jueves, 27 de diciembre de 2012

Feliz Navidad



Amo las tradiciones navideñas de mi país y ni en los años más duros dejé de practicarlas. De ellas, además de la comida, los sempiternos tamales negros y colorados, me gusta la puesta en escena con el arbolito y el nacimiento, las guirnaldas de pino y manzanilla, el musgo y el aserrín de colores con los que se da forma a un verde paisaje diminuto que no tiene nada que ver con las áridas tierras donde se inicia la historia de la cristiandad y que reproduce nuestras montañas, bosques y hermosísimos espejos de agua. La magia se completa con los pastorcitos y los ranchos hechos por manos indígenas, los cielos azules despejados, la alfombra de agujas de pino, las hojas de pacaya y el olor, una mezcla de pino, manzanilla, chocolate y tamales que sigue flotando en el aire que respiro en mis recuerdos.

Mis navidades infantiles estuvieron marcadas por las limitaciones económicas y la amargura de un padre que tras la intervención estadounidense – oligárquica de 1954 sufrió prisión, quizá tortura (algo de lo que jamás se habló) y exilio en los cincuentas, a lo que se sumó la desaparición forzada de mi tío Alfredo en el 66. No había fiesta para las niñas, el niño y la madre que, sin embargo, se esforzaba por comprarnos el estreno y un juguete sencillo para alegrar el día.

Pero aunque en mi casa no recibiéramos la visita del espíritu navideño, en el pequeño entorno en el que se desarrollaba nuestra vida social –que, sin las conexiones de hoy, no iba más allá de la cuadra en la que vivíamos- todo nos decía que era Navidad. La expectativa de las niñas y niños –si se puede, más pobres que nosotros- era contagiosa; aderezaban el ambiente las tiras cómicas navideñas que esperaba con ansias en el periódico de los domingos, el arbolito en una esquina de la sala haciéndome guiños de colores y la infaltable visita de Mamaíta -mi abuela materna, el amor de trenza rubia, ojos azules y palabra suave- y los tamales que hacía como nadie.

La primera Navidad que recuerdo es la de mis cuatro años, cuando en la radio sonaba “Nunca en domingo” cada vez que me paraba frente al espejo del ropero. Santa Clos, además de encender las lucecitas del chirivisco plateado, me había dejado un cinchito rosado y una planchita de hojalata. Desde la ventana, vi pasar la posada con sus faroles coloridos y se me quedaron grabados el “tucuticutú” de los caparazones de las tortugas y el sonido dulce de los pitos de barro. A los ocho, cuando vivíamos en una tienda que había puesto Mamaíta, llamada “La Reyna”, ya no hubo Santa Clos. Sin que nadie nos lo dijera, las niñas ya sabíamos que eran Mamá y Papá quienes compraban los juguetes y me dedicaba a buscar el escondite donde los habían guardado. Ese año fueron unos mueblecitos plásticos de colores con los que jugamos durante años a la casita en una mesa de pino de dos pisos pintada de verde oscuro.

A los doce, quería una belleza como la que tenía mi hermana Eugenia: una muñeca de colochos rubios, que abría y cerraba sus ojos azules, a la que se podía peinar, vestir y calzar, que se sentaba y alzaba los brazos. Para mi disgusto me regalaron, además de la ropa, que jamás me gustaba, “la pelona”, una muñequita plástica a la que solo se podía peinar con cola de caballo porque el pelo no le cubría toda la cabecita; esta podía zafarse, al igual que las piernas y los brazos, por lo que terminó desmembrada en algún rincón de la casa. Tampoco tuve nunca el vestido de marinera ni el juego de té de porcelana, igual al de la vecina de atrás de la casa, a quien con envidia espiaba a través del cerco de lepa. A cambio de eso, jugábamos con trastecitos de barro que hasta hoy siguen adornando mi casa.

En noviembre de 1966 nació mi hermano. Fue en esa época que mi mamá compró un Niño Dios de madera, de grandes ojos cafés orlados con pestañas negras muy largas, cejas gruesas y manitas y piernas regordetas. Nuestro Niño Dios no tuvo Virgen María ni San José, tampoco buey ni mula, su costo excedía lo que mi mamá podía pagar. Desde entonces, en mi casa hubo arbolito y nacimiento, hecho con devoción pero sin los rituales católicos acostumbrados. Cuando Marco Antonio era un niño más grande, él era el encargado de hacerlo. Empezaba por allí del 21 de noviembre haciendo las casitas de cartón y debía estar terminado el 30, día de su cumpleaños. También hacía casitas de sobra que ponía a la venta en la ventana que daba a la calle. El Niño Dios está conmigo ahora, rodeado de imágenes de la madre, el padre, el buey y la mula, hechos del barro de Chinautla.

Como ya había nacimiento, esperábamos las doce, hora en la que, temblando de frío, de pie en la puerta de la casa –con excepción de mi papá-, oíamos la “cuetería” de la medianoche con la que se celebra la llegada de la Navidad. Nos dábamos “el abrazo”, otro gesto navideño muy propio de la Chapinlandia de mi infancia, y cruzábamos la calle para saludar a vecinos y vecinas ataviados con los “estrenos”. No sé cuánto puede haber cambiado esa costumbre en los barrios populares capitalinos debido a las violencias y las desconfianzas de ahora.

Infaltables los tamales colorados, con su chorrito de limón, acompañados por el pan francés o el pirujo encargados en la panadería de “allá arriba”, que era atendida por una señora morena, flaca, con los colochos amarrados en una cola, de gesto adusto y el entrecejo coronado por un abultamiento al que, para su disgusto, me era inevitable dirigir la mirada. La panadería estaba situada enfrente de la cantina “La Norteña Dos Horas de Balazos” que adornaba sus paredes con escenas de duelos empistolados de valerosos machos vestidos de vaqueros.

