jueves, 27 de diciembre de 2012

Feliz Navidad



Amo las tradiciones navideñas de mi país y ni en los años más duros dejé de practicarlas. De ellas, además de la comida, los sempiternos tamales negros y colorados, me gusta la puesta en escena con el arbolito y el nacimiento, las guirnaldas de pino y manzanilla, el musgo y el aserrín de colores con los que se da forma a un verde paisaje diminuto que no tiene nada que ver con las áridas tierras donde se inicia la historia de la cristiandad y que reproduce nuestras montañas, bosques y hermosísimos espejos de agua. La magia se completa con los pastorcitos y los ranchos hechos por manos indígenas, los cielos azules despejados, la alfombra de agujas de pino, las hojas de pacaya y el olor, una mezcla de pino, manzanilla, chocolate y tamales que sigue flotando en el aire que respiro en mis recuerdos.

Mis navidades infantiles estuvieron marcadas por las limitaciones económicas y la amargura de un padre que tras la intervención estadounidense – oligárquica de 1954 sufrió prisión, quizá tortura (algo de lo que jamás se habló) y exilio en los cincuentas, a lo que se sumó la desaparición forzada de mi tío Alfredo en el 66. No había fiesta para las niñas, el niño y la madre que, sin embargo, se esforzaba por comprarnos el estreno y un juguete sencillo para alegrar el día.

Pero aunque en mi casa no recibiéramos la visita del espíritu navideño, en el pequeño entorno en el que se desarrollaba nuestra vida social –que, sin las conexiones de hoy, no iba más allá de la cuadra en la que vivíamos- todo nos decía que era Navidad. La expectativa de las niñas y niños –si se puede, más pobres que nosotros- era contagiosa; aderezaban el ambiente las tiras cómicas navideñas que esperaba con ansias en el periódico de los domingos, el arbolito en una esquina de la sala haciéndome guiños de colores y la infaltable visita de Mamaíta -mi abuela materna, el amor de trenza rubia, ojos azules y palabra suave- y los tamales que hacía como nadie.

La primera Navidad que recuerdo es la de mis cuatro años, cuando en la radio sonaba “Nunca en domingo” cada vez que me paraba frente al espejo del ropero. Santa Clos, además de encender las lucecitas del chirivisco plateado, me había dejado un cinchito rosado y una planchita de hojalata. Desde la ventana, vi pasar la posada con sus faroles coloridos y se me quedaron grabados el “tucuticutú” de los caparazones de las tortugas y el sonido dulce de los pitos de barro. A los ocho, cuando vivíamos en una tienda que había puesto Mamaíta, llamada “La Reyna”, ya no hubo Santa Clos. Sin que nadie nos lo dijera, las niñas ya sabíamos que eran Mamá y Papá quienes compraban los juguetes y me dedicaba a buscar el escondite donde los habían guardado. Ese año fueron unos mueblecitos plásticos de colores con los que jugamos durante años a la casita en una mesa de pino de dos pisos pintada de verde oscuro.

A los doce, quería una belleza como la que tenía mi hermana Eugenia: una muñeca de colochos rubios, que abría y cerraba sus ojos azules, a la que se podía peinar, vestir y calzar, que se sentaba y alzaba los brazos. Para mi disgusto me regalaron, además de la ropa, que jamás me gustaba, “la pelona”, una muñequita plástica a la que solo se podía peinar con cola de caballo porque el pelo no le cubría toda la cabecita; esta podía zafarse, al igual que las piernas y los brazos, por lo que terminó desmembrada en algún rincón de la casa. Tampoco tuve nunca el vestido de marinera ni el juego de té de porcelana, igual al de la vecina de atrás de la casa, a quien con envidia espiaba a través del cerco de lepa. A cambio de eso, jugábamos con trastecitos de barro que hasta hoy siguen adornando mi casa.

