martes, 28 de febrero de 2012

Tu muerte, tan violenta y tan triste, una derrota. La justicia, una estrella inalcanzable

En los primeros meses de 1984, los últimos que viví en mi país, se repitió para nosotros la pesadilla del ochenta, cuando se sucedían los asesinatos con un ritmo perverso; una, dos, tres personas eran muertas a balazos en las calles capitalinas con un día de por medio. En el 84, ese otro año maldito, fueron las desapariciones forzadas el método al que recurrieron para exterminar a la mayoría de las víctimas. El Diario Militar – un documento que recopila las fichas de 183 hombres y mujeres detenidos ilegalmente y desaparecidos en su mayoría, algunas personas fueron liberadas- da cuenta del frenesí con el que acabaron con decenas de personas. La fecha de la detención, los supuestos pseudónimos con los que eran conocidos en la clandestinidad y los códigos que indicaban cuál había sido su destino, de los que 300 era el indicativo de la muerte, acompañaban la fotografía tamaño cédula de la víctima. En esas circunstancias, junto con mi familia, buscábamos a mi hermano Marco Antonio; habíamos resistido todo lo imaginable a partir del 6 de octubre de 1981, el día que fue detenido ilegalmente y desaparecido hasta el día de hoy por la G2 del ejército, la inteligencia militar.

A esa búsqueda y a esa resistencia se unió Héctor. Dueño de una voz ronca y una carcajada contagiosa, flaco, menudo, de pelo ondulado y ojos oscuros, pequeños y chispeantes, mi cuñado amaba a su familia, a su esposa y a sus niñas por encima de todo. Como todos los padres y madres del mundo, quería verlas crecer, que se educaran, se desarrollaran integralmente y que fueran felices. Por eso, se aferró más a su anhelo de contribuir a la construcción de un país diferente, capaz de brindarles eso no solamente a ellas.

Hombre de ideales, revolucionario, solidario, amable, servicial, comprometido, puso toda su inteligencia, energía y capacidades en la creación de ese hipotético mundo, que aún les debemos, en un esfuerzo que él llevó hasta sus últimas consecuencias. Ya es historia la forma en la que fue destruida la alternativa revolucionaria, no en un juego político en el que la población pudiera decidir libremente sus opciones, sino con la aplicación de una política de exterminio de los hombres y mujeres que la encarnaron en una aplicación extrema de la voluntad de una oligarquía empeñada en mantener a cualquier costo su predominio destructivo y retrógrado. El costo fueron vidas humanas, la suya fue una de ellas.

Inexplicablemente, Héctor –que fue 300- no aparece en el Diario Militar aunque fuera uno más de la cosecha mortal. Fue una noticia de prensa la que nos puso sobre aviso. El reportero captó la imagen de alguien que ya no era él. Despojado de la vida brutalmente, cortado de cuajo su espíritu, apartado prematuramente de su familia, de sus hijas, en blanco y negro, con un pie de foto que no decía nada sobre sus ganas de seguir siendo y estando en este mundo, de vivir para sus niñas, su esposa, sus padres, hermanos y hermana, para su país, ese ya no era él, era su cuerpo solamente. Fue visto con vida por última vez en el agrupamiento táctico de la fuerza aérea por una de las escasísimas personas que salieron del infierno. Meses después, el reaparecido contó cómo lo habían detenido, dónde y a qué hora.

Al comprobar que su aliento de hombre bueno -porque él era un buen padre, un buen esposo, un buen hijo, un buen hermano, mi hermano de la vida- había sido cortado por las hordas asesinas que se abatieron sobre quienes nos empeñábamos en mantener en alto las banderas, pese a la sangre derramada, pese al terror, pese al aislamiento en el que estábamos, saltaron las alarmas. ¿Qué pasó con las niñas y su madre?

Es inevitable sentir el malestar de ese primer momento, cuando aún no sabía de las consecuencias devastadoras que este hecho tendría en las vidas de sus pequeñas y de su esposa. Ese día, ojalá irrepetible para nosotros y para cualquiera, una vez recibido el golpe no había margen para pensar mucho ni para sentir miedo. Había que hacer a un lado cualquier cosa que nos detuviera o que tan solo nos hiciera titubear un segundo. Si algo iban a hacer con ellas, no pudieron porque, sin pensar en nada, nos lanzamos a buscarlas, las sacamos de su casa y las llevamos a un lugar que creímos seguro. Pero en esa telaraña en la que se había convertido nuestro entorno, donde nos acechaban toda clase de peligros, esa certeza duró poco. Pero esta, es otra historia.

Ese día de febrero del 84, un 27, sus padres, que ya habían perdido a otro de sus hijos asesinado por la policía cuando tenía 17 años, sus hermanos y hermana y su esposa -mi hermana- tuvieron el valor de ponerle nombre a su cuerpo sin vida, el que recogieron, velaron y sepultaron como corresponde. Un acto osado en un contexto de feroz y despiadada persecución que no nos daba tregua y en el que muchas familias optaron por no hacerlo con sus asesinados.

