miércoles, 31 de agosto de 2011

Discurso disonante en un mar de felicidad edulcorada

Ayer, después de haber escrito la reflexión sobre el Día Internacional de los Desaparecidos, algo me quedó dando vueltas en la cabeza. Me percaté de un cierto malestar provocado quizá por lo que he estado escribiendo en este blog, que posiblemente se derive de que con ello he roto los mandatos de silencio y olvido que rodean al crimen de la desaparición forzada y, en general, a las violaciones a los derechos humanos.

En su día, me refiero a los años del terror estatal en Guatemala y en muchos países de nuestra región, estos mandatos se asociaron a una garantía de la vida. Si no hablo, no sé y tampoco señalo responsables. Mucha gente vio para otro lado con base en ellos; de una manera perversa, los desaparecedores se aseguraron un “consenso social” que retorcidamente “legitimó” prácticas criminales represivas y exterminadoras de la disidencia y de la diversidad. También mucho se ha escrito sobre como la palabra evidencia o invisibiliza apuntalando al poder de una u otra forma, así que no me iré por ese lado.

Tomar la palabra me ha obligado a hablar de mí y de mi familia, diciendo cosas que hemos callado y ocultado por decenas de años, incluso de nosotras mismas. Eso me hace sentir a ratos, como dijo una persona que se presentó ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como si fuera un ovni o un monstruo con dos cabezas. Un bicho raro.

Y no es solamente eso, quizá, el origen del malestar. En estos tiempos neoliberales, en los que impera la liviandad del ser, tenemos la obligación de ser felices y de sentirnos bien. ¿Qué hace una voz, como la mía -como la nuestra, familiares de personas desaparecidas, en este coro que nos indica que debemos mirar hacia adelante y ser felices para siempre? Eso me lleva a otra reflexión sobre nuestro discurso disonante en un mar de edulcorada felicidad que estamos obligados/as a vivir (o a fingir), acompañada de conformismo y agradecimiento. Ese clima al que han contribuido, entre otras cosas, con todo respeto, los libros de autoayuda, los consejos de la Madre Teresa, el falso escrito de Jorge Luis Borges, la parábola del hombre feliz y muchas presentaciones en power point que circulan masivamente por correo electrónico, han ido imponiendo la idea de que la felicidad y el bienestar son asuntos privados. Y eso es cierto, hasta un punto. Hay una actitud y una decisión personales en torno a cómo vivir la vida, pero hay condiciones sociales y políticas que son favorables a la felicidad de las personas. Si tengo empleo de calidad, con posibilidades de una jubilación decente, acceso a educación y salud para mis hijos, un techo que me cubra y pan sobre la mesa cada día, tengo condiciones para ser feliz. Si no lo soy, es mi decisión, pero la sociedad a la que pertenezco me ampara y me facilita resolver mis necesidades materiales.

Ahora no. La felicidad y el bienestar personales dependen de que me crea que soy la única responsable, de manera que esté como esté, siempre será mejor que la situación de los niños y niñas de África, mostrados en imágenes obscenas cuando están a punto de morir de hambre. Estas son ideas desmovilizadoras, que nos atomizan y silencian, que deslegitiman la protesta social y personal, que dejan en nuestras manos y criterios sentirnos bien con cualquier empleo, cualquier sueldo, cualquier servicio público, todos de baja calidad. Pero el llamado no es a denunciar y a cambiar el estado de cosas, sino que constantemente nos repican el confórmese y cállese porque no está en África muriendo de hambre, conduélase, eche un par de lágrimas y siga su camino asegurándose el puestito y el mínimo, que eso es mejor que nada. A la par, hay otro mito o una nueva discapacidad: si no puede ser feliz con eso, es porque uno es incapaz, es negativo o negativa, es pesimista, no se da cuenta de que tiene catorce mil millones de neuronas trabajando para usted. Con esa presentación que circuló hace algunos años, recordé cuántos dientes, huesos, músculos y pelos en la cabeza tengo. Es el colmo de la soledad (y el individualismo y la falta de solidaridad), tener que recordar que si estamos angustiados/as, deprimidos/as, por lo que sea, sobre todo por las carencias materiales, aún tenemos cuerpo. Eso es quedarnos en los huesos, descobijados del apoyo social y las obligaciones estatales. Pero, a contrapelo de los discursos imperantes, estos apoyos y obligaciones son reclamados por el estudiantado y la clase trabajadora en Chile; por los pueblos indígenas que, proclamando su derecho al buen vivir, exigen respeto a su existencia y a la de la naturaleza; por los jóvenes indignados/as en Europa y por un largo etcétera del que debemos estar más al tanto para sentirnos mejor.

