jueves, 26 de septiembre de 2013

Luminosas, oscuras, polvorientas, mil imágenes de mi país cuelgan de mis pestañas…



Desde el horizonte que se extiende a través del ancho ventanal, Hunahpú, el Volcán de Fuego y el Acatenango con sus dos torres ¿me ven?, figura triste atrapada tras el vidrio. Una nube sucia, embarrada de norte a sur, oscurece sus bases y opaca las luces del alumbrado que aún siguen prendidas. A mis pies, se extiende un paisaje arbolado, de calles y avenidas apretadas, erizado de casas y altos edificios que de noche es otra Guatemala, no la que hubiésemos querido construir sino la que nunca vi antes, de moles iluminadas que se elevan contra el fondo oscuro de un cielo nublado que no me dejó ver las estrellas ni la luna llena de esos días.

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Recupero la libreta que me robaron en el sueño.

Entre la madrugada y yo solo hay un vidrio. Extiendo mi mano y puedo tocar la noche, las luces fantasmales que flotan en la espuma, las nubes que penden sobre nuestras cabezas y cubren la ciudad con sus presagios de tormenta, las siluetas de los edificios que se dibujan en la oscuridad rota por los destellos de millares de luces que iluminan el cielo.

Puedo tocar el frío y la tristeza, habitantes de las horas nocturnas, tras el vidrio que me separa de la noche cuajada de gorjeos extraños. Me tiembla el corazón envuelto en un velo de neblina.

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Apresuramos el paso. Subimos, bajamos escaleras. En las calles, buscamos el tumulto; aunque no sea cierto allí talvez sea más difícil que nos asalten. Oscurece y todos los miedos se acrecientan. Por fin, entramos a un espacio protegido: la estación del Transmetro. Debemos atravesar la ciudad. Un caballero le cede el asiento a mi madre. Se inicia el recorrido y me doy cuenta de que con todo y nuestra sencillez en el vestir, somos las “chancles” del autobús. Estamos rodeadas de gente pobremente ataviada, las mujeres apenas alcanzan a cubrirse las plantas de los pies con caites plásticos. Nos amontonamos cansados, soñolientos, mientras el vehículo da tumbos por mis calles de antes.

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Tarde averanada en el parque Central, un desierto de cemento sin los jardines y veredas que recuerdo de mi infancia (1966: tres niñas posan para la foto en un parterre; al lado, aunque no figura en la imagen, está mi mamá con mi hermano en el vientre). Lo atravieso frente a la Catedral con sus puertas cerradas. Me dirijo al mercado, muero por un arroz con leche; el atol de elote se quedará pendiente para otra ocasión en la que me dé tiempo de ir hasta San Lucas. Me voy directo al Cristian, repleto de gente comiendo con las manos las tostadas de guacamol o frijoles, tortillas con chile relleno, dobladas, tacos… ¿Yo? Me pido una doblada enorme; saboreo la tortilla tostada rellena de repollo y unas briznas de carne (¿me irá a hacer mal?); está cubierta de guacamol, queso y salsa picante, la devoro a la par de un hirviente arroz con leche, delicioso. Curiosa me pregunto si el “mariguanol” hecho en El Salvador (¡tenía que ser!) de veras sirve, pero no lo compro. La operación de dejar la doblada en el platito, pedir servilletas, limpiarme las manos y hurgar en el fondo de la mochila para sacar los diez quetzales me parece complicada y opto por continuar aplacando el hambre.

