sábado, 30 de noviembre de 2013

Triste cumpleaños, querido Marco Antonio

Llegó otro 30 de noviembre y empieza el 48º. año de su desvida, en esta existencia/inexistencia dolorosa. Como los últimos 32, será un día muy triste. El tiempo, a tono con mi espíritu sombrío, está helado; del cielo gris se desprende una fina llovizna que me cala hasta el alma.

Desde hace más de una semana empecé a escribirle esta carta y cada noche, en una duermevela, las palabras me toman por asalto y empiezan a girar en mi cabeza pero no han llegado a convertirse en algo coherente. No existen frases hechas para su natalicio, el de un niño desaparecido. Tampoco sirven los lugares comunes de las tarjetas de los supermercados.

Antes de continuar, debo decirle que ha sido un largo tiempo sin usted. Esperamos su vuelta durante más de una década, no podíamos creer que pudieran desaparecer y asesinar a un niño. Después, tuvimos que hacernos una vida y acostumbrarnos a su ausencia a cada paso, a buscar cada día los motivos para mantenernos en este mundo sin permitir que el dolor y la culpa nos arrastraran al abismo, injusta culpa porque todos sabemos quiénes son los desaparecedores.

Hoy en lugar de abrazarlo no me queda otra cosa que mirar su foto y suponer cómo se vería a los 47 años. Jamás lo sabré, ha sido desaparecido tantas veces. Con usted, los desalmados se robaron su imagen de los espejos, su rostro se esfumó de las fotografías familiares y secuestraron su sombra que caminaba al lado de las nuestras. También sigue desaparecido de la justicia que, para mi desesperación, pareciera que no llegará nunca. Pero de nuestra existencia no lograron arrancarlo. Con el paso del tiempo, su vida echa raíces más profundas en la mía, también crecen mi terquedad y mi paciencia hasta sobrepasar la magnitud de la injusticia sufrida por usted y por las demás víctimas de los crímenes de lesa humanidad.


Tan solo era un niño de 14 años, diez meses y seis días cuando se lo llevaron para siempre. Recuerdo sus manos, eran tersas. En la piel lisa de su rostro moreno no había ni una arruga. Su pelo negro, abundante, eternamente alborotado, no tenía una cana. Sus ojos chispeaban cada vez que sonreía y mostraba unos dientes blancos parecidos a los míos. Era pecoso, alto y grueso, desgarbado como todo adolescente que de pronto se estira y la ropa se le achica. “Un muchacho inteligente, toda una promesa”, cuántas veces he escuchado a mi madre decir eso de usted. Me duele infinitamente no recordar su voz. No la olvidé, sé que yace dormida en algún lugar de mi memoria. A lo mejor eso se debe a que estaba en la época en la que su voz infantil se convertía en la de un hombre y mi pobre cabeza confundida no supo con cuál de las dos debía quedarse. Todavía le guardo un librito de cuentos, su patineta, el guante de beisbol y el capirucho de madera con figura de gato que le regaló Mamaíta.

¿Qué más puedo decirle, amado hermano mío? En otras circunstancias muy distintas, en una Guatemala diferente, esta sería una carta de felicitación pero se desliza por la pendiente de las lamentaciones. No quiero seguir por ese rumbo. Entonces, que se convierta en un mensaje de promesas y que este sea un día para renovar fortalezas y esperanzas.

Junto a nuestra madre, que reza por usted y por la vida, la verdad y la justicia, le juro que nunca dejaré de buscarlo, que me mantendré fuerte para lo que se venga, que encontraré su rastro y que haré lo que sea para que su nombre no sea olvidado, para seguir borrando la desmemoria social y el discurso justificador del “en algo andaba metido”, el “a saber” y “el que nada debe nada teme”. Su existencia fugaz, que será siempre parte de mí, también será recordada por el mundo, junto con la de todos nuestros niños y niñas desaparecidos. Seguiré reclamando la información sobre su paradero, al igual que la verdad sobre los responsables de su sufrimiento; esas también continúan prisioneras en los archivos militares y en las gargantas de los criminales que dieron las órdenes y en las de los esbirros que las ejecutaron.

