La gente normal, en un país normal, si tales cosas existen, pierde cosas: las llaves, los libros, los trenes en grandes estaciones, esas con andenes interminables y millares de viajeros; pierde los vuelos, la cordura, el amor, la cartera, el empleo. Pero yo no soy de un país normal, sino de uno donde se perdió mucha gente para nunca más aparecer.
El parentesco era un detalle irrelevante. Se perdían por igual hermanos, hermanas, esposos, amigos, compañeras y compañeros de clase, del trabajo o el partido; vecinos, el papá, la mamá, los hijos o las hijas. El hecho es que un día cualquiera –de fiesta, entre semana o en el fin de semana-, a una hora cualquiera -en la mañana, la tarde, la noche, la madrugada-, en cualquier parte –en el baño, quizá lavándose los dientes, saliendo o entrando por la puerta de la casa, la oficina o el aula-, en el trayecto a alguna parte -en carro, camioneta, bicicleta, a pie, en moto- cualquier persona podía desaparecer. Algunos se esfumaron en pequeños recorridos del parqueo a la oficina, de la parada a la fábrica; o, ahorrándoles el esfuerzo de moverse, eran sacados vio-len-ta-men-te de la silla, la cama o el auto.
No importaban tampoco sus características físicas, el oficio ni la profesión, la forma de vestir ni los colores de la ropa. Con la gente que desaparecía, se perdieron una cantidad enorme, incalculable, de blusas, camisas, zapatos, bolsos de mujer, maletines, pijamas, anteojos, vestidos, pantalones, ropa interior, sacos, suéteres, rebozos, caites. El vestuario, a falta de otros elementos, pasó a ser parte infaltable de la última imagen que se atesora de cada persona cuyo paradero sigue siendo desconocido. Sus presencias en la vida familiar, laboral, estudiantil, partidaria, sindical, comunitaria, religiosa, fueron sustituidas por fotografías, retratos hablados, fichas antropométricas, recuerdos reprimidos con el llanto ahogado en la garganta o colgado de las pestañas, en lágrimas que pugnan por no salir. Lo último que quedó de ellas y de ellos fueron solo palabras, gestos mudos, un adiós apresurado, un beso apenas rozando la mejilla del recordador o la recordadora, un abrazo que ya no transmite su tibieza, una imagen gastada en la memoria a la que nos aferramos con todas nuestras fuerzas para no olvidar el amor que ha inspirado la búsqueda.
El aviso frecuente en la prensa -el octavo de columna, la foto reciente tamaño cédula y las diez líneas usuales- relataba que fulano o zutana que había salido de la casa tal día, a tal hora, vistiendo de esta y esta forma y se dirigía a tal parte, nunca había llegado, nunca había vuelto, nunca fue vuelto a ver, nunca se supo más de ella, de él, nunca, nunca, nunca…
Quizá porque la mayoría de esta gente, que parecía diluirse en el aire, era del sexo masculino, las madres, las hermanas, las esposas -en fin, las mujeres, siempre ellas, tan tercas- eran quienes más insistían en aferrarse a algo tan perecedero, tan morible, tan matable, como la carne de sus hijos, hijas, esposos... Angustiadas se las veía correr tras espejismos, con la ilusión de hallar a su sangre perdida en cementerios y morgues, en botaderos clandestinos en barrancos y caminos, siempre infructuosamente.
¿Qué pasaba? ¿En qué clase de trampa habían caído los miles y miles de hombres y mujeres reducidos al recuerdo de quienes queremos recordarles? ¿En qué limbo se encuentran? Se sabía y no se sabía. Se hablaba y no se hablaba. En cuchicheos y medias palabras dichas al oído, circulaban retazos de versiones de lo que quizás podría haberle pasado a fulana o a fulano de tal. En estos retazos siempre había lugares comunes: hombres no identificados portando armas de grueso calibre, prohibidas, conduciéndose en autos sin placas, cazadores de gente, desaparecedores, destrozadores de la vida. El entramado del horror también lo componían cuarteles militares, cárceles clandestinas, torturadores, charreteras y quepis, silencio y terror generalizados.
Pero no todo fue silencio. También hubo denuncias fuertes, claras, dichas con voces muy potentes, pero no lograron contener la sangría. Es más, las vidas de quienes osaron hablar sobre esto en voz alta, se perdieron en el río de muerte que recorrió la patria, indetenible.