En cuanto a las víctimas, entre las que se cuentan quienes tenemos familiares desaparecidos/as, ni somos ovnis ni seres de dos cabezas. Somos tan comunes y corrientes como cualquier persona. Somos víctimas porque jurídicamente no hay otra forma de identificarnos, además de que fuimos objeto, junto con nuestros muertos, torturados o desaparecidos, de violaciones a nuestros derechos por parte de hombres que ostentaron (u ostentan) un poder avasallador, legal o ilegal. Sin embargo, en términos humanos, muchos y muchas hemos roto el círculo de la victimización para recuperar el hilo de la vida. En fin, somos personas ordinarias, afrontando situaciones extraordinarias, como me lo explicara Carlos alguna vez.

Pero a las víctimas –en última instancia, víctimas- no es solo eso lo que nos determina y nos da identidad, de modo que debo reconocer y confesar que soy una paradoja. Aquí estoy, aquí estamos, con toda mi felicidad y mi tristeza; con insatisfacción pero compensada por la vida; amargada y, sin embargo, alegre; sola existencialmente, con un dolor con el que he debido aprender a vivir, pero familiar y socialmente acompañando y acompañada en esta búsqueda; impotente, pero haciendo muchas cosas; muerta por un tiempo, el que sucedió al espantoso hecho que marcó nuestras vidas, pero ahora viviendo intensamente. Con un dolor, que es profundo amor al mismo tiempo, buscando a Marco Antonio, diciendo la verdad sobre lo sucedido, recordando cada día, señalando con un índice ardiente a los culpables para los que solamente pido, nada más y nada menos, juicio y castigo.

martes, 30 de agosto de 2011

30 de agosto, día internacional de los desaparecidos (y desaparecidas)

Una llamada temprana de una periodista buscando a alguien para entrevistar acerca de esta fecha, me hizo volver a ver el calendario y percatarme de que, en efecto, hoy es el "Día Internacional de los Desaparecidos" que se conmemora por primera vez en el mundo bajo los auspicios de la ONU. Hice una búsqueda en internet; más de medio millón de páginas hablan de esto. Por medio de una de ellas, me enteré de que no estamos sola/os en la lucha, según dijo el presidente del Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias. Gestos inútiles y palabras vacías que me siento obligada a agradecer para no desentonar con la buena voluntad de los organismos y personas que las respaldan, pero que son total y absolutamente insuficientes ante un crimen horrendo que sigue extendiéndose por el mundo y sumando más víctimas cada día.

Al pensar que las palabras del señor presidente del Grupo de Trabajo de la ONU no son más que eso, también pienso en mi madre, en Chely, en Aura Elena, en mis hermanas, en Marylena, en las Madres de la Plaza de Mayo –de todas, las fundadoras y las otras-, en los familiares de Coahuila, (agrupados en Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos, que repitieron nuestra eterna pregunta ¿dónde están?, y, bendiciendo a los captores de 189 personas -los “sin rostro”- les pidieron que les devuelvan la vida dejando en libertad a sus seres queridos). Pienso en las y los familiares de Panamá, Colombia, El Salvador, Chile, Perú y tantos países donde seguimos aguardando. Para todas las mujeres y hombres que estamos en esto tan cruel, tan triste y tan prolongado, lo único que pido son fuerzas para seguir buscando.

Amontonando más palabras -porque los obstáculos erigidos para mantener la impunidad de los desaparecedores de Marco Antonio no nos permiten avanzar en la justicia, en la ubicación de sus restos y en la erradicación de este mal- desde dónde estoy y desde dónde percibo estos acontecimientos –con impotencia y frustración- espero que estas conmemoraciones sensibilicen a las sociedades, posicionen el problema en las agendas públicas, impulsen la apertura de los archivos militares, quiebren pactos de silencio y espíritus de cuerpo, desentierren verdades, impulsen juicios y se castigue a los culpables. Solo eso traerá paz a nuestras almas y a los restos de nuestros seres queridos que merecen ser sepultados dignamente.

La Jornada 
29 de agosto de 2011
http://www.jornada.unam.mx/2011/08/29/index.php?section=estados&article=034n1est&partner=rss
Suman 189 personas desde 2009; nulos resultados de autoridades locales y federales
Familiares de desaparecidos en Torreón suplican a los sin rostro que los liberen

Cejil conmemora el Día Internacional del Desaparecido denunciando los obstáculos al conocimiento de la verdad y la obtención de justicia

sábado, 20 de agosto de 2011

Pesadilla kafkiana o a cuál país volver


Acabo de despertarme de un lugar que ni siquiera sé si existe en una ciudad plagada de peligros. Nadie sabe donde estoy, ni siquiera yo misma. Tampoco sé a dónde ir ni cómo trasladarme de un lugar a otro. Hace un rato caminaba por la avenida Bolívar, cerca de la 40 calle, pero no sé cómo vine a dar a esta otra parte, que me parece que puede estar en algún punto entre las zonas 1 y 6. Yo –falda, medias, zapatos de tacón y libros en las manos- bajé de un carro en algún lado y llegué de otro que no sé cuál es. Y me volví a perder en este laberinto de pesadilla auténtica.