“Salimos adelante”, vaga expresión que me sirve para proclamar que pese al dolor y la destrucción de nuestras vidas, sin mirar para atrás, sin recordarlo pero recordándolo, llevándolo oculto en la mirada triste, recogimos nuestros pedazos, sobrevivimos y, de algún modo, heridos, mutilados, sin embargo vivimos y a nuestro modo hemos aprendido a extraer las gotas de felicidad que nos trae cada día. Sin embargo, no cabe duda de cuán distinta hubiera sido nuestra existencia si él no hubiera sido asesinado. Su muerte, un duro, injusto y desmedido castigo por querer un país distinto, no solo se llevó a Héctor. Se llevó el amor y la estabilidad de su familia. Se llevó nuestras fuerzas y determinación para seguir en Guatemala buscando a Marco Antonio, resistiendo. Se llevó nuestra esperanza de sobrevivir a esa avalancha despiadada homologable a un terremoto, a un huracán, a una fuerza de la naturaleza, incontrolable. Era la muerte desatada en las manos de ellos, de los depredadores. Una panel blanca estacionada en la esquina de la casa refugio, por fin nos hizo entender que podrían matarnos, que querían matarnos, y dispusimos ponernos a salvo cruzando las fronteras. Pero salimos incompletos, dejamos una parte del alma en esa latitud de azules y de verdes, dejamos atrás a Héctor, Marco Antonio y a todos nuestros muertos.

¡Qué poco se puede decir de alguien que muere tan joven, como Héctor! No se habla de él, sino del vacío que nos dejó su ausencia; no se recuerdan sus grandes cualidades, sino el dolor que sentimos; no podría describir la relación hermosa y tristemente breve que tuvo con sus hijas, sino su orfandad y las carencias que les dejó su muerte; no puedo contarles de la historia de amor que vivió con  esposa, sino de una viudez dura y amarga que se inició cuando ella no había cumplido aún 26 años. Tampoco será posible decir que se llevó bien con sus hermanos y hermana en sus vidas adultas, que fue un buen tío o que cuidó a sus padres ancianos, solo se podrá hablar de una familia mutilada, que fue expulsada de su tierra y dispersada en varios países por la violencia desatada por la horda de criminales que gobernaban Guatemala.

(Héctor, queridísimo Héctor. Durante 28 años he guardado el llanto que le debo a tu ausencia y me callé tu nombre; mi conciencia se negó a recordarte queriendo evitar un dolor muy profundo, que se juntó con todos los dolores y buscaron salir por otros medios, insomnios interminables, los típicos bajones, el desgano, el sinsentido. Ya no tenía lágrimas, tampoco corazón ni sensibilidad, ni emociones, solo náusea, dolores de cabeza y miedo. Sin lograrlo, quise resignarme a tu muerte como un hecho lejano que le habría ocurrido a un desconocido, quise apartar de mí los sentimientos, pero estos me royeron el alma. Sin pensar más en ella, fingí que la olvidaba. Y hoy descubro que me sigue doliendo intensamente y que te debo estas lágrimas que me queman los ojos.

Tu muerte, tan violenta y tan triste, una derrota. La justicia, una estrella inalcanzable. Huérfanas de tu risa y tu alegría se quedaron tus niñas, con hambre de la ternura de su padre. Ya se hicieron mujeres y en su sangre algo de lo que late es tu ausencia. Tu presencia amorosa y cálida en nuestras vidas fue cambiada por el vacío que anegó la amargura y el reclamo furioso que acompañó tu nombre. Toda tu vida –breves 28 años- fue trocada por un solo día, un único y maldito día, el de tu asesinato impune.

El dolor, la rabia, la impotencia y el miedo ganaron la partida. Y la culpa, que sutil se desliza en aquello que solía pensarse (“¿por qué no te cuidaste?”) ante un cadáver sin respuestas. Ahora que sé muchas cosas que no sabía entonces, sé que los amos de la vida y la muerte estaban a la par nuestra sorbiéndonos la sangre, arrebatándonos el aire, siniestra compañía, sombra de cada día, decidiendo el momento en que debían destruirnos. Tenías que haber tenido un dios muy grande para escapar con vida del dictado implacable de esos seres oscuros, despiadados, que buscan seguir alzándose más allá del bien y el mal prolongando el terror en nuestros cuerpos.

Fue tu muerte la que se quedó con nosotros, no tu vida. Y te pido perdón por no haberlo podido sentir de otra manera. Mi alma estaba exhausta. Mis labios no te nombraron más, mis ojos se cerraron para ya no ver nunca imágenes felices de tu paso fugaz por mi existencia.