En noviembre de 1966 nació mi hermano. Fue en esa época que mi mamá compró un Niño Dios de madera, de grandes ojos cafés orlados con pestañas negras muy largas, cejas gruesas y manitas y piernas regordetas. Nuestro Niño Dios no tuvo Virgen María ni San José, tampoco buey ni mula, su costo excedía lo que mi mamá podía pagar. Desde entonces, en mi casa hubo arbolito y nacimiento, hecho con devoción pero sin los rituales católicos acostumbrados. Cuando Marco Antonio era un niño más grande, él era el encargado de hacerlo. Empezaba por allí del 21 de noviembre haciendo las casitas de cartón y debía estar terminado el 30, día de su cumpleaños. También hacía casitas de sobra que ponía a la venta en la ventana que daba a la calle. El Niño Dios está conmigo ahora, rodeado de imágenes de la madre, el padre, el buey y la mula, hechos del barro de Chinautla.

Como ya había nacimiento, esperábamos las doce, hora en la que, temblando de frío, de pie en la puerta de la casa –con excepción de mi papá-, oíamos la “cuetería” de la medianoche con la que se celebra la llegada de la Navidad. Nos dábamos “el abrazo”, otro gesto navideño muy propio de la Chapinlandia de mi infancia, y cruzábamos la calle para saludar a vecinos y vecinas ataviados con los “estrenos”. No sé cuánto puede haber cambiado esa costumbre en los barrios populares capitalinos debido a las violencias y las desconfianzas de ahora.

Infaltables los tamales colorados, con su chorrito de limón, acompañados por el pan francés o el pirujo encargados en la panadería de “allá arriba”, que era atendida por una señora morena, flaca, con los colochos amarrados en una cola, de gesto adusto y el entrecejo coronado por un abultamiento al que, para su disgusto, me era inevitable dirigir la mirada. La panadería estaba situada enfrente de la cantina “La Norteña Dos Horas de Balazos” que adornaba sus paredes con escenas de duelos empistolados de valerosos machos vestidos de vaqueros.

Entre los doce y los quince viví mi etapa religiosa, iba a misa todos los domingos, me enrolé en un grupo de la iglesia católica porque quería ser catequista y, en la Navidad, a mis hermanas y hermano les leía los pasajes de la Biblia dedicados al nacimiento de Jesús.

Era una niña. Era feliz entonces aunque no lo sabía, no tenía preocupaciones verdaderas. Sin embargo, no fue sino hasta que fui adulta en todos los sentidos que logré comprender la amargura de mi padre, de quien siempre me pareció extraño su aislamiento, incluso de su propia familia. En mi preadolescencia fui testigo de los sacrificios que hacía mi mamá para hacernos sentir que eran fechas especiales. Después las cosas se fueron complicando más y más cada año.

En el ochenta mi hermana menor y yo, adultas ambas, ya no vivíamos en la casa con nuestros padres, hermana y hermano. Nuestra Navidad, además de la visita familiar -¡ya teníamos una sobrina!- y la celebración con el tío, su esposa, primos y primas que nos albergaron más de una vez, fue ir al cine a estremecernos con “El Resplandor”. El 81 fue el fin del mundo. Mi desgarrante deseo fue que Marco Antonio aún estuviera vivo y pudiera escaparse aprovechando las distracciones provocadas por la fiesta que imaginé en el cuartel donde lo tendrían retenido. En el 82, festejé junto a mi compañero en un apartamentito diminuto en el inicio de nuestra vida juntos, una aventura que se prolonga hasta ahora.

En la Navidad del 83 ya había nacido nuestro primer hijo. Con él y mi madre nos fuimos al DF a pasar la fecha con mi hermana menor, ya en el exilio, y su niña, de la misma edad que el mío. Volví a Guatemala el 31 de diciembre, con el corazón encogido, dejando a mi hermanita y a su hija solas en esa ciudad enorme. Mis retinas guardan su imagen velada por las lágrimas en el aeropuerto de la ciudad de México; con ellas, que agitan sus manos haciendo el gesto universal del adiós, está mi querido Nery, que las apoyó incondicionalmente. Volví a un país que era un infierno de violencia y de muerte. Los más débiles, los más pobres, los marginados, los discriminados históricamente –los pueblos indígenas y la oposición- estaban siendo aniquilados de maneras que se conocerían públicamente muchos años después. Mi hermana lloraba porque creyó que nunca más nos volveríamos a ver si me empeñaba en seguir “viviendo” en Guatemala.