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Necesito mirar algo suyo, hermano, aunque sea su nombre. Está grabado en una de las placas que forran las columnas que rodean el atrio de la Catedral. Vagamente recuerdo que es alguna de las del lado sur. Lo busco allí, como lo busco siempre, repasando los nombres de las víctimas recogidos en el informe Gerardi. Lo encuentro en la tercera columna, “Desaparecidos”, Molina Theissen, Marco. No cupo Antonio. Paso las yemas de mis dedos sobre todas las letras. Bajo la cabeza para ocultar el rostro, para que no lo vea nadie, para que no sepan del dolor, la tristeza, la angustia, que un hecho como este –su desaparición forzada- me siguen provocando. A mi alrededor solo hay indiferencia. Ninguna de las personas que estaban en el atrio ni las que pasaron enfrente de la iglesia se fijaron en la mujer que buscaba las letras de su nombre. Tampoco se dieron cuenta del nudo en la garganta ni de los ojos anegados.

No hay espacio para una flor al lado de su nombre. No hay un lugar donde podamos visitar sus restos. No hay fecha ni hora ni causa de su muerte. Para revivir lo sucedido nos quedó septiembre, el preludio, un 6 de octubre y una memoria llena de incertidumbres. Para recordarlo y seguirlo queriendo, tengo la vida entera.

Vuelvo al ahora. Cruzo la avenida y camino hacia el parque. 

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Moreno, pelo liso (“quishpinudo”), bajito, flaco, de mirada huidiza y manitas veloces ennegrecidas por el betún, el patojo viste una camiseta café y un pantalón azul de lona que vieron mejores tiempos. Se agacha frente a mí y con una seña me indica que suba el pie derecho sobre la caja de lustre. Nos circunda una atmósfera transparente, la gente va y viene por el parque, el aire se satura de palomas grises que vuelan hacia las torres de la Catedral y una mujer alta las congela en su cámara, todos parecemos esperar a alguien que demora. En la Concha Acústica del parque Centenario los maestros de la marimba de la Muni amenizan la tarde con un popurrí de cumbias; el presentador invita a la gente inútilmente a que aplauda, a que baile, a que sea feliz.

Le pregunto al patojo si va a la escuela. Levanta la vista hacia mi voz y me responde “sí”. No le creo. Mientras tuvo sus ojos en los míos percibo su tristeza. “¿En qué grado estás?” “En tercero”, contesta, vacilante. Sigue embetunando mi zapato derecho, después lo frota con un trapo brillante, un cepillito es el vehículo para esparcir la tinta en el tacón. Insisto, “¿cómo se llama la escuela a la que vas?” Me dice “no me acuerdo”, baja más la cabeza. 

No sé si es estar allí, a donde creí no volver nunca cuando salí del país hace ya tantos años, no sé si es la marimba la que me pone sentimental aunque sean cumbias, no sé si es que me voy mañana en la madrugada de regreso a mi rutina, el caso es que se me hace un nudo en la garganta cuando le digo que no es cierto, que no está yendo a la escuela y él asiente con pena. Me da un golpecito en el pie izquierdo, ya terminó de lustrarme los zapatos. Al pagarle, extiende su mano de niño trabajador sin pan, sin alfabeto, probablemente sin casa y sin familia cerca; una manita sucia por el betún, no por la tinta de lapicero. Mi última pregunta: “¿Cuántos años tenés?” “Trece”. Y yo creí que tendría unos diez años. Me alejo conmovida, no lo puedo evitar. Pienso que por eso luchamos en aquellos años tan duros, para que los niños y niñas tuvieran un pedacito de felicidad.

martes, 17 de septiembre de 2013

Carta a Marco Antonio, a casi 32 años de su desaparición forzada

Debo hacer un extraordinario esfuerzo para imaginarlo aquí conmigo, hermano de mi alma, sentirlo con nosotras bendito entre las mujeres, sus hermanas, su madre, como un hermoso árbol que nos cobija con su sombra. Trato de hablarle, como se suele hacer con los seres amados que se han ido, quiero sentirlo en mi corazón con ternura no con dolor sino con aquellos sentimientos que me inspiró cuando nació y yo ya era un niña de once años que disfrutó cada segundo de su existencia queriéndolo como solo se puede querer al hermanito más pequeño, al amor que nos regaló la vida entonces.

