sábado, 26 de mayo de 2012

Mayo de tormentas, resistencia y esperanzas

Mayo empezó muy duro.

El 1º., Día Internacional del Trabajo, con el recuerdo de los hermosos desfiles en los que participé en los setentas, me fui a ver “El eco del dolor de mucha gente”, en el que Ana Lucía Cuevas me habló muy alto, con imágenes duras y palabras nacidas del dolor personal y social, sobre su tragedia, que es la mía, la nuestra. Mientras, yo contenía el huracán emocional alimentado con los difíciles sentimientos que me provoca Guatemala.

Siguió mayo hincándome los dientes. Con Santa Cruz Barillas, la indignación hizo nido en mi pecho y se quedó muy cómoda. Los mares verde olivo de las fotografías me llevaron a aquella etapa histórica que algunos quisieran que olvidáramos. Junto con eso, mi memoria de los hechos terribles se acrecentó con el reportaje sobre la masacre de Las Dos Erres, de Louisa Reynolds.

Recuento: 201 personas muertas a golpes de un mazo hecho de hierro -llamado almágana o almádena- que sirve para romper las piedras, pero en Dos Erres rompió los cráneos de 74 bebés, niños y niñas, incluidos dos fetos extraídos del vientre de sus madres; 62 hombres y 24 mujeres. La herramienta fue movida por los brazos de los criminales de uniforme, los kaibiles, quizá entrenados para soportar el duro ejercicio que duraría horas.


¿Es eso lo que se denomina “conflicto armado interno”? Esa frase ha sido prostituida por los criminales, genocidas, asesinos de niños/as, violadores de mujeres, torturadores, desaparecedores, para distorsionar la historia y colocar sus actos terroristas, sus crímenes de lesa humanidad, en la lógica de un enfrentamiento nivelado, simétrico, entre fuerzas armadas equiparables en poder de fuego, capacidades y condiciones. ¿Dónde están el honor y la dignidad, la valentía, que históricamente han ostentado los hombres de uniforme en actos tan viles como esta masacre y tantos otros hechos condenables?

Me hundo en Guatemala. Circulo por sus venas. Siento profundamente nuestro dolor de siglos, pero también la rabia y el candente deseo de cambiarla. Ya no quiero ser yo… Por un momento quisiera detenerme y llorar para cambiar la piel, para lavar el alma de esta costra de sangre y de recuerdos. Llorar hasta morir para nacer de nuevo, en otra parte o en la misma, sin lo que llevo dentro, sin lo que nos hicieron, sin ellos, donde estas cosas no sucedan.

Me duele la cabeza. Siento las típicas señales del llanto contenido: los ojos húmedos, el sollozo ahogado, los dientes apretados. No me puedo soltar. Lloro por dentro haciendo mío el dolor de las víctimas, las vivas y las muertas, en ese paraje desolado del norte del país, que se mezcla con lo que le sucedió a Marco Antonio. Solo entonces, recordando a mi hermano, mi dolor profundo, mi rabia, mi estupor ante la injusticia y la capacidad humana (¿o inhumana?) de matar a personas civiles desarmadas, absolutamente indefensas, han logrado convertirse en lágrimas, escasas, pero lágrimas al fin… Disuelto, el dolor desvaído en millones de gotas brota de mis ojos. Pero no basta. Ojalá pudiera gritar, aullar, darme de golpes contra esta tormenta silenciosa que sacude mis huesos, que estremece mi pecho, arrancar las tenazas que aherrojan mi garganta, despuntar las agujas que a cada paso se clavan en mis plantas. Llorar y dejar de ser yo, llorar y ser lágrima, otra cosa, no este envoltorio triste en que traslado el recuerdo de mi hermano, la furia por lo que le hicieron, la desesperación por la justicia.

Quizás si fuera eterna, en unos mil años habría vivido tanto tiempo como para que esta tristeza por la ausencia de mi niño se diluya. Mi niño, mi hermano, de tan solo 14 años, 10 meses y seis días, detenido ilegalmente, desaparecido y talvez muerto, muerto, muerto, a manos de un esbirro cualquiera que un día maldito nació, creció y que no sabía que su destino le llevaría a matarlo. Necesito mil años para que esta tristeza encuentre un desahogo.

Si pudiera inventarme otra vida, una en la que nada de esto hubiera pasado, lejos de ese país tan duro y tan amado ¿Cómo será vivir sin este peso que de pronto me dobla las rodillas? Pero, sabiendo que no puedo, me rindo ante la ineludibilidad de ser yo misma y vuelvo de la región del llanto y la impotencia a buscar un balance, una esperanza, un rastro de fortaleza en mi interior, un acicate.

No fue difícil seguir mi propia receta para superar estos bajones. Extendí mi alma adolorida a que le diera el sol, miré el cielo profundo y me alimenté, como siempre, del verdor de los árboles y del colorido de las flores. Pulí de nuevo mis recuerdos felices y aunque me costó mucho, conseguí componer un gesto alegre. Y me aferré al amor, al propio y al de mi familia, mis amigos y amigas, mi hermano.

