sábado, 27 de octubre de 2012

Te irás y no volverás


Hoy quisiera reproducir los sentimientos que experimenté la primera vez que volví a Guatemala, después de once años, siete meses y 26 días de exilio. Me fui otra vez, muy a mi pesar pero segura, porque esa decisión no la tomé por mí sino por mis hijos. Estoy tranquila porque el camino tiene vuelta.

Te irás y no volverás

Desfallecida. Venía por el aire contando hacia atrás el tiempo transcurrido. Temerosa de la ola de dolor que amenazaba con ahogarme el pecho. Dichosa de recoger mis pasos y de borrar el rastro angustioso que había dejado en cada recodo del camino que me llevó tan lejos.

Empezar a buscar rostros conocidos y tratar de reconocer el miedo de otros tiempos, todo a una, arrastrar la maleta y enfrentarme a mi primer policía: uno de hacienda. Una caja de libros. Otra caja de libros. Ropa para catorce días. Y no hay miedo. Salir. ¿Qué era? Un aire frío y un abrazo. Un cielo de nubes que no quiso mostrarme el añorado azul de mis recuerdos.

(Llegué. Por fin. Con polvo en los zapatos y telarañas en los ojos. El peso del corazón no me dejaba remontar el alma al cielo. Encontré nuevamente los sitios recordados, poblados de visiones amargas, de abismos y distancias, de vacío. Las mismas calles y sin embargo otras, borradas por el tiempo y por las lágrimas.)

Una honda sensación de irrealidad acompañó mi recorrido por calles y avenidas. Se cerró la brecha en mi cabeza. Volví a ser una joven de diecisiete años descubriendo injusticias y temores, con las mismas ganas infinitas de tener un pie en la Verapaz y otro en Escuintla, de ser enorme y poderosa, para vencer al mal.

(Camino para atrás, a tientas, con los ojos cerrados, con una interrogación en las pestañas, con un ¿dónde está Marco Antonio? que emerge de mi pecho con la fuerza de una isla volcánica surgiendo en el centro del océano.)

Me trago la ciudad de una mirada. Me trago las cenizas, el polvo, los borrachos durmiendo en las banquetas y una plaza sin flores, estéril y arrasada. Cruzo una calle poblada de fantasmas y resuenan otra vez en mis oídos las balas que mataron un poquito de mí con Oliverio.

Voces viejas vuelven a mi memoria. Todo parece igual y no es lo mismo. Hay un vacío grande y transparente que pesa sobre mí y que lo cubre todo. Camino como autómata y el ¿dónde está mi hermano? sigue creciendo.

(He vuelto. Me introduzco en tu entraña. Entro en tu corazón y en tus arterias. Viajo rápidamente por tu sangre. Vuelvo a ser una más entre millones.)

Y quise verlo entero. Sonriente. Caminando. Contar cada uno de sus dedos. Recorrer con mis ojos su rostro y su figura y llevarlo conmigo para siempre. Quise sentir mi pecho inundado de ternura y correr a abrazarlo, lavarle las heridas de la ausencia, del "creí no volver a verlo nunca más en la vida, y sin embargo...", a pesar de la espera, la esperanza, la búsqueda, el agujero que ha llenado mi vida, que logré desterrar y ahora es vida de nuevo.

Este aire transparente. Este regreso. Este sentimiento que aflojó mis rodillas, este irrepetible "te veo nuevamente" y un Atitlán glorioso en el que jamás supe si eran sus aguas o mis lágrimas, al fin, las que inundaron mis ojos.

(He llegado al altar de tus profundidades azules y verdes. Transparentes, líquidas y volcánicas. Y dejé mis ofrendas. Una, el miedo, que circulaba espeso por mis venas, oscureciendo en mis ojos la mirada. Otra, la ausencia de años y años que me llenó las pupilas de cenizas. La última, el dolor, que tomó mi figura. Me plasmó. Me hizo concreta. Respiraba, comía y exudaba dolor, oscuro y salado, por los ojos, los poros, la palabra. Yo era el dolor. Dolor corporizado. Desazón. Tengo y no tengo nada. Vivir y no vivir. Existir solamente. Sin raíz ni futuro. Sin nada. Solo con un momento eternamente huyendo, inútil para planear espacios azules en donde plantar árboles y pasearme algún día, descalza sobre el césped, tranquila.)