Trato de decidir a donde ir. ¿Marta o la Mami? Pero, ¿habrá alguien preocupado porque no aparezco? Me sacudo esta idea, porque nadie me espera, pero con horror compruebo que en realidad lo que sucede es que no tengo donde pasar la noche que ya me cae encima.

¿Por qué no me subí a la 18, la camioneta amarilla, que pasó hace un rato? Me hubiera llevado donde la Mami y la Tía. Ya estuviera metida en la cama, segura. Sigo deambulando por calles asquerosas. Me percato de que estoy en una terminal de autobuses, pero no encuentro el sitio donde se compran los boletos ni veo de dónde salen estos ni hacia donde se dirigen. Hay una oficina, quizá allí puedo preguntar. ¡Qué miedo y qué angustia subirme a un taxi! En una esquina oscura, me uno a un grupo de personas, pero el recuerdo de la pesadilla se borra aceleradamente y ya no sé quiénes eran. Dos hombres pasan con una enorme carga de pan a sus espaldas. Franceses y pirujos. Sin que se den cuenta, se les caen dos bolsas al suelo y en un instante, aparecen otros que las toman y huyen en sentido contrario. Estúpidamente aúllo ¡¡¡ladrones!!! (aún escucho mi grito). De repente me asalta otro temor, ¿y si los linchan?

Por fin encuentro la oficina. Por la boca de un hombre que se parece al Billy de “Easy Rider”, me entero con tristeza de que mi bus ya se fue, que deberé esperar por muchas horas el siguiente y que, de allí donde estamos, sale cualquier bus, a cualquier hora y va para cualquier parte.

Me despierto confusa. Me siento en la cama y pongo los pies sobre el suelo frío de mi cuarto, aún a oscuras. Otro sueño de estos… ¿Es que acaso no tengo país a donde volver? ¿No hay camino de vuelta o no lo encuentro? ¿O es que sencillamente no tengo valor para volver a eso en que se ha convertido Guatemala? Mi país, uno de los tres (o cuatro, con México) más violentos del mundo. Con tristeza recuerdo que hay más muertes ahora, cada día, que en los años terribles del conflicto y el terrorismo estatal. Guatemala está tan cerca de los Estados Unidos, el gran mercado y el gran proveedor de máquinas mortales, que con mis conocimientos de geografía matemática (¿?) podría deducir que a mayor cercanía con esa larga frontera amurallada, son más altas las tasas de violencia y criminalidad y más crueles y atroces las formas de matar.

Guatemala es muchos países, algunos imaginarios y otros tremendamente reales. El que yo dejé en 1984 ya no existe, ni siquiera en su fisonomía. Muchas cosas cambiaron desde entonces, empezando por la calzada Roosevelt o la Interamericana, ahora tan poblada en sus dos márgenes. Otras mutaron, como por ejemplo los altos jefes militares ahora reciclados en capos del crimen organizado o los kaibiles en zetas; ellos reconvirtieron las estructuras que crearon para garantizarse la impunidad por sus actuaciones ilegales en los años del terrorismo estatal, para encubrir hoy sus florecientes negocios, ilegales también. Otras siguen iguales, como la alta concentración de la tierra, la miseria de las mayorías, la desigualdad abismal (Guatemala es uno de los países más desiguales del mundo) y el permanente despojo de los pueblos indígenas. Un ejemplo de ello son los desalojos violentos en el valle del Polochic, Panzós que se reedita 36 años después de la masacre, donde descarnadamente se manifiesta, con toda su podredumbre, la insaciable codicia de la oligarquía terrateniente, que sigue acumulando enormes riquezas y poder sobre la base de la injusticia, el odio, el racismo, la miseria y la muerte. En el país que amo, siguen iguales, también, su belleza y su magia, sus volcanes eternos, sus lagos magníficos y su gente buena.

Así las cosas, me pregunto de nuevo ¿a qué país volver? Si es imposible hacerlo a aquel que dejé hace 27 años, abandonando a Marco Antonio, y del que solo me quedan los recuerdos de calles recorridas bajo el acecho de ojos enemigos, ¿me devuelvo a ese otro, en el que la violencia generalizada es de las pocas cosas que se “democratizaron”? ¿O al de la mara verdeolivo que apuesta por un general genocida? ¿Al de la eterna primavera? ¿A Guatebala, a Guatemaya o a Guatebolas? 

Creo que lo que me están diciendo mis kafkianas y recurrentes pesadillas es que primero debo encontrar el camino de regreso adentro de mí misma.