En “Guatemala, la infinita historia de las resistencias”, un conjunto de análisis sobre las movilizaciones populares y revolucionarias en Guatemala en los años setentas y ochentas, encontré justo eso: resistencia. Desde las páginas de este hermoso libro, las voces de los hombres y mujeres -indígenas, estudiantes, trabajadores/as rurales, las esposas, hijas y madres de los/as desaparecidos/as, sindicalistas, huelguistas, insurgentes- me cuentan relatos de una época que viví intensamente. En todos ellos/as, a diferencia de lo que estaba sintiendo, pude aprender de nuevo sobre la obstinación histórica de un pueblo que se niega a darse por vencido. Releí en clave de “no me dejo” la lucha de Santa Cruz Barillas, un eslabón más en la historia de despojo y de lucha indoblegable, y repasé la experiencia de las mujeres de Choatalum, del documental de Ana Lucía Cuevas, a las que uní mi voz para decir con ellas “mi persona lo que quiere es justicia”.

Retomando la cuesta, llegó la audiencia del 21 de mayo en la que se ligó a proceso al ex dictador Efraín Ríos Montt, en 1982 – 1983. Durante 29 años y meses, al igual que nosotras –la madre y las hermanas de Marco Antonio- las víctimas guardaron el recuerdo de su particular tragedia, la masacre de Las Dos Erres y, con el apoyo y la compañía de una mujer admirable –Aura Elena Farfán- y el abogado Édgar Pérez, abrieron el camino de la justicia. Este hecho, más las recientes condenas contra los kaibiles, renuevan nuestra esperanza, nos fortalecen espiritualmente en nuestra causa de justicia por mi hermano Marco Antonio y nos impulsan a seguir exigiendo la información suficiente que nos posibilite recuperar y sepultar sus restos.

Por él y por mi madre, solo eso le pido hoy a la vida.

Sé que vendrán más días de estos en los que quisiera irme de mí, de mi historia y mi memoria, abandonar todo lo que he sido, olvidar lo vivido y volverme otra cosa: una piedra, una estrella, una hoja de árbol o un pájaro que canta feliz entre sus ramas. Como no puedo hacerlo, continuaré buscando la esperanza y la fortaleza en quienes, como yo, no olvidamos, no perdonamos y alzamos nuestras voces –yo, desde este espacio, también de resistencia- para exigir verdad y justicia mientras andando, hacemos el camino. 
_____________
Corte IDH. Caso De la Masacre de las Dos Erres Vs. Guatemala. Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 24 de noviembre de 2009. Serie C No. 211

sábado, 19 de mayo de 2012

Luis de León, el maestro, y Luis de Lión, el escritor


A Tula, Mayarí e Ixbalan en un aniversario más de la desaparición
forzada de su amado esposo y padre el 15 de mayo de 1984

Imagen tomada del Diario Militar

De mi prehistoria personal atesoro el privilegio enorme de haber conocido a Luis de León, el maestro de escuela. En 1973 había participado en el movimiento huelguístico del magisterio, por lo que la organización política en la que por entonces militaba, por medio de Emilio, me delegó la tarea de acercarme al Frente Nacional Magisterial (FNM) y, de ser posible, incorporarme a su equipo. Era 1975, era muy joven y quería cambiar el mundo, una convicción que se enraizó profundamente en mí tras lo vivido y que encuentra miles de motivos para hacerse más fuerte día a día.

Una tarde de principios de ese año, un enero frío de cielos estrellados, sin nubes, dirigí mis pasos a la Casa del Maestro, la misma que está en la 4ª. avenida entre 5ª. y 6ª. calles de la zona 1, que albergaba a varias organizaciones magisteriales. Además del FNM, allí se alojaban el Colegio de Maestros, la Coordinadora Nacional de Claustros de Educación Media y dos agrupaciones de docentes de escuelas nocturnas y de párvulos. El Frente ocupaba el segundo piso de la parte que da hacia la avenida, a dónde se subía por una endeble escalera de cemento hechiza, como se dice de las cosas mal hechas.

Traspasé su vetusta entrada, un portón de madera formado por cuatro hojas, y allí estaban Luis y Mirta, sentados en una grada, muy cerquita del suelo. Fue la primera vez que vi su figura entrañable: el suéter negro, eternamente sobrepuesto sobre su espalda, con las mangas hacia adelante cruzadas sobre los hombros; su pelo también negro, liso, abundante, coronando su cabeza; los anteojos de gruesa montura y su sonora carcajada, contagiosa. Luis se reía con todo el cuerpo, entornando los ojos.

Esa noche me incorporé al reducido grupo del Frente Nacional Magisterial conformado por cinco o seis gatos y gatas: Álvaro, Luis, Mirta, Nery, Elsita y yo. Éramos el rescoldo de la hoguera del 73, el sonido del trueno que nos queda vibrando en los oídos. El FNM era una instancia gremial desestructurada, informal e ilegal –la Constitución prohibía la organización del funcionariado público- conformada durante la huelga del 73, que había movilizado a decenas de miles de maestros/as de primaria a lo largo y ancho del país. Ese fue el preludio del repunte del movimiento popular y sindical tras varios años de desmovilización ocasionada por la violencia terrorista estatal de los sesentas. Este grupúsculo, como les encantaba denominarnos a los detractores de variopintos pelajes derechosos, pretendía representar al magisterio del departamento, pero también fungía como tal en el nivel nacional a falta de otra entidad. Así, insignificante como parecía ser, no fueron pocos los dolores de cabeza que el FNM les ocasionó a los ministros de educación de turno, como a nuestra vez nos encantaba decirles, con las huelgas emprendidas entre el 73 y el 78 y las críticas y protestas que les hacíamos llover sobre sus medidas antipopulares. Para disputarle terreno, el gobierno creó la Unión Magisterial Guatemalteca.