Y en mi pecho estalló tu presencia. En ese "estoy aquí" y en el "has vuelto" cien veces repetido, soñado, irrealizable, imposible, inalcanzable como vivir eternamente o viajar hasta Andrómeda. Cien rostros, cien perfiles, cien voces, cien abrazos. "Yo te estaba esperando". Y yo que jamás supe si algún día viviría este sueño.

(Mis calles y mis árboles. Mis aceras gastadas. Mis paredes envejecidas por el tedio y la pobreza. La totalidad de mis recuerdos reunida en un solo momento. Y todas mis angustias llegando por fin al equilibrio).

¿Cómo no amar este trozo de azul poblado de volcanes si él –mi hermano- está en cualquier parte?

De tu hondura de azules y de flores he vuelto a renacer. El ¿dónde está? tiene millones de respuestas: en una gota de agua, una flor, un camino, aquella piedra. Su cuerpo perdido para siempre le dio vida a otros cuerpos.

viernes, 19 de octubre de 2012

Sentimientos de octubre



Cuando octubre no duela
Yo ya no seré más.
Me habré convertido en luz
O en mariposa.

Mis recuerdos más lejanos me remiten a un juego con Guiselita. Somos dos niñitas subidas en una montaña bañándonos con arena. La montaña está en una casa donde también había un gigantesco eucalipto en el que aún la veo, desafiante, subida en lo más alto, allí donde las ramas se bifurcan. Más arriba, las nubes y el azul, la luz filtrada por las hojas siempre verdes del hermoso árbol. Al frente de la casa hay un campo en el que se alinean desordenamente improvisadas tembloreras. Además de mi madre y mi hermana, también está mi padre en alguna de sus dos vueltas del exilio, antes de su regreso definitivo; entonces, permaneció escondido hasta que alguien lo supo, lo delató, lo detuvieron y afuera otra vez, a El Salvador, a México o a Honduras.

Hay un cangrejo en la cocina; cuando mi mamá lo pone dentro de una olla de agua hirviendo, aún moviéndose, se enrojece ante mis ojos desorbitados de niña de tres años. También hubo una iguana. Fue en ese tiempo en el que supe horrorizada que a los muertos se los comen los gusanos, que es la imagen que guardo de Castillo Armas, el militar mercenario asesinado en el 57 por sus patrones. Es de noche y una pareja discute frente a la ventana del cuarto que habitamos –eso y una cocina, no daba para más el sueldo humilde de mi mamá, maestra de escuela. Un hombre grita, una mujer llora. Tengo miedo. En alguna cantina Olimpo Cárdenas canta “Lágrimas del alma”, con sus figuras tan hermosas, o suena “Ansiedad” en la voz de Nat King Cole, que pronuncia las palabras con un extraño acento.

En esa época lejana también aprendí que los agujeros en las calcetas se llaman relojes, que a las garzas divinas se las envuelve en huevo y, mucho antes de saber quiénes eran, les repetía con instintiva reverencia a mis compañeras de primer grado los nombres de Arbenz, Arévalo, Paz Tejada, Víctor Manuel Gutiérrez, Yon Sosa, el Che, Fidel y otros héroes míticos de mi pequeño universo. 

Nací en 1955, en una Guatemala en blanco y negro, del lado de la Revolución de Octubre, aunque de ella solamente quedaban los ideales cuando llegué a este mundo. Mi padre y mi madre fueron testigos de un proceso en el que la gente relegada se adueñaba de su dignidad y sus derechos, tenía presencia protagónica en la escena política y, por primera vez en la historia de Guatemala, tuvo en sus manos la posibilidad real de construir un país diferente.




En algún momento de mi vida supe que en la madrugada del 20 de octubre de 1944, mi padre, de quince años, fue sacado de la cama por mi abuela para que, junto con sus hermanos, se fuera a la Guardia de Honor a pelear, porque “para eso eran hombres”. Eso lo dijo Josefina Palma, costurera, de Asunción Mita, madre de un desaparecido; una mujer sola con seis hijos que escribía poemas y que anduvo a caballo con los opositores a Manuel Estrada Cabrera, uno entre tantos dictadores, que gobernó con mano dura de 1898 a 1920.

