sábado, 28 de enero de 2012

"Si tú estás con nosotros, te alimentaremos; si estás en contra nuestra, te mataremos"


La guerrilla ha logrado ganar a muchos colaboradores entre los indios.
Por tanto, los indios son subversivos, ¿no? ¿Y cómo se lucha contra la subversión?
Claramente, hay que matar a los indios porque están colaborando con la subversión.
Luego dirán que está matando a gente inocente, pero ellos no son inocentes.
Se vendieron a la subversión.
Francisco Bianchi, asesor personal de ERM
(http://shr.aaas.org/guatemala/ciidh/charla.html)


El 23 de marzo de 1982, a menos de seis meses de la desaparición forzada de Marco Antonio –ocurrida el 6 de octubre del año anterior- Guatemala se hundió en un abismo aún más profundo que aquel en que nos encontrábamos.

Conservo imágenes fugaces que huyen de mi cabeza cuando trato de darle coherencia a mis vivencias de ese día, el del golpe de Estado que elevó a Efraín Ríos Montt a la jefatura del gobierno. Cerrada en mi interior, con la mirada perdida en el veloz desfile de edificios, personas, retazos de verde, casas, nubes, escuché la marcha militar típica de las cadenas de radio y televisión, la misma de los anuncios de estados de sitio y golpes de Estado, junto con la conocida voz del locutor de la TGW –Radio Nacional de Guatemala- interrumpiendo la estridente música que sonaba en el ruletero. De esa forma se nos comunicaba que se había producido el derrocamiento del corrupto y sanguinario gobernante Romeo Lucas, otro general que, visto desde la temeridad de las edades juveniles, me parecía estúpido. Sabiendo lo que sé ahora, ya no puedo revivir el alivio que fugazmente sentí en ese momento de supuesta “liberación” del yugo sangriento de los hermanos Lucas.

El golpe de Estado fue el remate de cuatro años de indescriptibles hechos de violencia terrorista ejecutados por agentes estatales. Fueron años en los que los detentadores del poder con una mano vaciaron las arcas públicas y se apoderaron de las tierras habitadas por los pueblos indígenas, mientras que con la otra asesinaron a mansalva y desaparecieron a la dirigencia del movimiento popular, destruyendo de esta forma las organizaciones sindicales, estudiantiles, gremiales, de pobladores urbanos y muchas otras. Así, se cerraron todos los espacios de participación política y social, y se dibujó en el imaginario con mayor nitidez la figura del “enemigo interno”, el aniquilable, el matable, el desaparecible, porque era cualquier cosa (rebelde, subversivo, desobediente, comunista, indígena), no un ser humano, tampoco una persona con derechos.

Por supuesto, la negociación contempló un puente de plata para el enemigo en cobarde y vergonzosa huída. Ninguno de los asesinos y corruptos funcionarios del régimen de los Lucas fue enjuiciado ni castigado por sus delitos. Y en esa Guatemala, hecha de mentiras y verdades a medias, no tardaron en circular leyendas como aquella de que en el sótano de la casa de Donaldo Álvarez Ruiz, el ministro de gobernación, habían aparecido vivas, enterradas hasta el cuello, tres mujeres desaparecidas.

Ese día de tanques y fusiles, de música marcial transmitida en cadena, de uniformes verde olivo en los cuatro puntos cardinales, de fugaces alivio y esperanzas, mi pobre padre salió por unas cuantas horas de la muerte en la que fue sumido por la desaparición de Marco Antonio. Reeditando un episodio de su vida –el de sus 16 años, cuando mi abuela sacó de madrugada a sus hijos para que se sumaran a los alzados del 20 de octubre de 1944- se dirigió al parque Central, abrazó a los soldados, les dio las gracias por tumbar al gobierno, causante de nuestra tragedia, y pidió armas para combatir a las fuerzas luquistas que estaban resistiendo.

Optimista, por primera vez desde ese día maldito en el que se llevaron a su niño, le mandó un telegrama a Ríos Montt pidiéndole su liberación. Hubo tres telegramas en respuesta a su pedido: en el primero fue informado por el propio jefe de la junta militar de gobierno que su petición había sido trasladada al ministro de gobernación; el segundo, de este alto funcionario, otro militar, decía que el caso estaba en manos del director de la policía nacional; el tercero, del aludido director, le instaba a presentarse ante el Departamento de Investigaciones Técnicas. El tenebroso DIT estaba conformado por los no menos tenebrosos agentes de la disuelta policía judicial, los asesinos disfrazados de traje y corbata que llenaron las calles de cadáveres.