Si estuviera aquí nos haríamos un retrato de familia sin que faltara usted, como siempre. Nos vestiríamos con nuestros mejores trapos. Nos sentaríamos sonrientes en el sofá grande de la sala y compondríamos el gesto, celebrando, sin cerrar los ojos con el flash. Su sonrisa resplandecería entre las nuestras como si fuera el sol –eso era para mí- ese que me falta en estos días lúgubres en los que su ausencia pesa como 32 años. Nuestra alegría sería lo más normal del mundo. Ni de lejos podría imaginar este abismo en que hundo cada vez que evoco su recuerdo y tampoco sabría lo que tengo porque jamás lo habríamos perdido. Así es como debería ser. Yo no escribiría en modo condicional ni desearía regresar en el tiempo e impedir que suceda lo que al final pasó.

(Qué distinta esta imagen: usted por última vez en nuestra casa familiar, engrilletado a uno de los brazos del sencillo sofá de cuerina azul, con un pedazo de maskin que le sella los labios… siento que me ahogo al ver esta fotografía suya en mi cabeza, la última que guardo de usted dibujada por el relato de mi madre.)

Es tan injusto, tan sempiternamente doloroso todo lo que vive alrededor de su recuerdo. Sus imágenes escasas se van desdibujando en mi cabeza con el paso del tiempo. Ya se me perdió su voz en la maraña del tiempo y la tristeza; jamás volveré a escucharla. Cómo añoro su vida, ese libro que se quedó en blanco. Nadie tenía derecho a arrebatársela. Si estuviese aquí y ahora, un imposible, quizá estaría rodeado de su propia familia, viviríamos en nuestro país del que también nos fuimos a la fuerza. Probablemente sería ingeniero y construiría puentes y caminos, como decía cuando era aún más niño, o pintor o dibujante o nada de eso. Talvez su vida se habría deslizado por alguna pendiente de esas que nos llevan a nuestros propios abismos, desperdiciando sus días. ¿Quién lo sabe? El caso es que si esos hombres no se lo hubiesen llevado, estaría vibrante entre nosotros, vivo porque “no le tocaba”, si tan solo era un niño sano y feliz como se es a los 14 años, 10 meses y seis días de haber llegado a este maldito mundo.

¿Y yo? Con usted a mi lado me sentiría completa. No me detendría a la mitad del día para preguntarme por qué este malestar, qué es lo que me hace falta como el aire. No estaría insomne, alerta, en las interminables madrugadas. No tendría dolores, pesadillas, vacíos, largas noches en vela, temores, estremecimientos ni esta desazón que me hace dudar a cada paso qué hago en este mundo. Jamás habría temido que volviera del averno, reclamante, furioso, una imagen que por mucho tiempo asoló mis noches cargándome de culpa.

¿Yo culpable? Pues sí, así me he sentido durante todos estos años, aunque fueron otros los que vinieron del infierno para llegar hasta la puerta de la casa, arrancarlo de los brazos de nuestra pobre madre y desaparecerlo de su propia vida y de la nuestra. Y aunque el corazón me lleve la contraria –porque allí viven la culpa junto con el amor, el odio y otras emociones viscerales- sé quiénes son los responsables de su desaparición y su martirio.

A quiénes aún creen que tuvimos la culpa de tanto sufrimiento, pregunto ¿cuál delito cometimos para haber recibido este castigo, esta pena máxima, perpetua, de su desaparición? Mis presuntos delitos fueron establecidos por una élite que busca mantener sus privilegios mediante la violencia estructural, política y simbólica. En Guatemala, una ley no escrita convirtió en delitos los derechos a pensar, a actuar contracorriente, a soñar con un país justo para todos, con maíz suficiente para saciar el hambre. Teníamos –tenemos- el derecho a construir un país nuevo, con trabajo digno para todos los hombres y mujeres sin diferencias, a exigir que se erradique la explotación laboral que no se fija en las edades de las personas a las que reduce a una condición muy cercana a la esclavitud. Mis “delitos” han sido mis eternas inconformidades, mi rebeldía contra un estado de cosas que sigue intacto pese a tanto esfuerzo por proponer y hacer algo distinto, una realidad que hace de nuestra tierra uno de los lugares más violentos, desiguales e injustos del planeta.

