Amo las tradiciones navideñas de mi país y ni
en los años más duros dejé de practicarlas. De ellas, además de la comida, los
sempiternos tamales negros y colorados, me gusta la puesta en escena con el
arbolito y el nacimiento, las guirnaldas de pino y manzanilla, el musgo y el
aserrín de colores con los que se da forma a un verde paisaje diminuto que no
tiene nada que ver con las áridas tierras donde se inicia la historia de la
cristiandad y que reproduce nuestras montañas, bosques y hermosísimos espejos
de agua. La magia se completa con los pastorcitos y los ranchos hechos por
manos indígenas, los cielos azules despejados, la alfombra de agujas de pino,
las hojas de pacaya y el olor, una mezcla de pino, manzanilla, chocolate y
tamales que sigue flotando en el aire que respiro en mis recuerdos.
Mis navidades infantiles estuvieron marcadas
por las limitaciones económicas y la amargura de un padre que tras la
intervención estadounidense – oligárquica de 1954 sufrió prisión, quizá tortura
(algo de lo que jamás se habló) y exilio en los cincuentas, a lo que se sumó la
desaparición forzada de mi tío Alfredo en el 66. No había fiesta para las niñas,
el niño y la madre que, sin embargo, se esforzaba por comprarnos el estreno y
un juguete sencillo para alegrar el día.
Pero aunque en mi casa no recibiéramos la
visita del espíritu navideño, en el pequeño entorno en el que se desarrollaba
nuestra vida social –que, sin las conexiones de hoy, no iba más allá de la
cuadra en la que vivíamos- todo nos decía que era Navidad. La expectativa de
las niñas y niños –si se puede, más pobres que nosotros- era contagiosa; aderezaban
el ambiente las tiras cómicas navideñas que esperaba con ansias en el periódico
de los domingos, el arbolito en una esquina de la sala haciéndome guiños de
colores y la infaltable visita de Mamaíta -mi abuela materna, el amor de trenza
rubia, ojos azules y palabra suave- y los tamales que hacía como nadie.
La primera Navidad que recuerdo es la de mis
cuatro años, cuando en la radio sonaba “Nunca en domingo” cada vez que me paraba
frente al espejo del ropero. Santa Clos, además de encender las lucecitas del
chirivisco plateado, me había dejado un cinchito rosado y una planchita de
hojalata. Desde la ventana, vi pasar la posada con sus faroles coloridos y se
me quedaron grabados el “tucuticutú” de los caparazones de las tortugas y el
sonido dulce de los pitos de barro. A los ocho, cuando vivíamos en una tienda
que había puesto Mamaíta, llamada “La Reyna”, ya no hubo Santa Clos. Sin que
nadie nos lo dijera, las niñas ya sabíamos que eran Mamá y Papá quienes
compraban los juguetes y me dedicaba a buscar el escondite donde los habían
guardado. Ese año fueron unos mueblecitos plásticos de colores con los que
jugamos durante años a la casita en una mesa de pino de dos pisos pintada de
verde oscuro.
A los doce, quería una belleza como la que
tenía mi hermana Eugenia: una muñeca de colochos rubios, que abría y cerraba
sus ojos azules, a la que se podía peinar, vestir y calzar, que se sentaba y
alzaba los brazos. Para mi disgusto me regalaron, además de la ropa, que jamás
me gustaba, “la pelona”, una muñequita plástica a la que solo se podía peinar
con cola de caballo porque el pelo no le cubría toda la cabecita; esta podía
zafarse, al igual que las piernas y los brazos, por lo que terminó desmembrada
en algún rincón de la casa. Tampoco tuve nunca el vestido de marinera ni el juego
de té de porcelana, igual al de la vecina de atrás de la casa, a quien con
envidia espiaba a través del cerco de lepa. A cambio de eso, jugábamos con
trastecitos de barro que hasta hoy siguen adornando mi casa.
