A los 23 años, ¿quién piensa en la muerte, en su muerte? ¿Quién la desafía o la teme? ¿Quién sabe que podría morir pronto, si apenas se está empezando la vida? El 20 de octubre de 1978, al finalizar la manifestación conmemorativa de la Revolución de 1944, fue asesinado a balazos un hombre joven, uno más de tantos compañeros y compañeras cuya existencia fue truncada en una arrasadora vorágine de sangre. Su nombre, Oliverio Castañeda de León, su edad, 23 años. Era Guatemala, era 1978 y entonces -como ahora, por razones distintas- la gente joven y revolucionaria se convirtió en presa de hombres rabiosos que desataron una cacería despiadada. La cruzada exterminadora perpetrada por militares y oligarcas, con la complicidad de los Estados Unidos, se constituyó en un genocidio del que poco se habla, talvez porque sus víctimas fueron opositores/as políticos/as comunistas, junto con otras muchas mujeres y hombres revolucionarios, de quienes ya no sé si decir que dieron sus vidas por la patria porque les fueron arrebatadas injusta y violentamente.
Estudiante destacado de Economía en la Universidad de San Carlos, militante comunista en la Juventud Patriótica del Trabajo y secretario general de la Asociación de Estudiantes Universitarios, Oliverio se había convertido en poco tiempo en un protagonista de la escena política guatemalteca. Su liderazgo indiscutible no pasó desapercibido para los aparatos de poder.
Esa mañana del 20 de octubre de 1978 -un año tan duro como todos los años en esa tierra dura, tan pesado como la muerte por decreto, anunciada en listados apócrifos firmados por espurios comités de padres de familia y otros nombres absurdos- marchábamos con un cierto ánimo de triunfo, es más, con la certeza de haberle ganado la partida al gobierno del corrupto y asesino general Romeo Lucas. Con esa manifestación se cumplía un doble propósito: conmemorar la Revolución de 1944 -la oportunidad perdida de habernos convertido en otro país- y celebrar el haber impedido el aumento al doble del pasaje del transporte urbano en la capital. Este logro se debió a las masivas protestas populares protagonizadas por el funcionariado estatal agrupado en el Consejo de Entidades de Trabajadores del Estado (CETE), los sindicatos, las asociaciones estudiantiles de secundaria y la USAC, la AEU y la población de los barrios capitalinos, que se volcó a las calles día a día con los “cacerolazos”. De esa forma, durante el primer tercio de ese octubre lejano, se vivió un clima preinsurreccional, como lo definiera un compañero en sus análisis del momento.
Probablemente la euforia por lo aparentemente ganado en las jornadas de octubre veló la capacidad de entendimiento y no se pudo percibir con claridad una serie de hechos que, al articularlos posteriormente, se vieron como el inicio del desmantelamiento de las organizaciones populares y el cierre de los espacios abiertos a pulso por el empuje y las luchas de diversos sectores sociales y políticos. Además de la ilegalización de las precarias asociaciones del funcionariado público y la detención de su dirigencia, en esos meses se aceleró la implementación de la decisión del poder militar – oligárquico para descabezar el movimiento popular. Pero sobre eso ya se ha escrito y mi propósito es otro.
A 33 años de distancia, mientras los compañeros y compañeras sobrevivientes le rinden homenaje, evoco con absoluta nitidez las últimas palabras del joven asesinado ese 20 de octubre. Profético, Oliverio amenazado de muerte, Oliverio asesinado al mediodía, con sus 23 años a cuestas, su voz clara y suave y su palabra pausada pero firme, dijo “podrán masacrar a los dirigentes, pero mientras haya pueblo, habrá revolución”. Ese discurso postrero fue pronunciado en la concha acústica del parque Centenario, el espacio estrecho del que nos adueñábamos desafiantes cada 1º. de mayo y cada 20 de octubre tras recorrer las calles citadinas, marchando con canciones, consignas, pancartas y banderas de lucha.
Retrocedo en el tiempo. Tras recoger las mantas y pancartas que llevábamos, atravesé el parque Central. A mi izquierda, donde siempre, el Palacio y, al frente, la Catedral. Un ruido de disparos a mi espalda me hizo volver a la cabeza. Sobre la 6ª. Avenida se levantaban columnas de humo blanco. “Lacrimógenas”, pensé. Vi gente que corría y apresuré el paso para retirarme del lugar. Unos minutos más tarde, en la Casa del Estudiante, recibí una llamada telefónica. Una voz de mujer dio la noticia: “mataron a Oliverio”.