Camino a Tilarán

Me bebí el mar con los ojos
y me teñí de verde
la mirada.

sábado, 6 de agosto de 2011

Florecita de trébol


Las florecitas del trébol me recuerdan mi infancia en la Guatemala de los sesentas. La mía era la de una barriada obrera, rodeada de paraísos espléndidos: los barrancos. Estos abismos hermosos estaban poblados de árboles y había un río limpio esperándonos en el fondo, flores de muerto, tréboles, pájaros, chiquirines que nos ensordecían con su chirrido necio en la época seca y trillos que me llevaron alguna que otra vez a lugares mágicos. Eso se acabó, pero las florecitas de los tréboles y las de una planta, que aquí llaman lantana, me llevan a sentir nuevamente el olor del bosque soleado y una época aún dulce de mi vida.


Fue en esos años dulces que sucedió la desaparición forzada de mi tío Alfredo, de la que algo cuento en Los desaparecidos. Al respecto, lo que mi padre logró averiguar es que había sido detenido ilegalmente por hombres al servicio del ejército cuando platicaba con el alcalde en el parque de Zacapa, un domingo de mediados de 1966. Uno de los captores era el nefasto Oliverio Castañeda, no el joven dirigente estudiantil asesinado por Chupina y García Arredondo un 20 de octubre de 1978, sino otro: un esbirro del entonces coronel Carlos Manuel Arana Osorio. Arana era el comandante de la base militar de Zacapa; entre 1970 y 1974, fue presidente de la república.

De forma muy valiente, mi papá hizo una denuncia pública y le exigió a Arana que liberara a su hermano. En mi recuerdo lo que queda es una imagen borrosa de mi papá en la página de un periódico señalando directamente al coronel en sus declaraciones. Luego de eso, perdió el empleo y cada vez que había cateos en La Florida, el barrio de trabajadores donde transcurrió gran parte de mi vida, los hombres armados, vestidos de civil y con sombreros y botas, siempre pasaban por mi casa y revolcaban todo.

Fue en 1966 que nació Marco Antonio, el 30 de noviembre, unos meses después de la desaparición forzada de mi tío. Zacapa y el oriente del país fueron asolados por las ofensivas militares contra la población civil. Quienes llevaban estas cuentas macabras, calcularon unas siete mil personas desaparecidas; también oí decir que flotaban cuerpos en el río Motagua.

Todos estos recuerdos me trajo a la memoria la diminuta flor del trébol que, hermosa, amaneció hoy en mi casa.

viernes, 5 de agosto de 2011

Madre sin hijo

Como una planta arrancada de la tierra, su tierra, mi madre se marchita. Huérfana de su niño desde hace treinta años, siento que su paciencia se acaba y veo cómo la rabia llena su pecho cada día.

Son treinta años, como treinta puñales clavados en su cuerpo, desángrandola.

Es demasiado tiempo sin respuestas y ya se acerca octubre. Otro octubre, hecho de llantos y de lluvia, sin que mi madre sepa qué pasó con su hijo, qué le hicieron y quiénes, dónde quedó su última huella. Torturantes preguntas que le roban el sueño, sigilosas.

martes, 2 de agosto de 2011

Gente querida en tarde noche de tamales colorados


Les gustan los gatos, los perros y los loros. Odian y temen a los murciélagos, los ratones y las ratas. Pero, por encima de todo, aman la vida en todas sus expresiones, son mujeres solidarias y se apoyan –y nos apoyan- en distintas esferas de relación: familiar, laboral, amistosa, legal. Primero les cuento de Marce, que es mi motor. Fue ella quien me dio el impulso inicial, me juntó las piezas del rompecabezas en que se había convertido la sentencia de Marco Antonio y me dijo, con su indefinible acento, “esto no va para ningún lado si no participás de alguna forma”. Y allí estoy, de alguna forma. Marce, por el contrario, dice que yo soy su motor, pero lo cierto es que somos, además de representante y representada, amigas y cómplices en este difícil esfuerzo de construir el camino a la justicia para mi hermano.

Si de acentos se trata, la querida Ale, mexicanísima, debe ser la única que no se pierde, porque cuando Gise habla ya no se ubica de dónde llegó. Igual pasa con Adeline que si no dice algo con erre no se adivina que vino de algún lado donde se habla francés. Y ni les cuento de Nacho, un tico que abre la boca y suena como argentino. Con la tiquísima Nancy Boom no hay problema de ubicación, con un par de maes ya uno se sitúa si le cabía alguna duda. No me había dado cuenta, pero me hacía falta verla y sentir su abrazo cálido después de aquel viaje alucinante en el que –junto con Marce- mezclamos la fosa de XX del cementerio La Verbena, la reunión con sobrevivientes de Dos Erres y una visita relámpago a Tikal. También estaba María, una chapina con acento gallego, o una gallega con todos los dichos, los dejos y la alegre jodarria chapina.

Alrededor de la mesa –en comunión de tamales colorados- también estuvimos Daniel y nuestra querida Julia, el chef, su hijo y yo. Disfrutamos de la alegría de estar vivos y, en ese instante, juntos; de estimarnos y querernos, y de comer esas exquisiteces que nos llevaron a otro lado.

