Ayer, después de haber escrito la reflexión sobre el Día Internacional de los Desaparecidos, algo me quedó dando vueltas en la cabeza. Me percaté de un cierto malestar provocado quizá por lo que he estado escribiendo en este blog, que posiblemente se derive de que con ello he roto los mandatos de silencio y olvido que rodean al crimen de la desaparición forzada y, en general, a las violaciones a los derechos humanos.
En su día, me refiero a los años del terror estatal en Guatemala y en muchos países de nuestra región, estos mandatos se asociaron a una garantía de la vida. Si no hablo, no sé y tampoco señalo responsables. Mucha gente vio para otro lado con base en ellos; de una manera perversa, los desaparecedores se aseguraron un “consenso social” que retorcidamente “legitimó” prácticas criminales represivas y exterminadoras de la disidencia y de la diversidad. También mucho se ha escrito sobre como la palabra evidencia o invisibiliza apuntalando al poder de una u otra forma, así que no me iré por ese lado.
Tomar la palabra me ha obligado a hablar de mí y de mi familia, diciendo cosas que hemos callado y ocultado por decenas de años, incluso de nosotras mismas. Eso me hace sentir a ratos, como dijo una persona que se presentó ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como si fuera un ovni o un monstruo con dos cabezas. Un bicho raro.
Y no es solamente eso, quizá, el origen del malestar. En estos tiempos neoliberales, en los que impera la liviandad del ser, tenemos la obligación de ser felices y de sentirnos bien. ¿Qué hace una voz, como la mía -como la nuestra, familiares de personas desaparecidas, en este coro que nos indica que debemos mirar hacia adelante y ser felices para siempre? Eso me lleva a otra reflexión sobre nuestro discurso disonante en un mar de edulcorada felicidad que estamos obligados/as a vivir (o a fingir), acompañada de conformismo y agradecimiento. Ese clima al que han contribuido, entre otras cosas, con todo respeto, los libros de autoayuda, los consejos de la Madre Teresa, el falso escrito de Jorge Luis Borges, la parábola del hombre feliz y muchas presentaciones en power point que circulan masivamente por correo electrónico, han ido imponiendo la idea de que la felicidad y el bienestar son asuntos privados. Y eso es cierto, hasta un punto. Hay una actitud y una decisión personales en torno a cómo vivir la vida, pero hay condiciones sociales y políticas que son favorables a la felicidad de las personas. Si tengo empleo de calidad, con posibilidades de una jubilación decente, acceso a educación y salud para mis hijos, un techo que me cubra y pan sobre la mesa cada día, tengo condiciones para ser feliz. Si no lo soy, es mi decisión, pero la sociedad a la que pertenezco me ampara y me facilita resolver mis necesidades materiales.
Ahora no. La felicidad y el bienestar personales dependen de que me crea que soy la única responsable, de manera que esté como esté, siempre será mejor que la situación de los niños y niñas de África, mostrados en imágenes obscenas cuando están a punto de morir de hambre. Estas son ideas desmovilizadoras, que nos atomizan y silencian, que deslegitiman la protesta social y personal, que dejan en nuestras manos y criterios sentirnos bien con cualquier empleo, cualquier sueldo, cualquier servicio público, todos de baja calidad. Pero el llamado no es a denunciar y a cambiar el estado de cosas, sino que constantemente nos repican el confórmese y cállese porque no está en África muriendo de hambre, conduélase, eche un par de lágrimas y siga su camino asegurándose el puestito y el mínimo, que eso es mejor que nada. A la par, hay otro mito o una nueva discapacidad: si no puede ser feliz con eso, es porque uno es incapaz, es negativo o negativa, es pesimista, no se da cuenta de que tiene catorce mil millones de neuronas trabajando para usted. Con esa presentación que circuló hace algunos años, recordé cuántos dientes, huesos, músculos y pelos en la cabeza tengo. Es el colmo de la soledad (y el individualismo y la falta de solidaridad), tener que recordar que si estamos angustiados/as, deprimidos/as, por lo que sea, sobre todo por las carencias materiales, aún tenemos cuerpo. Eso es quedarnos en los huesos, descobijados del apoyo social y las obligaciones estatales. Pero, a contrapelo de los discursos imperantes, estos apoyos y obligaciones son reclamados por el estudiantado y la clase trabajadora en Chile; por los pueblos indígenas que, proclamando su derecho al buen vivir, exigen respeto a su existencia y a la de la naturaleza; por los jóvenes indignados/as en Europa y por un largo etcétera del que debemos estar más al tanto para sentirnos mejor.
En cuanto a las víctimas, entre las que se cuentan quienes tenemos familiares desaparecidos/as, ni somos ovnis ni seres de dos cabezas. Somos tan comunes y corrientes como cualquier persona. Somos víctimas porque jurídicamente no hay otra forma de identificarnos, además de que fuimos objeto, junto con nuestros muertos, torturados o desaparecidos, de violaciones a nuestros derechos por parte de hombres que ostentaron (u ostentan) un poder avasallador, legal o ilegal. Sin embargo, en términos humanos, muchos y muchas hemos roto el círculo de la victimización para recuperar el hilo de la vida. En fin, somos personas ordinarias, afrontando situaciones extraordinarias, como me lo explicara Carlos alguna vez.
Pero a las víctimas –en última instancia, víctimas- no es solo eso lo que nos determina y nos da identidad, de modo que debo reconocer y confesar que soy una paradoja. Aquí estoy, aquí estamos, con toda mi felicidad y mi tristeza; con insatisfacción pero compensada por la vida; amargada y, sin embargo, alegre; sola existencialmente, con un dolor con el que he debido aprender a vivir, pero familiar y socialmente acompañando y acompañada en esta búsqueda; impotente, pero haciendo muchas cosas; muerta por un tiempo, el que sucedió al espantoso hecho que marcó nuestras vidas, pero ahora viviendo intensamente. Con un dolor, que es profundo amor al mismo tiempo, buscando a Marco Antonio, diciendo la verdad sobre lo sucedido, recordando cada día, señalando con un índice ardiente a los culpables para los que solamente pido, nada más y nada menos, juicio y castigo.
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