Usted, hermano de mi corazón, fue el altísimo precio que nos cobraron los ladrones de cuerpos. Eso no estuvo bien, por decir lo menos, como pretenden hacernos creer los perpetradores, cómplices, partidarios y beneficiarios del genocidio, la tortura, las violaciones sexuales, los asesinatos de niños y niñas –aún los no nacidos- y la desaparición forzada, un delito continuado y, como los dos primeros, un crimen de lesa humanidad, imprescriptible y perseguible en cualquier parte del mundo. Son ellos los que defienden los ataques contra la población civil en la ciudad y el campo y luchan por mantener la impunidad de quienes, al no poder controlar nuestros pensamientos, sueños y voluntades, se ensañaron con absoluta crueldad con los cuerpos de decenas de miles de seres humanos a quienes se les negó esa condición y, ahora, se niega su derecho a la justicia y se les culpa de lo sucedido por no obedecer los mandatos del poder: sumisión y silencio, conformidad y resignación.

Ahora pretenden barrer los delitos de lesa humanidad, insisto: imprescriptibles, inamnistiables, imperdonables en cualquier país del mundo, bajo una montaña de basura formada por mentiras, miedo, amenazas, manipulaciones y silencio, como las que hemos presenciado alrededor del juicio por genocidio. Sobre esta sucia urdimbre, quieren instalar una acartonada y artificial democracia que no lo será nunca si no hay justicia para las víctimas del terrorismo de Estado. No se puede construir una sociedad democrática sobre 200 000 cadáveres de personas asesinadas cruelmente y a las que no se les ha hecho la justicia que necesitan y merecen, como seres humanos que fueron, triplemente excluidos: de la vida, de la ciudadanía y ahora de la justicia.

Guatemala, ese edificio endeble levantado sobre arenas movedizas empapadas de sangre, cimentado pobremente sobre la injusticia, erigido sobre pilares de desigualdad, racismo y extremada violencia, que se cimbra cada día con los huracanes de la conflictividad que desata la codicia de un grupúsculo, deberá dar paso un día –aunque ya no lo vea- a un país con justicia, pan y flores para todos y todas, un país de madrugadas limpias que nacerá de la voluntad y la resistencia de un pueblo que se niega a continuar viviendo en la indignidad y en la ignominia. Solo entonces, hermano, su sonrisa brillará plenamente en nuestros corazones.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Septiembre duele

Ya debería estar acostumbrada a los septiembres malditos que me arrastran ineludiblemente hacia octubres tristísimos. Son días en los que mi espíritu vaga por todas mis esquinas interiores sin encontrar acomodo y noches en las que en pesadillas vuelvo a los peores lugares de mi vida. Septiembre duele. Cada día, cada hora, cada minuto y segundo son espinas punzantes y yo una mariposa que muere lentamente bajo su luz que se diluye en el aire. Me disuelvo en septiembre, con el veneno circulando en mis venas, regreso en el tiempo vertiginosamente y me deslizo al epicentro de mis hecatombes.

Por eso hoy no soy yo. Hoy no quiero ser yo: la suma de todo lo que temo, de todo lo que me ha hecho feliz, de todas mis desgracias. Las palabras me eluden. Me cierro sobre mí misma y mis recuerdos que vuelven en torrente arrollándolo todo, pero ellos no me traen su voz que olvidé por completo y mi abrazo continúa vacío de su presencia amada.