En 1984, el año en que salí a este exilio interminable junto con toda mi familia, nos dispersamos en el Norte y el Sur de América. Ese diciembre, con el corazón empapado de tristeza, las dos hermanas celebramos la vida y les dimos un lugar privilegiado al niño y a la niña, nuestrxs hijxs, que no habían pedido estar aquí y menos con nosotras, tan rotas, destrozados despojos de las acciones terribles de la horda de criminales que asolaba la patria tan amada. En el 85 ya estábamos fuera de México, un país durísimo, y venido a una tierra más amable. Nuestra primera Navidad en Costa Rica fue con un “arbolito” construido con ramas de bambú, martillo y clavos. Comimos tamales, empezábamos a aprender a hacerlos en un emprendimiento familiar para la sobrevivencia material que nos sostuvo varios años.

Después la vida suavizó sus bordes afilados. Las Navidades con los niños y niñas de la familia fueron ocasiones dulces para compartir alegremente los tamales colorados, a veces hubo negros, el ponche de mi hermana y su volteado de piña y abrir los regalos que se apartaban con tres meses de anticipación y se iban pagando poco a poco. Antes de eso, cumplíamos con la visita y el abrazo a mis padres que se quedaban solos con el vacío de su niño.

De la niñez de la segunda generación de la familia, son inolvidables las puestas en escena de la Caperucita Roja, con todas las variantes imaginables, hechas con títeres de tela en los que nuestros niños y niñas (y más de alguna tía) se alternaban cada año en los papeles de la Caperucita, el leñador, el lobo feroz y la abuelita. Era la condición para abrir los regalos, pero estoy segura de que lo disfrutaban tanto como los mayores.

En los momentos más duros que he vivido, esos en los que se me escapa el sentido de la existencia y la belleza de la vida se oculta bajo montañas de sufrimiento, he recurrido a lo que para mí es uno de los “poemas” más bellos de la Biblia, del Eclesiastés:

Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para demoler y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse; un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para rasgar y un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo de guerra y un tiempo de paz.
Así, creyendo firmemente que hay un momento para todo bajo el sol, la Navidad es un tiempo para nacer, reír, bailar, abrazarnos, amar y construir paz en nuestros corazones, para disfrutar y celebrar la vida, para decirnos que nos queremos mucho y convencernos, una vez más, de que, pese a todo, si seguimos en este mundo es para cumplir con un propósito. De todos, el más elemental y el más básico, es el de ejercer nuestro derecho a la felicidad agasajando el cuerpo con comidas y abrazos y fortaleciendo el espíritu mediante la reafirmación de nuestras convicciones y creencias.

Al escribir estas líneas, fue inevitable que vinieran a mi corazón todas las personas que han dejado alguna huella en mi existencia, las que están y las que ya se fueron –mi padre y mi hermana Magalí, la mayor- o que nos arrebataron -mi hermano, Héctor y Julio-, las que se fueron lejos, las que son familia y las que no. Por todos ellos y ellas, conmigo siempre, hay que merecer la vida.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Mentir, mentir, mentir, hasta que la mentira se convierta en verdad


La extinción de la responsabilidad penal a que se refiere esta ley,
no será aplicable a los delitos de genocidio, tortura y desaparición forzada,
así como aquellos delitos que sean imprescriptibles o
que no admitan la extinción de la responsabilidad penal,
de conformidad con el derecho interno o los tratados
internacionales ratificados por Guatemala.
Artículo 8 de la Ley de Reconciliación Nacional