Créame que me duele no tener otra cosa que palabras, inútiles, impotentes palabras. Quise darle el mundo y construir una vida en la que usted y todos los niños y las niñas fueran felices y jamás se les sometiera a un tormento como el que le hicieron padecer. Pero eso, junto con la dignidad y el amor, me bastan para no someterme a los dictados de los criminales y sus cómplices de ayer y de ahora. No me callo, no me arrodillo, no olvido, no perdono y, con todas las fuerzas de mi alma, exijo justicia y que nos entreguen sus restos para sepultarlos como corresponde.

Así como el sol que sale cada día, sabré esperar y persistir, Ajpú cerbatanera. Si hay algo que me sobra es paciencia. Ojalá que mi voz, hoy un susurro que apenas agita las hojas de los árboles, un día sea viento huracanado que arrase con los criminales.

Hermano de mi alma, dónde sea que esté, si es que está en algún lugar del universo infinito, en otra dimensión, en el cielo, mirándome desde cualquier estrella, adentro de mi corazón, espero que estas letras viajen hasta sus manos llevadas por el amor de su hermana que lo quiere y lo seguirá buscando la vida entera.

sábado, 16 de noviembre de 2013

El caso de Cristina Siekavizza, una lección de historia viva

Un hombre ha sido acusado por el Ministerio Público (MP) de los delitos de femicidio, obstrucción a la justicia y violencia contra la mujer porque presuntamente asesinó a su esposa, desapareció su cuerpo, huyó llevándose a sus hijos y evadió a la justicia durante más de dos años. Su madre ahora está acusada de amenazas al suprimirse el delito de obstrucción a la justicia por lo que supuestamente hizo, valiéndose de sus influencias y relaciones, para evitar que su hijo fuera encarcelado, enjuiciado y castigado de resultar culpable.

A lo largo de ese tiempo, los padres, la hija e hijo y el círculo más cercano de Cristina Siekavizza han sufrido los terribles efectos de su desaparición en vista de que se desconocen su paradero y las circunstancias de su casi segura muerte. Esta es una situación de incertidumbre torturante en la que, lo sé por experiencia, seguramente oscilan entre la esperanza de que ella esté con vida y las conjeturas terribles sobre su destino final. “Solo Dios sabe” fue la respuesta del esposo a las preguntas que le hizo la prensa a este respecto.

El caso, cuyos hechos escuetamente he descrito, es uno de los miles en Guatemala en los que hay una mujer violentada en su integridad física y espiritual y despojada de su dignidad y de su vida por un hombre. Seis mil en una década (http://nomasfemicidioenguatemala.wordpress.com/), no es la primera vez y, tristemente, no será la última que algo así suceda. Lo que lo hace particular es que el presunto femicida es el hijo de Beatriz Ofelia de León Reyes de Barreda, ex presidenta de la Corte Suprema de Justicia. En el país en el que “se ven muertos acarreando basura”, no deja de asombrarme que una abogada que formó parte de las altas cortes del país haya transgredido la ley para ayudar a su misógino hijo, un presunto asesino y desaparecedor de nuevo cuño, a sustraerse de la acción de la justicia.

Esto es lo que, a mis ojos, lo convierte en un microcosmos en el que se representan las actuaciones de la precaria institucionalidad de justicia de los años del terrorismo de Estado perpetuadas en el ahora. Configurada históricamente para encubrir a genocidas, torturadores y desaparecedores, en la actualidad se utiliza para proteger a criminales de todos los pelajes y condiciones.

Para que fuera posible asesinar y desaparecer a tantas personas, fue necesario el debilitamiento de la administración de justicia y su sujeción al poderío militar. Esto se demostró, entre otros efectos nefastos, con la absoluta ineficacia del recurso de hábeas corpus o exhibición personal, plasmado en la Constitución. Esta garantía se vino abajo al desarrollarse paralelamente a la Guatemala en la que regían las leyes, un país en el que los amos absolutos de la vida y la muerte eran militares entrenados y financiados por los Estados Unidos para combatir y aniquilar a su propia gente definida como “enemiga”.