Porque aparte de gatos, murciélagos y perros, incluido el increíble Barrabás –el labrador de Ale-, aficionado a la cerveza y habilísimo para clavarle los colmillos a las latas y bebérselas, inevitablemente la conversa se fue en clave chapina. Que si la campaña electoral, que si la entrevista a mano dura, que si la placa de bronce de la sexta y once rescatada del olvido y la capa de cemento por la tenacidad de Daniel, y vuelta a la Torres y a la congoja de nuestra falta de respuestas ante la casi certeza del triunfo del pasado –tan presente- en las urnas.

Sin ver más allá de ese momento, me quedo con la alegría de haber compartido el aire y el bocado con este grupo de gente tan bonita, tan querida, alegre y solidaria.

Historias fantásticas y maravillosas (4)


El medio es el mensaje

Esta es una historia fantástica y maravillosa y no me la contaron. Se trata del transmetro capitalino y los varios milagros de los que fui testigo. Era viernes por la mañana y debía trasladarme a la oficina, pero no tenía quien me llevara, grave cosa en Guatemala para una capamediera que ya no está acostumbrada a posar su trasero en autobuses y menos en los de aquellos mundos.

Estaba de pie, en la banqueta –o acera, depende de dónde se diga-, dudosa. Frente a mí se detiene una cafetera roja, que está a punto de caerse a pedazos, de esas a las que suelen matarles a los pobres pilotos y sus ayudantes. Cruzo la mirada con uno que otro pasajero. Parece gente tranquila. El diablillo que me mal aconseja me susurra al oído (“¿y si te subís?”), pero pudo más el miedo (“¿y si me asaltan?”). Fue entonces que me decidí a caminar hasta el transmetro.

Para llegar a la estación más cercana, la del ferrocarril, debía caminar bastantes cuadras, la mayor parte por la destrozada 18 calle. El diablillo malo ya no me susurraba, me gritaba que sí podía hacerlo, de modo que eché a andar. Con temor controlado pero segura de que era una persona más que podría sumarme a las estadísticas de víctimas de la criminalidad que han dado la vuelta al mundo con el asesinato de Facundo Cabral, trayéndonos la merecida fama de ser uno de los países más violentos del mundo.

¿Tenía miedo? No. Más bien, certeza de que algo podría pasarme. Caminé expectante y resignada, volviendo la cabeza para ir, según yo, controlando la situación y previendo de donde podría llegar el golpe. Qué ridiculez. Casi no había gente en la calle, aunque la cantidad aumentó en la medida en que me acercaba a la estación. A esa altura, la 18 está bordeada de toda clase de ventas callejeras propias de una ciudad tercermundista, desde paraguas oportunos hasta tacos y bebidas, lo que usted quiera.

Ya cerca de mi destino inicial, apuré el paso, crucé la calle y llegué sana y salva a buen puerto. Allí empezaron los milagros. El primero de ellos: la estación estaba limpia, impecables los pisos y también las paredes de vidrio, intactas. ¿Es Guatemala? Pago un quetzal introduciendo la moneda en una ranura y entro al andén. Me voy derechito a la puerta y me asomo, luego, vuelvo a ver a mi izquierda. ¿Es cierto? Meto mi cola entre las piernas y me coloco al final de una ordenada fila. Entonces, decido no tomar más iniciativas y observar lo que hacen los demás.

En eso estaba cuando llegó el autobús verde perico, grande, articulado, y no tuve la suerte de que lo manejara el rubio y criollo alcalde, como me contaron que sucede a veces, con aires de leyenda, cuando comenté mi aventura. Otro milagro: nadie empuja para entrar o salir, no hay codazos ni pisotones, como los que muchas veces me tocó aguantar para subirme a un ruletero. Es más, ¡nos esperamos a que baje la gente sin obstruir el camino queriendo entrar al mismo tiempo!

Ahora sí, entramos. El interior del autobús me recordó los vagones del metro mexicano en su estructura y en que brilla de limpio. Igual que en el metro del DF, suena un pito y se cierran las puertas. Empieza la segunda parte de mi aventura, que no es otra que la de millares de guatemaltecos y guatemaltecas que salen diariamente a las calles sin saber si volverán indemnes a sus casas. Quien puede, tiene carro y se resguarda en él como si fuera una extensión de su casa. Andar en carro, con las puertas trabadas y los vidrios polarizados subidos, crea una falsa sensación de seguridad. Y así va todo el mundo, buscando la manera de no volverse loco de miedo, encomendándose a Dios, con sus medallas en el cuello, la Magnífica doblada en la cartera, santiguándose frente a cada iglesia y rezando “y líbranos del mal” a cada paso. Entre quince y veinte personas no lo logran cada día, a pie o en carro caen víctimas de las balas. La violencia es de lo poco que se democratizó en Guatemala después de la firma de la “paz”, pero la mayoría de los muertos los sigue poniendo la gente pobre.