Nos reuníamos los sábados en sesiones formales de trabajo para planificar actividades diversas, como asambleas, festejos, manifestaciones y entierros, o el análisis de alguna disposición ministerial de política educativa o que afectaba al gremio. Entre los sepelios recuerdo el del profesor Luis Ernesto de la Rosa Barrera, asesinado en 1976; y el de Andrés Gilberto Cuxil, lúcido dirigente de la huelga del 73, que falleció de leucemia. También determinábamos contenidos y representaciones en las entrevistas con autoridades gubernamentales, entre ellas Donaldo Álvarez Ruiz y el militar Leonel Vassaux Martínez, que fue ministro de la Defensa de Kjell Laugerud (1974-1978), en cuya oficina me sentí como en ese acto de circo donde alguien mete la cabeza en la boca del león.

A Donaldo lo vimos varias veces. El rechoncho abogado -apodado “Coche” (chancho, cerdo), un hombre perversamente astuto, prófugo por sus crímenes desde hace varios años- fue presidente del Congreso y ministro de gobernación durante los gobiernos militares fascistas de Laugerud y Romeo Lucas (1978-1982). Esa fue otra larga y estéril discusión en el movimiento popular y revolucionario, ¿eran o no fascistas?

Recuerdo particularmente una ocasión. En 1976, en Retalhuleu, el maestro José Víctor Yancor Rivera fue asesinado en la puerta de la escuela, frente al alumnado. Tono, dirigente magisterial de este departamento suroccidental, se refugió en la capital; estaba seguro de que esas balas iban dirigidas a él y que los criminales volverían a corregir su error.

En el FNM decidimos denunciar ambos hechos, el asesinato del profesor Yancor y las amenazas contra Tono, por lo que, entre otras acciones, solicitamos una entrevista a Álvarez Ruiz. Y henos allí, un trío de ingenuos docentes en el Palacio Nacional, Luis uno de ellos, metidos en el despacho de uno de los hombres más poderosos del régimen. Luego de las presentaciones y explicaciones del caso, con argumentos como la obligación constitucional de proteger y salvaguardar la vida de la ciudadanía, el ministro se despachó con una respuesta alucinante que se quedó grabada en mi memoria; como se verá, en ese tiempo no se empleaba el lenguaje políticamente correcto de ahora.

“Y ustedes, ¿qué creen? ¿Qué puedo ponerle un policía a todos los que temen por su vida? Solo tengo doce mil policías y somos millones de guatemaltecos. Además, no creo que a usted le gustaría que un policía lo siga a todas partes, ¿verdad?

Nosotros, apabullados, movimos la cabeza, negando.

“Por supuesto que no le gustaría”.

Y se dirigió a Tono: “¿A usté le sale barba, tiene bigote?” Tono calladamente asintió. “Cambie de aspecto, déjese la barba y el bigote para despistar, córtese el pelo de otro modo. Cambie su rutina, no duerma todas las noches en la misma casa, use diferentes rutas. Que sus amigos vigilen que no lo estén siguiendo…”

Mientras tratábamos de mantener la mandíbula inferior en su sitio, Álvarez Ruiz siguió diciéndonos “Yo lo entiendo, también me tengo que cuidar. El Mico Sandoval[i] me quiere matar, a mí también me gustaría matarlo, pero para hacerlo tendría que echarse a todos mis guardaespaldas, igual yo a los suyos. Pero usted, no tiene guardaespaldas…”

A esas alturas del “diálogo”, los tres –perplejos- nos estábamos poniendo de pie, dándole las gracias por su tiempo, caminando hacia afuera tratando de actuar despreocupadamente. Salimos de la oficina palaciega más corriendo que andando. La calle estaba oscura, había anochecido. Caminamos en silencio durante varios minutos. Al final, seguramente comentamos algo con palabras como cinismo, descaro, desparpajo. No sabíamos si reír o llorar.

No mataron a Tono, se quedó un buen tiempo en la capital y luego le perdí la pista. Vivió aún muchos años y murió de muerte natural, siendo aún joven, según supe después.

En una de las oficinas de la Casa del Maestro había un mimeógrafo del Colegio de Maestros, que dirigía el profesor Roberto Cabrera Guzmán. Era el que usábamos a escondidas Luis y yo para imprimir “mosquitos”, que no eran otra cosa que los volantes que repartíamos en la Tesorería los días de pago, cuando acudían cientos de docentes a recoger sus cheques; también los boletines y comunicados que repartíamos en las escuelas y en los medios radiofónicos y escritos; y una hoja impresa por ambos lados titulada “Durmiendo al sueño”. El nombre lo inventó Luis y lamentablemente no recuerdo cuál fue su explicación para algo tan inútil como dormir al sueño. En fin, lo que contenía nuestro modestísimo medio eran notas de no más de diez renglones en las que se comentaba sobre política educativa y se denunciaba la situación de la educación; también se incluían noticias sobre el movimiento de los trabajadores/as en otros países de la región, expresando solidaridad, y brevísimas creaciones literarias del Maestro. Ambos redactábamos las notas y a mí me tocaba “picar” los esténciles en una maquinota de escribir Olivetti, de mi papá.

Con la prepotencia de las edades jóvenes, esta que recuerda y escribe confiesa con pena que “corregía” las notas de Luis. Él, al enterarse por mí de mi osadía, solo dijo “está bueno, patoja”. Después se me cayó la cara de vergüenza cuando me enteré que estaba cometiendo un delito de leso poeta, escritor y novelista, ganador de los Juegos Florales de Quetzaltenango de 1972 con su novela “El tiempo principia en Xibalbá”. Encogida, me disculpé con él. Con una de sus sonoras carcajadas le oí decir “no te preocupés, patoja”, con lo cual me dio una lección de modestia y humildad que nunca olvidé.