¡Qué injusto! Y sin embargo, hasta hoy ha llegado tu paso. Aquí has estado siempre. Hoy quiero recuperar tu humanidad, esa que te arrebataron cuando te detuvieron como si fueras cualquier cosa, sin derecho a ser libre y a pensar diferente, a inventar mundos justos y hermosos con tus sueños, a ser un hombre con derecho a vivir, a hacerse viejo, a ver a sus hijas convertirse en mujeres, a morir en su cama después de haber vivido suficiente. Hoy quiero recordarte vivo y sonriente, con tu familia. Quiero escuchar tu voz ronca hablando con orgullo de “sus mujeres” o contándome el chiste del lagarto en el concurso de las bocas más chicas. Quiero verte de nuevo sentado a la mesa, comiendo despacio, levantándote a preparar una ensalada de apio con tomate porque se te antojó y reírnos contentos –vos golpeando la mesa con la mano abierta- porque has tardado tanto que ya no tenés hambre. Quiero sentir tu abrazo solidario y revertir el tiempo hasta tu último segundo para atajar la muerte y traerte de nuevo con nosotros. Vano e irrealizable anhelo.)

En el nombre de Héctor, Marco Antonio, Julio, y en el de todas las víctimas del terrorismo de Estado, seguiré escribiendo las ocho letras de la palabra justicia y reclamando que se conozca y se reconozca plenamente la verdad histórica de hechos deleznables. La verdad y la justicia nombrarán y castigarán –ojalá- a los culpables de la destrucción de la vida y los sueños de una generación que ejerció su derecho a adoptar un pensamiento, una ideología y un proyecto político distintos, que se atrevió a desafiar al poder omnímodo y omnipotente que continúa asfixiando los esfuerzos por la construcción de un país para todxs.

jueves, 16 de febrero de 2012

Adolescencia (II)


Tres años duran los estudios de magisterio en las escuelas e institutos normales en Guatemala, como Belén, los que inicié a los 15 años. En 4º. B. nos entremezclamos las muchachas provenientes de las tres secciones de tercero, junto con las “nuevas” para sumar aproximadamente medio centenar de futuras maestras. La mayoría de las compañeras con las que había estado en básicos decidieron estudiar otras carreras y emigraron hacia otros establecimientos. Jamás volví a verlas.

Para mi desconsuelo, a esa edad seguía siendo pequeña de estatura. De nada habían valido mis fervientes oraciones nocturnas al Creador y con envidia sufrí el estirón de la hermana que me sigue y varias de mis primas, mientras yo no aumentaba ni un milímetro. Hasta la fecha, sigo del mismo tamaño. La ventaja, dentro de nuestras limitaciones familiares, es que podía seguir usando el mismo uniforme espantoso: un jumper de tela cuadriculada en negro y tonos de gris, cruzados por una línea más clara, sobre una blusa blanca. El suéter era azul; a lo largo de la hilera de botones, corrían dos delgadas franjas blancas. Los detestables zapatos negros y las calcetas blancas completaban el uniforme. Después de que me gradué de maestra, no volví a usar zapatos negros durante años. Los tuve de todos colores: amarillos, verdes, corintos, azules, cafés, de charol…

1971 empezó con una amigdalectomía con la que se buscaba acabar con las frecuentes infecciones que había venido padeciendo en tercero, a tal grado que no podía recibir clases de natación. Estas eran impartidas por la profesora Peggy Linch, una destacada deportista que hace poco tiempo fue condecorada con las órdenes del Quetzal y Francisco Marroquín por sus aportes a la docencia. La piscina del Instituto, que todavía debe existir, era una pileta de cemento construida sobre el nivel del suelo. Aunque no tomaba las clases, tuve que hacer el examen final, que consistió en atravesar la piscina caminando en diagonal de una esquina a otra, con la cara sumergida bajo el agua. Aprendí a nadar sola, muchos años después. Lo poco que sé para no ahogarme, espero, empezó con una divertida clase que me dio un compañero en un turicentro situado en la ruta al Pacífico: yo, dentro del agua, y él acostado boca abajo a la orilla de la piscina, mostrándome los movimientos que debía hacer para mantenerme a flote.

A esa altura de mi vida, ya no tenía tantos pajaritos en la cabeza y las distracciones no eran tantas para mí. En tercer año había descubierto mis capacidades y habilidades, por lo cual ya percibía como un hecho imperdonable no pasar “limpia”, no solo para no causarle disgustos a mi madre, sino también por mí misma. Para facilitarme la remachada, dejé de escribir al revés. El año anterior me había dado por usar los cuadernos de atrás para adelante haciendo escritura en espejo, pero no una palabra o una letra, era todo: dictados, resúmenes, anotaciones. Era muy buena para tomar apuntes al vuelo, mientras el profesor o profesora explicaban algo, y me servían no solo a mí sino que los compartía con mis compañeras más allegadas, que casi me despescuezan cuando vieron que tenía todo escrito al revés. Me las vi a palitos pasando todo de nuevo pero, como no hay mal que por bien no venga, fue de esa forma que redescubrí que mi memoria era motriz. Desde entonces, estudié haciendo esquemas, mapas de conceptos y resúmenes.