En el último año, las autoridades guatemaltecas a veces de puntillas, a veces embistiendo con furia, han instalado un clima de criminalización e inseguridad para los opositores/as situados en cualquier punto del espectro político, desde quienes se involucran en luchas sociales hasta defensores/as de derechos humanos, pasando por comunidades enteras que resisten la imposición del modelo económico extractivista. Pareciera que el poder de nuevo trazó la línea para dividirnos en amigos y enemigos, en una simplificación de la vida social que la reduce a dos lados, dos colores, dos bandos, útil para manipulaciones, mentiras y justificaciones de crímenes de Estado; una línea que se corre a conveniencia de los intereses de una élite egoísta y deshumanizada, sus cómplices y beneficiarios, que sostienen un estado de cosas excluyente, discriminador y racista.

Este proceso militarista y remilitarizante de la vida social y política del país -que no puedo percibir más que como un retroceso y un peligro para los tímidos avances democratizadores- se suma a las dificultades enormes que existen en el camino de la justicia y la lucha contra la impunidad de los terroristas de Estado que asolaron el país durante los años del llamado “conflicto armado interno”. 

Parte de él son los ataques contra las organizaciones, comunidades y personas que defienden los derechos humanos y los organismos internacionales que aplican los tratados que nos protegen contra las arbitrariedades y excesos del poder, la Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y los órganos de la ONU.

Son muchos los hilos y uno puede perderse, pero cuando se ponen juntos es claro que desde las instituciones del Estado establecidas para velar por el cumplimiento pleno de los derechos humanos en nuestro país, se libra una campaña contra ellos y contra sus defensores/as. Su objetivo más visible e inmediato: extender la amnistía contenida en la Ley de Reconciliación Nacional, de 1996, “a los delitos de genocidio, tortura y desaparición forzada, así como aquellos delitos que sean imprescriptibles o que no admitan la extinción de la responsabilidad penal, de conformidad con el derecho interno o los tratados internacionales ratificados por Guatemala.” (Art. 8).

¿Para qué ir caso por caso si pueden cortarnos el camino de una vez por todas?

Esta campaña se desarrolla en varios frentes -nacional, internacional, jurídico, político, mediático, en la administración de justicia- y adopta distintas formas –discursos en una audiencia de la Corte Interamericana (la de Río Negro), ataques al sistema interamericano y sus dos órganos (la Corte y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos), criminalización de las protestas y persecución de líderes, mano libre a la seguridad privada de las empresas, represión armada letal como la ocurrida en Totonicapán el 4 de octubre, amenazas, resurgimiento público de la derecha dinosaurizante, artículos de opinión y un largo etcétera. Estas y otras muchas maneras de mantener el control y sujetar a las mayorías al poder, en primera instancia son recursos para que el miedo –nuestra segunda piel- se extienda como una mancha de aceite y enmudezcan las voces disidentes.

Para muestra, un botón. En el artículo publicado por el secretario de la paz (SP) el 18 de diciembre, la verdad histórica –que, en los países donde se han cometido graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, no es otra que los hechos vividos por las víctimas- queda reducida a la medida de las pretensiones de borrar la responsabilidad política y penal de la cúpula militar en el genocidio, la desaparición forzada y la tortura, crímenes de guerra y de lesa humanidad que ocasionaron decenas de millares de víctimas. Para ello, caricaturiza el conflicto como el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sostiene que la amnistía acordada era para evitar el procesamiento judicial de insurgentes y contrainsurgentes, lo que no es cierto. En este sentido, el texto de la Ley de Reconciliación Nacional no admite interpretaciones al establecer en su artículo 11 que “Los delitos que están fuera del ámbito de la presente ley o los que son imprescriptibles o que no admiten extinción de la responsabilidad penal de acuerdo al derecho interno o a los tratados internacionales aprobados o ratificados por Guatemala se tramitarán conforme el procedimiento establecido en el Código Procesal Penal.” Los delitos “que están fuera del ámbito de la presente ley” son precisamente el genocidio, la tortura y la desaparición forzada.

