sábado, 28 de diciembre de 2013

Una Navidad con Gaby en el corazón (una carta para su madre y su padre)

"Dad palabra al dolor.
El dolor que no habla,
gime en el corazón
hasta que lo rompe."
(Shakespeare)

Navidad. Es una hermosa mañana de diciembre. Con el corazón lastrado, sumerjo la mirada en el azul puro de un cielo transparente. La luz enciende resplandores en las hojas de las azaleas y hace que la grama brille con todos los matices del verde. El silencio apenas es roto por el zumbido de una abeja y el rumor del viento que abanica los árboles.

Rodeada de vida y de belleza, no consigo despegar los pies del suelo ni desatar el alma de esta pena. Gaby murió. Pienso y siento a su padre, Raúl, mi amigo desde hace tantos años, y a su madre, Rosario, con quien comparto la búsqueda y la lucha por nuestros hermanos desaparecidos. Con furia y con tristeza me rebelo ante la muerte por llevarse a su niña, tan joven, tan plena y hermosa, tan llena de futuro. En este diminuto y verde paraíso salpicado de lilas, fucsias, amarillos, rosados y naranjas, le reclamo a la vida por injusta y a la muerte por cruel y despiadada. 

Con todo mi ser me uní a su ruego y a la espera, a veces desesperada, a veces esperanzada, del milagro que se las devolviera. Ahora me doy cuenta que Gaby era el milagro. En sus escasos 29 años, les dio alegría y amor. Ella fue el consuelo y el refugio que necesitaron cuando se fue Amanda. La suya fue una vida muy corta pero se apresuró a dejar una honda huella, tan grande como el amor y la ternura que despertó en quienes la conocimos. Hija de sobrevivientes, sobreviviente ella misma, lo dio todo como maestra, como amiga, como miembro de una familia que ha sufrido el horror y sus secuelas de todas las maneras en que les fue infligido.

Tuve en mis manos un cuaderno que elaboró para ayudar a los niños y niñas a superar los miedos que les provoca estar hospitalizados. Está escrito con palabras que rezuman su amor por los pequeños/as que estaban a su cuidado, la responsabilidad con la que asumía su atención, la forma en la que se involucraba en la búsqueda de su bienestar.

¿A dónde te vas, muchacha dulce? ¿Con qué se va a llenar este agujero en el que se hunde el mundo? 

No soy capaz de experimentar el filo del dolor que ambos están sintiendo, junto con sus seres más cercanos y amados, tan solo suponerlo me devasta. Como madre, me asomé a sus destrozados corazones y tuve miedo; pero al abrazarte, Rosario, y escuchar tu promesa vital, sentí la fuerza de la mujer luchadora de siempre, el valor y la entereza compartidas con una estirpe de mujeres dignas, inavasallables, e, incrédula, escuché las palabras de consuelo que dijiste a quienes lloran a mares por tu hija. Tu mirada, Raúl, no podía ocultar tus sentimientos. Tu tristeza traspasó mis pupilas. Pero también son grandes tus reservas morales, tu fortaleza, y somos muchos/as quienes te queremos y estamos cerca sintiendo tu dolor inmenso para apuntalar tu alma.

Sé que no es suficiente pero, en mi impotencia, repito palabras de consuelo. Recurro a esos lugares comunes –y tan ciertos- como “ella les acompañará siempre” porque sí, porque es parte de sus cuerpos y sus almas, porque llevó su ADN impreso en cada célula y tuvo los gestos, la sonrisa, la voz, los ojos, la mirada, su manera de caminar, de ser, de sentir y de estar en el mundo iguales a los suyos. Y el amor, sobre todo, el amor que les dio y el que les inspiró.

Gaby, en tu madre y tu padre seguirá tu sangre palpitando. Sos la fuerza para que sigan respirando y luchando por sobreponerse a este nuevo golpe, el de tu ausencia material. Sus brazos guardarán para siempre el calor de tu cuerpo y su memoria el destello que iluminó tus ojos.

Y yo, insignificante partícula en el vasto universo, no puedo hacer otra cosa que sentirlos muy hondo y acercarme, abrazarlos, decirles que los quiero, que lo siento, que ojalá estas cosas terribles ya no pasaran nunca.