En el Instituto había un recinto estrecho y polvoriento lleno de libros viejos que nunca consulté. A partir de ese año se suprimió la doble jornada, lo que me permitió dedicarme al estudio y los deberes en la Biblioteca Nacional, situada a pocas cuadras de Belén. Ese y el año siguiente, pasé tardes completas en sus salones de altos ventanales, acalorada o con frío, repasando ficheros y apilando los viejos libros en las grandes mesas de trabajo, sola entre decenas de personas, preparando mis trabajos de Didáctica, Psicología, Ética Profesional, Literatura y demás asignaturas que componían el pensum.

Desde niña, cuando conocí la vida y los versos de Gabriela Mistral, me gustó la lectura y me propuse llegar a escribir como ella.

Los astros son ronda de niños,
jugando la tierra a espiar...
Los trigos son talles de niñas
jugando a ondular..., a ondular...

Los ríos son rondas de niños
jugando a encontrarse en el mar...
Las olas son rondas de niñas,
jugando la Tierra a abrazar...

Sin embargo, para la aburrida asignatura de Idioma –un mal ineludible- me aprendía las conjugaciones de los verbos y las nociones de gramática para olvidarlas después de los exámenes y, a regañadientes, leía los libros de los programas de Español y de Literatura, pese a que amaba la lectura desde niña. Mi amor a las palabras no fue suficiente para querer a la profesora de Literatura de cuarto magisterio, doña Emma Beliza, pero me agradaba la de Psicología General, doña Marina Ruiz. Cuando mi hijo mayor dejó la casa hice lo mismo que ella cuando su hija se fue a estudiar lejos: ocuparme en algo para que no se hiciera más grande el agujero que me dejó en el corazón la partida de mi muchacho.

Ese año además de los libros prescritos en el programa de Literatura Universal –que incluían Fausto, La Ilíada, La Odisea y La Divina Comedia- metida en un closet a escondidas de mi papá, que me lo había prohibido expresamente, leí El Padrino. Inmadura y sin criterios, admiré las hazañas de los criminales descritas por Puzo, un pálido reflejo de la realidad que se vive actualmente en nuestros países dominados por las mafias.

Como antes con las Matemáticas, la Física se volvió mi principal quebradero de cabeza en cuarto magisterio. Don Fidencio, el jovial profesor que impartía ese curso, se esforzaba por explicar cosas para las cuales, según yo, no estaba hecha mi cabeza. Una de las tareas era construir un cronómetro, una estructura de reglas de madera con una base para que pudiera sostenerse y una cruz en la parte superior; el mecanismo consistía en un balín de acero que corría por una ranura y volcaba un recipiente que contenía los desechos de la madera comida por la polilla en x cantidad de segundos.

No entendía mucho del asunto, por pereza seguramente, pero contribuí a la construcción del aparato y a la recolección de los desechos de madera, cosa muy fácil de hacer en los apolillados escritorios de los terceros. Los ajustes y el funcionamiento del dichoso cronómetro estuvieron en manos de las compañeras con las que oportunistamente hice alianza, dos hermanas, Z., muy alta, delgada y pálida, callada y suave; y G., morena y vivaracha, no tan alta como la otra, ambas muy buenas en Física. Con ese trabajo y remachando los apuntes, saqué un 65, mi nota más baja, pero logré pasar “limpia” el año.

En el final de Ética profesional, para mi absoluta pena, la profesora pescó a una compañera que quería que le diera copia de mis respuestas y nos bajó puntos a las dos. Doña Isaura se negó absolutamente a oír razones de mi parte. Me lamentaba haber caído en falta por culpa de otra, yo que nunca había podido hacer trampa en los exámenes, aunque, en honor a la verdad, debo decir que lo intenté una vez.

En mi rectitud (a veces indeseada en esta etapa de la vida, cuando se piensa poco en las consecuencias), pesó mucho una historia que contaba mi papá de sus tiempos de estudiante en la jornada nocturna de la Escuela de Comercio. En una ocasión, al no haber podido responder a una pregunta muy elemental -cuya respuesta “si no la sabía era porque no sabía nada”- devolvió la prueba y se fue para su casa. Siempre me impresionó oírlo y logró calar en mí una mezcla de honestidad, miedo a que me bajaran puntos y vergüenza de que me pescaran haciendo algo indebido.