Respecto de este último, el 26 de noviembre, en uno de sus artículos de opinión, con una prosa sin pretensiones y en menos de 350 palabras, el SP tilda de impropias e irresponsables las calificaciones de la desaparición forzada como un delito continuado. Con trabalenguas y tecnicismos, intenta echar abajo los avances jurídicos logrados nacional e internacionalmente con la intención de dejar sin fundamentos legales las demandas de verdad y de justicia de las familias de las víctimas de este delito.

Con su retórica (en su acepción de “sofisterías o razones que no son del caso”), marca la cancha y hace público el pensamiento “jurídico” con el que pretenden apuntalar la impunidad de los criminales. El alto funcionario se dirige a sus pares incrustados en los órganos judiciales, como la Corte de Constitucionalidad: los abogados de derecha, cómplices de las dictaduras militares que asolaron Guatemala en épocas muy recientes y muy vivas, defensores de genocidas, encubridores de torturadores y desaparecedores, partícipes directos o indirectos en toda esa tragedia.

Es posible que en Guatemala exista el único abogado del planeta Tierra y el universo circundante que trabaja en derechos humanos e ignora deliberadamente y a conveniencia de sus servidos lo dispuesto en cuanto a la continuidad de la desaparición forzada por el Estatuto de Roma –que rige las actuaciones de la Corte Penal Internacional a cuya jurisdicción está sujeto nuestro país-, el Código Penal, las sentencias emitidas por la Corte Constitucional y los tribunales guatemaltecos, los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dos convenciones internacionales y la declaración de la ONU.

Acerca del concepto, la desaparición forzada es una “violación autónoma, continua y pluriofensiva” a los derechos humanos, de acuerdo con un informe del Experto Independiente de la ONU (documento E/CN.4/2002/71). Con este tipo penal, “se sanciona el hecho de retener contra su voluntad a una persona por parte de agentes del Estado" como me dijo un amigo cuando le pedí que me explicara un poco más el asunto.

La Convención Interamericana Sobre Desaparición Forzada de Personas, aceptada por Guatemala como ley el 27 de julio de 1999, en su artículo II la define en los siguientes términos:
Para los efectos de la presente Convención, se considera desaparición forzada la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes.

¿Por qué la Corte IDH, las leyes nacionales e internacionales y las sentencias guatemaltecas definen la desaparición forzada como un delito continuado? En sus fallos la Corte Interamericana sostiene que el delito persiste mientras no se conozca dónde están las personas desaparecidas o se localicen sus restos y se entreguen a sus familias. Asimismo, que este continúa “por la propia voluntad de los presuntos perpetradores, quienes al negarse a ofrecer información sobre el paradero de la víctima mantienen la violación en cada momento”, como lo asentó en el caso de Heliodoro Portugal vs. Panamá.

En su artículo III, la citada Convención establece la continuidad de este crimen de lesa humanidad: “Dicho delito será considerado como continuado o permanente mientras no se establezca el destino o paradero de la víctima.”

Cometido en Guatemala desde la década de los sesenta, bastantes años antes de que se empezara a considerar su tipo penal y de que se aprobaran los instrumentos que buscan protegernos de que nos desaparezcan, este hecho fue tipificado como un delito continuado desde la primera sentencia de la Corte IDH y se aprobó y ratificó por parte de Guatemala la Convención regional específica. De esa misma forma, fue incluido en el Código Penal guatemalteco en 1995. Ante estos hechos incontestables, el eminente "jurista" recurre a los principios que determinan la irretroactividad de las leyes penales diciendo que “su tipificación debe hacerse conforme a la ley vigente al momento de cometerse la conducta que lo inicia” queriendo dejar fuera de la aplicación de las leyes nacionales e internacionales sobre desaparición forzada todos los hechos sucedidos antes de que estas fueran aprobadas. Si esto fuera cierto, no se hubiese podido proceder en los casos de mi hermano Marco Antonio y otras personas desaparecidas, que fueron juzgados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y cuyas sentencias han evadido por años en lo que corresponde a la investigación, juicio y castigo de los culpables.

