Acabo de despertarme de un lugar que ni siquiera sé si existe en una ciudad plagada de peligros. Nadie sabe donde estoy, ni siquiera yo misma. Tampoco sé a dónde ir ni cómo trasladarme de un lugar a otro. Hace un rato caminaba por la avenida Bolívar, cerca de la 40 calle, pero no sé cómo vine a dar a esta otra parte, que me parece que puede estar en algún punto entre las zonas 1 y 6. Yo –falda, medias, zapatos de tacón y libros en las manos- bajé de un carro en algún lado y llegué de otro que no sé cuál es. Y me volví a perder en este laberinto de pesadilla auténtica.
Trato de decidir a donde ir. ¿Marta o la Mami? Pero, ¿habrá alguien preocupado porque no aparezco? Me sacudo esta idea, porque nadie me espera, pero con horror compruebo que en realidad lo que sucede es que no tengo donde pasar la noche que ya me cae encima.
¿Por qué no me subí a la 18, la camioneta amarilla, que pasó hace un rato? Me hubiera llevado donde la Mami y la Tía. Ya estuviera metida en la cama, segura. Sigo deambulando por calles asquerosas. Me percato de que estoy en una terminal de autobuses, pero no encuentro el sitio donde se compran los boletos ni veo de dónde salen estos ni hacia donde se dirigen. Hay una oficina, quizá allí puedo preguntar. ¡Qué miedo y qué angustia subirme a un taxi! En una esquina oscura, me uno a un grupo de personas, pero el recuerdo de la pesadilla se borra aceleradamente y ya no sé quiénes eran. Dos hombres pasan con una enorme carga de pan a sus espaldas. Franceses y pirujos. Sin que se den cuenta, se les caen dos bolsas al suelo y en un instante, aparecen otros que las toman y huyen en sentido contrario. Estúpidamente aúllo ¡¡¡ladrones!!! (aún escucho mi grito). De repente me asalta otro temor, ¿y si los linchan?
Por fin encuentro la oficina. Por la boca de un hombre que se parece al Billy de “Easy Rider”, me entero con tristeza de que mi bus ya se fue, que deberé esperar por muchas horas el siguiente y que, de allí donde estamos, sale cualquier bus, a cualquier hora y va para cualquier parte.
Me despierto confusa. Me siento en la cama y pongo los pies sobre el suelo frío de mi cuarto, aún a oscuras. Otro sueño de estos… ¿Es que acaso no tengo país a donde volver? ¿No hay camino de vuelta o no lo encuentro? ¿O es que sencillamente no tengo valor para volver a eso en que se ha convertido Guatemala? Mi país, uno de los tres (o cuatro, con México) más violentos del mundo. Con tristeza recuerdo que hay más muertes ahora, cada día, que en los años terribles del conflicto y el terrorismo estatal. Guatemala está tan cerca de los Estados Unidos, el gran mercado y el gran proveedor de máquinas mortales, que con mis conocimientos de geografía matemática (¿?) podría deducir que a mayor cercanía con esa larga frontera amurallada, son más altas las tasas de violencia y criminalidad y más crueles y atroces las formas de matar.
Guatemala es muchos países, algunos imaginarios y otros tremendamente reales. El que yo dejé en 1984 ya no existe, ni siquiera en su fisonomía. Muchas cosas cambiaron desde entonces, empezando por la calzada Roosevelt o la Interamericana, ahora tan poblada en sus dos márgenes. Otras mutaron, como por ejemplo los altos jefes militares ahora reciclados en capos del crimen organizado o los kaibiles en zetas; ellos reconvirtieron las estructuras que crearon para garantizarse la impunidad por sus actuaciones ilegales en los años del terrorismo estatal, para encubrir hoy sus florecientes negocios, ilegales también. Otras siguen iguales, como la alta concentración de la tierra, la miseria de las mayorías, la desigualdad abismal (Guatemala es uno de los países más desiguales del mundo) y el permanente despojo de los pueblos indígenas. Un ejemplo de ello son los desalojos violentos en el valle del Polochic, Panzós que se reedita 36 años después de la masacre, donde descarnadamente se manifiesta, con toda su podredumbre, la insaciable codicia de la oligarquía terrateniente, que sigue acumulando enormes riquezas y poder sobre la base de la injusticia, el odio, el racismo, la miseria y la muerte. En el país que amo, siguen iguales, también, su belleza y su magia, sus volcanes eternos, sus lagos magníficos y su gente buena.
Así las cosas, me pregunto de nuevo ¿a qué país volver? Si es imposible hacerlo a aquel que dejé hace 27 años, abandonando a Marco Antonio, y del que solo me quedan los recuerdos de calles recorridas bajo el acecho de ojos enemigos, ¿me devuelvo a ese otro, en el que la violencia generalizada es de las pocas cosas que se “democratizaron”? ¿O al de la mara verdeolivo que apuesta por un general genocida? ¿Al de la eterna primavera? ¿A Guatebala, a Guatemaya o a Guatebolas?
Creo que lo que me están diciendo mis kafkianas y recurrentes pesadillas es que primero debo encontrar el camino de regreso adentro de mí misma.
Lucre, es maravilloso tu blog, me pega a principios que amamos, a identidades conocidas y a dolores compartidos como centroamericanas que somos. Te agradezco esa escritura, sé que vas a seguir, pues sé que tenés mucho que contarnos. Estoy enviando tu blog a mis hijos. Abrazos, eida
ResponderEliminar