Se presentaron al DIT. Declararon ambos, mi madre y mi padre. Ella llevó los dibujos que había hecho de los rostros de los tipos que se habían llevado a Marco Antonio, cuyos rasgos lleva grabados en su alma. Se hicieron retratos hablados. Se abrió un expediente. Cero resultados hasta el sol de hoy. ¿Tenía que decirlo?

Eso, más dos cartas a Marco Antonio que publicamos en campos pagados en el extinto diario El Gráfico –porque Prensa “Libre” se negó a recibírnoslas-, con un ruego a Ríos Montt por la vida de nuestro niño, se sumaron a las innumerables acciones que emprendimos en su búsqueda inútil. No estuve allí, pero tengo la imagen de la esposa del jefe del gobierno haciendo como que escuchaba a mis padres mientras le suplicaban de rodillas que los ayudara a encontrar a su hijo.

Por un corto tiempo, desde nuestra desesperación por encontrar a Marco Antonio, creímos que iban a liberar a los desaparecidos. Creímos que iban a detener las matanzas. Creímos que se juzgaría y se enjuiciaría a los criminales. Creímos que se diría la verdad sobre los causantes de nuestro dolor y sus crueles delitos. Creímos que se instauraría un régimen democrático, justo y respetuoso de nuestros derechos. Creímos… Creímos vanamente y la esperanza se diluyó muy pronto. Éramos moribundxs tratando de aspirar la última bocanada de un aire envenenado por el odio, vivíamos solamente para encontrar a nuestro niño.