Lo de “otro país” no se queda en simple metáfora. Fue establecida una estructura clandestina, completamente fuera de la ley, en la que los integrantes de los aparatos represivos del Estado se constituyeron en jueces y verdugos de decenas de miles de guatemaltecos/as de todas las edades y procedencias, un submundo impenetrable que jamás fue hollado por un juez contra el que se hizo pedazos otra disposición legal: que las personas detenidas debían ser presentadas en un plazo determinado ante un juez competente. Otro ejemplo es el vergonzoso arrodillamiento de los integrantes de la corte suprema de justicia (con minúsculas) de 1982-83 ante las decisiones del genocida Ríos Montt de instaurar los tribunales de fuero especial, unos esperpentos jurídicos mediante los cuales se llevaron a cabo procesos judiciales también clandestinos en los que “jueces” sin rostro ni nombre ni ubicación conocida, porque una ventanilla del ministerio de la Defensa no podía ser considerada como tal, condenaron a muerte a casi una veintena de personas, sin ninguna garantía ni resguardo de su derecho a la defensa.

A la par, en un proceso muy complejo en el que se imbrican, entre otros factores, el anticomunismo, el terror -que caló muy hondo en el cuerpo social-, el conservadurismo, el machismo propio de un sistema patriarcal, la inducción de culpa sobre las propias víctimas de este crimen de lesa humanidad, imprescriptible y continuado, se reforzó una cultura favorecedora de la impunidad. Esta mantiene sus efectos no solo en la población, sino, lo más preocupante, en quienes tienen en sus manos la delicada función de impartir justicia.

Otro de sus resultados perversos es la naturalización de la violencia manifestada, entre otras cosas, en el elevado número de homicidios que se observa en la actualidad, mayor que en los tiempos del terror estatal y el llamado conflicto armado interno. Como es sabido ampliamente, muy pocos crímenes son denunciados y muchos menos terminan en condena. En este sentido, los números son contundentes, la impunidad alcanza a más del 90% de los delitos del presente y a la casi totalidad de los relativos a las violaciones a los derechos humanos.

La cultura de la impunidad y la violencia no se queda en un esquema de pensamiento, una retorcida visión del mundo y las relaciones sociales, sino que propicia y favorece una serie de prácticas legales, pero no legítimas -como el abuso del amparo, las recusaciones, la renuncia de los abogados defensores y otras maniobras dilatorias- e ilegales, entre ellas la amnistía (ilegal desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció en el caso “Barrios Altos” que las leyes de extinción de culpabilidad de las violaciones a los derechos humanos son violatorias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos), las amenazas, atentados, intentos de soborno y compra de voluntades judiciales.

Estos dos últimos años, con la llegada de un militar a la presidencia, eso se ha amalgamado con una campaña mediática y otras acciones típicas de una operación de guerra psicológica que reforzó las posturas negacionistas incrustadas en la institucionalidad creada por los acuerdos de Paz, a la medida y conveniencia de los terroristas de Estado.

En ese pantano es donde hunden su raíces las Cortes Suprema y de Constitucionalidad, los tribunales y el MP, una instancia que muy recientemente ha sido sometida a un proceso de institucionalización sobre la base de principios democráticos que está seriamente amenazado de ser llevado a una vía muerta y hasta de retroceder por circunstancias conocidas.

Cuando se habla de la falta de independencia, ineficacia y debilidad de la institucionalidad de la justicia, no hay que dejar a un lado que la responsabilidad por la sujeción del sistema judicial al ejército y al poder en su conjunto no solo en aquellos años (basta con mencionar el juicio reciente de genocidio como ejemplo) tiene nombres y apellidos. Son personas de la índole de la otrora eminente abogada las que contribuyeron a instaurar en Guatemala una cultura y una práctica de impunidad y a mantenerla, misión de quienes continúan enquistados en elevados puestos de decisión, verbigracia los tres magistrados de la CC que han pasado por encima del mandato de esta institución para meterse en el quehacer de los tribunales ordinarios.