El plan de estudios contemplaba un curso sobre los problemas socioeconómicos de Guatemala impartida por doña Luz Angelina Jiménez. En ese marco, mi amiga S. y yo decidimos hacer un trabajo sobre la Exmibal, una controvertida empresa minera que había obtenido una concesión para explotar el níquel y el cobalto en la zona del lago de Izabal. Por su oposición a las actividades de la transnacional, en enero de ese año había sido asesinado por la espalda y en su silla de ruedas el diputado socialdemócrata Adolfo Mijangos; antes, había sido muerto a balazos Julio Camey Herrera y se perpetró un atentado contra Alfonso Bauer Paiz, recientemente fallecido. El tema se las traía. Gracias a los contactos de S. hicimos varias entrevistas a políticos de la Democracia Cristiana y las presentamos a la clase junto con nuestras conclusiones. Una de ellas, como gran cosa, era de oposición a la concesión minera.

S., hija de una integrante del partido Democracia Cristiana, fue mi mejor amiga ese año. Nos unieron cosas como el interés en lo político, escaso entre las demás compañeras. Con la intención de que me uniera a esa agrupación, concertó una reunión con algunos de sus miembros, entre ellos, un futuro presidente de Guatemala. Yo, que esperaba otro tipo de opciones políticas, me di el tupé de preguntarles cuál era su posición respecto de la reforma agraria, el conflicto armado y otros temas incómodos, mostré mi inconformidad con sus respuestas y, con la soberbia de alguien que tiene 16 años pero cree que lo sabe todo por haber leído un par de libros, rechacé la invitación. Después de eso, me parece que mi amistad con S. entró en una etapa que podría caracterizar como de distanciamiento.

Además de haber leído El Padrino y uno de los libros de Freud (Histeria), cuya lectura abandoné apresurada antes de volverme loca porque creía experimentar todos los síntomas, leí Guatemala país ocupado, de Eduardo Galeano. Me causó una honda impresión enterarme de que en mi país había gente millonaria. Niña aún, la noción que tenía entonces de riqueza se acercaba más a la de Rico Mcpato nadando en sus bóvedas repletas de monedas que a la de la oligarquía codiciosa y desalmada que mantenía en la miseria y la ignorancia a la mayoría de la población. Después de esa lectura, tuve una idea más cercana sobre la existencia de los ricos mcpatos criollos, que habían tumbado al gobierno progresista y democrático de Jacobo Arbenz.

A esa edad me sentía una artista frustrada. Pese a las clases de solfeo de don Oscarito, no sabía cantar. Tampoco recitar ni bailar, aunque por un tiempo me uní al grupo formado por la seño Celeste, donde aprendí el zapateado del Jarabe Tapatío. Con el paso del tiempo, perdí la habilidad para dibujar propia de todos los niños y niñas. La educación que recibíamos era pobre y estrecha; en lugar de desarrollar nuestras habilidades y aptitudes, nos mutilaba y reducía el horizonte.

Para mi felicidad, hubo un concurso de teatro probablemente organizado por la seño Celeste, aunque no lo recuerdo exactamente. Mi sección escogió “El pescado indigesto”, de Galich, una obra ambientada en la Roma de Julio César. El primer premio se lo llevó la sección A con La olla, una divertidísima comedia del dramaturgo latino Plauto, gracias a la actuación de la compañera que hizo el papel del viejo avaro. Nosotras fuimos premiadas por el vestuario: túnicas hechas con sábanas, caites de llanta del Mercado Central y barbas y bigotes improvisados con los peluquines y pelucas de la hermana de N.

Hice el papel de Mamurra, el comerciante rico, manipulador de las noticias que daba el esclavo Artotrogus, actuado magistralmente por una compañera de la que ya no recuerdo el nombre. Malpensada que soy, a lo mejor el jurado –que tampoco me acuerdo quiénes lo conformaban- prefirió una comedia a una crítica política, dado que la obra de Galich reflejaba la manipulación de la llamada “opinión pública” por parte de la oligarquía para favorecer sus negocios, que aunque se situara en la antigua Roma no cabía duda de que aludía a situaciones que, al día de hoy, siguen estando muy presentes.

Por un período fugaz, nos convertimos en improvisadas actrices interpretando papeles de hombres, al revés de lo que sucedía en la antigüedad y en la Edad Media. Pese a que me enamoré de Plauto –de quien pude ver otros montajes más adelante-, de Galich y del teatro, esta experiencia no se repitió más en mi vida, aunque en la Universidad hice un par intentos de vincularme nuevamente. Una, con G. Poeta, con quien ensayamos una coreografía sobre las Madres de la Plaza de Mayo, titulada Las locas de la Plaza de Mayo; la otra, con un renombrado director que estaba organizando un grupo, con el que ensayé –también- una obra sobre Kafka y la Carta a su padre.