Cuando pasó el encanto, despertamos a una brutalidad hasta entonces desconocida. Con estupor, la noche del 23 de marzo escuché decir al nuevo cabecilla del gobierno que quien tuviera armas iba a ser fusilado, no asesinado.
Por favor señores de la subversión, tomen nota de lo siguiente, solo el Ejército de Guatemala debe tener las armas y ustedes dejen las armas, porque si no dejan las armas nosotros les vamos a quitar las armas. Y oigan bien señores, no aparecerán asesinados en las orillas de las carreteras; se irá a fusilar a quien esté en contra de la ley, pero asesinatos ya no, queremos respetar los derechos del hombre, ejercitarnos en ello, es la única manera de aprender a vivir democráticamente. (http://pacaya.blogspot.com/2011/12/conflicto-armado-y-estado-de-derecho.html)
Su cantinflesco discurso –donde las expresiones “derechos del hombre” y “democráticamente” son falsos abalorios- se tradujo en los temibles tribunales de fuero especial, un agujero negro del que solamente se salía para ser fusilado. En su delirio mesiánico, el pastor evangélico se erigió en el padre todopoderoso de guatemaltecos y guatemaltecas por la voluntad de Dios:
…estoy confiando en Dios, mi Señor y mi rey, de que me ilumine, porque solamente El pone y solamente El quita autoridad… (los textos de los sermones dominicales plasmados de este en adelante, son de http://www.hcentroamerica.fcs.ucr.ac.cr/Contenidos/hca/cong/mesas/cong5/docs/bCul2.pdf)
Con base en la creencia en un Dios que ama y golpea, -“Dios le ama a usted, le ama y le disciplina, le ama y le golpea, para que usted despierte, reaccione…”- el ungido emprendió una guerra apocalíptica entre el bien y el mal en un mundo en el que la rebelión es un pecado y la miseria es el producto de la ausencia de valores.
Lo cierto del caso es que estamos en una guerra y en una guerra lo que realmente sucede es que uno le tiene que imponer su voluntad a otro, al adversario. Eso es precisamente lo que es la guerra, imponer la voluntad a otro. Y nosotros hemos estado diciendo que Guatemala es maravillosa, que el paisaje, que su naturaleza no tiene comparación, pero que necesitamos un cambio y el cambio consiste precisamente en imponerle su voluntad a otro.
Estamos dispuestos a cambiar Guatemala, estamos dispuestos a que reine la honestad y la justicia, paz y respeto para aquellos que son pacíficos y respetan la ley, prisión y muerte para aquellos que siembran el crimen y la violencia, delitos de traición.
En ese mundo en blanco y negro, de pecado o de sumisión, de profundo autoritarismo, la obediencia ciega, irracional y acrítica era la conducta correcta. Los hijos y las hijas eran torturados y desaparecidos o asesinados si se portaban mal, si desobedecían a sus padres, que fallaban en su labor de control y vigilancia, y se sumaban a la rebeldía contra el estado de cosas, contra el mandato del padre todopoderoso. Paradójicamente, de esa guerra santa -que recurrió a la extrema crueldad y en la que se cometieron crímenes deleznables- librada por el padre disciplinador amparado por el Dios castigador, debía salir una nueva Guatemala, de gente obediente, con valores, apegada a la familia, honesta, con paz en su corazón.
Si no hay paz en la familia, no hay paz en el mundo. Si queremos paz, tenemos en primera instancia que tener paz en nuestros corazones.
Mientras el general predicaba los domingos, vestido de civil, con la Biblia en la mano, llamándonos a obedecer leyes ilegales, más prosaicamente uno de sus hombres en el teatro de operaciones declaraba en el marco de la implementación del plan fusiles y frijoles que:
Si tú estás con nosotros, te alimentaremos; si estas en contra nuestra, te mataremos (http://www.hcentroamerica.fcs.ucr.ac.cr/Contenidos/hca/cong/mesas/cong5/docs/bCul2.pdf)
Así, como lo escribí hace ya varios años en un artículo publicado en internet, Ríos Montt desarmó y desarticuló a los innumerables grupos irregulares que se habían organizado en el tiempo de Lucas para centralizar, planificar y reorganizar la represión y la contrainsurgencia. Ofreció actuar con apego a la ley y lo hizo, cerrando el Congreso y derogando la Constitución y fabricando un estatuto de gobierno a su medida. Además, emitió leyes ilegales que le permitieron condenar a muerte a personas inocentes por medio de los tribunales de fuero especial cuya composición era secreta al igual que los procesos, los sitios de reclusión y los propios condenados. Las sentencias de estas instancias ilegítimas –pero muy legales, porque se habían establecido mediante un decreto firmado por él- eran emitidas por jueces sin rostro, según denunciaron los valerosos abogados que se enfrentaron a esta nueva maquinaria de muerte. Sus escritos de defensa de las personas detenidas en total aislamiento, eran entregados en una impersonal ventanilla del ministerio de la defensa. Una veintena de personas perdieron la vida de ese modo en aleccionadoras acciones de terror; sus atribuladas familias se enteraron de sus paraderos cuando se dieron a conocer las listas de los condenados al fusilamiento.
Los Tribunales de Fuero Especial además de regirse por las disposiciones legales mencionadas, todas ellas de conocimiento público, ajustaban su actividad, se desempeñaban y funcionaban, de acuerdo con normas, regulaciones y consignas militares de carácter secreto. En consideración a ello, nadie sabía ni podía informarse quienes los integran, cuántos eran, donde funcionaban, cuándo se reunían, y tampoco se conoce si algún día se podrá llegar a saber el paradero de los expedientes que tramitaron tales Tribunales. (…) la ley creadora de los Tribunales de Fuero Especial vino a castigar con pena de muerte a los responsables de diversos delitos establecidos en el Código Penal. (Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Guatemala de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Washington, D.C., 1983, en http://www.cidh.org/countryrep/Guatemala83sp/Cap.4.htm)
Sigo diciendo en ese artículo, que entre el 23 de marzo de 1982 y el 8 de agosto de 1983 el país fue asolado por el terror contrainsurgente. Las masacres de civiles en el campo -cuyas víctimas fueron en su mayoría indígenas, sobre todo ancianxs, mujeres y niñxs- eran reportadas como producto de enfrentamientos victoriosos del ejército con fuerzas guerrilleras. Las cifras de violaciones a los derechos humanos sobrepasan con creces las de sus predecesores y las de quienes le siguieron en el ejercicio del poder. El fatídico baño de sangre sufrido en ese período se reduce a unas cuantas estadísticas: 440 aldeas arrasadas y más de 600 masacres documentadas por la Comisión de Esclarecimiento Histórico auspiciada por la ONU. Esto se suma a las personas desaparecidas, entre 40 000 y 55 000, y las alrededor de 200 000 víctimas mortales a lo largo del conflicto armado.




