La extinción de la responsabilidad penal a que se
refiere esta ley,
no será aplicable a los delitos de genocidio, tortura
y desaparición forzada,
así como aquellos delitos que sean imprescriptibles o
que no admitan la extinción de la responsabilidad
penal,
de conformidad con el derecho interno o los tratados
internacionales ratificados por Guatemala.
Artículo 8 de la Ley de Reconciliación Nacional
En el último año,
las autoridades guatemaltecas a veces de puntillas, a veces embistiendo con
furia, han instalado un clima de criminalización e inseguridad para los opositores/as
situados en cualquier punto del espectro político, desde quienes se involucran
en luchas sociales hasta defensores/as de derechos humanos, pasando por
comunidades enteras que resisten la imposición del modelo económico extractivista.
Pareciera que el poder de nuevo trazó la línea para dividirnos en amigos y
enemigos, en una simplificación de la vida social que la reduce a dos lados,
dos colores, dos bandos, útil para manipulaciones, mentiras y justificaciones
de crímenes de Estado; una línea que se corre a conveniencia de los intereses
de una élite egoísta y deshumanizada, sus cómplices y beneficiarios, que
sostienen un estado de cosas excluyente, discriminador y racista.
Este proceso
militarista y remilitarizante de la vida social y política del país -que no
puedo percibir más que como un retroceso y un peligro para los tímidos avances
democratizadores- se suma a las dificultades enormes que existen en el camino
de la justicia y la lucha contra la impunidad de los terroristas de Estado que
asolaron el país durante los años del llamado “conflicto armado interno”.
Parte
de él son los ataques contra las organizaciones, comunidades y personas que
defienden los derechos humanos y los organismos internacionales que aplican los
tratados que nos protegen contra las arbitrariedades y excesos del poder, la
Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y los órganos de la ONU.
Son muchos los
hilos y uno puede perderse, pero cuando se ponen juntos es claro que desde las
instituciones del Estado establecidas para velar por el cumplimiento pleno de
los derechos humanos en nuestro país, se libra una campaña contra ellos y contra
sus defensores/as. Su objetivo más visible e inmediato: extender la amnistía
contenida en la Ley
de Reconciliación Nacional, de 1996, “a
los delitos de genocidio, tortura y desaparición forzada, así como aquellos
delitos que sean imprescriptibles o que no admitan la extinción de la responsabilidad
penal, de conformidad con el derecho interno o los tratados internacionales
ratificados por Guatemala.” (Art. 8).
¿Para qué ir caso por caso si pueden cortarnos el camino de una vez por todas?
¿Para qué ir caso por caso si pueden cortarnos el camino de una vez por todas?
Esta campaña se
desarrolla en varios frentes -nacional, internacional, jurídico, político,
mediático, en la administración de justicia- y adopta distintas formas
–discursos en una audiencia de la Corte Interamericana (la de Río
Negro), ataques al sistema interamericano y sus dos órganos (la Corte y la
Comisión Interamericanas de Derechos Humanos), criminalización de las protestas
y persecución de líderes, mano libre a la seguridad privada de las empresas,
represión armada letal como la ocurrida en Totonicapán el 4 de octubre,
amenazas, resurgimiento público de la derecha dinosaurizante, artículos de
opinión y un largo etcétera. Estas y otras muchas maneras de mantener el
control y sujetar a las mayorías al poder, en primera instancia son recursos
para que el miedo –nuestra segunda piel- se extienda como una mancha de aceite
y enmudezcan las voces disidentes.
Para muestra, un
botón. En el artículo publicado por el secretario de la paz (SP) el 18 de diciembre,
la verdad histórica –que, en los países donde se han cometido graves y
sistemáticas violaciones a los derechos humanos, no es otra que los hechos
vividos por las víctimas- queda reducida a la medida de las pretensiones de
borrar la responsabilidad política y penal de la cúpula militar en el
genocidio, la desaparición forzada y la tortura, crímenes de guerra y de lesa
humanidad que ocasionaron decenas de millares de víctimas. Para ello, caricaturiza
el conflicto como el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética y
sostiene que la amnistía acordada era para evitar el procesamiento judicial de
insurgentes y contrainsurgentes, lo que no es cierto. En este sentido, el texto
de la Ley de Reconciliación Nacional no admite interpretaciones al establecer
en su artículo 11 que “Los delitos que
están fuera del ámbito de la presente ley o los que son imprescriptibles o que
no admiten extinción de la responsabilidad penal de acuerdo al derecho interno
o a los tratados internacionales aprobados o ratificados por Guatemala se
tramitarán conforme el procedimiento establecido en el Código Procesal Penal.”