Con un poco más de plata, porque todo salía de nuestros precarios bolsillos y de las contribuciones de unos pocos fieles maestros/as al Frente, publicamos algunos números impresos de un periódico que, si no recuerdo mal, llevaba el original nombre de FNM. Entre los artículos que preparamos, hubo uno sobre el 25 de junio de 1944 que escribí con base en las noticias de la prensa de la época, la que consulté en el Archivo General de Centroamérica.

Compas solidarios, en 1976 – 77 trabajamos codo a codo en “Unidad”, el periódico del Comité Nacional de Unidad Sindical, instancia de cuya Comisión de Organización éramos miembros, delegados por el Frente, hasta que nos echó un ex abogado laboralista que ahora es defensor de Ríos Montt. También del 75 al 77 fuimos parte del equipo de redacción del programa “La Voz del Magisterio”, una radiorrevista que se transmitía los domingos a las 9 pm por la radio Nuevo Mundo, de dónde también tuvimos que salir debido a la “lucha ideológica” y a la “democrática” decisión de la mayoría.

Después de haber sido expulsados Luis y yo del FNM y del CNUS en 1977, con Maco Blanco, muerto en el exilio un 1º. de octubre de 1980, formamos un grupo de estudio sobre los problemas educativos del país y el papel y demandas del magisterio. Además de nosotros lo integraban Marta G., Julio y Sergio. En ese esfuerzo, fuimos apoyados por el querido profesor Carlos González Orellana y expertos/as internacionales de la UNESCO. Desde esa trinchera, continuamos con nuestra labor difundiendo un programa de lucha gremial que recogía demandas educativas y laborales.

Fue entonces, después de una larga discusión sobre estos asuntos, que Luis transformó el lema del FNM, “El maestro no es un apóstol, es un trabajador” en “El maestro es un apóstol y es un trabajador”. De esa manera, resumió la responsabilidad del magisterio en la formación ciudadana y en la construcción de una educación liberadora con la que soñábamos y su derecho al goce de garantías laborales.

Por ese tiempo, pudo haber sido en 1979, Luis recibió una misteriosa invitación –misteriosa para mí, porque nunca supe de dónde provenía- para un encuentro magisterial en algún país de África. Se fue, volvió, y aparte de las discusiones interesantes, me contó que lo que más le había asombrado era la forma de comer (“todos metíamos las manos en el trasto de la comida”). En su paso por Nueva York, donde le tocó hacer escala, estaba aburrido y talvez temeroso de poner un pie en la calle, cuando se le acercó un empleado de la limpieza y le preguntó “¿usté es guatemalteco?”; ante su respuesta, inquirió “¿quién ganó el campeonato? ¿Los rojos o Cobán Imperial? Esto último lo relataba entre grandes carcajadas y, sorprendido, hablaba sobre la increíble coincidencia de que el muchacho no solo era guatemalteco, sino que había estudiado en la escuela Clemente Chavarría, donde él daba clases. El compatriota resultó ser un excelente guía y anfitrión, lo sacó del aeropuerto y se lo llevó a conocer la ciudad. Muchos años después, en un viaje en el que hice escala en un aeropuerto gringo, me atreví a preguntarle a un joven si podía acompañarlo a hacer compras; increíblemente, era chapín, de la zona 8 y había estudiado en esa misma escuela…

Pese a la diferencia de edades, quince años, Luis y yo nos hicimos amigos. Lo respeté y lo quise tanto que cuando pensaba que un día de aquellos seguramente nos iban a matar, me decía a mí misma que su muerte iba a dolerme mucho. Un día, conocí a su familia: Tula, su esposa, la inspiradora de su poesía amorosa; y a sus niños, Mayarí y Luis Ixbalanqué, ahora adultos. Visité su casa y me prestó sus libros. Ambos compartíamos el amor por las letras y por la docencia. Con él y por él conocí la obra de Miguel Hernández, César Vallejo, Luis Alfredo Arango, Francisco Morales Santos, Mario Roberto Morales, Juan Rulfo, José Luis Villatoro, Marco Antonio Flores y otros escritores de aquí y de allá.

Generoso, compartía conmigo sus formas de enseñar a disfrutar de la lectura y a escribir a sus pequeños alumnos de la escuela Clemente Chavarría de la zona 8, donde trabajó después de estar en el Sur, en Escuintla, y en una aldea cercana a la capital, Las Escobas, “donde el viento era tan fuerte que era capaz de levantarte del suelo y llevarte muy lejos”. Producto de sus enseñanzas fue mi breve experiencia con mis propios alumnos/as, de donde salió en el 79 “El cuento de Camilo”.

En nuestras muchísimas conversaciones de camioneta –vivíamos por el mismo rumbo, el de la ruta siete- me contaba de su obra mientras yo, secretamente, soñaba con llegar a ser la heroína de alguna de sus novelas. Muchas veces me mostró los manuscritos de sus poemas, así conocí “Acerca del venado y sus cazadores”, su homenaje a Oliverio Castañeda de León tras su asesinato el 20 de octubre de 1978. Cuando la muerte llegó para quedarse entre nosotros, escribió “Epitafio” y, con una gran sonrisa, me enseñó “Acerca del poeta y sus creaciones”, en el que en cuatro breves líneas manifestaba su vocación revolucionaria; y, así, conocí muchos otros.

Años después, probablemente en 1984, fui testigo de su sufrimiento cuando su hijo, que era aún menor de edad, fue detenido porque se encontraba en la sede de la organización Amigos del Arte Escolar (AMARES), que casualmente estaba situada al lado de una casa ocupada por una organización político militar que fue destruida por el ejército.