Con la impunidad prevaleciente, víctimas y victimarios conviven día a día en una relación social tóxicamente desigual. Estos siguen imponiendo decisiones y manipulando al sistema a su antojo, venga otra vez la mención del caso de genocidio a corroborar estas palabras. La garantía de impunidad también ha hecho posible que presuntos criminales sean elegidos para cargos públicos, de allí que siga siendo cierto lo que una vez dije, con pena y con vergüenza, ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos: en Guatemala a los asesinos y a los ladrones se les llama “señor presidente”, “señor diputado”, “señor ministro”.

Por eso considero que el caso de Cristina Siekavizza es una lección de historia viva [i] y de memoria de hechos, actitudes y comportamientos encarnados en personas que lamentablemente no están en el pasado. No debería de extrañarme que la antiguamente encumbrada abogada haya actuado de la manera en que lo hizo, un hecho que me parece indignante y que me lleva a reclamar ¿en manos de quiénes está la administración de justicia en Guatemala?

Este caso es un claro ejemplo de cómo la gente poderosa cruza la línea que separa la legalidad de la ilegalidad cada vez que les conviene para resguardar sus intereses, una frontera que debería estar nítidamente trazada para todos los guatemaltecos/as ya no digamos para las y los profesionales del Derecho, sobre todo los jueces/as y magistrados/as de quienes esperamos una ética distinta, de servicio y acatamiento de la ley y basada en principios democráticos y de derechos humanos.

Sin embargo, hay esperanza. En Guatemala se libra una batalla entre lo nuevo y lo viejo, entre la decencia y el cinismo, la razón y la fuerza, el abuso de poder y la igualdad en el acceso a la justicia, el imperio de la ley y la impunidad, entre el olvido por decreto y la memoria amorosa a nuestros seres queridos violentados. En un terreno, aún desnivelado, se enfrentan jueces/as y fiscales decentes, insobornables, fieles defensores de la legalidad y de la independencia judicial junto a defensoras y defensores de los derechos humanos, las familias y las agrupaciones de las víctimas contra los operadores/as de justicia y los sectores de poder –entiéndase el cacif- que siguen manteniendo que esta es como las culebras, que solo muerden los pies de quienes van descalzos.

Para nuestro orgullo, en el país de lo imposible, han surgido figuras como la de la Fiscal General, la jueza Yassmín Barrios y demás integrantes del tribunal de juicio en el caso de genocidio, junto a las de otros/as juristas que enaltecen y dignifican la administración de justicia y, con su esfuerzo y valentía, contribuyen a la construcción de la institucionalidad propia de un Estado democrático de Derecho.

Producto de ese esfuerzo mayúsculo son los procesos contra genocidas, desaparecedores y torturadores que han concluido con una condena después de superar los mil y un obstáculos interpuestos por sus abogadetes mafiosos apoyados por los partidarios de la impunidad, empeñados en mantener una situación que les favorece.

Por Cristina Siekavizza, sus hijos y todos los que han sufrido en carne propia esta tragedia, espero que este proceso sea llevado con apego a las leyes y que prevalezca la justicia por encima de las maniobras dilatorias que ya empezaron a darse. Eso contribuirá sin duda al fortalecimiento de las instituciones y abonará el terreno para que se cumpla nuestra demanda de justicia igual para todos y todas y para todos los casos, los pasados –como el de la desaparición forzada de mi hermano Marco Antonio y muchos más- y los de ahora.

Pensando en su sufrimiento y en el de las personas que la quieren, sobre todo en su madre, su hija e hijo, cuánto quisiera que Cristina jamás hubiese desaparecido y que estuviera viva y libre. Tal como lo deseé por mucho tiempo por mi hermano, cuánto quisiera que esta historia, y todas las historias similares, tuviese un final feliz.