Ese año mi más grande aventura fue un viaje a Cobán, la cabecera de Alta Verapaz. Gracias a la mamá de S., oriunda de esa ciudad, se hicieron los contactos con las autoridades del Instituto Normal Mixto del Norte "Emilio Rosales Ponce". Para allá partimos en una excursión de tres días acompañadas por don Oscarito, el profesor de Música. Fue un viaje mágico en el que descubrí la belleza natural de mi país. Cantamos y reímos hasta quedarnos afónicas a lo largo de los 200 kilómetros que recorrimos en autobús, felices de dejar por unos días las cuatro paredes del aula que a veces pesaban demasiado. La primera parada fue en el "Pozo Vivo", en Tactic, un manantial cuyas aguas se agitaban con el sonido de nuestras voces, con historia de amor incluida. Luego, conocimos la laguna llamada El Petencito, donde almorzamos kak´ik, un delicioso caldo de chunto o pavo, con chile en polvo, acompañado con tamalitos en lugar de tortillas. También estuvimos en Las Islas, un balneario en San Pedro Carchá, situado sobre un río, donde nos divertimos como solo puede hacerlo un grupo de niñas de 16 años lejos de sus casas.

Cobán era entonces una ciudad nublada y fría, con un eterno chipi chipi, una llovizna fina que nos empapaba. Chipi Chipi también era el nombre al comedor donde desayunamos el par de días que estuvimos allí. Mayuco, sobrenombre de Mario, uno de los jóvenes estudiantes del Rosales Ponce, cayó rendido a los pies de P., una de nuestras compañeras. O no lo supe nunca o lo olvidé completamente, pero ya no me enteré que fin tuvo esta historia.

Volví a esa zona del país un tiempo después, con una excursión del curso de Geografía de la Escuela de Historia de la USAC. Pasamos por Cobán y, sin parar, nos dirigimos a Lanquín, donde dormimos en el portal de la alcaldía municipal. Una luna llena, la más grande y luminosa que he visto en mi vida, alumbró el sinuoso recorrido que transcurre entre montañas elevadas y profundos abismos. Al día siguiente, entramos a la grutas y caminamos hasta Semuc Champey, una garganta de piedra en la montaña que se bebe el torrente del Cahabón, un paraíso de pozas de agua verde, como el bosque que las rodea, mariposas amarillas y  un sol brillante.

Para mi tranquilidad (y la mi mamá), ese año pasé limpia, con lo cual me aseguré unas vacaciones dedicadas al dolce far niente. Cerca estaban ya las obligaciones de la vida adulta y sus permanentes quebraderos de cabeza. (Continuará)

martes, 7 de febrero de 2012

La masacre de la embajada de España

Documental realizado con motivo del 31 aniversario de la masacre
El 31 de enero de 1980, otro año de esos que pesan con sangre en la historia guatemalteca, saltó en pedazos el precario espacio de expresión ciudadana que aún creíamos tener. Casi un año antes, la dictadura luquista había asesinado a dos políticos socialdemócratas muy queridos, Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta, después de haber inscrito legalmente a sus agrupaciones políticas. Estos crímenes se sumaron a una lista muy larga de hombres y mujeres de la izquierda revolucionaria y moderada, así como del movimiento popular, desaparecidos o asesinados, entre quienes se cuenta a Oliverio Castañeda de León, secretario general de la AEU. Mientras esto sucedía en la capital, en otras zonas urbanas y en las áreas agroindustriales, en la región ixil –compuesta por los municipios de Chajul, Nebaj, San Juan Cotzal y San Miguel Uspantán- se perseguía y eliminaba a las personas que desempeñaban algún liderazgo.

Días antes del 31 de enero, con los ojos llenos de interrogaciones, vi a un grupo de emisarios del pueblo ixil protagonizar un encendido acto de denuncia en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos. Me enteré entonces de la situación de persecución que sufrían. Se alojaban en el Colegio Belga, donde encontraron el abrigo y el apoyo de la madre Lucía Godoy, recientemente fallecida. Inermes, desprotegidos, desesperados pero también decididos, se habían trasladado a la capital buscando detener la sangría, que era solamente el preludio de las acciones de exterminio dictadas contra sus comunidades pocos años después.

En su paso por la capital, muchos oídos se cerraron a sus voces, no quisieron oír por conveniencia, por miedo, por racismo discriminador; otra gente oyó pero, insensible y cómplice, de sus bocas brotaron el odio y el veneno llamándoles mentirosos, culpándoles por lo que les estaba sucediendo. Esa noche, en la Universidad, les escuché, les creí, pero mis oídos tampoco captaron por completo la hondura del horror que dibujaban en el aire sus palabras. Con ellas describieron un mundo que ya creía conocer y que no pensaba que pudiese ser peor de lo que ya era: un mundo sin leyes, excepto las de los asesinos; sin más Dios que el que golpea a los desobedientes y legitima y perdona a los victimarios; sin más poder que el que les aniquilaba; sin palabras válidas y ciertas como las de los monopolizadores del discurso.