La verdad fue hecha a un lado a golpe de tambor, tableteo de ametralladoras y sermones dominicales del pastor gobernante que nos evangelizaba con su verbo amedrentador o, lo que es lo mismo, que nos amedrentaba con su verbo evangelizador. Las noticias sobre las masacres debían recorrer intrincados caminos, pero ninguno de ellos conducía a los medios masivos de comunicación, que lo único que reproducían eran los comunicados militares. La censura se impuso sobre los periodistas y las empresas informativas se limitaron a ser cajas de resonancia de la versión contrainsurgente del conflicto.

De mí puedo decir que no sonreí más en esos años. La única fuente de alegría para nosotros fue la primera de mis sobrinas. La quería -la quiero- tanto que dudé que me quedara amor para mis hijos si algún día llegaban a mi vida. El recuerdo que conservo de mí misma es muy triste. Se adueñaron de mí hondos sentimientos de indefensión, impotencia y vulnerabilidad. Perseguida, como tantas otras personas que corrían peligro cierto de muerte, fueron años en los que no sentí más la gloria de estar viva. No pude ver las flores ni me encanté con la majestad de los árboles –la única que debería existir sobre la tierra- y si alzaba la vista al cielo, todo era oscuro ante mis ojos.

Mi cuerpo y mi alma se convirtieron en un reflejo de la desgracia que asolaba la patria. Aunque sabía muy poco de lo que verdaderamente estaba ocurriendo en las montañas y planicies del Occidente, se respiraba veneno y sentía en mis huesos y en mi carne el dolor que flotaba en el ambiente, junto con la amenaza de perderme en el huracán arrasador que se llevó la vida.

No hay algo más injusto que la justicia que no llega nunca y es doblemente doloroso cuando se trata de crímenes racionalmente planificados, atroces, perversos, ejecutados con saña y odio. Pero en Guatemala, aunque tardía, es bienvenida la justicia para las víctimas del genocidio en la causa emprendida por la Asociación Justicia y Reconciliación y el Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos. Como parte del proceso iniciado en el año 2000, Ríos Montt fue ligado a proceso en la audiencia del 26 de enero del 2012, la jueza Carol Patricia Flores decidió darle casa por cárcel mientras se realiza el juicio y debió pagar una fianza de medio millón de quetzales (8 x 1 dólar, aproximadamente), para gozar de esta medida sustitutiva. Permanecerá custodiado y no podrá poner un pie fuera de su casa ni del país.

Su defensor, un tránsfuga, en su intervención reconoció que las masacres, las desapariciones forzadas y los asesinatos fueron política de Estado y una práctica habitual del ejército guatemalteco desde 1965. Este reconocimiento, aunque amañado, rompe con la línea de silencio y negación de los crímenes de lesa humanidad –genocidio y desaparición forzada- mantenida por los militares a lo largo de la historia.


La fotografía* en la que fue captada la figura de un hombre alcanzado por sus delitos, con las manos a la espalda, custodiado por dos policías, ya no es la del ser omnipotente, el padre castigador, que sojuzgó a un país entero, ungido por un Dios que nos ama pero que nos golpea. Esa imagen no solo vale más que mil palabras, vale miles de días de sufrimiento y espera por la justicia de sus víctimas; vale por miles de recuerdos dolorosos en la piel, en la carne y en la sangre; vale por las pesadillas y la angustia de la persecución y la muerte, real o posible, de decenas de millares de personas. Pero ¿vale por la vida de una niña a la que amarraron tan fuertemente que se le salieron los ojos? ¿Vale por las mujeres violadas, sometidas a la prostitución forzada? ¿Vale por nuestra dignidad arrebatada?