No tiene vuelta de hoja: Mientras se continúe desconociendo el paradero de la víctima y si está viva o muerta, el delito continúa perpetrándose. Más allá de lo que nos quiera decir el corazón, se mantiene la negativa de las autoridades estatales –que incluyen a las militares- a informar y es imposible el acceso a los archivos militares de verdad, no al desorden de papeles hecho público en 2011. En este sentido, nuestros reclamos mueren en la puerta de los cuarteles y en los oídos sordos de los ministros de defensa.

Desde la orilla en la que estoy situada, con un hermano desaparecido por la G2 cuando era un niño, es inaceptable que no se nos informe acerca de su paradero y que, a estas alturas de los desarrollos jurídicos nacionales e internacionales en esta materia, se invoque la irretroactividad de la ley para no enjuiciar y castigar a los responsables de su desaparición forzada –una entre decenas de miles- ocurrida el 6 de octubre de 1981, la que se ha extendido por más de tres décadas.
Por su naturaleza compleja, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la desaparición forzada debe ser abordada de una forma integral. Esto quiere decir que es un delito por sí misma, no puede ser reducida en el proceso penal al plagio o la detención ilegal (delitos prescriptibles y amnistiables), por ejemplo. Es, además de un delito continuado, un crimen de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptible, otra palabra que molesta a los defensores de la impunidad que se niegan a aceptar que se trata de un hecho delictivo extremadamente grave, que permanece en el recuerdo de quienes lo hemos sufrido y causa irreparables daños individuales y sociales y un estado de malestar superable, en parte, solo por medio de la verdad y la justicia.

(Aquí es donde imagino el tiempo como una sucesión de instantes, cada uno de ellos es un segundo transcurrido sin saber qué pasó con mi hermano y con todos los demás hermanos, hermanas, hijos, hijas, padres, madres, perdidos en manos de los terroristas de Estado, dónde estuvo, dónde está ahora, qué le hicieron, quiénes… Y el sufrimiento renovado cada vez que se vuelve a la tragedia.)

    Este crimen atroz viola múltiples derechos de las víctimas: 
  • El reconocimiento a su personalidad jurídica (al despojarlas de su nombre y borrarlas de la existencia humana, sin siquiera el derecho al reconocimiento legal del día, hora y causa de su muerte), 
  • La libertad y seguridad personales, 
  • La integridad (no sufrir torturas ni tratos crueles, inhumanos o degradantes), 
  • Las garantías judiciales (las víctimas no fueron detenidas con orden de juez competente ni conducidas ante autoridad judicial alguna, no fueron sometidas a juicio justo ni tuvieron oportunidad de defenderse), y, por supuesto, 
  • El derecho a la vida, porque aunque no mataran a las personas desaparecidas, lo que en Guatemala fue una excepción, fueron sustraídas de sus existencias personales y de la vida social.
Aparte de estos derechos reconocidos legalmente, hay otros que nos son arrebatados para siempre a los familiares de las personas desaparecidas: la paz de espíritu, la felicidad completa (aunque sea fugaz), vivir sin culpa por lo sucedido a nuestro/a familiar, no ser torturadas/os por horrendas fantasías de sufrimiento de nuestro/a ser querido, no volver cada año al repaso triste y doloroso del hecho, tener un lugar digno para que descansen sus restos y honremos su memoria…

Si los militarizadores de los derechos humanos quieren que no se continúe señalando al Estado y a los altos mandos del ejército de responsabilidad en los casos de desaparición forzada, deben informar qué sucedió con nuestros/as familiares, ubicar sus restos y devolvérnoslos, cumpliendo de ese modo con nuestro derecho a la verdad. Pero el mal está hecho y también debe hacerse justicia; tras demasiados años después de lo sucedido a mi niño, sigue siendo inconcebible que se haya cometido un crimen tan grande y doloroso, de lesa humanidad, sin que sus responsables reciban un justo castigo. Los derechos a la verdad y la justicia no son mutuamente excluyentes, como lo sostiene el SP: son irrenunciables y no están sujetos a negociaciones políticas. Entre otros, están contenidos en la Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder.