Quizá mi mente tampoco estaba preparada para saber y mucho menos comprender las atrocidades de las que estaban siendo objeto. Su relato dantesco hizo que tambaleara todo aquello en lo que había creído hasta entonces sobre los significados de la vida en sociedad. Me plantó interrogantes sin respuestas sobre mi responsabilidad y mis posibilidades reales de hacer algo efectivo para detener la matanza y sobre la perversidad de los seres humanos en su afán de dominación. Las voces de los hombres y mujeres ixiles me llevaron a un mundo desquiciado en el que se valía de todo para mantener el poder y los privilegios de unos cuantos; contaron verdades espantosas de crímenes horrendos; desbordaron los linderos de lo humano con su relato sobre hechos enormes, aplastantes, que me mostraron con crudeza mi propia impotencia.

Nada de eso se leía en la prensa. El cerco informativo –conformado por las líneas empresariales afines, cómplices, al gobierno militar, la censura, la autocensura y las amenazas directas contra quienes lo traspasaran- era tal, que la primera baja en ese clima de represión y silenciamiento fue la verdad en las noticias sobre lo que estaba ocurriendo en Quiché. Por otra parte, con un movimiento popular en repliegue debido a la represión violenta que estaba en una nueva etapa desde 1978, tras la llegada a la presidencia de Romeo Lucas, se habían cerrado los espacios sociales y políticos de movilización, denuncia, análisis y, sobre todo, de solidaridad. El miedo paralizante y desmovilizador se había apoderado de la sociedad guatemalteca. Otras jornadas, de indignación y exigencia de justicia, como las suscitadas por la masacre de Panzós (mayo de 1978), ya no fueron posibles.

Esa tarde de la masacre, aunque la noticia ya daba la vuelta al mundo, encerrada en la escuela en la que trabajaba no sabía lo que había sucedido. Cuando pasé a escasos metros de la embajada española ni siquiera imaginé la razón del tumulto, me preocupé por el tránsito lento y el retraso para llegar a un lugar que pronto estaría cerrado. Fue la voz de A., entrecortada, sollozante, la que me hizo saber que el grupo de denunciantes había ocupado la embajada de España y habían sido quemadxs vivxs por órdenes de Donaldo Alvarez Ruiz, ministro de gobernación, y Germán Chupina Barahona, jefe de la nefasta policía nacional. El primero es un prófugo de la justicia; el segundo, murió en abyecta impunidad. Los ejecutores fueron Manuel de Jesús Valiente Téllez, fallecido sin castigo, jefe de la policía judicial; y, Pedro García Arredondo, quien era jefe del Comando 6 de la policía nacional – un cuerpo militarizado de lucha antisubversiva urbana- y que se encuentra a la espera de juicio por este caso y por la desaparición forzada de un estudiante en 1981. La implicación de esta partida de asesinos fue denunciada por un periodista, Elías Barahona, integrante del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), infiltrado en el despacho del ministro de gobernación donde fungía como su relacionista público.

El 2 de febrero fue el entierro. Quise guardar en mi memoria una estampa compuesta por los féretros humildes que aprisionaron los restos de las víctimas, alineados sobre el piso del Paraninfo de la Universidad. Ramos de flores, humo de velas encendidas, llanto de niñxs y mujeres y el estallido de colores de sus vestimentas completaban el cuadro. En medio de la tragedia, la belleza puesta allí ahondando contrastes. Adentro y afuera, la multitud, yo una más entre toda aquella gente que buscaba con sus voces y sus manos desnudas, empuñadas, detener eso que presentíamos se nos venía encima. Y con la multitud, la policía, los criminales de civil y los uniformados, tan criminales como los otros. Y con la policía, los disparos que pasaron zumbando sobre nuestras cabezas y la noticia que pronto se esparció: dos estudiantes de Medicina muertos. Y el miedo. Y sin embargo, no pudieron movernos en nuestra terquedad –nuestro derecho- de acompañar a nuestrxs muertxs.

Por fin empezó el lúgubre desfile. Aún siento escalofríos en la espalda cuando viene otra vez a mi cabeza la imagen de los esbirros empuñando sus armas mientras, inquietas, sus manos jugueteaban amenazantes con los gatillos de pistolas y fusiles. La fila en la que iba, cerraba la marcha. Sin volver la cabeza, creyendo que en algún momento nos dispararían, caminamos hacia el cementerio bajo su mirada torva. Juro que vi a Pedro García Arredondo en esa esquina donde poco antes habían sido muertos los dos compañeros, pero quizá la memoria me traicione y sea su foto, la de un hombre apostado con un fusil en ristre, listo para dispararnos, la que evoco.

Ese 31 de enero A. y yo nos indignamos. Lloramos abrazadas, coléricas, perplejas, incrédulas, tanta saña estaba más allá de nuestro entendimiento. Finalmente, cedimos. Era cierto. Ellos eran capaces de matar de una forma muy cruel: quemando viva a la gente. Nada les importaba. Después, mintieron, mintieron y volvieron a mentir para encubrir sus responsabilidades. Este crimen multiplicado golpeó nuestras conciencias, llenó de terror a la sociedad guatemalteca y expuso la perversidad y el odio de los detentadores del poder hacia quienes les desafiaron cruzando la invisible frontera que nos dividió en amigos y enemigos.

