fueron tensos, cargados de preguntas. No sabía si los esfuerzos realizados junto a Alejandra, Julia, Rosario y Ca darían frutos.

La mañana estaba soleada y bochornosa y sobre las montañas ya empezaban a levantarse nubarrones oscuros. Lluvia segura, pensé, deseando que fallara el pronóstico meteorológico. Tenía que irnos bien. Ese jueves era 8 Ajpú en el calendario maya, un día propicio para pedir por el triunfo de las fuerzas del bien contra el mal, para servir a los demás, recordar e invocar a los abuelos y abuelas para que nos ayuden en este objetivo de lucha y pedir por la vida, la fuerza y la claridad. Sin embargo, cuando vi las figuras oscuras que nos esperaban frente a la embajada, con un agujerito en el estómago pensé que nos iban a impedir manifestar.

La embajada de Guatemala en Costa Rica está situada en una zona residencial con parques y árboles en las aceras. Entre el conjunto de casas coloridas, con jardines al frente salpicados de flores, ubicamos la sede: un edificio chato, de dos plantas, pintado de gris, todo cemento, vidrio y hierro, con una bandera azul y blanco clavada en el suelo. Al aproximarnos, conté once “elementos” de la Fuerza Pública y una patrulla que, desde un día antes, habían custodiado la embajada. ¿A qué le temía el embajador para solicitar semejante despliegue? ¿A un puñado de mujeres con flores en las manos? ¿Al ángel que despliega sus alas – huesos encontrados en una fosa común? ¿A la música? ¿A nuestras palabras y a las de lxs poetas que destilan belleza de las hondas tragedias? ¿Al dolor de quienes seguimos sufriendo la desaparición forzada de un ser amado? ¿A nuestra indignación, solidaridad y radical exigencia de verdad y justicia?

Tras un rápido diálogo con el jefe del contingente policial en el que le explicamos nuestra actitud pacífica y nuestros propósitos, despacito, cautelosamente, nos fuimos apropiando del espacio. Ningún vecino abrió la puerta ni se acercó a preguntar qué hacíamos allí y a nadie pareció molestarle que nos colocáramos al frente de sus casas, ocupáramos buena parte de la vía ni desplegáramos nuestro estandarte, el del ángel que grita que en Guatemala sí hubo genocidio. Ángel entre los árboles a cuyos troncos tuvimos que atarlo porque ponerlo más cerca de la embajada era algo así como “invasión del territorio guatemalteco”, según nos dijo una de las jefas que encabezaban a los policías.


A medida que nos aposentábamos, íbamos tomando confianza. Allí estábamos, para indignarnos juntxs, para acompañarnos y fortalecernos, para llevar nuestro mensaje. Éramos un grupo de gente citadina que no pone los pies en la calle por demasiado tiempo y que, en solitario, se deja morder el corazón y protesta día a día frente a una pantalla que recita las injusticias que se siguen perpetrando en Guatemala. No fue un sacrificio, de ninguna manera; lo menciono porque, expuesta al sol y la lluvia, la idea que llegaba con frecuencia a mi cabeza fue todo lo que debieron soportar en su huída las mujeres, hombres, niñas y niños ixiles y todas las comunidades que sobrevivieron a las matanzas. Perseguidxs durante años, quienes resistieron en el interior del país no pudieron asentarse ni cultivar en ningún lado. Al ser detectados sus precarios campamentos, eran obligados a moverse por los bombardeos de un ejército implacable que los seguía considerando “el enemigo” a exterminar. En esa huída permanente por territorios inhóspitos con climas inclementes, sufrieron frío y calor extremos, hambre y enfermedades. Muchxs murieron, sobre todo los más pequeños y las personas mayores.