Por su parte, mi abuela materna, mi mamá y sus hermanas emigraron a la capital en 1950. Llegaron solas desde el país de las fincas de café y la explotación forestal. “Era una ciudad muy diferente”, evoca mi madre, de quien sin haberlos vivido con conciencia, heredé la nostalgia por esos años representados en mi niñez por las revistas femeninas. En color sepia, las mujeres con vestidos de faldas plegadas, muy amplias, altos tacones, sombreros diminutos y los rostros velados, fueron asociadas en mi memoria con esa época en la que el presidente Arévalo caminaba, como cualquier persona, por el Parque Central -un parque inglés con grama, rosales en flor y anchos paseos- y compartía con la gente joven que llegaba a patinar todas las tardes, como me contó alguna vez mi amiga Marta Gloria.

“Se construyeron canchas deportivas” rememora mi madre basquetbolista, estudiante del Instituto Normal Centroamérica (INCA), una de las escuelas normales que hoy pretenden reconvertir en maquiladoras de bachilleres. La primavera democrática también dio frutos culturales y artísticos de la mano de una vigorosa política educativa que buscaba ofrecer oportunidades para todos y todas mediante la apertura de escuelas e institutos en todo el país.

“Sentíamos alegría y confianza”, recuerda ella, dos emociones que hoy deben construirse individualmente, en “sana” obediencia al mandato neoliberal que nos ordena estar “bien” a contrapelo de la violencia, el odio y la corrupción prevalecientes, además de las duras condiciones materiales en las que se desenvuelve la vida de la mayoría de la población guatemalteca.

En mi caso, lo que adquirí no fue un conocimiento racional y metódicamente organizado de la historia. De los hechos y sus consecuencias me enteré siendo adulta por los escasos libros que abordaban esta parte del devenir de nuestro país. Lo que conocí sin que nadie me lo explicara y también sin entenderlo, fue la rabia de mi padre, su insondable frustración, sus maneras de nadar contracorriente hablando siempre en contra de lo establecido, sus gritos a las oscuras noches cuando, sin temor, lanzaba vivas a Arbenz, a la Revolución Cubana y a Fidel, “el hombre más grande que ha parido la humanidad”. Viví sin siquiera saberlas la persecución y el exilio que sufrieron él y mi madre –que se quedó sola en Guatemala- tras ser echado del país en tres ocasiones entre 1955 y 1959.

Más tarde, también sin entenderlo, viví su dolor profundo por la desaparición forzada de su hermano Alfredo Palma, en 1966, por quien lo oí llorar muchas veces. Emprendió una búsqueda desesperada de su carne y su sangre aprisionados y borrados para siempre, recorrió Zacapa palmo a palmo y perdió el empleo otra vez. Fueron muchas las ocasiones en las que fue despedido por protestar por los bajos salarios de los peones o pretender organizar sindicatos o cooperativas en los lugares donde trabajó. Mi abuela Josefina murió menos de un año después de la desaparición de su hijo… Y como ella, ¿cuántas madres más?

En mi casa también había libros, que fueron tan perseguidos como sus poseedores. Perdimos muchos de ellos quemados o tirados a un pozo ciego por nosotrxs, involuntarios émulos de Torquemada, cuando había cateos intempestivos y no nos daba tiempo de esconderlos. Yo, que no he sido tan estudiosa ni tan disciplinada, por supuesto prefería las novelas y más si eran aquellas cuya lectura me prohibían expresamente. Pero entre todos uno fue el que me dio un panorama de mi país y de mi historia: “Guatemala, país ocupado”, de Eduardo Galeano. En sus páginas se plasma el oprobio infligido en 1954 por los intervencionistas, los vendepatrias, sus mandamases y sus cómplices: el gobierno de los Estados Unidos, la oligarquía, el ejército jefeado por traidores, la alta jerarquía de la iglesia católica. Por ese libro me enteré de que en mi país había gente rica, algo impensable a mis catorce años porque toda mi vida había estado rodeada de pobreza.