Ese año lo vi con alguna frecuencia. Por casualidad me fui a vivir muy cerca de San José Las Rosas, de camino a El Milagro, donde estaba su casa sencilla y modesta como él, maestro pobre, la que había construido con sus propias manos. La seña era un alto arbusto de chipilín en la entrada, vestido de mariposas amarillas. Allí llegaba con mi niño de meses a compartir preocupaciones, a componer el mundo mientras el nuestro se caía a pedazos y a escuchar sus Poemas del Volcán de Fuego, leídos despacito y con voz suave, mientras tomábamos café sentados a la mesa. Al lado, mi hijo en su carruaje, adormilado por el calor de las tardes de marzo.

Luis fue quizá la última persona a la que dije adiós cuando me fui de Guatemala el 26 de marzo de ese año desgraciado. Nos juntamos una noche por la Kodak, cerca de la escuela de Pamplona y, al despedirme le pedí que, por favor, por vida suya, saliera del país. “No puedo, no tengo medios económicos para moverme ni para dejar segura a mi familia”, esa fue su respuesta desoladora. Tampoco quería dejar solos a Tula y a Ixbalan. Mayarí había volado fuera del país y su carta para ella me acompañó en la huída. Con mucha tristeza, haciéndonos los fuertes que aquí no pasa nada, nos abrazamos. Jamás lo volví a ver.

En septiembre de ese año, en un vagón del metro mexicano me encontré a Otoniel Martínez, el poeta. Mi corazón, encallecido por la muerte reiterada, apenas tuvo un sobresalto cuando le oí decir que Luis estaba desaparecido desde el 15 de mayo. Aún guardo las lágrimas que debí haber llorado cuando me enteré de su detención; esta se dio en el marco de un operativo que acabó con el intento de mantener el trabajo político en la capital, cuando las bandas militares capturaron ilegalmente y desaparecieron a varios compañeros y los arrastraron a las cárceles clandestinas.

La foto de Luis, su nombre, filiación política y los datos de su captura y posterior asesinato están en la página 33 del Diario Militar, donde alguien escribió a mano “05-06-84: 300”, el código de la muerte. Sus restos no han aparecido aún. Quién sabe con cuántos poemas fue enterrado, como si fuera cualquier cosa en una fosa clandestina en un cuartel cualquiera. Allí yace todavía al lado de quienes corrieron su misma maldita suerte, decretada por los uniformados. ¿Cabrían en esa tumba improvisada todas las hermosas palabras que anidaban en su alma? ¿Cuántos niños más hubiesen aprendido a amar los libros y las letras y cuántos muchachos y muchachas universitarias dejaron de tenerlo como profesor?

Hurgo en mi interior. Encuentro, junto con la tristeza, todos los sentimientos, el respeto, la admiración, el cariño que le tuve y le tengo al maestro, al poeta pobre y, sin embargo, dueño de una enorme riqueza espiritual. Revivo con nostalgia nuestra camaradería, él, el profesor; yo, su discípula, que sigue atesorando todas sus enseñanzas y tratando de poner en práctica la de aprender de las demás personas y de mi propia experiencia, tanto como de los textos. Gracias a Luis, pero también a Marta, a Maco, Julio y Sergio, entendí que tengo una fracción del mundo en mi cabeza, que debía compartirla y juntarla con las demás para crear, para conocer, para tejer los sueños, las canciones, y para hacerlo todo nuevo, entre eso, un mundo de justicia.

Luis de León/Luis de Lión era un ciudadano y padre de familia, un maestro; también era un poeta, novelista, cuentista y revolucionario, un comunista. Por eso lo detuvieron y lo desaparecieron, dejando a Tula y a sus jóvenes hijo e hija en una situación de total desamparo. Lo mataron los amos de la palabra estéril, falsa, letal, los decidores de mentiras, los pronunciadores de las órdenes de muerte. Los criminales de uniforme nos privaron de sus enseñanzas y de su verbo hermosamente fértil. El alfabeto quedó huérfano de este maestro de origen kakchiquel, que puso en el mapa a su pueblo, San Juan del Obispo.

No sé si verdaderamente aprendí a ser modesta a su lado, a respetar el aporte de todas las personas en el trabajo colectivo, a escuchar con respeto y atención las voces diversas y a darle a cada una el valor que merece, pero trato. De lo que sí estoy segura es de que Luis de León, el maestro, y Luis de Lión, el poeta, escritor y novelista, fueron mis guías y mentores, los formadores espirituales que me acompañan hasta el día de hoy.

Algunos de sus poemas están en http://www.literaturaguatemalteca.org/lion4.htm
Casa Museo Luis de Lión, en San Juan del Obispo, Antigua Guatemala


[i] Mario Sandoval Alarcón, fundador del ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional que le dio sustento político a la intervención estadounidense de 1954 y se declaró “el partido de la violencia organizada” 
(http://connuestraamerica.blogspot.com/2012/01/guatemala-el-pais-de-nunca-jamas.html)

sábado, 12 de mayo de 2012

De pie, cantar, que vamos a luchar


La primera vez que desfilé en las calles por una causa fue en apoyo a la Cruz Roja. Tenía 15 años y cursaba el tercero básico en Belén. No recuerdo otra cosa que la felicidad de ir junto a mis compañeras cantando a todo galillo “El himno de la alegría”. Años después marché por las mismas calles del centro de la ciudad de Guatemala en protestas, conmemoraciones, entierros y actos de solidaridad. Muchas veces uní mi voz al coro de “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún, que cantábamos junto con las consignas de la ocasión o de la coyuntura. En ese momento, lo que dice ese verso era cierto.