A las once, con un toldo literalmente parqueado al lado de nuestro magnífico estandarte, megáfono en mano nos situamos frente al edificio. Mi madre y yo con las fotos de Marco Antonio sobre nuestros pechos, nos unimos al grupo de mujeres que enarbolábamos la imagen del “genocida suelto”. Rosario les explicó a los policías como mató el ejército –comandado por Ríos Montt y otros de su calaña- a las personas que debió proteger y, después, le dijo a la delegación diplomática porqué estábamos allí. El edificio permaneció ciego, sordo y mudo a nuestra presencia.


Don Ovidio encendió el fuego con ocote y en un pequeño incensario de Chinautla ardía el incienso saturando el ambiente con su olor delicioso. 


Ale, ataviada con una falda y una blusa confeccionadas con textiles indígenas y unas pesadas alas de madera atadas al torso, leyó los testimonios de los crímenes estatales cometidos en Quiché en 1982 – 83 que había copiado del informe Guatemala Nunca Más, de monseñor Gerardi. Después de leer cada testimonio, el pequeño ángel envolvió las flores saturadas de incienso con el papel en el que los había transcrito con su letra menuda y clara, les dio un beso y las fue entregando a quienes escuchábamos, incluyendo a los policías que para entonces nos habían rodeado.


Con el alma encogida, sintiendo como nuestro el sufrimiento de las mujeres y hombres que padecieron los horrores y el odio racista de los exterminadores, la voz de Alejandra nos trasladó a otro tiempo, a otros lugares, a una Guatemala bellísima empapada de sangre de inocentes, en donde los impunes crímenes de lesa humanidad perpetrados hace 50, 40, 30, 20 años, continúan atravesando la memoria del cuerpo y la del alma. El genocidio, los asesinatos políticos, la tortura, las desapariciones forzadas y otros crímenes de Estado siguen ocasionando un profundo dolor en las víctimas, lxs sobrevivientes y en toda la sociedad. Sin embargo esta, irreflexivamente, es incapaz de reconocer la huella de un pasado que nunca se fue, que está presente en la estela de sangre dejada por las violencias que se observan en todos los ámbitos de la vida social. Por eso, la verdad histórica, empezando por la que brotó de los labios de las testigas y testigos ixiles, debe asumirse colectivamente y convertirla en la base de la justicia. Solamente así se empezarían a sanar las heridas que permanecen abiertas al igual que los ojos de los enterrados que solo se cerrarán el día de la justicia.

Mientras Alejandra efectuaba su performance, cayeron las primeras gotas de la anunciada lluvia que se desató del pañuelo con el que intentamos amarrarla. Suave y pertinaz, sin rayos ni truenos amenazantes nos acompañó toda la tarde. Con ella, llegaron los poemas y escritos de Luis de Lión, Carolina, Fredy Leonel, Eida y otros poetas. También hubo risas, marimba, baile y canciones en el refugio improvisado en el que nos resguardábamos del agua.


Con el corazón tibio, satisfechxs, esperábamos el fin de la jornada, cuando de pronto se instaló la violencia verbal que escupieron los labios de una mujer que salió de la embajada. Cuenta Julia: “…una mujer entró y salió de la embajada dos veces. Su carro no llevaba placas diplomáticas. La primera vez [agrego, al mediodía y pasando lentamente frente a nosotros] nos tomó fotos y salió volada. La segunda se nos quedó viendo antes de subirse al carro... Llovía y yo caminé en dirección a ella; iba a invitarla al toldo, a escuchar poesía.” De pie, al lado de su vehículo, en actitud retadora dijo "no hubo genocidio". Julia la interpeló "¿esa es la versión oficial de la embajada?", a lo que replicó que la suya era "la versión de una guatemalteca que lo vivió". Julia, de nuevo interrogando, le dijo "¿quién nos explica 200 mil indígenas muertos?", a lo que ella replicó que "en todos los países hay violencia". "¿Nos conformamos entonces con ser segundos después de los nazis?". Cuando ya todo había pasado –fueron segundos- nos enteramos que entonces “la mujer se echó un rollo sobre un tío de ella que fue secuestrado por guerrilleros y, hecho prisionero en un hoyo cavado en la tierra, sólo comió bananos y que, como lo violaron, le contagiaron sida y se murió. Le dije que sentía mucho su dolor y que, por la violencia, para quienes estábamos allí era una causa para reivindicar, pero al cerrar la puerta de su carro replicó "todo por unos inditos de mierda". Entonces se la abrí y le dije "venga RACISTA y repita eso en nuestro megáfono"... Allí termino la cosa”.