Cada persona es la síntesis de otras muchas y de sus circunstancias. Así, fui siendo hecha de palabras, sentimientos y sueños y de una historia que apuntaba al imperativo de luchar por un país más justo. En mí, se fueron conjugando ideas y sensibilidades que me llevaron a identificarme y a pertenecer, a ser la que fui y la que sigo siendo. Ya adolescente tomé decisiones y adopté compromisos vitales impulsada por el propósito de corregir la historia levantando de nuevo las banderas de 1944 e ir todavía más allá, bajo el ejemplo de la Revolución Cubana. De esa forma, me hice parte de una generación rebelde, de luchadores y luchadoras revolucionarias, heredera de la Revolución de Octubre, de sus ideales y sus sueños, pero también –y hablo por mí- heredera de la frustración, el dolor y el desencanto suscitados por la intervención contrarrevolucionaria de 1954. Una generación que fue diezmada por el terrorismo de Estado.

Entre 1973 y 1979 el 20 de octubre se convirtió en un día de homenaje y rememoraciones mediante las manifestaciones públicas organizadas cada año por el movimiento popular, sindical y estudiantil. En 1978 la población capitalina se volcó a las calles durante las jornadas de octubre, en una protesta masiva en contra del aumento del 100 % al pasaje de autobús, al que se sumaron con huelga y tomas de edificios las organizaciones de trabajadores/as del Estado, algunos sindicatos fabriles y la totalidad del movimiento estudiantil. Ese 20 de octubre quedó marcado para siempre por el dolor y la sangre de Oliverio Castañeda de León, el joven dirigente de la Asociación de Estudiantes Universitarios, asesinado momentos después de haber pronunciado un discurso en la concha acústica del Parque Centenario, el lugar donde confluían las manifestaciones. Aún resuena su voz en mis oídos cuando dijo “Podrán masacrar a los dirigentes, pero mientras haya pueblo habrá revolución”. El siguiente 20 de octubre, lo sería por la desaparición forzada de Julio Cortez, estudiante de la Escuela de Psicología de la Universidad de San Carlos, detenido cuando se dirigía a ese mismo parque a dar el discurso por la AEU. En 1980 ya no se salió a las calles ese día.

Desde 1981, octubre es una herida abierta por la desaparición de mi hermano Marco Antonio, un niño de 14 años detenido ilegalmente el martes 6 al mediodía por la G2 del ejército terrorista, de quien no sabemos absolutamente nada a partir de ese momento arrasador. Algunos años y días más tarde, con el gesto crispado, incapaz ya de sentir otra cosa que un profundo desaliento, recibí la noticia del acribillamiento a balazos de dos queridos compañeros.

Fue en octubre también, a pocos días de la masacre de Xamán, que volví a la patria después de once años y siete meses de exilio. El “Soldado del Pueblo” había regresado en un ataúd un día antes y media Guatemala, la que entonces continuaba añorando aquella oportunidad que le fue arrebatada, le rindió homenaje. La mirada de Daniel Hernández capturó la profunda emoción de ese momento.

Durante los años, tan miserablemente pocos, que duró la Revolución de Octubre en el país se alzó la esperanza. Entonces y después, en los sesentas, los setentas, los ochentas, la gente humilde y sencilla de mi pueblo, como lo diría Otto René Castillo (el poeta nacido en octubre para la faz del mundo), se reclamaba lo necesario para vivir con dignidad. Enumero: un salario que permitiera lograr un nivel de vida decoroso, vestir a los hijos e hijas, poner suficiente comida sobre la mesa y lograr un mínimo de educación que quizá les permitiera salir de la miseria. En suma, una tajada del pastel y no las migajas que solían repartir esparciéndolas con menosprecio sobre la miseria más absoluta. Eso y la tierra, que hasta hoy continúa en manos de una rancia y anacrónica minoría oligárquica que sigue exudando racismo y anticomunismo y que está dispuesta a continuar matando para mantener sus privilegios.

Aniquilada la primavera democrática, el país se sumió en un inclemente y despiadado invierno que aún persiste. Los cavernarios barones de la tierra y de la guerra y sus amos, los criollos y los ajenos, no pudieron tolerar la existencia de un proyecto democratizador que hubiese refundado el país sobre bases de justicia y pleno ejercicio de ciudadanía, ni sus secuelas de rebeldía y propuestas de cambios radicales en las décadas posteriores encarnadas en las organizaciones políticas y político militares opositoras y revolucionarias, relegadas a la clandestinidad en una continua violación a los derechos de participación política.

