Desde un sitial privilegiado, contemplo lo horrible que puede ser el mundo. Con el estómago lleno, leo noticias sobre la hambruna en Somalia y los altos grados de desnutrición en Guatemala. En mi poltrona me entero, con ojos educados, alfabetizados, sobre la niña pequeñita que trata de barrer con una escoba que seguramente la duplica en peso y en altura, mientras un hombre la apresura con voces de regaño. Ella se llama Estúpida Mugrosa.
La niña tiene hambre. Su cuerpecito es delgado, su pelo oscuro está enrojecido y quebradizo por la desnutrición. Ahora estoy a su lado, también debo limpiar. Estoy desnuda y no quiero que me vea nadie, pero no puedo evitarlo. Me levanto del lugar en el que me escondía afligida, pensando en cómo volver a mi casa para ponerme ropa, pero lo que tengo es otra escoba en la mano. Mis pies descalzos se posan sobre un suelo asqueroso, los encojo temiendo pisar algo que los dañe. No parecen notar mi desnudez ni mi vergüenza. No digo una palabra.
Diligentes, la pequeñita y yo seguimos limpiando un suelo polvoriento, en una calle sucia de ninguna parte. Encuentro unas bandejas con comida podrida, abandonadas en este lugar que se asemeja a una estación de buses, un viejo teatro o un circo pobre, de esos que van de pueblo en pueblo. Me repugna tocarlas. Con la escoba tiro al suelo, barriéndolos, los pedazos de carne podrida, grasientos restos de papas fritas y trozos mordisqueados de panes mohosos cuando veo a mis pies a dos niñas, son dos y vienen más, los toman con sus manos pequeñas y sucias, de uñas largas, y se los llevan a la boca ávidamente, cual manjares.
No las detengo. Las contemplo desnuda, con el estómago lleno, satisfecha, sin hambre, mientras de mis ojos educados, alfabetizados, caen lágrimas mezcladas con sangre.
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