Los delitos “que están fuera del ámbito de la presente ley” son precisamente el
genocidio, la tortura y la desaparición forzada.
Respecto
de este último, el 26 de noviembre, en uno de sus
artículos de opinión, con una prosa sin pretensiones y en menos de 350
palabras, el SP tilda de impropias e irresponsables las calificaciones de la
desaparición forzada como un delito continuado. Con trabalenguas y
tecnicismos, intenta echar abajo los avances jurídicos logrados nacional e
internacionalmente con la intención de dejar sin fundamentos legales las demandas de verdad y
de justicia de las familias de las víctimas de este delito.
Con su retórica
(en su acepción de “sofisterías o razones que no son del caso”), marca la
cancha y hace público el pensamiento “jurídico” con el que pretenden apuntalar
la impunidad de los criminales. El alto funcionario se dirige a sus pares
incrustados en los órganos judiciales, como la Corte de Constitucionalidad: los
abogados de derecha, cómplices de las dictaduras militares que asolaron
Guatemala en épocas muy recientes y muy vivas, defensores de genocidas,
encubridores de torturadores y desaparecedores, partícipes directos o
indirectos en toda esa tragedia.
Es posible que
en Guatemala exista el único abogado del planeta Tierra y el universo
circundante que trabaja en derechos humanos e ignora deliberadamente y a
conveniencia de sus servidos lo dispuesto en cuanto a la continuidad de la desaparición
forzada por el Estatuto de Roma –que rige las actuaciones de la Corte Penal
Internacional a cuya jurisdicción está sujeto nuestro país-, el Código Penal, las
sentencias emitidas por la Corte Constitucional y los tribunales guatemaltecos,
los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dos convenciones
internacionales y la declaración de la ONU.
Acerca del
concepto, la desaparición forzada es una “violación autónoma, continua y
pluriofensiva” a los derechos humanos, de acuerdo con un informe del Experto
Independiente de la ONU (documento E/CN.4/2002/71).
Con este tipo penal, “se sanciona el hecho de retener contra su voluntad a una
persona por parte de agentes del Estado" como me dijo un amigo cuando le
pedí que me explicara un poco más el asunto.
La Convención
Interamericana Sobre Desaparición Forzada de Personas,
aceptada por Guatemala como ley el 27
de julio de 1999, en su artículo II la define en los siguientes términos:
Para los efectos
de la presente Convención, se considera desaparición forzada la privación de la
libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por
agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la
autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de
información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de
informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de
los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes.
¿Por qué la
Corte IDH, las leyes nacionales e internacionales y las sentencias
guatemaltecas definen la desaparición forzada como un delito continuado? En sus
fallos la Corte Interamericana sostiene que el delito persiste mientras no se
conozca dónde están las personas desaparecidas o se localicen sus restos y se
entreguen a sus familias. Asimismo, que este continúa “por la propia voluntad
de los presuntos perpetradores, quienes al negarse a ofrecer información sobre
el paradero de la víctima mantienen la violación en cada momento”, como lo
asentó en el caso de Heliodoro
Portugal vs. Panamá.
En su artículo III,
la citada Convención establece la continuidad de este crimen de lesa humanidad:
“Dicho delito será considerado como continuado o permanente mientras no se
establezca el destino o paradero de la víctima.”
Cometido en Guatemala desde la década de los sesenta,
bastantes años antes de que se empezara a considerar su tipo penal y de que se
aprobaran los instrumentos que buscan protegernos de que nos desaparezcan, este hecho fue tipificado como un delito continuado desde la primera sentencia de la Corte IDH y se aprobó y ratificó por parte de Guatemala la Convención regional específica. De esa misma forma, fue incluido en el Código Penal guatemalteco en 1995. Ante estos
hechos incontestables, el eminente "jurista" recurre a los principios que
determinan la irretroactividad de las leyes penales diciendo que “su
tipificación debe hacerse conforme a la ley vigente al momento de cometerse la
conducta que lo inicia” queriendo dejar fuera de la aplicación de las leyes nacionales
e internacionales sobre desaparición forzada todos los hechos sucedidos antes
de que estas fueran aprobadas. Si esto fuera cierto, no se hubiese podido proceder
en los casos de mi hermano Marco Antonio y otras personas desaparecidas, que
fueron juzgados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y cuyas
sentencias han evadido por años en lo que corresponde a la investigación,
juicio y castigo de los culpables.