Según el Informe de la CEH, fueron más de cuarenta las víctimas, entre rehenes (personal de la embajada, un ex vicepresidente y un ex canciller de la república y otras personas visitantes), ocupantes y personas que fueron asesinadas o desaparecidas con posterioridad al hecho. Fue allí donde murió el padre de Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz de 1992, catequista y luchador por la tierra, junto con tres estudiantes de derecho y uno de Economía, mi amigo Rodolfo Negreros. En este momento lo recuerdo: un joven alto y flaco, tímido y gentil, luchando por salir adelante, difícil esfuerzo en un país sin oportunidades. Lo conocí haciendo fichas de noticias históricas en el Archivo General de Centroamérica, donde hice lo mismo. Lo recuerdo y lo quiero con mi corazón de veinteañera. Circulo en sus arterias y me acerco a su miedo, a su angustia; soy su pensamiento y su instinto más básico tratando de buscar una salida a esa trampa letal. Muero con él, incinerada en la rabia que sigue provocándome ese hecho brutal. Sigue el dolor, el mío y el de todxs, anegándome el alma.

Pero eso no importa. Quienes importan son ellos y ellas, lxs sacrificadxs por un poder perverso, cruel, despiadado, desalmado. Por eso, quisiera ser de fuego y encenderme en la boca de quienes pronunciaron la sentencia de muerte. Si fuera ama del tiempo, recogería en un ovillo el hilo de los acontecimientos, devolvería la llama a la antorcha y les traería a la vida nuevamente, lozanxs, con los ojos brillantes, triunfadores, con su palabra fresca capaz de describir un mundo diferente al de miseria y hambre de maíz y de justicia en el que siguen condenadxs quienes sobrevivieron a la infamia.

El mundo cambió irremediablemente esa tarde, la del 31 de enero de 1980. Era algo imperceptible porque el cielo aún no me caía encima y los astros estaban en el lugar de siempre. La quietud de los árboles tampoco anunciaba la hecatombe que siguió a esta matanza. El sol de entonces, como el sol de hoy, alumbraba un país en el que muy poco ha cambiado para los pueblos indígenas, que siguen muriendo de hambre y de metralla. Yo, que hoy no hago otra cosa que lo que más detesto -sumirme en la impotencia ante hechos que me sobrepasan- amontono palabras. Pues que una detrás de otra sirvan para decir una vez más lo mismo. Que ellos, los pueblos indígenas, son la tierra que siguen arrancándoles; son el agua, su vida; son el bosque y la luz y el aire que respiran.

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Estos son los nombres de las víctimas, indico su procedencia en algunos casos que conozco; entre las personas restantes, se cuentan funcionarixs, visitantes que se encontraban casualmente en la embajada y quienes acompañaban a la delegación del pueblo ixil y sus integrantes:

Adolfo Molina Orantes (ex canciller)
Edgar Rodolfo Negreros Straube (estudiante de Economía)
Eduardo Cáceres Lenhoff (ex vicepresidente de la república)
Felipe Antonio García Rac
Francisco Chen Tecu
Francisco Tun Castro
Gaspar Vi Vi
Gavina Morán Chupe
Gustavo Adolfo Hernández González (presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina, asesinado el 2 de febrero)
Jaime Ruiz del Arbol (funcionario de la embajada)
Jesús Alberto España Valle (estudiante, asesinado el 2 de febrero)
José Angel Xoná Gómez
Juan Chic Hernández
Juan José Yos González
Juan López Yac
Juan Tomás Lux
Juan Us Chic
Leopoldo Pineda (estudiante)
Liliana Negreros (estudiante desaparecida el 2 de febrero)
Luis Antonio Ramírez Paz
Luis Felipe Sáenz Martínez
María Cristina Melgar
María Lucrecia Rivas de Anleu
María Pinula Lux
María Ramírez Anay
María Teresa Vásquez de Villa (visitante)
María Wilken de Barillas
Mateo López Calvo
Mateo Sic Chen
Mateo Sis
Miriam Judith Rodríguez Urrutia
Nora Adela Mildred Mena Aceituno
Regina Pol Cuy
Reyno Chiq
Salomón Tavico Zapeta
Sonia Magaly Welchez Váldez (estudiante)
Trinidad Gómez Hernández
Vicente Menchú Pérez
Victoriano Gómez Zacarías

Gregorio Yujá, fue herido en el atentado y posteriormente sacado del hospital, sometido a tortura y asesinado. Su cuerpo fue tirado en el campus de la Universidad de San Carlos, donde fue enterrado.
El embajador Máximo Cajal y López resultó herido en atentado. Fue acusado de contubernio con lxs ocupantes.

Caso No. 79, en Guatemala: memoria del silencio, Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, en lhttp://shr.aaas.org/guatemala/ceh/mds/spanish/anexo1/vol1/no79.html