Su respuesta fue letal, desmedida, perversa. A sangre y fuego nos arrebataron, por segunda vez en menos de treinta años, la posibilidad de hacer de esa “pequeña patria, dulce tormenta mía” un país distinto. Pero no hemos bajado la cabeza. Las palabras de Oliverio fueron proféticas, la gente humilde y sencilla de mi pueblo, en una nueva etapa de lucha contra los opresores, resiste, propone y empuja la mañana, como se ha hecho siempre. Seguimos sembrando flores para construir la primavera.

domingo, 14 de octubre de 2012

La desaparición forzada de personas (5)



La guerra psicológica

Un elemento fundamental de la guerra de baja intensidad en sus distintas facetas fue la guerra psicológica. Esta corrió pareja con los actos represivos gubernamentales que, en ciertos momentos y zonas geográficas del país –como la capital-, adquirió un carácter selectivo mediante la utilización de métodos terroristas, como las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas de dirigentes y activistas destacados/as[i].

La guerra psicológica respondió a la urgencia de ganar a la población civil por medio de las llamadas operaciones psicológicas, ya fuera por terror o por la disposición a legitimar los actos represivos del poder, respecto de los cuales, estaban destinadas a imponer la versión de los victimarios. Otros de sus objetivos fueron la inducción de culpa sobre las propias víctimas y sus familias o comunidades, la inducción al silencio, la inducción a considerar a los opositores/as como inadaptados/as sociales. De esta forma, se imponía una lógica de "guerra preventiva", dirigida a extirpar del cuerpo social a los posibles enemigos internos, que también estaba destinada a atemorizar a potenciales opositores/as debido a que estos hechos se instalaban en la conciencia social como una advertencia de lo que le sucedía a quienes se atrevían a romper con los mandatos de obediencia y sumisión al poder.

Las operaciones de guerra psicológica incluyeron campañas de desinformación y de propaganda negra[ii], para lo que contaron con la complicidad de los medios masivos. Como parte de la manipulación de la población, los aparatos represivos estatales en Guatemala también recurrieron a la difusión de listas de personas amenazadas de muerte, el abandono de cadáveres en sitios públicos, irreconocibles por las mutilaciones, o en cementerios clandestinos.

Por medio de la combinación de métodos brutales con las sutilezas de la desinformación, en la conciencia social se fue perfilando al opositor/a como un ser ajeno/a, extraño/a, loco/a, "extranjero/a", contra quien el ejército "salvador" podía recurrir a las más despiadadas formas de represión. Estas, que presuponen la negación de su condición humana, partían de borrarle del imaginario como ser humano y como ciudadano/a con derechos.

De esta forma se concreta uno de los objetivos de la GBI, el de deslegitimar a la oposición hasta convertirla en ineficaz, engarzando en esta nueva concepción de la guerra la práctica de la desaparición forzada.


[i] Esta es una diferencia respecto de la represión masiva característica de la doctrina de seguridad nacional que no hacía distinciones a la hora de elegir a las víctimas. Es evidente que en nuestro país se recurrió a la combinación de ambas concepciones a la hora de planear y ejecutar las acciones terroristas represivas.
[ii] La propaganda negra distorsionó el mensaje de la oposición política y criminalizó a sus portadores/as.

sábado, 6 de octubre de 2012

A 31 años de la desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen

¡Ay, mísera de mí! ¡Funesto día!
¡Oh día de dolor!
¡El más siniestro que nunca, nunca,
vieron estos ojos!
¡Oh día, oh día, oh, día, oh día odiado!
¡Nunca cómo este vióse negro día!
¡Oh día de dolor! ¡Funesto día!
(Romeo y Julieta - Shakespeare)


El 6 de octubre de 2012, mi hermano Marco Antonio Molina Theissen cumple 31 años de haber sido detenido ilegalmente y desaparecido por la G2 del ejército guatemalteco -ese mismo que ayer, 4 de octubre de 2012, masacró a seis personas que protestaban pacíficamente en Cuatro Caminos, Totonicapán- unas horas después de que nuestra hermana Emma, una joven entonces de 21 años, escapara del cuartel Manuel Lisandro Barillas situado en Quetzaltenango tras nueve días de haber sido sometida a torturas, privación de agua y alimentos y violaciones sexuales.