En noviembre de 1966 nació mi hermano. Fue en
esa época que mi mamá compró un Niño Dios de madera, de grandes ojos cafés
orlados con pestañas negras muy largas, cejas gruesas y manitas y piernas
regordetas. Nuestro Niño Dios no tuvo Virgen María ni San José, tampoco buey ni
mula, su costo excedía lo que mi mamá podía pagar. Desde entonces, en mi casa
hubo arbolito y nacimiento, hecho con devoción pero sin los rituales católicos
acostumbrados. Cuando Marco Antonio era un niño más grande, él era el encargado
de hacerlo. Empezaba por allí del 21 de noviembre haciendo las casitas de
cartón y debía estar terminado el 30, día de su cumpleaños. También hacía
casitas de sobra que ponía a la venta en la ventana que daba a la calle. El
Niño Dios está conmigo ahora, rodeado de imágenes de la madre, el padre, el
buey y la mula, hechos del barro de Chinautla.
Como ya había nacimiento, esperábamos las
doce, hora en la que, temblando de frío, de pie en la puerta de la casa –con
excepción de mi papá-, oíamos la “cuetería” de la medianoche con la que se
celebra la llegada de la Navidad. Nos dábamos “el abrazo”, otro gesto navideño
muy propio de la Chapinlandia de mi infancia, y cruzábamos la calle para
saludar a vecinos y vecinas ataviados con los “estrenos”. No sé cuánto puede
haber cambiado esa costumbre en los barrios populares capitalinos debido a las
violencias y las desconfianzas de ahora.
Infaltables los tamales colorados, con su
chorrito de limón, acompañados por el pan francés o el pirujo encargados en la
panadería de “allá arriba”, que era atendida por una señora morena, flaca, con
los colochos amarrados en una cola, de gesto adusto y el entrecejo coronado por
un abultamiento al que, para su disgusto, me era inevitable dirigir la mirada.
La panadería estaba situada enfrente de la cantina “La Norteña Dos Horas de
Balazos” que adornaba sus paredes con escenas de duelos empistolados de
valerosos machos vestidos de vaqueros.
Entre los doce y los quince viví mi etapa religiosa,
iba a misa todos los domingos, me enrolé en un grupo de la iglesia católica
porque quería ser catequista y, en la Navidad, a mis hermanas y hermano les
leía los pasajes de la Biblia dedicados al nacimiento de Jesús.
Era una niña. Era feliz entonces aunque no lo
sabía, no tenía preocupaciones verdaderas. Sin embargo, no fue sino hasta que
fui adulta en todos los sentidos que logré comprender la amargura de mi padre,
de quien siempre me pareció extraño su aislamiento, incluso de su propia
familia. En mi preadolescencia fui testigo de los sacrificios que hacía mi mamá
para hacernos sentir que eran fechas especiales. Después las cosas se fueron
complicando más y más cada año.
En el ochenta mi hermana menor y yo, adultas
ambas, ya no vivíamos en la casa con nuestros padres, hermana y hermano.
Nuestra Navidad, además de la visita familiar -¡ya teníamos una sobrina!- y la
celebración con el tío, su esposa, primos y primas que nos albergaron más de
una vez, fue ir al cine a estremecernos con “El Resplandor”. El 81 fue el fin
del mundo. Mi desgarrante deseo fue que Marco Antonio aún estuviera vivo y
pudiera escaparse aprovechando las distracciones provocadas por la fiesta que
imaginé en el cuartel donde lo tendrían retenido. En el 82, festejé junto a mi
compañero en un apartamentito diminuto en el inicio de nuestra vida juntos, una
aventura que se prolonga hasta ahora.