[i] Como la concibe el académico J. C. Cambranes, la historia viva “Son los hechos históricos que en otro país pertenecen al pasado, pero que en Guatemala, después de siglos, continúan siendo el presente”. En: Ruch'ojinem qalewal: 500 años de lucha por la tierra : estudios sobre propiedad rural y reforma agraria en Guatemala. Guatemala, Cholsamaj, 2004, p. 17.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Suelto la vida, la dejo que fluya como un río

CC acerca a José Efraín Ríos Montt a amnistía[i]

La Corte de Constitucionalidad (CC) resolvió ayer por mayoría
amparar al militar retirado José Efraín Ríos Montt,
al estar de acuerdo con su planteamiento de que se le debe aplicar
 el decreto 8-86, que contiene la amnistía a todos
 los miembros de las fuerzas armadas y a los guerrilleros,
sin ninguna excepción,
por delitos que se hubieran cometido
durante el conflicto armado interno.

La vida es una paradoja que se mueve entre la fragilidad y la fortaleza. Todo lo vivo, incluyéndome, está dominado por el instinto de supervivencia. Es un impulso poderoso que me ha traído hasta el ahora. Hay momentos en los que pareciera que se me escapa por el agujero que llevo en el costado, pero me aferro a la existencia pensando en que también es un derecho que no se reduce a respirar, movernos e intercambiar con nuestro entorno. Si la tengo, es para vivir plenamente.

Este año, que casi termina, ha sido difícil en un país difícil, sobre todo para quienes mantenemos reclamos de justicia para nuestros/as seres queridos que fueron objeto de crímenes de lesa humanidad. El 2013 empezó insólitamente bien y termina con un mar de dudas acerca de lo que nos espera en los próximos meses. Es sumamente perturbadora esta situación en la que fácilmente me deslizo por la empinada cuesta de la impotencia y la desesperanza.

Insomne, la madrugada es una escalera interminable hacia la luz del día. A esas horas me visitan los terrores pasados y los pálidos miedos de ahora, fantasmas descarnados que cavan en mi vientre y me recuerdan mi vulnerabilidad y mis fragilidades, todo lo que creí haber dejado atrás y que me habita. ¿Cómo puedo cerrar los ojos cada noche, hundirme en el sueño, perderme en los infinitos abismos de mis pesadillas y confiar que mañana el mundo estará aquí y yo en él? Aunque no hay luna llena, con la mirada dibujo el enorme globo amarillo que flotaba a ras del horizonte en mi lejana infancia y, después, alta en el cielo azul profundo, transparente, seguía mis pasos en el patio.

Desubicada, hay noches en las que siento el miedo a que mi cuerpo se hunda en un laberinto de silencio, sin salida, como ese submundo sin dioses y sin leyes al que violentamente fueron arrastrados 45 000 hombres y mujeres en Guatemala, entre ellos unos cinco mil niños y niñas.

Para ellos y ellas aún no ha habido justicia. Sustraídos del mundo por los ladrones de cuerpos, arrebatadas sus vidas por los hacedores de tragedias, los que les infligieron torturas que no puedo nombrar sin perder la cabeza, en la renovación del agravio, esos criminales siguen impunes. Con sus zarpazos mortales convirtieron sus existencias luminosas en una fantasía de gente desquiciada que siguió buscando neciamente su rastro. En aquellos años terribles, encontrarlos, desasirlos de sus manos armadas, rescatarlos, sacarlos a la luz, devolverlos a sus existencias cercenadas, liberarlos, fue nuestra primera aspiración. Muy pocos regresaron con sus cuerpos maltrechos y el alma destrozada, maltratados en modos indecibles, envueltos en silencio, anegados de culpa. De la mayoría nunca se supo nada, ni el detalle más ínfimo.

Nunca, que terrible palabra, rotunda, definitiva, absoluta. Es un nunca aplastante si lo enlazo con “volví a ver a mi hermano” o “encontramos su cuerpo” o “supimos qué le hicieron”. Es un nunca – muralla, un nunca – agujero negro, un nunca-odio que se alzó desde Xibalbá y ensombreció mi vida. Hoy nos deberemos conformar con la justicia, con saber qué fue de él, con sepultar sus restos.