Diez años después, en 1991, se inició un proceso que me condujo lenta y dolorosamente a aceptar la posibilidad de su muerte. A lo largo de una década esperé su vuelta. Pese a la brutalidad de los hechos y a la perversidad infinita de los terroristas de Estado que asolaron el país, me costaba creer que se hubiesen ensañado con un niño, quitándole la vida. Muy lejos estaba de saber la magnitud de sus crímenes, que no dejan de llenarme de indignación y reeditan la impotencia que me sigue suscitando la injusticia que persiste en Guatemala. Con mucho dolor, prácticamente tuve que matar en mí a mi hermano. Como parte de ese proceso, escribí lo que sigue. Lo que dije un 29 de junio de 1992, tristemente conserva su plena vigencia.

La desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen

En 1981 empezó para nosotros una espantosa tragedia. Un miembro de nuestra familia, el menor, un muchacho que entonces tenía 14 años -casi 15- y que era toda una promesa por su inteligencia y su dedicación al estudio, fue secuestrado por (empleo el lenguaje típico, acuñado por los periodistas y los analistas de información en derechos humanos) "hombres armados vestidos de civil". Todos sabemos quiénes son, quiénes siguen siendo.

Nuestro dolor fluyó como un río subterráneo, porque en Guatemala el dolor por nuestros desaparecidos, por nuestros muertos, debe ser un dolor clandestino, acallado, secreto.

Vivimos cada uno en soledad esta tortura. Estuve a punto de enloquecer imaginando lo que mi hermano sintió cuando lo esposaron al brazo del sillón de la sala y le sellaron la boca con un trozo de maskin que él mismo les dio a sus secuestradores. Aún me desgarra el corazón. Jamás he querido pensar en el dolor y la angustia de mi madre cuando, con una pistola apuntando a su cabeza, recorrió la casa mostrándosela a los secuestradores, quienes la registraron durante una hora y media buscando armamento y guerrilleros.

Ella se arrodilló frente a ellos. Suplicó por la vida de Marco Antonio, lloró, aulló de rabia y de impotencia, las mismas que aún ahora, casi once años después, sepultan la vida en su mirada. Sus ojos se oscurecieron desde entonces.

Nuestra casa se convirtió en la antesala de la tortura y de la muerte para Marco Antonio. Una casa hermosa y amplia, construida con el esfuerzo honrado de mi madre, maestra, y de mi padre, un contador egresado de la nocturna de Comercio.

Quise morir entonces y no me fue posible, pero lograron matar en mí la vida.

Para no enloquecer completamente, mi cerebro, desquiciado de angustia, empezó a tejer la fantasía de que Marco Antonio estaba vivo y de que íbamos a recuperarlo. Esa misma tarde -6 de octubre de 1981- mis padres presentaron cinco recursos de exhibición personal sin resultado alguno, por supuesto.

Debieron dejar la casa y allí su vida entera, su trabajo honesto. Y se dedicaron a buscar a Marco Antonio vivo. Viajaron a distintos lugares del país, como tantos madres y padres, buscando a tientas a sus hijos, cegados por el dolor en ese país a oscuras, invadido por la muerte y el silencio. Hablaron con los militares, esos señores feudales, dueños de nuestra vida y nuestra muerte, oscuros semidioses prepotentes, soberbios. Les preguntaron sobre Marco Antonio y sus respuestas fueron iguales en todas las ocasiones: "Sí, seguramente, por lo que me dicen, su hijo está en algún cuartel. Lo buscaré y se los devolveremos." Después, cuando volvían, luego de las consultas de rigor, Chupina y otros tantos contestaron: "A su hijo se lo llevó la guerrilla."

La vida perdió sentido y las palabras su significado. Guatemala es un país en el que la justicia, la libertad, la verdad, la dignidad de los seres humanos no llegan ni siquiera a constituirse en consignas políticas. Son vocablos huecos, sin sentido; lo que los guatemaltecos entendemos por tales son las definiciones de los diccionarios carentes de la riqueza que la práctica otorga, ha sido tal el punto hasta el cual fueron trastrocados los hechos que debían llenarlas de significación.

