Marco Antonio Molina Theissen, desaparecido el 6 de octubre de 1981 |
45 000 flores cortadas. 45 000
árboles talados. 45 000 desaparecidos. Se dice
fácil y rápido pero no sin dolor. No tardo ni diez segundos en pronunciar la
frase, pero los ladrones de cuerpos, los torturadores, los dadores de muerte, los
ocultadores de cadáveres, perpetraron este crimen de lesa humanidad, continuado
e imprescriptible, durante más de treinta años en Guatemala.
Uno, mil, diez mil, cincuenta
mil, las cifras no importan, son generalizaciones que no dan cuenta de la vasta
diversidad humana que se perdió para siempre en el torbellino del horror. Cada
pérdida sigue siendo una tragedia para decenas de millares de familias que
viven con la ausencia forzada de hombres y mujeres, jóvenes y viejos/as, niños
y niñas, seres humanos portentosos, poseedores de todos los derechos, entre
ellos a la vida, la integridad personal, la libertad y el derecho a morir con
dignidad, de muerte natural, no asesinados ni desaparecidos. De todos ellos
fueron despojados vilmente.
El dato también oculta quienes
fueron esos seres humanos. Escritores/as, músicos/as, poetas, bailarinas/es,
artistas de todas clases, maestras/os, estudiantes, catequistas, monjas y
sacerdotes, ingenieros/as, médicos/as, abogados/as, obreros/as, sindicalistas,
políticos/as, deportistas, amas de casa, artesanos/as, periodistas, choferes,
peones, zapateros, modistas, enfermeras. Eran personas de todos los colores,
tamaños, procedencias, que amaron, rieron, cantaron, odiaron, trabajaron,
crearon y dieron un aporte a su familia y a la sociedad, o iban a hacerlo.
No son 45 000 ceros a la izquierda. Hijos o hijas de alguien,
esposos o esposas, madres, padres, amigos/as, compañeros/as de trabajo o
estudio, hermanos/as, tíos/as, sobrinos/as, abuelos/as. Todos los grados de
parentesco resultaron afectados, en todas las familias y colectividades un día
faltó alguien amado, alguien imprescindible, insustituible. Si estuvieran aquí,
se podría organizar un gran desfile o una fiesta hermosa.
Con ellos y ellas se podría haber
llenado dos veces el estadio “Doroteo Guamuch”[i]
poblar una ciudad, construir otro país. Tenían nombres y apellidos y familias
que les seguimos amando. A quienes les perdimos nos harán falta a lo largo de
nuestra existencia, así como a nuestra sociedad le hacen falta sus aportes
intelectuales, artísticos, laborales, profesionales y de todo tipo. Son
incontables los cuadros que no pintaron, los poemas y novelas que no
escribieron, los panes que no hornearon, las plantas que no sembraron, los
libros que no leyeron, las hijas e hijos que no tuvieron, su amor y los abrazos
que ya no recibimos. Su ausencia forzada es un vacío que llenamos de furia y un
dolor insondables.
En un país con siete millones de
habitantes en los inicios de la década de los ochenta, unas 45 mil personas
representaban el 0,64%, más de seis de cada mil guatemaltecos/as había sido
desaparecido/a. ¿Cuántos habitantes tendría hoy Guatemala si eso no hubiera
pasado?
Sensibilicémosnos. No son un
número, no son un dato, son personas que tenían derecho a vivir. Sintámoslos. Recuperemos sus sueños y hagámoslos realidad. Repitamos
sus nombres en voz alta, como una letanía. Preguntemos quiénes son. Indaguemos.
Elevemos 45 000 claveles rojos con sus nombres. Imaginemos ese vasto
contingente de seres humanos desaparecidos por el odio. Busquemos sus rostros
en la muchedumbre. Lamentemos su pérdida. Recordemos sus voces. Abracemos sus
memorias. Rompamos el silencio. Indignémonos. Exijamos justicia para que nunca
más suceda esta tragedia.
[i]
El verdadero nombre de Mateo Flores era Doroteo Guamuch Flores. En una muestra
de ese racismo que nos atraviesa se lo cambiaron para bautizar el estadio
nacional, un dudoso homenaje.
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