En la segunda mitad de los setentas, el movimiento popular, en auge, se había adueñado de la escena pública. En 1973, a partir de la huelga del magisterio por un aumento salarial, a la que se sumó el estudiantado de secundaria de todo el país, se inició una nueva etapa de la resistencia de los trabajadores y trabajadoras que dio paso a un repunte de las organizaciones sindicales, gremiales, estudiantiles (universitarias y de educación media), y de pobladores urbanos. No se producía algo así desde las jornadas de marzo y abril del 62. Las manifestaciones públicas formaron parte del arsenal con el que se contaba para hacer presión, expresar demandas, mostrar el descontento y posicionar líneas políticas. Eran una demostración de fortaleza en el pulso cotidiano contra el poderío militar oligárquico de corte fascista que se había hecho con el gobierno. 

Además de las manifestaciones coyunturales, cada año había tres a las que se dedicaban muchos esfuerzos y planificación. Eran las del 1o. de mayo, el 20 de octubre y la del 25 de junio, Día del Maestro, esta última más restringida al gremio magisterial. Año con año, al mismo tiempo que el ejército y la policía recurrían a métodos represivos más sofisticados, también se fue avanzando en el movimiento popular y sindical. Se pasó de las simples salidas a la calle, al mejoramiento de las convocatorias, la organización, la seguridad y la elaboración de las mantas y pancartas, de las que un colectivo de artistas plásticos hizo verdaderas obras de arte. En las manifestaciones del Día del Maestro se llevaba una carroza, al estilo de la Huelga de Dolores.

Además de ser un arma de lucha, eran la ocasión para observar las diferentes expresiones políticas presentes en el movimiento popular y sindical; algunas veces las consignas respondían a los lineamientos de las organizaciones de izquierda. Los distintos abordajes, en cuyo tratamiento privaba la intolerancia mutua, eran denominados eufemísticamente como “lucha ideológica”; tras ellos solían ocultarse el sectarismo, los personalismos, la rivalidad y la división. Eran circunstancias difíciles que muchas veces hicieron que la dirigencia se olvidara de que se enfrentaba a un enemigo poderoso y que, por encima de todo, había objetivos comunes que podían –y debían- unirles.

Por ejemplo, en el 77 tanto en la manifestación del 1º. de mayo como en la del 20 de octubre, las consignas del Partido Guatemalteco del Trabajo, con las que se demandaba el respeto a los derechos humanos, fueron censuradas veladamente al no formar parte de la lista oficial aprobada por la dirección del CNUS. El argumento en contra era que los derechos humanos eran parte de la política exterior del presidente Carter. Mi reclamo a los compañeros por la libertad de expresión cayó en saco roto, pero en las pancartas que hice, plasmé demandas urgentes por el respeto a la vida, la libertad y la integridad personal y el repudio contra los asesinatos, las desapariciones forzadas y la tortura de la que estaban siendo víctimas numerosos/as compañeros/as en una oleada de crímenes que aún no adquirían el carácter de masivos.

Las primeras manifestaciones a las que asistí fueron las del magisterio, con mi mamá, que se declaró en huelga después de una seria conversación con mi papá en la que él le dijo algo así como “si se queda sin trabajo, ya veremos qué hacer”. Con la ciudad tomada y cercada por la policía, lo que impidió el ingreso de centenares de docentes del interior del país, no se logró estructurar una sola columna, de manera que en pequeños grupos jugamos al gato y al ratón con los agentes policiales por todo el casco central. Se volvieron locos intentando contener a miles de maestros/as y estudiantes que marchábamos literalmente contravía. Hubo detenciones y golpizas durante los dos o tres días que duraron las “bullas” en las calles y los gases lacrimógenos provocaron la intoxicación de muchísimas personas.

La huelga, librada en dos etapas que abarcaron varios meses, fue ganada por las organizaciones magisteriales por lo que los salarios de maestros y maestras fueron aumentados y se levantaron las órdenes de despido y otras represalias. La celebración del triunfo fue, como debía ser, en las calles, con una manifestación. Bajo la lluvia de agosto, salimos de la plazuela Barrios sin mantas ni pancartas, pero nuestra alegría era enorme.

Al siguiente año, 1974, también salimos a protestar contra el fraude electoral que llevó a la presidencia de la república a un militar, Kjell Laugerud y perjudicó a otro, Efraín Ríos Montt, postulado por el partido Democracia Cristiana Guatemalteca. En las calles estuvo el ahora anciano genocida acompañado por la cúpula de la DC; junto con ellos (y nosotros), respiró gas lacrimógeno y corrió con la policía detrás, hasta que los tumultos se apagaron por quien sabe qué negociación. Ríos Montt volvió a la escena política tras el golpe de Estado de 1982, para protagonizar una nueva etapa del terrorismo estatal en contra de la población guatemalteca.

En todas estas ocasiones, el salir a las calles fue una forma de lucha a la que se recurría casi de forma natural. En ciertos momentos, como los de la demanda por la aparición con vida de los jóvenes estudiantes Robin García y Leonel Caballeros por parte del estudiantado de educación media, hubo hasta cinco manifestaciones diarias. La masacre de Panzós (29 de mayo de 1978) suscitó una profunda y solidaria indignación que se gritó en las calles, junto con la exigencia de justicia; la solidaridad con la lucha de los pueblos nicaragüense y salvadoreño también ocasionó recorridos semanales esperanzados y felices.