Por un momento, el de la euforia del primer instante, me sentí compensada por la imagen del todopoderoso derrotado, pero ya no, no es suficiente. ¿Cómo pude conformarme con tan poco? ¿Arresto domiciliario y fotos efímeramente satisfactorias? ¿Es eso lo que nos quieren entregar a cambio de todo lo perdido? Con la luz de un nuevo día me digo a mí misma lo que muchos y muchas ya dijeron: no basta, no es suficiente, esto no vale la vida de las niñas y niños asesinados; no vale la integridad de las mujeres violadas y forzadas a prostituirse; no vale la tortura a la que fueron sometidas comunidades enteras; no vale nuestro sufrimiento que no acaba, no, no, no. Pero es un inicio. Es innegable que la justicia para las víctimas de las violaciones a los derechos humanos perpetradas en Guatemala por el ejército más sanguinario de este lado del planeta ha dado un importante paso al procesar a Ríos Montt por dos delitos de lesa humanidad: genocidio -sobre cuyo significado nos quieren perder en una discusión estéril- e incumplimiento de deberes de humanidad. Es indudable, también, que este proceso nos fortalece y contribuye a difundir y legitimar la verdad histórica negada, ocultada, perseguida hasta hoy.

La alegría y el dolor se mezclan al ver derrotado al otrora hombre más poderoso de Guatemala, quien quiso presentarse como un títere que no tuvo responsabilidad en los crímenes horrendos perpetrados por las fuerzas bajo su mando, como calificó la jueza los hechos que le fueron presentados durante la audiencia. Ver a un criminal que hizo tanto daño sentado en el banquillo de los acusados, alguien que destruyó tantas vidas y permaneció impune durante casi treinta años, es aleccionador para las nuevas generaciones de mi país que deben aprender que quien mata debe responder ante la justicia y que todos y todas somos iguales ante la ley, sin importar el calibre de su arma, de su billetera o de su puesto de poder. Es algo muy necesario en Guatemala, para ojalá ya no tener que decir que a los asesinos se les llama "señor presidente".

(Y no obstante el dictado de la jueza, el actual presidente de la república, un ex general del ejército, declaró que Lo dije cuando estaba de candidato y lo vuelvo a repetir hoy que estoy de Presidente de la República, es que aquí en Guatemala no hubo genocidio).


* La segunda fotografía es del Honorable Comité de Ciencias Económicas, de la Universidad de San Carlos de Guatemala.

sábado, 21 de enero de 2012

Desaparecer

La gente normal, en un país normal, si tales cosas existen, pierde cosas: las llaves, los libros, los trenes en grandes estaciones, esas con andenes interminables y millares de viajeros; pierde los vuelos, la cordura, el amor, la cartera, el empleo. Pero yo no soy de un país normal, sino de uno donde se perdió mucha gente para nunca más aparecer.

El parentesco era un detalle irrelevante. Se perdían por igual hermanos, hermanas, esposos, amigos, compañeras y compañeros de clase, del trabajo o el partido; vecinos, el papá, la mamá, los hijos o las hijas. El hecho es que un día cualquiera –de fiesta, entre semana o en el fin de semana-, a una hora cualquiera -en la mañana, la tarde, la noche, la madrugada-, en cualquier parte –en el baño, quizá lavándose los dientes, saliendo o entrando por la puerta de la casa, la oficina o el aula-, en el trayecto a alguna parte -en carro, camioneta, bicicleta, a pie, en moto- cualquier persona podía desaparecer. Algunos se esfumaron en pequeños recorridos del parqueo a la oficina, de la parada a la fábrica; o, ahorrándoles el esfuerzo de moverse, eran sacados vio-len-ta-men-te de la silla, la cama o el auto.

No importaban tampoco sus características físicas, el oficio ni la profesión, la forma de vestir ni los colores de la ropa. Con la gente que desaparecía, se perdieron una cantidad enorme, incalculable, de blusas, camisas, zapatos, bolsos de mujer, maletines, pijamas, anteojos, vestidos, pantalones, ropa interior, sacos, suéteres, rebozos, caites. El vestuario, a falta de otros elementos, pasó a ser parte infaltable de la última imagen que se atesora de cada persona cuyo paradero sigue siendo desconocido. Sus presencias en la vida familiar, laboral, estudiantil, partidaria, sindical, comunitaria, religiosa, fueron sustituidas por fotografías, retratos hablados, fichas antropométricas, recuerdos reprimidos con el llanto ahogado en la garganta o colgado de las pestañas, en lágrimas que pugnan por no salir. Lo último que quedó de ellas y de ellos fueron solo palabras, gestos mudos, un adiós apresurado, un beso apenas rozando la mejilla del recordador o la recordadora, un abrazo que ya no transmite su tibieza, una imagen gastada en la memoria a la que nos aferramos con todas nuestras fuerzas para no olvidar el amor que ha inspirado la búsqueda.