Incrédula y perpleja, con un grupo de compañeros y compañeras volvimos sobre nuestros pasos. Al subir las gradas del Portal me encontré con una de mis hermanas que me lo confirmó llorando. Volamos hasta llegar al sitio de la muerte, la entrada del Pasaje Rubio. Oliverio está caído, su sangre forma un charco en el que reposa su cuerpo, ya sin vida. El gesto de su rostro, hermoso y pálido, el rostro de un cadáver, es de un absoluto desconcierto. A su lado, su padre, mirándolo sin lágrimas. Su figura es la de un hombre derrotado por la anunciada muerte de su hijo, vencido por el dolor.
¿Qué sintió Oliverio? Al ver su nombre en la lista de amenazados de muerte, seguramente creyó que verdaderamente querían matarlo, pero pensó, a lo mejor, que no sería ese 20 de octubre. No, a plena luz del día, después de su discurso; no frente a decenas de personas. No, a una cuadra del Palacio. No, porque a los 23 años no se debería pensar en la muerte, a menos que se estuviera en Guatemala y se tuviera la marca de enemigo grabada en la frente por el poder criminal.
Cierro los ojos y lo veo correr, cruzar la calle, alejarse de sus amigos y amigas para evitar que las balas que llevaban su nombre tocaran otras carnes que no fueran las suyas. Lo veo caer, vencido por siglos de oscurantismo encarnado en los cobardes esbirros de Chupina, el tenebroso coronel jefe de la policía que fue visto a escasos metros del lugar.
¿Qué pensó Oliverio en el instante exacto en el que se percató que iban a matarlo? Posiblemente tuvo miedo o posiblemente ni siquiera tuvo tiempo para experimentar esa emoción tan básica frente a amenaza semejante. Talvez su mente se vació de cualquier pensamiento para rendirse ante la idea de que no viviría más. A lo mejor recordó los versos de Otto René Castillo, “alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”, mientras instintivamente buscaba la salida de esa trampa mortal que se le cerró encima, despiadada. Quizá se consoló muy brevemente –todo pasó en segundos- al suponer que su sacrificio abriría el camino a la Revolución.
Solo puedo dar cuenta de mi desolación al ver sus ojos cerrados para siempre, su sangre derramada sobre el piso de cemento donde quedaron las huellas de sus pies que no pudieron alejarlo de sus ejecutores, su gesto de sorpresa y desencanto y su voz detenida por las balas de una sarta de criminales que continúan impunes hasta hoy.
No tuvo escapatoria. Oliverio fue cazado vilmente, su asesinato injusto se encadenó con otros y otros y otros, hasta sumar cientos de miles en ese país ensangrentado por la codicia de unos pocos. Por eso, Luis de Lión, el poeta noble, el maestro de escuela desaparecido en 1984, comunista, pocos días después, agobiado por la tristeza, escribió “Acerca del venado y sus cazadores”.
Tantos siglos contra un solo minuto,
tanto cuchillo para cortar una flor,
tanta bala para acribillar una bandera,
tanto fuego para quemar un libro,
tanto zapato para aplastar un rocío,
tanto ruido para acallar una voz,
tantos cazadores para cazar un solo venado,
tanto cobarde contra un solo valiente,
tanto soldado para fusilar a un niño.
Al otro día, en medio de un mar de claveles rojos, su féretro avanzó hacia el cementerio por esas mismas calles que pocas horas antes recorrimos, llevado en hombros por la gente del pueblo que, humilde, dejaba flores y veladoras en el sitio donde Oliverio, el joven revolucionario, quedó sin vida.
Gracias Lucky, me has conmovido.
ResponderEliminarQuerida Idu, ante la magnitud de esta tragedia, es muy poco lo que podemos expresar con palabras...
ResponderEliminarBello. Hermoso. Digno de guardarlo para siempre en el tiempo que aun nos queda por vivir. Conmovedor. Fue el final de nuestra vida, de nuestra democracia, de la realidad. Justo despues de todo esto, caimos en la inercia que provoca la pudricion y en ese entonces se instauro la pobreza y la corrupcion en el pais,representada por la impunidad, la cual permanece intacta hasta el dia de hoy, posiblemente esta esperando a ver quien saca la cabeza, para volver a cortarsela.Porque aqui nada tiene que cambiar, asi como estan las cosas, asi estan bien.
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