Desapariciones forzadas e involuntarias, continuadas e imprescriptibles. Eso es, ni más ni menos, lo que ha ocurrido en Guatemala 45 000 veces o más… 45 000 tragedias que continúan causando sufrimiento a 45 000 familias. Oculta, muy oculta en mi pecho, sigue carcomiéndome la rabia. Si la juntara con la de todas las familias que buscan y que esperan, que resisten, quizá se formaría una tempestad de justicia.

jueves, 13 de diciembre de 2012

La terquedad inútil (y paciente)



Hay días tristes en los que por mis venas circula un líquido espeso, hirviente y amargo. Recorro la noche con mi desesperanza, la luna en la ventana. La oscuridad. El llanto. La terquedad inútil. Persistencia que no sirve de nada. En esos días tristes, sin el consuelo del sueño al que no puedo abandonarme porque el mundo se deshoja como un árbol marchito, yo no quiero ser yo. Ya no quiero este rostro que me ata a mi nombre, a mi historia.
 
Pero… escuché lo que tenías que decirme, impasible. Tu voz penetró mis oídos. Imperturbable, encajé el golpe casi sin darme cuenta, han sido tantos. Cada una de tus palabras anidó en mi cerebro y empezaron a quemarme por dentro. Al almuerzo lo sucedió una tarde plateada, un poco fría. A ratos, algún retazo de esa verdad enorme bajaba en forma de nudo a mi garganta o se me hacía agua y enturbiaba mis ojos. Podía irme del mundo por un minuto entero, largo como mi vida, intentando entender esa verdad, asimilarla sin desintegrarme, con la sonrisa evaporada, perdida en alguna de mis aristas rotas.

Oscureció. Con tal de huir de mí, volé, es un decir, me sentía capaz de cualquier cosa, hasta de soportar ese veneno que me estaba matando. Quise cambiar de pellejo, de plumaje, de apellidos y nombres, de esta historia maldita que me sigue a donde quiera que trate de esconderme. En cualquier galaxia o agujero donde quiera perderme y dejar esta carga imposible, este dolor que me corroe y me desgarra, me encuentro de nuevo conmigo. No logro dejarme atrás por más que ponga en ello mis fuerzas totales, absolutas.

Y sucedió por fin. Después del rito que antecede a la noche -la cena, la tele, el ejercicio, el libro, el bordado, el reloj a mi izquierda marcando el ritmo de mi vida, un baño para aflojar el cuerpo y lavarme talvez este profundo desaliento- allí estaba el espejo. Una superficie plana, impenetrable, brillante, que quisiera traspasar e irme a otro mundo exactamente igual a este, pero distinto, esa magia. Allí conservo la figura, pero quizás soy otra, no es exactamente mi piel la que me cubre ni es mi historia la que llevo dentro. Y esta verdad ardiente, que quema mis entrañas, no es cierta.

Armada con un cepillo de dientes inevitablemente me encontré con mis ojos que me miraron fijamente y desataron un vendaval en mi alma. Pero no quiero darme cuenta. Sigo cerrada, terca, empecinada en que puede lograrse la justicia. 

Imperturbable, la que soy y no soy me da las buenas noches, se retira, se mete a la cama y duerme mientras mis despojos tristes tratan de hacer lo mismo. Me siento un poco muerta. ¿De qué estoy hecha ahora que me ahogo? De polvo terrenal, polvo de estrellas, de luz y oscuridad, de viento y tempestades, de atormentada furia, de terquedad y de paciencia.

Y, mientras tanto, sigo con mis palabras de papel que no mellan sus almas.