El aviso frecuente en la prensa -el octavo de columna, la foto reciente tamaño cédula y las diez líneas usuales- relataba que fulano o zutana que había salido de la casa tal día, a tal hora, vistiendo de esta y esta forma y se dirigía a tal parte, nunca había llegado, nunca había vuelto, nunca fue vuelto a ver, nunca se supo más de ella, de él, nunca, nunca, nunca…

Quizá porque la mayoría de esta gente, que parecía diluirse en el aire, era del sexo masculino, las madres, las hermanas, las esposas -en fin, las mujeres, siempre ellas, tan tercas- eran quienes más insistían en aferrarse a algo tan perecedero, tan morible, tan matable, como la carne de sus hijos, hijas, esposos... Angustiadas se las veía correr tras espejismos, con la ilusión de hallar a su sangre perdida en cementerios y morgues, en botaderos clandestinos en barrancos y caminos, siempre infructuosamente.

¿Qué pasaba? ¿En qué clase de trampa habían caído los miles y miles de hombres y mujeres reducidos al recuerdo de quienes queremos recordarles? ¿En qué limbo se encuentran? Se sabía y no se sabía. Se hablaba y no se hablaba. En cuchicheos y medias palabras dichas al oído, circulaban retazos de versiones de lo que quizás podría haberle pasado a fulana o a fulano de tal. En estos retazos siempre había lugares comunes: hombres no identificados portando armas de grueso calibre, prohibidas, conduciéndose en autos sin placas, cazadores de gente, desaparecedores, destrozadores de la vida. El entramado del horror también lo componían cuarteles militares, cárceles clandestinas, torturadores, charreteras y quepis, silencio y terror generalizados.

Pero no todo fue silencio. También hubo denuncias fuertes, claras, dichas con voces muy potentes, pero no lograron contener la sangría. Es más, las vidas de quienes osaron hablar sobre esto en voz alta, se perdieron en el río de muerte que recorrió la patria, indetenible.

Este país extraño, duro, doloroso, fue sembrado de cadáveres. En botaderos y cementerios clandestinos, como brotados de la tierra, aparecieron cuerpos irreconocibles con rostros desfigurados, a los que se les borraba toda seña de identidad. Cuerpos desnudos, sin nombre, sin fecha de nacimiento ni de muerte, víctimas olvidadas. Tirados a los cráteres de los volcanes, al mar o sepultados en cuarteles y fosas circulares, como embudos, los despojos de los XX se apilaron año tras año hasta sumar decenas de miles.

Buscar inútilmente. Esperar, interminablemente. Sufrir de manera indecible. Recordar día a día. Esos son los verbos asociados a esta inefable tragedia. Fueron conjugados en todos sus tiempos, modos y personas, en todos los espacios posibles, con riesgo de la vida, pues muy pronto se entendió que quien buscaba, esperaba, sufría y recordaba se exponía a correr la misma suerte. Así, en un medio tan endurecido y deshumanizado por el miedo, la búsqueda, la espera, el sufrimiento y el recuerdo se transformaron en vocablos conjugados en la primera persona del singular, en soledad casi absoluta.

Mientras tanto, ellos, perpetraron otros verbos letales para destruir el alma y el cuerpo no solo de sus víctimas, sino de una sociedad entera: matar, torturar, desaparecer, arrasar, quemar, causar todo tipo de sufrimientos, mentir y silenciar, encubrir, amenazar, atemorizar. Ejecutaron planes concebidos y milimetrados racionalmente empleando perversamente el aparato estatal para sus aviesos fines. Poco puedo decir o imaginar sobre los desaparecedores, categoría criminal que emparenta con Hitler a los autores mediatos e inmediatos de este crimen de lesa humanidad. Lo que sí sé con certeza absoluta es que no se trata de monstruos; ojalá lo fueran, porque entonces la irrepetibilidad del delito se garantizaría con su extinción. La maquinaria institucional –una mezcla de estructuras, voluntades, personas y actividades legales e ilegales- continúa intacta y podría activarse nuevamente.