Eso no está en mis manos. Vuelvo a ver mi existencia enredada en torno a ese anhelo. Sin mucha esperanza ni más poder que el de mi determinación, me siento a veces como un tapiz deshilachado, hecho de parches y de nudos, agujereado, suelto. Una masa informe de átomos desintegrados, una forma errante que atraviesa los días como un barco perdido sorteando las borrascas, a merced de las olas. Estos son días llenos de frustración, de cinismo, de inhumanidad, en los que habito en una zona gris, camino en una cuerda floja y una línea muy tenue separa la vida de la muerte, la lucidez de la locura. No sé cómo poner en palabras estas ganas de abandonarlo todo, de dejar mi pellejo, de morirme un poquito o de matar esto que no permite que el aire llene mis pulmones.

Y, sin embargo, hasta aquí, hasta hoy, hasta este minuto me permito ser débil y dejarme abatir por la tristeza. Vuelvo a ser yo pero más dura, más segura de que soy poderosa, de que no me derrotan, de que no les permito que me aplasten. Quiero sentir que soy feliz, que todos mis deseos se han cumplido, que he logrado mis propósitos, que mi destino no se torció nunca por las decisiones de otros. Con todo lo que soy, me aferro a mis latidos. Invento mil soles que me alumbran con cada destello de luz envuelta en la neblina de esta madrugada en la que busco en mi interior el más mínimo rastro de esperanza.

Me digo a mí misma que estoy viva, que no me doy por vencida. Muchas cosas me esperan, mi recorrido no termina todavía y no voy a permitir que la derrota me carcoma por dentro. Debo vencer esta impotencia, esta tristeza.

Pese a todo, allá afuera está el mundo. Sobre el cielo profundo de la noche se dibujan las nubes, son muy blancas y hermosas, quizá un cacho de la luna menguante las alumbra o es el aire lavado por la lluvia el que me deja verlas de ese modo. No hay estrellas, la noche está extrañamente clara. Acallo mis pensamientos. Busco afanosa en mis entrañas la fuerza que ha huido de mí. Invoco los nombres de los que ya partieron para llenarme con su aliento. Debo seguir andando.

Viviré mientras viva. Seré dura. Me levantaré cada día para afrontar lo que viene y me dispondré a disfrutar la alegría cada vez que la sienta o a llorar para seguir caminando, a tomar aire, a respirar profundo, a no caer sin levantarme. Me inspiro en el poderoso ejemplo de mi madre. ¿Cómo ha hecho para llegar hasta aquí con esa carga?

La noche, más noche que nunca, es tinta oscura. Me rodea, me pierdo y con la luz del sol vuelvo a mí misma. El sol se filtra apenas por las rendijas que dejan las cortinas, es una promesa que me espera brillando en lo más alto del azul que a esta hora quizá no esté manchado por las nubes. Me lo dicen los pájaros que saturan el aire transparente con sus trinos. Debo hacerme fuerte con la luz, alimentarme el alma con la hermosura de la naturaleza, no agotarme en la espera de algo que no tengo en las manos y que aunque lo siento alejarse velozmente de mí cada día que pasa, no renuncio a lograrlo.

Me asomo a la ventana. Con la mirada húmeda recorro el nítido perfil de las montañas, al sur del valle, que se alzan azules, imponentes. El cielo, ese espejo del mar, empieza iluminarse. Es domingo y me pertenece por entero. Soy libre de vivirlo o morirlo, de beberme las horas que tengo por delante sintiendo su dulzura o su amargor en la boca. Puedo escoger. Ajpu cerbatanera, suelto la vida, la dejo que fluya como un río, la desato para que corra como el agua cantando entre las piedras.



[i] http://www.prensalibre.com/noticias/justicia/CC-acerca-Rios-Montt-amnistia_0_1016298381.html