“El transmetro es seguro”, me dice una joven con la que me pongo a conversar. Vamos de pie después de haber cedido nuestros asientos marcados como preferenciales para personas mayores, con niños pequeños o con discapacidades. Otro milagro. “Viajo todos los días desde que empezó y nunca ha visto un asalto”. Ella se siente bien, se siente segura en este medio del que hay –me decía un amigo, Daniel- dos tipos: el “viaypi”, que circula por la 6ª. Y 7ª. avenidas de las zonas 1, 4, 9 y 13, y el otro, que viene desde el sur de la capital, por la Bolívar. La seguridad no es ilusoria. La estación está vigilada por policías y cámaras, al igual que el interior de los autobuses.

Ella además de segura, se siente respetada y, a su vez, respeta. Es tratada con amabilidad y se comporta de igual forma. Las condiciones de seguridad, limpieza y trato convierten al transmetro en un medio capaz de transformar comportamientos. Es un espacio en el que las personas no son ganado, sino ciudadanos y ciudadanas aunque sea por el corto lapso que dura el trayecto.

Llegamos a nuestra estación, nos bajamos y, apresuradas, nos despedimos y caminamos en busca de resguardo. La calle es peligrosa.

Un general en una jaula


Se abre el telón. Hay un general genocida en una jaula. 
Se cierra el telón.
Se abre el telón. El general esposado sale de la jaula. 
Se cierra el telón.
Se abre el telón. El general pasa al banquillo y es acusado de 77 delitos. 
Se cierra el telón.
¿Cómo se llama la obra? JUSTICIA.

Alegría. Perplejidad. ¡López Fuentes está detenido! ¡López Fuentes ha sido acusado de genocidio. Qué estupenda noticia. La supe una noche antes de viajar a Guatemala, el 17 de junio. Retrocedí a 1982, cuando el 23 de marzo él y otros militares –entre ellos Ríos Montt- ejecutaron el golpe de Estado que puso fin al gobierno sanguinario del general Romeo Lucas. Por muy poco tiempo, este hecho les trajo a mis padres la esperanza de que mi hermano, desaparecido desde octubre del 81, sería liberado. Esa tarde, mi agobiado padre se dirigió al Palacio Nacional a darles las gracias a los soldados que lo custodiaban; en ese momento él creía que era un golpe a la peruana, liderado por militares progresistas. Muy pronto conoceríamos la experiencia de vivir bajo uno de los gobiernos más criminales de la historia guatemalteca, que no es poco decirlo.

El 20 de junio una amiga y yo habíamos planeado ir a la presentación de los archivos militares. Nos perdimos, los datos de la invitación estaban equivocados (¿sería algo intencional?), pero finalmente llegamos al Estado Mayor de la Defensa en cuyas instalaciones ya estaba todo preparado. Sin embargo, al nomás enterarnos de que se estaba realizando la audiencia de la primera declaración de López Fuentes en el Juzgado Primero de Alto Riesgo, nos fuimos disparadas para presenciar semejante cosa.

Subimos al piso 15 en un atestado elevador y entramos a una sala de debates llena de gente, sobre todo periodistas. Entre el público, estaba el embajador gringo. Caminé hacia el fondo, buscando un sitio cerca de los ventanales, y entonces lo vi. El general López Fuentes estaba adentro de una jaula de metal, sentado en una larga banca, con corbata y traje oscuros, prisionero por fin, llevado ante la justicia por sus incontables crímenes.

La sesión, presidida por la jueza Carol Patricia Flores, se había iniciado con otro caso: la masacre de Panzós, por eso –de ribete- tuve la ocasión de escuchar una buena parte de la declaración de Walter Overdick, el alcalde de ese municipio cuando ocurrieron los hechos de los que fue testigo y protagonista. Contó con voz muy firme cómo fue que llegó el ejército a Panzós, quienes lo llamaron, donde se alojaron las tropas y lo que finalmente pasó ese trágico 29 de mayo de 1978. Overdick informó al tribunal que los soldados habían disparado balas envenenadas, lo que ocasionó numerosas muertes. “¿Cómo lo sabe?” Quien preguntó es el abogado acusador, Edgar Pérez, sentado al lado de Aura Elena Farfán, de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (FAMDEGUA) –ambos valientes, admirables. “Por la cantidad de actas de defunción que se levantaron en la Municipalidad en los días posteriores a la mantanza”, indicó Overdick.

Sobre las declaraciones de Overdick, un diario capitalino informó:

“El ex jefe edil señaló a los supuestos responsables de la masacre de los comunitarios que se congregaron en el parque de Panzós, el 29 de mayo de 1978.Hace 32 años más de cien pobladores de Panzós, murieron víctimas de un ataque perpetrado por un comando armado del Ejército.