¿Cómo hablar de justicia en Guatemala, cuando ni uno solo de los culpables de causar tanto dolor ha sido castigado? ¿Cuál justicia, cuando los asesinos de tantos compatriotas se pasean impunes por las calles, ejercen cargos públicos y aparecen en las páginas de sociales de los diarios, con embajadores y empresarios?

¿De cuál verdad hablar en mi país cuando la verdad sobre los desaparecidos también ha sido objeto de secuestro? ¿Y cómo va a tener esta sentido si las palabras siguen utilizándolas para encubrir los más espantosos crímenes?

¿Cuál es la libertad en Guatemala? ¿La de secuestrar y desaparecer a un inocente, a un niño, a Marco Antonio, a plena luz del día? ¿La de matar a otros porque soy el más fuerte? La "libertad" de las armas, la "verdad" de los criminales y la "justicia" de los asesinos son las que han prevalecido en Guatemala.

Y, en fin, ¿cuál dignidad? ¿La de que le confieran el trato de "señor presidente" a los más grandes asesinos y "señor ministro" a los ladrones?

Siento náusea y asco al situar estas palabras en esa realidad absurda, en las que hechores y consentidores las han rebajado, ensuciado y prostituido.

Diez años y medio después del secuestro y desaparición de Marco Antonio por mi propio bien, para intentar recuperar la vida que me arrebataron con él,  he debido empezar a aceptar que no volveré a verlo jamás.

Durante todos estos años he permanecido fiel a su regreso, sumergida emocionalmente en una fantasía de cuento de hadas con un final feliz: esta tragedia termina con su vuelta a nosotros.

Durante todos estos años he sentido que aceptar su muerte es hacerme cómplice de sus asesinos. Me he visto vieja, de 80 años, arrastrando los pies, reconociéndolo en el niño-hombre que regresa por fin. Sigue teniendo catorce años diez meses en esa fantasía, ya no pudo crecer ni hacerse el hombre de bien, inteligente, honesto, que prometía ser.

¿Cuántas vidas más han se segar, aliados de la muerte, hasta que el huracán de nuestra justa ira arranque sus cabezas? ¿Moriré sin verlo?

No han pasado diez años y medio desde entonces. Para el dolor inmenso que sentimos, ni siquiera un segundo.

Sigue fluyendo, clandestino, el río de las lágrimas; sigue detenido en mi garganta un grito, y, sin embargo, para vivir de nuevo, para que la sangre, helada hoy en mis venas, corra tibia de nuevo por mi cuerpo, deberé desechar las fantasías a las que tuve que acogerme para no enloquecer.

¿Tendré que vestirme de luto y decir a los que me pregunten que mi hermano murió?

¿Deberé publicar una esquela con su nombre para aceptar su muerte? ¿Haremos una misa o un culto cristiano en su memoria?

Pero, ¿cómo? si no tengo su cuerpo. Necesito un cadáver, su cadáver, sus huesos amadísimos que será probablemente lo que quede de él después de tantos años. Necesito una fecha y una hora y un certificado de su muerte. Necesito saber. Quiero tener certeza.

Así como tejí la fantasía de su vida, deberé elaborar la ilusión de su muerte. Así como nos lo arrebataron en un brutal pase de magia, deberé asumir la realidad de su no vuelta. Jamás volveré a verlo. Jamás.

Diez años y medio han transcurrido, tiempo en el que una parte de mí ha permanecido sin aceptar la realidad tan dura, tiempo en el que he querido conciliar este ferviente anhelo con su ausencia total, definitiva. Nada he logrado.

Por mucho que lo quiera, tengo que aceptar que él ya no vendrá. Tengo que conciliar la realidad con mi cabeza. Las cosas no suceden en el mundo como en los cuentos de hadas o en las telenovelas. En nuestras vidas, es el mal el que se ha impuesto.

Debo asumir la pérdida. Para recuperar mi equilibrio emocional, mi mundo interno debe reconocer el exterior y -pese a mis fantasías- este me arroja a la cara todos los días una realidad que no he querido ver: la de que la ausencia de mi hermano es para siempre.

¿Cómo no serla, si estuvo en manos de uno de los ejércitos más sanguinarios de la tierra?