A ratos, la furia me recorre, me habita, me da forma, detona mi existencia fragmentándola en partículas diminutas que se extienden como un lienzo fino, transparente, que cae en el vacío. Recorro la madrugada con los ojos abiertos. Tras los párpados, pareciera que duermo mientras sueño que sueño en una pesadilla interminable. Soy esta oscuridad en la que me diluyo. Soy esto que ya no quiero ser, que ya no quiere estar, un objeto pulsátil que envuelve galaxias, universos. Quiero huir de mí misma y perderme en el cielo que ha caído a mis pies los lame suavemente como el agua del mar que me toma y me arrastra a sus profundidades.

Todo en septiembre es más intenso. La claridad del día horada mis pupilas. El horizonte me sigue dibujando un mundo que hoy me es más ajeno. El cielo se extiende pesado y ominoso, sin brillo ni colores. Es la nada, el vacío y, en las noches, el sueño me abandona, me deja flotando a la deriva, con los ojos abiertos, en un mar de recuerdos, pensamientos oscuros y miedos de otros tiempos.

¿Se puede ser feliz e inmensamente triste al mismo tiempo. No quepo dentro de mi envoltura. No sé en qué dirección debo seguir. ¿Alegría o tristeza? Pero el día oscurece de repente, una sombra me cubre la cabeza, me vela la mirada. Solo el sonido de la lluvia, pertinaz, me llega a los oídos. Lo demás es silencio.

En septiembre soy una hoja seca desprendida del árbol, perdida. Soy este abismo en el que me despeño. Pero debo ser positiva pese a estos oscuros pensamientos, ese es el mandato. A ver. No todo es septiembre en mi existencia ni octubres dolorosos. Hay gloriosos abriles y magníficos marzos, deliciosos noviembres, eneros esperados, julios y agostos de lluvias y neblina. Estoy completa. Respiro y no me falta nada. La cabeza está sobre mis hombros aunque a veces pareciera haberse fugado con Plutón. Mis corazones respiran el mismo aire y hay instantes profundos en los que soy feliz. Los pájaros cantan en los árboles, extienden sus alas y vuelan hasta el alambrado danzando hermosamente. El verdor y la vida siguen naciendo de la tierra. Me asomo a mi interior, a mis tormentas y a mi felicidad. Repaso los finos hilos que configuran la trama de una existencia destrozada y vuelta a hacer a fuerza tercamente. Un tapiz hecho de tiempo, abrazos, sentimientos gloriosos, emociones difíciles y duras experiencias en el que resplandecen cosas bellas, como la felicidad y el amor que han tocado mi piel. En él hay días soleados, tempestuosos, noches de luna llena, oscuridades estrelladas, cielos azules interminables, profundos, como mares, océanos tormentosos.

¿Qué más quiero? No es culpa de septiembre. Es este vacío que no lo llena nadie. Esta ausencia forzosa, esta separación indeseada, ese acto perverso de hace 32 años que me obliga a ser y a sentir lo que no quiero y que me hace hablarle a las paredes y preguntarle neciamente al vacío ¿cómo pudieron ensañarse con un niño indefenso, con su madre –mi madre- suplicante? ¿De qué material están hechas sus almas? ¿Tienen sangre en las venas? ¿Qué llevan en su pecho, su vientre, su cabeza, perversos, crueles infrahumanos? ¿Qué los distingue de mí, de cada una de sus víctimas? ¿Por qué demora tanto la justicia?

Murmuro y escribo pero quiero rugir con palabras de fuego, de hielo de veneno, con cuchillos afilados que corten los silencios. Es septiembre de nuevo. El silencio me grita. El silencio que ocultó los hechos y los nombres de los perpetradores, que sepultó a los desaparecidos/as en el olvido injusto, ignominioso, bajo capas de miedo y cobardía, es roto por la interminable letanía de sus nombres que repito amorosa buscando sus rostros, sus figuras, su humanidad perfecta, para traerlos de nuevo a la memoria. Que no mueran dos veces. Que no los olvidemos. Marco Antonio…