Nosotros/as, familiares de personas desaparecidas, llevamos, como marca indeleble, su última imagen impresa en la retina; las seguimos buscando entre las multitudes. Un retazo de tela, un perfume, el aire de una melodía cualquiera, una expresión, un gesto, una mirada, las traen de nuevo al presente con un fardo de sufrimiento renovado. El parco recuento de su triste legado incluye cuartos vacíos, camas lisas, libros abandonados, lapiceros sin dueña, pintalabios y peines, los espejos sin sus imágenes queridas, tazas guardadas, perros sin amo, deudas, seguros incobrables, ropas que se olvidaron de sus formas, hijos o hijas y nuestros corazones vaciados de su tibia presencia para siempre. Orfandad, soledad, viudez, muerte sin muerte. Y a todos/as nos quedó el miedo que nos arrebató el alma y se llevó la dignidad. El miedo que nos hizo agachar la cabeza, cerrar los ojos y tapiar los oídos o seguir levantándola, con los ojos abiertos y rompiendo el silencio. 

Después de tantos años, sigo teniendo miedo pero hablo. También busco, espero sufro, recuerdo. En todas partes y en ninguna, doy vueltas conmigo misma tratando de hallar un camino, una salida, una vereda, una escalera, cualquier paso que me saque de no sé dónde hacia cualquier otra parte donde encuentre a quien tanto he buscado.

jueves, 12 de enero de 2012

La palabra proscrita

En un país de gente hambrienta, con gran ostentación y lujo insultantes, vestidos con ferragamo y chanel, rolex y perlas, los-que-no-quiero-nombrar asumirán los puestos presidenciales. Para sacarme este tarugo del pecho, que me ha dejado muda, solo me quedan los sonidos, los signos, unos detrás de otros, ordenados de acuerdo con reglas específicas. Las palabras. De nuevo se amontonan en mi cabeza formando pensamientos y emociones oscuras cuando busco la luz, como todo lo que tiene que ver con Guatemala.

Las tengo en mí y hoy me parecen nada frente a ellos, que deciden y actúan, que hacen y mandan a hacer en un proceso en el que su palabra fue transformada en crímenes decenas de miles de veces, convertida en mentiras, en verdades a medias que cubrieron sus pasos arrasantes. Es un pasado que llevamos impreso en la piel y que remueve el mismo miedo silenciador y paralizante de esos años.

Mi palabra proscrita, inescribible, sigue diciéndose en voz baja, con un hablar pausado y lento, viéndonos a los ojos para asegurarnos de que nos escuchamos mutuamente. Impronunciable por teléfono, se intercala con silencios y miradas nerviosas. Por extraño que parezca a quien no lo ha vivido, en ciertos ámbitos pareciera que siempre hay alguien más que nos escucha al pronunciar justicia o al vincular sus nombres con crímenes horrendos.

Insuficientes para expresar lo vivido pero rebeldes cuando, en lugar de decir esto, quisiera contarles de la hermosísima luna que nos acompañó ayer desde el cielo. Plasmadas en escritos, memoriales, denuncias, expedientes, peticiones, no alcanzan a constituirse en actos de justicia. Desempoderadas, no rozan siquiera ese mundo apartado de la ley que han construido para su impunidad y nuestro desconsuelo.

Aunque siga sintiendo que no sirven, aunque me parezcan insuficientes, aunque nadie las crea y el poder trate de deslegitimarlas, no quiero sepultarlas nuevamente en mi pecho como lo hice antes. No quiero darme por vencida. Ellos no me tocaron para cortar mi aliento y, mientras permanezca en este mundo, junto con el dolor, la alegría y la vida, me quedan las palabras.

Después de mí, cuando trascienda a una dimensión inalcanzable, con ellas seguiré nombrando lo vivido, contando de la destrucción que dejaron a su paso, clamando por justicia, hablando de la esperanza que florece en los abrazos y nace con la vida, cada día. Pese a mi pesimismo -porque "el mundo es pésimo", como decía Saramago- me proclamo tercamente optimista. Quiero pensar que, más allá de este momento, nos esperan otros más felices. Por hoy, los inventamos con palabras hermosas -como paz y alimento para el alma y el cuerpo, solidaridad y justicia para todos y todas- para un día construirlos con nuestras propias manos.

Y si hoy muriera, mis últimas palabras para los-que-no-quiero-nombrar serían que no maten.