Entre los doce y los quince viví mi etapa religiosa, iba a misa todos los domingos, me enrolé en un grupo de la iglesia católica porque quería ser catequista y, en la Navidad, a mis hermanas y hermano les leía los pasajes de la Biblia dedicados al nacimiento de Jesús.

Era una niña. Era feliz entonces aunque no lo sabía, no tenía preocupaciones verdaderas. Sin embargo, no fue sino hasta que fui adulta en todos los sentidos que logré comprender la amargura de mi padre, de quien siempre me pareció extraño su aislamiento, incluso de su propia familia. En mi preadolescencia fui testigo de los sacrificios que hacía mi mamá para hacernos sentir que eran fechas especiales. Después las cosas se fueron complicando más y más cada año.

En el ochenta mi hermana menor y yo, adultas ambas, ya no vivíamos en la casa con nuestros padres, hermana y hermano. Nuestra Navidad, además de la visita familiar -¡ya teníamos una sobrina!- y la celebración con el tío, su esposa, primos y primas que nos albergaron más de una vez, fue ir al cine a estremecernos con “El Resplandor”. El 81 fue el fin del mundo. Mi desgarrante deseo fue que Marco Antonio aún estuviera vivo y pudiera escaparse aprovechando las distracciones provocadas por la fiesta que imaginé en el cuartel donde lo tendrían retenido. En el 82, festejé junto a mi compañero en un apartamentito diminuto en el inicio de nuestra vida juntos, una aventura que se prolonga hasta ahora.

En la Navidad del 83 ya había nacido nuestro primer hijo. Con él y mi madre nos fuimos al DF a pasar la fecha con mi hermana menor, ya en el exilio, y su niña, de la misma edad que el mío. Volví a Guatemala el 31 de diciembre, con el corazón encogido, dejando a mi hermanita y a su hija solas en esa ciudad enorme. Mis retinas guardan su imagen velada por las lágrimas en el aeropuerto de la ciudad de México; con ellas, que agitan sus manos haciendo el gesto universal del adiós, está mi querido Nery, que las apoyó incondicionalmente. Volví a un país que era un infierno de violencia y de muerte. Los más débiles, los más pobres, los marginados, los discriminados históricamente –los pueblos indígenas y la oposición- estaban siendo aniquilados de maneras que se conocerían públicamente muchos años después. Mi hermana lloraba porque creyó que nunca más nos volveríamos a ver si me empeñaba en seguir “viviendo” en Guatemala.

En 1984, el año en que salí a este exilio interminable junto con toda mi familia, nos dispersamos en el Norte y el Sur de América. Ese diciembre, con el corazón empapado de tristeza, las dos hermanas celebramos la vida y les dimos un lugar privilegiado al niño y a la niña, nuestrxs hijxs, que no habían pedido estar aquí y menos con nosotras, tan rotas, destrozados despojos de las acciones terribles de la horda de criminales que asolaba la patria tan amada. En el 85 ya estábamos fuera de México, un país durísimo, y venido a una tierra más amable. Nuestra primera Navidad en Costa Rica fue con un “arbolito” construido con ramas de bambú, martillo y clavos. Comimos tamales, empezábamos a aprender a hacerlos en un emprendimiento familiar para la sobrevivencia material que nos sostuvo varios años.

Después la vida suavizó sus bordes afilados. Las Navidades con los niños y niñas de la familia fueron ocasiones dulces para compartir alegremente los tamales colorados, a veces hubo negros, el ponche de mi hermana y su volteado de piña y abrir los regalos que se apartaban con tres meses de anticipación y se iban pagando poco a poco. Antes de eso, cumplíamos con la visita y el abrazo a mis padres que se quedaban solos con el vacío de su niño.

De la niñez de la segunda generación de la familia, son inolvidables las puestas en escena de la Caperucita Roja, con todas las variantes imaginables, hechas con títeres de tela en los que nuestros niños y niñas (y más de alguna tía) se alternaban cada año en los papeles de la Caperucita, el leñador, el lobo feroz y la abuelita. Era la condición para abrir los regalos, pero estoy segura de que lo disfrutaban tanto como los mayores.

En los momentos más duros que he vivido, esos en los que se me escapa el sentido de la existencia y la belleza de la vida se oculta bajo montañas de sufrimiento, he recurrido a lo que para mí es uno de los “poemas” más bellos de la Biblia, del Eclesiastés:

Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para demoler y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse; un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para rasgar y un tiempo para coser; un tiempo para callar y un tiempo para hablar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo de guerra y un tiempo de paz.
Así, creyendo firmemente que hay un momento para todo bajo el sol, la Navidad es un tiempo para nacer, reír, bailar, abrazarnos, amar y construir paz en nuestros corazones, para disfrutar y celebrar la vida, para decirnos que nos queremos mucho y convencernos, una vez más, de que, pese a todo, si seguimos en este mundo es para cumplir con un propósito. De todos, el más elemental y el más básico, es el de ejercer nuestro derecho a la felicidad agasajando el cuerpo con comidas y abrazos y fortaleciendo el espíritu mediante la reafirmación de nuestras convicciones y creencias.

Al escribir estas líneas, fue inevitable que vinieran a mi corazón todas las personas que han dejado alguna huella en mi existencia, las que están y las que ya se fueron –mi padre y mi hermana Magalí, la mayor- o que nos arrebataron -mi hermano, Héctor y Julio-, las que se fueron lejos, las que son familia y las que no. Por todos ellos y ellas, conmigo siempre, hay que merecer la vida.

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