No tiene vuelta
de hoja: Mientras se continúe desconociendo el paradero de la víctima y si está
viva o muerta, el delito continúa perpetrándose. Más allá de lo que nos quiera
decir el corazón, se mantiene la negativa de las autoridades estatales –que incluyen
a las militares- a informar y es imposible el acceso a los archivos militares
de verdad, no al desorden de papeles hecho público en 2011. En este
sentido, nuestros reclamos mueren en la puerta de los cuarteles y en los oídos
sordos de los ministros de defensa.
Desde la orilla
en la que estoy situada, con un hermano desaparecido por la G2 cuando era un
niño, es inaceptable que no se nos informe acerca de su paradero y que, a estas
alturas de los desarrollos jurídicos nacionales e internacionales en esta
materia, se invoque la irretroactividad de la ley para no enjuiciar y castigar
a los responsables de su desaparición forzada –una entre decenas de miles- ocurrida
el 6 de octubre de 1981, la que se ha extendido por más de tres décadas.
Por su
naturaleza compleja, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la
desaparición forzada debe ser abordada de una forma integral. Esto quiere decir
que es un delito por sí misma, no puede ser reducida en el proceso penal al
plagio o la detención ilegal (delitos prescriptibles y amnistiables), por
ejemplo. Es, además de un delito continuado, un crimen de lesa humanidad y, por
lo tanto, imprescriptible, otra palabra que molesta a los defensores de la
impunidad que se niegan a aceptar que se trata de un hecho delictivo extremadamente
grave, que permanece en el recuerdo de quienes lo hemos sufrido y causa
irreparables daños individuales y sociales y un estado de malestar superable, en parte, solo por medio de la verdad y la justicia.
(Aquí es donde
imagino el tiempo como una sucesión de instantes, cada uno de ellos es un
segundo transcurrido sin saber qué pasó con mi hermano y con todos los demás
hermanos, hermanas, hijos, hijas, padres, madres, perdidos en manos de los
terroristas de Estado, dónde estuvo, dónde está ahora, qué le hicieron, quiénes…
Y el sufrimiento renovado cada vez que se vuelve a la tragedia.)
Este crimen atroz
viola múltiples derechos de las víctimas:
- El reconocimiento a su personalidad jurídica (al despojarlas de su nombre y borrarlas de la existencia humana, sin siquiera el derecho al reconocimiento legal del día, hora y causa de su muerte),
- La libertad y seguridad personales,
- La integridad (no sufrir torturas ni tratos crueles, inhumanos o degradantes),
- Las garantías judiciales (las víctimas no fueron detenidas con orden de juez competente ni conducidas ante autoridad judicial alguna, no fueron sometidas a juicio justo ni tuvieron oportunidad de defenderse), y, por supuesto,
- El derecho a la vida, porque aunque no mataran a las personas desaparecidas, lo que en Guatemala fue una excepción, fueron sustraídas de sus existencias personales y de la vida social.
Aparte de estos
derechos reconocidos legalmente, hay otros que nos son arrebatados para siempre
a los familiares de las personas desaparecidas: la paz de espíritu, la felicidad
completa (aunque sea fugaz), vivir sin culpa por lo sucedido a nuestro/a
familiar, no ser torturadas/os por horrendas fantasías de sufrimiento de
nuestro/a ser querido, no volver cada año al repaso triste y doloroso del hecho,
tener un lugar digno para que descansen sus restos y honremos su memoria…
Si los
militarizadores de los derechos humanos quieren que no se continúe señalando al
Estado y a los altos mandos del ejército de responsabilidad en los casos de
desaparición forzada, deben informar qué sucedió con nuestros/as familiares,
ubicar sus restos y devolvérnoslos, cumpliendo de ese modo con nuestro derecho
a la verdad. Pero el mal está hecho y también debe hacerse justicia; tras demasiados años
después de lo sucedido a mi niño, sigue siendo inconcebible que se haya
cometido un crimen tan grande y doloroso, de lesa humanidad, sin que sus
responsables reciban un justo castigo. Los derechos a la verdad y la justicia
no son mutuamente excluyentes, como lo sostiene el SP: son irrenunciables y no
están sujetos a negociaciones políticas. Entre otros, están contenidos en la Declaración sobre los
principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso
de poder.
Desapariciones
forzadas e involuntarias, continuadas e imprescriptibles. Eso es, ni más ni
menos, lo que ha ocurrido en Guatemala 45 000 veces o más… 45 000 tragedias que
continúan causando sufrimiento a 45 000 familias. Oculta, muy oculta en mi pecho, sigue carcomiéndome la rabia. Si la juntara con la de todas las familias
que buscan y que esperan, que resisten, quizá se formaría una tempestad de
justicia.
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