Durante la audiencia declaró que la matanza ocurrió durante el gobierno de Kjell Eugenio Laugerud García, y acusó al Ejército, comandado por el coronel De la Cruz, así como a cuatro finqueros de la región de ser los responsables de la masacre ocurrida en Panzós, en donde murieron más de 150 campesinos, quienes fueron enterrados en fosas clandestinas.
Según Overdick los pobladores se reunieron en dicho lugar para que el Ejército diera explicaciones sobre la desaparición de varios líderes campesinos y la devolución de algunas tierras.” http://www.prensalibre.com/noticias/justicia/Rinde-declaracion-Panzos-Alta-Verapaz_0_502749971.html

Overdick tiene 74 años. “Ya viví mi cuota”, dijo cuando la jueza Flores le preguntó si ya había informado al Ministerio Público de las amenazas de muerte que había recibido y si tenía protección. Tales amenazas fueron proferidas repetidas veces desde el momento mismo en que se supo que había sido llamado a declarar. “Si me ponen dos gentes, vamos a ser tres los muertos”, replicó Overdick, con una frialdad asombrosa, algo a lo que ya no estoy acostumbrada, refiriéndose -sin parecerlo- a su posible muerte.

Después llegó el plato fuerte. El general López Fuentes debía pasar al banquillo de los acusados. El tal banco era una silla colocada frente a una pequeña mesa en la que había un micrófono. Allí estaba su familia. Mustios y apagados, su esposa y, por las caras, una hija, un hijo, una nieta y un nieto. Ella, una hermosa joven, alta, blanca, que –yo, empática- pensaba que seguramente sufría mucho al ver a su abuelo enjaulado. Igual debe de haberse sentido su nieto, un muchacho veinteañero que nunca hubiera creído que es nieto de chafa por los aretes y el corte de pelo al estilo mohicano.

¿Qué estarían pensando mientras escuchaban al fiscal narrar durante horas los hechos por los que habían tomado preso al general? ¿Entenderían algo de los 77 delitos de los que fue acusado? ¿Escucharían con todas sus consonantes y vocales que se le imputó la responsabilidad intelectual de 317 muertes y desapariciones forzadas y cinco violaciones sexuales? ¿Supieron algo de esto en su momento? ¿Lo habrán imaginado alguna vez?

Ambos, nieta y nieto, se pusieron en guardia –protectores, molestos- cuando Marylena se acercó a la jaula a preguntarle al general si reconocía a Emil mientras le mostraba la foto que portaba sobre su pecho. Le hizo la pregunta “dulce, quedito con una sonrisita que lo quería traspasar”. “¿Por qué tendría que recordarme de él?”, le respondió el presunto genocida, y agregó: “¿por qué lo sigue recordando con el puño cerrado?”. “¡Qué arrestos los del viejillo!”, pensé cuando Marylena le puso voz a la escena, que vi sin escuchar nada. “Enjaulado, y quiere seguir disciplinando y llamando chafarotescamente al orden a la disidencia”. En ese momento, se produjo un conato de altercado entre la joven parentela del genocida y unos jóvenes.

Su salida de la jaula fue espectacular. Los fotógrafos se abalanzaron sobre la puerta del calabozo metálico para tomar la imagen del momento preciso en el que el custodio le pusiera las esposas. Me era imposible estar sentada, por lo que me coloqué muy cerca de la jaula, arrimada a la baranda que separa al tribunal del público, así que no le perdí pie ni pisada al vetusto general –81 felices primaveras, hasta ese día- en su recorrido del encierro al banquillo. Al ver a los fotógrafos ávidos, expectantes, por tomar la foto cumbre de ese día –el general enchachado- con toda su rabia y prepotencia volvió sobre sus pasos y se convirtió de nuevo en el general enjaulado. Tras él entró el custodio y le colocó las esposas. No me da pena decirlo: ¡qué gusto sentí al verlo salir con sus manos inmóviles y su soberbia enorme, que en ese momento no le servía para nada! Entró, dio su nombre y juró con la mano derecha en alto. Se sentó y no dijo nada. Sus patéticos abogados patéticamente pidieron que se trasladara al patético general genocida al hospital, patética solicitud que fue rechazada por la jueza.

Ese 20 de junio fue un día extraordinario para quienes estuvimos presentes en esa primera audiencia de declaración de López Fuentes. Pero las vidas que más se verán impactadas, por supuesto, son las de las mujeres y hombres ixiles que sobrevivieron a sus dictados de muerte. Ellas y ellos, integrantes de la Asociación para la Justicia y la Reconciliación, apoyados por CALDH, tuvieron la dignidad de presentar una demanda, en 2001 contra el alto mando militar responsable de las atrocidades, conformado por José Efraín Ríos Montt, Óscar Humberto Mejía Víctores y el ya procesado López Fuentes.