Lo que ahonda esta angustia es la incapacidad de lograr justicia en Guatemala. Los familiares de los desaparecidos tenemos, entonces, que vivir nuestro duelo en las condiciones más difíciles, sin el cuerpo de la persona amada, aislados hasta de nuestras propias familias, sin posibilidad de acudir a alguna instancia que asegure el castigo de tal omnipotencia desquiciante, en soledad.

Los familiares de los desaparecidos constituimos en ese país una especie de "minoría" (¿o mayoría?) discriminada, señalada socialmente, estigmatizada. Una ley no escrita y una sentencia no pronunciada nos proscribe a un extraño espacio de locura, de terquedad, en el que -solos e incomprendidos-, continuamos reclamando conocer lo que sucedió con nuestros desaparecidos y exigiendo justicia para los desaparecedores. Nos han creado con sus actos brutales y ahora nos niegan nuestro derecho a ser y a que se sepan nuestra verdad, que no es otra que el daño que nos ocasionaron y el daño que les ocasionaron a mi hermano y a miles más, todos ellos seres humanos, víctimas, no monstruos ni criminales como han pretendido hacerlos aparecer para justificar lo injustificable.

Pero esa actitud es coherente con esa sociedad en donde la insania prevalece. Para nosotros, familiares de víctimas, nos queda la coherencia frustrante y sin salida de reclamar justicia. Nos queda la dignidad de rechazar las mentiras, nos dan náuseas, con las que pretendieron explicar lo que sucede con los desaparecidos: "se fueron mojados a los Estados Unidos", como respondía uno de los tantos generales a las preguntas de los periodistas, o "se lo llevó la guerrilla", como les contestó Chupina a mis padres cuando estaban en la desesperada búsqueda de su hijo, mi hermano.

En Guatemala la muerte no es humana. No se trata de la conclusión de la vida como un proceso natural. Se trata del arrebatamiento violento, brutal, despiadado y en las condiciones más bestiales del derecho a ser. Esa clase de muerte es terrorífica, paralizante, inhibidora de todos los rasgos humanos que deben caracterizar a un conglomerado unido en la finalidad más alta: la de proteger y defender la vida.

Una patología muy profunda se desarrolla en esa sociedad. Una patología que ha impedido que la sociedad misma proteja a cada uno de sus miembros y que se solidarice con las víctimas de tanto horror y tanta crueldad durante tanto tiempo. Una patología en la que se sustituyó -sin que fuera una mecánica adopción de palabras- el "siento la muerte de su hijo" por el "en algo andaba metido" y el "le doy mi más sentido pésame" por "el que nada debe, nada teme". Esos casi sortilegios mágicos, se erigieron como pararrayos en todas las cabezas ciudadanas y el que señalaba y culpaba de las muertes y desapariciones a los padres, a las familias y a las propias víctimas -sin dirigir su condena a los verdaderos criminales-, se sintió libre de sufrir en propia carne la tortura, la muerte y la desaparición.

Media Guatemala ha vivido de esa forma, negando la realidad, también enloquecida, anulando en sí mismos los mejores rasgos que podemos tener los seres humanos: la capacidad de solidarizarnos y de sentir el dolor de los demás. Media Guatemala se sumó al "consenso" de la muerte y contribuyó con su silencio -o su condena hacia las víctimas- a anular los mecanismos sociales de la defensa de la vida.

La otra mitad somos nosotros, junto con los desaparecidos y los muertos. Los vencidos, los negados, los anulados socialmente en cuanto víctimas, los exiliados y los refugiados. Los dignos. Los "locos" que continuamos exigiendo conocer lo qué pasó con nuestros familiares y que se haga justicia. Fuimos los que buscamos que la libertad, la justicia y la dignidad humana dejaran de ser meras definiciones en los diccionarios y se constituyeran en la verdad cotidiana de un pueblo que continúa viviendo en el infierno de las mentiras, la impunidad y la dura lucha por la subsistencia, deshumanizado y embrutecido por el dolor.

Por encima de todo, al anhelo persiste. ¿Podrá algún día Guatemala articular un proyecto de vida que se oponga a tanto sufrimiento y a tanta muerte? Sólo de esa manera, construyendo un país con libertad y con justicia verdaderas, el dolor por la desaparición de Marco Antonio y la muerte de tantos seres que aún amo, lograría atenuarse.

Lucrecia Molina Theissen  
29 de junio de 1992