Fue concientizadora la marcha de los mineros de Ixtahuacán, que recorrieron unos 300 kilómetros con su demanda de justicia. Caminé un trecho corto, desde San Lucas Sacatepéquez, al lado de estos hombres exhaustos, ataviados con su casco, tras muchos días de caminata. Me asombró su silencio, que contrastaba con la euforia de la gente que se agolpaba a la orilla de la Interamericana desde que salieron de su pueblo. El día que arribaron a la capital, sobre el puente del Periférico y la pasarela del INCAP había tantas personas que temí que se cayeran. A lo largo de su recorrido hasta el parque Centenario, todo el mundo quería verlos y saludarlos por su admirable tenacidad. Todos éramos mineros de Ixtahuacán, como fuimos hermanos y hermanas de Robin y Leonel, de las víctimas de Panzós, de los pueblos centroamericanos en lucha (“Ayer Nicaragua, hoy El Salvador, mañana Guatemala”, era la consigna), de los hombres y mujeres ixiles quemados vivos en la embajada de España.

El movimiento popular sufrió severos golpes con el ascenso al poder del general Romeo Lucas, en 1978. Ese fue el año de la masacre de Panzós, el 29 de mayo; las jornadas de octubre, el asesinato de Oliverio Castañeda de León, líder de la Asociación de Estudiantes Universitarios y del movimiento popular, el 20 de octubre; la posterior desaparición forzada de Antonio Ciani, su sucesor, el 6 de noviembre, y otros acontecimientos represivos. No es que no mataran antes, nunca dejaron de hacerlo, nunca han dejado de hacerlo. En agosto del 77 habían asesinado, entre otras muchas víctimas, al abogado laboralista Mario López Larrave, un hombre íntegro que impulsó la formación del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), en marzo del 76, para afrontar la oleada de muertes de sindicalistas que afectó, en particular, a los compañeros del sindicato de la Coca Cola.

El 4 de agosto de 1978, en la conmemoración de los asesinatos de Robin y Leonel, se dio una vuelta de tuerca. El día 3 Luis de Lión y yo -a esas alturas, ex integrantes del Frente Nacional Magisterial y del CNUS, una historia que un día quizá cuente- fuimos a una reunión a la sede de la Federación Autónoma Sindical de Guatemala (FASGUA). Los compañeros nos mostraron un boletín firmado por un “comité nacional de unidad sindical auténtico”; en él se leía que el CNUS era una cueva de ladrones, corruptos, subversivos, al contrario del firmante, que se ponía como la legítima expresión de la clase trabajadora. El panfleto apócrifo, uno de los muchos que elaboró la inteligencia militar, fue repartido en las sedes de las distintas agrupaciones. Además de la “denuncia”, en él se advertía que la manifestación iba a ser reprimida porque no se tenía permiso, un trámite que nunca se hacía.

No obstante, esa tarde nos juntamos en la plaza Italia, al frente de la Municipalidad. Las gradas externas del edificio estaban ocupadas por los integrantes del Pelotón Modelo (antimotines), desde allí nos empezaron a seguir. Cuando la cabeza de la manifestación llegó a la 5ª. avenida y 13 calle de la zona 1, se encontró con otro grupo de los antimotines. En ese momento, nos comprimieron. En ambos extremos, los policías repartieron golpes y gases lacrimógenos en una acción para la que no íbamos preparados. En medio de la neblina, a través de las lágrimas provocadas por el gas, veía a los policías avanzar hacia donde me encontraba. Sus figuras, distorsionadas por los cascos, escudos, batones y máscaras antigás, se asemejaban a las de los monstruos de las películas de ciencia ficción de los cincuentas. El temor de que me agarraran, me dio el impulso que necesitaba para huir de allí.

Durante varias horas, con un grupo de compañeros y compañeras, entre quienes recuerdo al Chino y a Luis, el primero muerto y el otro desaparecido posteriormente, intentamos vanamente llegar hasta el parque Central, pero nos cortaron los accesos. Los parques Central y Centenario estaban tomados por la policía. Nos sacaron con gases del Instituto Normal Rafael Aqueche y finalmente nos refugiamos en el Paraninfo Universitario, donde estaba Oliverio. Pronto, el edificio fue rodeado por la policía uniformada y de civil, los temibles judiciales. Allí se encontraba un grupo del Frente Estudiantil Robin García (“porque el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados” era su lema) aparentemente armado. Si eso era cierto, un enfrentamiento a tiros con los policías en tan desiguales condiciones hubiese causado muertes de nuestro lado; según recuerdo, Oliverio dialogó con ellos para evitar llegar a esos extremos. Finalmente, en una época sin celulares, el teléfono público nos posibilitó comunicarnos con el exterior y logramos salir porque llegó el Rector interino de la Universidad de San Carlos a negociar con el comandante de los antimotines.

A partir de esa fecha, estábamos avisados de que las manifestaciones que no contaran con el permiso de Gobernación –el absurdo requisito era hacerlas a una hora en que no se interrumpiera el tráfico- serían reprimidas. Pese a eso, continuamos en las calles, algunas veces con permiso, la mayoría sin él.

