Desde el horizonte que se
extiende a través del ancho ventanal, Hunahpú, el Volcán de Fuego y el
Acatenango con sus dos torres ¿me ven?, figura triste atrapada tras el vidrio.
Una nube sucia, embarrada de norte a sur, oscurece sus bases y opaca las luces
del alumbrado que aún siguen prendidas. A mis pies, se extiende un paisaje
arbolado, de calles y avenidas apretadas,
erizado de casas y altos edificios que de noche es otra Guatemala, no la que hubiésemos
querido construir sino la que nunca vi antes, de moles iluminadas que se elevan
contra el fondo oscuro de un cielo nublado que no me dejó ver las estrellas ni
la luna llena de esos días.
*****
Recupero la libreta que me
robaron en el sueño.
Entre la madrugada y yo solo hay
un vidrio. Extiendo mi mano y puedo tocar la noche, las luces fantasmales que
flotan en la espuma, las nubes que penden sobre nuestras cabezas y cubren la
ciudad con sus presagios de tormenta, las siluetas de los edificios que se
dibujan en la oscuridad rota por los destellos de millares de luces que
iluminan el cielo.
Puedo tocar el frío y la
tristeza, habitantes de las horas nocturnas, tras el vidrio que me separa de
la noche cuajada de gorjeos extraños. Me tiembla el corazón envuelto en un velo
de neblina.
*****
Apresuramos el paso. Subimos,
bajamos escaleras. En las calles, buscamos el tumulto; aunque no sea cierto
allí talvez sea más difícil que nos asalten. Oscurece y todos los miedos se
acrecientan. Por fin, entramos a un espacio protegido: la estación del Transmetro.
Debemos atravesar la ciudad. Un caballero le cede el asiento a mi madre. Se
inicia el recorrido y me doy cuenta de que con todo y nuestra sencillez en el
vestir, somos las “chancles” del autobús. Estamos rodeadas de gente pobremente
ataviada, las mujeres apenas alcanzan a cubrirse las plantas de los pies con
caites plásticos. Nos amontonamos cansados, soñolientos, mientras el vehículo
da tumbos por mis calles de antes.
*****
Tarde averanada en el parque
Central, un desierto de cemento sin los jardines y veredas que recuerdo de mi
infancia (1966: tres niñas posan para la foto en un parterre; al lado, aunque no figura en la imagen, está mi mamá con
mi hermano en el vientre). Lo atravieso frente a la Catedral con sus puertas
cerradas. Me dirijo al mercado, muero por un arroz con leche; el atol de elote
se quedará pendiente para otra ocasión en la que me dé tiempo de ir hasta San
Lucas. Me voy directo al Cristian,
repleto de gente comiendo con las manos las tostadas de guacamol o frijoles,
tortillas con chile relleno, dobladas, tacos… ¿Yo? Me pido una doblada enorme;
saboreo la tortilla tostada rellena de repollo y unas briznas de carne (¿me irá
a hacer mal?); está cubierta de guacamol, queso y salsa picante, la devoro a la
par de un hirviente arroz con leche, delicioso. Curiosa me pregunto si el
“mariguanol” hecho en El Salvador (¡tenía que ser!) de veras sirve, pero no lo
compro. La operación de dejar la doblada en el platito, pedir servilletas,
limpiarme las manos y hurgar en el fondo de la mochila para sacar los diez
quetzales me parece complicada y opto por continuar aplacando el hambre.
*****
Necesito mirar algo suyo,
hermano, aunque sea su nombre. Está grabado en una de las placas que forran las
columnas que rodean el atrio de la Catedral. Vagamente recuerdo que es alguna
de las del lado sur. Lo busco allí, como lo busco siempre, repasando los
nombres de las víctimas recogidos en el informe Gerardi. Lo encuentro en la
tercera columna, “Desaparecidos”, Molina Theissen, Marco. No cupo Antonio. Paso
las yemas de mis dedos sobre todas las letras. Bajo la cabeza para ocultar el
rostro, para que no lo vea nadie, para que no sepan del dolor, la tristeza, la
angustia, que un hecho como este –su desaparición forzada- me siguen
provocando. A mi alrededor solo hay indiferencia. Ninguna de las personas que
estaban en el atrio ni las que pasaron enfrente de la iglesia se fijaron en la
mujer que buscaba las letras de su nombre. Tampoco se dieron cuenta del nudo en
la garganta ni de los ojos anegados.
No hay espacio para una flor al
lado de su nombre. No hay un lugar donde podamos visitar sus restos. No hay
fecha ni hora ni causa de su muerte. Para revivir lo sucedido nos quedó
septiembre, el preludio, un 6 de octubre y una memoria llena de incertidumbres.
Para recordarlo y seguirlo queriendo, tengo la vida entera.
Vuelvo al ahora. Cruzo la avenida
y camino hacia el parque.
*****
Moreno, pelo liso (“quishpinudo”),
bajito, flaco, de mirada huidiza y manitas veloces ennegrecidas por el betún,
el patojo viste una camiseta café y un pantalón azul de lona que vieron mejores
tiempos. Se agacha frente a mí y con una seña me indica que suba el pie derecho
sobre la caja de lustre. Nos circunda una atmósfera transparente, la gente va y
viene por el parque, el aire se satura de palomas grises que vuelan hacia las
torres de la Catedral y una mujer alta las congela en su cámara, todos
parecemos esperar a alguien que demora. En la Concha Acústica del parque
Centenario los maestros de la marimba de la Muni amenizan la tarde con un
popurrí de cumbias; el presentador invita a la gente inútilmente a que aplauda,
a que baile, a que sea feliz.
Le pregunto al patojo si va a la
escuela. Levanta la vista hacia mi voz y me responde “sí”. No le creo. Mientras
tuvo sus ojos en los míos percibo su tristeza. “¿En qué grado estás?” “En
tercero”, contesta, vacilante. Sigue embetunando mi zapato derecho, después lo
frota con un trapo brillante, un cepillito es el vehículo para esparcir la
tinta en el tacón. Insisto, “¿cómo se llama la escuela a la que vas?” Me dice
“no me acuerdo”, baja más la cabeza.
No sé si es estar allí, a donde creí no
volver nunca cuando salí del país hace ya tantos años, no sé si es la marimba la
que me pone sentimental aunque sean cumbias, no sé si es que me voy mañana en
la madrugada de regreso a mi rutina, el caso es que se me hace un nudo en la
garganta cuando le digo que no es cierto, que no está yendo a la escuela y él
asiente con pena. Me da un golpecito en el pie izquierdo, ya terminó de
lustrarme los zapatos. Al pagarle, extiende su mano de niño trabajador sin pan, sin
alfabeto, probablemente sin casa y sin familia cerca; una manita sucia por el
betún, no por la tinta de lapicero. Mi última pregunta: “¿Cuántos años tenés?”
“Trece”. Y yo creí que tendría unos diez años. Me alejo conmovida, no lo puedo
evitar. Pienso que por eso luchamos en aquellos años tan duros, para que los
niños y niñas tuvieran un pedacito de felicidad.
Ana Lucrecia atina en su narrativa para tocarnos los huesos y la piel del alma. Gracias
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Fredy. Abrazos.
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