En la Navidad del 83 ya había nacido nuestro
primer hijo. Con él y mi madre nos fuimos al DF a pasar la fecha con mi hermana
menor, ya en el exilio, y su niña, de la misma edad que el mío. Volví a
Guatemala el 31 de diciembre, con el corazón encogido, dejando a mi hermanita y
a su hija solas en esa ciudad enorme. Mis retinas guardan su imagen velada por
las lágrimas en el aeropuerto de la ciudad de México; con ellas, que agitan sus
manos haciendo el gesto universal del adiós, está mi querido Nery, que las
apoyó incondicionalmente. Volví a un país que era un infierno de violencia y de
muerte. Los más débiles, los más pobres, los marginados, los discriminados
históricamente –los pueblos indígenas y la oposición- estaban siendo
aniquilados de maneras que se conocerían públicamente muchos años después. Mi
hermana lloraba porque creyó que nunca más nos volveríamos a ver si me empeñaba
en seguir “viviendo” en Guatemala.
En 1984, el año en que salí a este exilio
interminable junto con toda mi familia, nos dispersamos en el Norte y el Sur de
América. Ese diciembre, con el corazón empapado de tristeza, las dos hermanas
celebramos la vida y les dimos un lugar privilegiado al niño y a la niña,
nuestrxs hijxs, que no habían pedido estar aquí y menos con nosotras, tan
rotas, destrozados despojos de las acciones terribles de la horda de criminales
que asolaba la patria tan amada. En el 85 ya estábamos fuera de México, un país
durísimo, y venido a una tierra más amable. Nuestra primera Navidad en Costa
Rica fue con un “arbolito” construido con ramas de bambú, martillo y clavos.
Comimos tamales, empezábamos a aprender a hacerlos en un emprendimiento
familiar para la sobrevivencia material que nos sostuvo varios años.
Después la vida suavizó sus bordes afilados.
Las Navidades con los niños y niñas de la familia fueron ocasiones dulces para
compartir alegremente los tamales colorados, a veces hubo negros, el ponche de
mi hermana y su volteado de piña y abrir los regalos que se apartaban con tres
meses de anticipación y se iban pagando poco a poco. Antes de eso, cumplíamos
con la visita y el abrazo a mis padres que se quedaban solos con el vacío de su
niño.
De la niñez de la segunda generación de la
familia, son inolvidables las puestas en escena de la Caperucita Roja, con
todas las variantes imaginables, hechas con títeres de tela en los que nuestros
niños y niñas (y más de alguna tía) se alternaban cada año en los papeles de la
Caperucita, el leñador, el lobo feroz y la abuelita. Era la condición para
abrir los regalos, pero estoy segura de que lo disfrutaban tanto como los
mayores.
En los momentos más duros que he vivido, esos
en los que se me escapa el sentido de la existencia y la belleza de la vida se
oculta bajo montañas de sufrimiento, he recurrido a lo que para mí es uno de
los “poemas” más bellos de la Biblia, del Eclesiastés:
Hay un momento para todo y un tiempo para
cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo
para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un
tiempo para curar; un tiempo para demoler y un tiempo para edificar; un tiempo
para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para
bailar; un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo
para abrazarse y un tiempo para separarse; un tiempo para buscar y un tiempo
para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para
rasgar y un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar; un
tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo de guerra y un tiempo de
paz.
Así, creyendo firmemente que hay un momento
para todo bajo el sol, la Navidad es un tiempo para nacer, reír, bailar,
abrazarnos, amar y construir paz en nuestros corazones, para disfrutar y
celebrar la vida, para decirnos que nos queremos mucho y convencernos, una vez
más, de que, pese a todo, si seguimos en este mundo es para cumplir con un
propósito. De todos, el más elemental y el más básico, es el de ejercer nuestro
derecho a la felicidad agasajando el cuerpo con comidas y abrazos y fortaleciendo
el espíritu mediante la reafirmación de nuestras convicciones y creencias.
Al escribir estas líneas, fue inevitable que
vinieran a mi corazón todas las personas que han dejado alguna huella en mi existencia,
las que están y las que ya se fueron –mi padre y mi hermana Magalí, la mayor- o
que nos arrebataron -mi hermano, Héctor y Julio-, las que se fueron lejos, las
que son familia y las que no. Por todos ellos y ellas, conmigo siempre, hay que
merecer la vida.
siempre...
ResponderEliminarAsí es...
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