Este país extraño, duro, doloroso, fue sembrado de cadáveres. En botaderos y cementerios clandestinos, como brotados de la tierra, aparecieron cuerpos irreconocibles con rostros desfigurados, a los que se les borraba toda seña de identidad. Cuerpos desnudos, sin nombre, sin fecha de nacimiento ni de muerte, víctimas olvidadas. Tirados a los cráteres de los volcanes, al mar o sepultados en cuarteles y fosas circulares, como embudos, los despojos de los XX se apilaron año tras año hasta sumar decenas de miles.
Buscar inútilmente. Esperar, interminablemente. Sufrir de manera indecible. Recordar día a día. Esos son los verbos asociados a esta inefable tragedia. Fueron conjugados en todos sus tiempos, modos y personas, en todos los espacios posibles, con riesgo de la vida, pues muy pronto se entendió que quien buscaba, esperaba, sufría y recordaba se exponía a correr la misma suerte. Así, en un medio tan endurecido y deshumanizado por el miedo, la búsqueda, la espera, el sufrimiento y el recuerdo se transformaron en vocablos conjugados en la primera persona del singular, en soledad casi absoluta.
Mientras tanto, ellos, perpetraron otros verbos letales para destruir el alma y el cuerpo no solo de sus víctimas, sino de una sociedad entera: matar, torturar, desaparecer, arrasar, quemar, causar todo tipo de sufrimientos, mentir y silenciar, encubrir, amenazar, atemorizar. Ejecutaron planes concebidos y milimetrados racionalmente empleando perversamente el aparato estatal para sus aviesos fines. Poco puedo decir o imaginar sobre los desaparecedores, categoría criminal que emparenta con Hitler a los autores mediatos e inmediatos de este crimen de lesa humanidad. Lo que sí sé con certeza absoluta es que no se trata de monstruos; ojalá lo fueran, porque entonces la irrepetibilidad del delito se garantizaría con su extinción. La maquinaria institucional –una mezcla de estructuras, voluntades, personas y actividades legales e ilegales- continúa intacta y podría activarse nuevamente.
Nosotros/as, familiares de personas desaparecidas, llevamos, como marca indeleble, su última imagen impresa en la retina; las seguimos buscando entre las multitudes. Un retazo de tela, un perfume, el aire de una melodía cualquiera, una expresión, un gesto, una mirada, las traen de nuevo al presente con un fardo de sufrimiento renovado. El parco recuento de su triste legado incluye cuartos vacíos, camas lisas, libros abandonados, lapiceros sin dueña, pintalabios y peines, los espejos sin sus imágenes queridas, tazas guardadas, perros sin amo, deudas, seguros incobrables, ropas que se olvidaron de sus formas, hijos o hijas y nuestros corazones vaciados de su tibia presencia para siempre. Orfandad, soledad, viudez, muerte sin muerte. Y a todos/as nos quedó el miedo que nos arrebató el alma y se llevó la dignidad. El miedo que nos hizo agachar la cabeza, cerrar los ojos y tapiar los oídos o seguir levantándola, con los ojos abiertos y rompiendo el silencio.
Después de tantos años, sigo teniendo miedo pero hablo. También busco, espero sufro, recuerdo. En todas partes y en ninguna, doy vueltas conmigo misma tratando de hallar un camino, una salida, una vereda, una escalera, cualquier paso que me saque de no sé dónde hacia cualquier otra parte donde encuentre a quien tanto he buscado.
No es fácil entender un país donde existen grupos sociales dominantes que consideran que las cosas deben resolverse con violencia. No es fácil entender un país donde no se quiere aceptar que el Estado fue organizado para reprimir, donde la vida de quienes pensaban diferente no valía y que podían disponer de ellos sin el menor respeto por su dignidad y condición humana. Reconocer que esto ocurrió es necesario porque este país no puede seguir con esta carga tan pesada. Para construir nuestra democracia es necesario que quienes lo dirigieron por tantos años acepten que actuaron desproporcionadamente. Necesitamos que exista la garantía de que esto no vuelva a ocurrir... De lo contrario estaremos condenados a vivirlo nuevamente, con otros nombres, otras causas, justificaciones, pero de igual manera utilizando nuevamente al Estado como promotor de la violencia. Esta es una nación compuesta por pueblos y personas, no es una finca donde se puede disponer libremente de la tierra, sus recursos y sus habitantes.
ResponderEliminarGuatemala no es la propiedad de 8 familias... es de 14 millones...
Palabras valientes y conmovadores. No puedo decir mas, es demasiado triste.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Anónimo. Así es, triste, triste.
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