Lo narrado podría minimizarse encogiendo los hombros o diciendo “hay que tomar las cosas de quién vienen”. Pero sucede que la frase de odio de la desconocida concentró en un instante la intención genocida de una sociedad brutal que ha permanecido de espaldas a una realidad insoslayable. Como el edificio de la embajada, con las ventanas veladas, ciego y sordo a nuestra presencia, consignas, canciones y poemas, los estamentos de poder, formados por gente como ella, se niegan a ver, escuchar y percibir como iguales, como seres humanos con derechos, a las personas indígenas que siguen llenando sus platos, sus bolsillos.

La incesante llovizna, a ratos imperceptible, a ratos un torrente, nos caló hasta los huesos. Así es el racismo en Guatemala, como una lluvia leve y permanente o un diluvio arrasador que empapa a los guatemaltecxs que comparten una visión de mundo construida por los sectores hegemónicos en la que los pueblos mayas son “inditos de mierda”. Esa frase, que no llegó a horadar mis oídos pero ahora, desolada, me agujerea el alma, es una muestra de este fenómeno tenaz que está en la base de las discriminaciones, la exclusión, la invisibilización y la negación de la humanidad y los derechos de los pueblos indígenas. También forma parte del discurso con el que se pretende negar y justificar el genocidio y pronunciada por labios oligárquicos –como los de la violenta desconocida- delata una postura repudiable, a la vez paternalista y de rechazo. Me resulta muy duro repetirla, pero lo hago porque hay que denunciarla.

Contra ese racismo y contra la injusticia, unas setenta personas, sobre todo mujeres, entre guatemaltecas, costarricenses y de otras nacionalidades, nos congregamos a lo largo del 8 Ajpú. Éramos demasiadas para un lluvioso día de trabajo en el que me había dicho a mí misma que bastaba con que llegáramos cinco para expresar nuestro descontento. Con nosotrxs también estuvieron lxs caídxs, lxs cercanxs y lxs que no conocimos. La calle no hubiese dado abasto para el desfile interminable de fechas y de nombres que son parte de la historia de la resistencia y la respuesta represiva y terrorista del Estado guatemalteco. Trajimos con nosotrxs la memoria amorosa de los compañeros y compañeras que dieron sus vidas generosamente con la convicción de que ese era el precio a pagar para construir un país nuevo. Son ellos/as quienes guían nuestros pasos, nuestro dolor por sus injustas muertes o desapariciones tampoco cupo enfrente de la embajada como tampoco fue suficiente el día para que cupiera en él nuestra indignación por las maniobras sucias del poder que, finalmente, logró anular una sentencia parida dificultosamente, con tres décadas de retraso y tras remontar los mil y un obstáculos de un defensa antiética e inmoral.

Con nuestra presencia en esa calle estrecha, con los ramos de flores, con toda nuestra alma, también saturamos la jornada de amor a nuestra gente, a las víctimas del genocidio del pueblo ixil y otros pueblos mayas y de todos los crímenes perpetrados por las dictaduras terroristas. Con palabras y canciones, con la música de marimba y los poemas de amor e indignación, con esperanza y rabia, con dignidad y orgullo, con dolor y alegría, con los árboles, el sol y los nubarrones cargados de lluvia, con los claveles rojos y la voz de Alejandra, con las lágrimas que no llegaron a brotar de los ojos pero que nos anudaron la garganta, con el ángel que grita, tejimos un tapiz saturado de fuego e incienso para decir que en Guatemala sí hubo genocidio y que exigimos justicia, el reconocimiento a la verdad histórica y respeto a las víctimas.