Reflexiones posteriores

Ese 20 de junio, hipnotizada, puse mi mirada sobre el general durante varios minutos. Dentro de mi incredulidad, siempre pensé que tenía que vivir cien años para ver algo así por absurdo que suene. No sé realmente qué esperaba. ¿Acaso que se transformara en un monstruo, empezara a rugir y nos matara? Pero no, las cosas no son tan simples.

Los genocidas guatemaltecos no son monstruos ni asesinos seriales. No son psicópatas, aunque lo parecen por su desprecio por sus víctimas, sino personas que en el ejercicio de sus cargos, como parte de sus atribuciones y en el marco de estructuras institucionales, valiéndose de dios, la patria o la libertad –por cierto, sin querer me salió el lema del nefasto y oscurantista Movimiento de Liberación Nacional que derrocó a Arbenz con el apoyo de militares traidores y el Departamento de Estado- formularon planes (Victoria 82, Sofía, Firmeza 83), impartieron órdenes y las ejecutaron en una cadena de delitos que se constituyeron en crímenes horrendos.

Hombres –cuesta ponerles la palabra- como él y otros muchos, actuaron racionalmente. Fue una racionalidad aterradora la que los llevó a construir un enemigo -ese “otro” que en Guatemala fueron los pueblos indígenas, mujeres y hombres de la oposición política legal o ilegalizada, comunistas, revolucionarios, y, en general, quienquiera que no acatara los mandatos del poder- al que despojaron de lo humano para justificar las peores atrocidades, entre ellas los genocidios del pueblo ixil y el exterminio de políticos/as opositores.

Junto con estos delitos de lesa humanidad, la desaparición forzada de decenas de miles de compatriotas, la violencia sexual y todos los tipos de crímenes perpetrados contra la población guatemalteca, son el resultado histórico de la articulación de la voluntad e intereses de un conjunto de sectores entre los que se cuentan la poderosa presencia de los Estados Unidos y la oligarquía guatemalteca, con la complicidad de los medios y la jerarquía eclesiástica. En todo esto hubo autores materiales e intelectuales que encarnaron esa voluntad, que deben ser investigados y sometidos a la acción de la justicia.

Por otra parte, en ese cruento proceso los altos mandos militares no solamente se llenaron las manos de sangre, también se enriquecieron. El genocidio no lo hicieron gratuitamente. Se apropiaron de “vidas y haciendas” por la vía del despojo a las víctimas; además, crearon estructuras y aparatos ilegales que hoy día continúan empleando en todo tipo de negocios mafiosos. En este sentido, el juicio a López Fuentes es la punta del iceberg y muestra una faceta del terrorismo estatal de aquellas épocas. A estas alturas, transcurridos casi quince años de la firma de la “paz”, tan solo puedo suponer la magnitud y clase de los actos delictivos que rodearon la represión y el genocidio porque no ha sido investigado suficientemente qué sucedió. Como en procesión de pueblo con chupeteros y vendedores de vejigas, estoy segura de que florecieron negocios variopintos, por ejemplo, las adopciones ilegales de niños/as que continúan desaparecidos, la apropiación de bienes inmuebles, los fraudes con el supuesto acceso a la información sobre el paradero de las personas desaparecidas –desde “espiritistas” hasta agentes de la G2 que se acercaban a los atribulados familiares (mis padres entre ellos) para dizque darles datos de dónde hallar a su pariente- así como el despojo de tierras a las comunidades indígenas. Escondido hay un largo etcétera que posiblemente abarque varios capítulos del código penal.

La justicia contra los criminales genocidas, torturadores y desaparecedores no es una cruzada del bien contra el mal. Sus acciones terribles se inscriben en estructuras económicas y sociales injustas y caducas hasta para el capitalismo, generadoras de desigualdades abismales, exclusiones mayoritarias y carencias enormes de una mayoría abrumadora de la población. Esto no se va a acabar con el juicio a López Fuentes y sus secuaces, pero hay que hacer justicia penal. Hagámosla como sociedad, sin perder de vista que este esfuerzo está eslabonado con las demandas históricas de justicia social y económica en nuestro país.

Desde mi posición interesada –soy la hermana de un niño desaparecido por la G2- celebro el juicio a López Fuentes, al igual que me han satisfecho las condenas de Cusanero, los desaparecedores de Fernando García, la familia de El Jute, el proceso en el caso de Dos Erres y la captura de García Arredondo. Es bastante en poco tiempo, pero falta demasiado para un país en el que se contabilizaron 200 000 mil personas muertas o desaparecidas. Hay que seguir y para ello se necesitan políticas estatales consistentes de verdad y justicia, jueces sensibles y comprometidos/as y voluntad y consenso sociales para impedir que lo sucedido, vuelva a repetirse. Eso es justamente lo que peligra en este momento, en el que lo que se observa es que un presunto perpetrador de acciones semejantes a las cometidas por López Fuentes encabeza las encuestas electorales.

Informe CEH