Durante las jornadas de octubre de ese año, cuya consigna fue “5 sí, 10 huelga”, las calles de los barrios capitalinos fueron el escenario de masivas protestas urbanas contra el aumento del pasaje de autobús que golpeaba duramente los bolsillos de las familias de menores ingresos. Por varios días la ciudad, paralizada por las huelgas estudiantiles, los transportistas y la administración pública, fue testigo de las batallas entre la policía y los estudiantes de secundaria, que instalaron barricadas frente a cada Instituto, y los vecinos/as de las zonas periféricas, que salían a las seis de la tarde con sus ollas y sartenes a meter ruido. La colonia El Milagro fue declarada zona liberada por sus habitantes, que tras una barrera de piedras en su único acceso impedía la entrada de la policía. Los empleados/as públicos/as tomaron sus oficinas, pero cuando el gobierno retomó la iniciativa, la policía los rodeó y se las dio por cárcel hasta lograr su salida de los edificios. Con toda esa efervescencia, los obreros fabriles no participaron en la huelga. Recuerdo que con Luis Colindres, asesinado en el 82, recorrimos las fábricas de la Petapa para convencerlos en un intento infructuoso de que se unieran a las protestas.

La Municipalidad derogó la decisión de aumentar el pasaje tras unos cinco o seis días de desobediencia masiva cuyo saldo fue de entre treinta y cuarenta personas muertas a balazos por la policía. Paralelamente, el gobierno implementó un plan represivo con medidas como la cancelación de las personerías jurídicas de las asociaciones de empleados/as estatales, detenciones masivas y el posterior asesinato de Oliverio, que se había erigido en uno de los líderes más reconocidos, respetados y queridos por la población.

En el 79 fueron asesinados dos prominentes y respetados dirigentes políticos: Alberto Fuentes Mohr, el 25 de enero, y Manuel Colom Argueta, el 22 de marzo. Sus muertes violentas, en las que se ha comprobado la autoría de los altos mandos militares, ocurrieron inmediatamente después de que sus partidos fueron inscritos legalmente, el Partido Socialista Democrático y el Frente Unido de la Revolución. En el espectro político de entonces, eran partidos democráticos, antidictatoriales y antimilitaristas. Ambos dirigentes, además de ser profesionales muy destacados en sus carreras y en el desempeño de altos cargos públicos, eran ideólogos de sus respectivas agrupaciones que al perderlos junto con otros integrantes también asesinados, ya no tuvieron mayor trascendencia.

El entierro de Colom Argueta, ex alcalde de la ciudad de Guatemala de 1970 a 1974, fue la manifestación más numerosa que recuerdo. Se calculó la asistencia de 250 000 a 300 000 personas. Era tanta la gente que en el segmento en el que yo iba –donde todo transcurrió en calma- no nos enteramos de que en otros se habían suscitado enfrentamientos con la policía. Otros sepelios masivos fueron el de Oliverio (la marcha de los claveles rojos, “no era tras la muerte a lo que íbamos, era tras la vida”) y el de las víctimas de la masacre de la embajada de España, en enero del 80.

El 1º. de mayo del 79 también se conmemoró en las calles, aunque cada vez éramos menos los que salíamos; la gente había empezado a abandonar el país. El 20 de octubre de ese año fue secuestrado el orador de una AEU en la semiclandestinidad, el estudiante de psicología Julio Cortés quien continúa desaparecido.

A esas alturas, algunas personas se tapaban el rostro pero la mayoría, quizá tonta o temerariamente, salíamos a la calle desarmadas y a cara descubierta, solo con la idea de hacia dónde correr y un frasco de vinagre para poner en un pañuelo y cubrirnos nariz y boca por si nos tiraban gas lacrimógeno. La lloradera era inevitable si tal cosa sucedía.

La represión continuó con ritmo ascendente; los perpetradores ya ni siquiera se cuidaban de esconder sus acciones, como sucedió con la masacre de la embajada española el 31 de enero de 1980, un hecho impensable aún ahora. Ese año, a pesar del éxito alcanzado con la huelga de trabajadores/as del campo encabezada por el Comité de Unidad Campesina –en febrero- por cuyo medio se logró un aumento salarial, casi todas las organizaciones de la ciudad estaban desarticuladas o se habían ausentado de la escena pública. El CNUS había dado paso a la constitución de un frente contra la represión; la Universidad de San Carlos fue silenciada y semiparalizada por los asesinatos de profesores/as y estudiantes. En ese contexto, el desfile del 1º. de mayo fue la última manifestación pública de esa etapa histórica.

Pese a la situación vivida en los primeros meses, la marcha fue numerosa. La ciudad estaba muy controlada por la policía y el ejército, había retenes en todas partes. Con un grupo de compañeras nos fuimos a la Universidad a recoger unas mantas; a la vuelta, logramos pasar sin contratiempos un tapón de de la policía, no nos pararon porque a lo mejor vieron que íbamos solo mujeres.

El desfile salió del Trébol, no del Monumento al Trabajo (el famoso “Muñecón”) ni de la plaza Italia. La tensión recorría la larga columna de hombres y mujeres que se encaminó por la avenida Bolívar y llegó a su tradicional destino en el parque Centenario. Con mi prima nos salimos antes de que terminara el acto; nos quitamos suéteres y sombreros para, según nosotras, no darnos color de manifestantes, pero al alejarnos del parque se nos acercó alguien conocido para decirnos que había un cerco policial y que el objetivo eran los principales dirigentes. Regresamos para avisarles. No recuerdo que hicimos después, seguramente nos alejamos inmediatamente tras habernos asegurado de que se corriera la voz. Sin embargo, ese día fueron detenidas y desaparecidas numerosas personas, entre ellas tres hermanos sindicalistas, y fueron muertos a balazos dos estudiantes universitarios.

De esa fecha, la Comisión de Esclarecimiento Histórico consignó los siguientes hechos[i]:

“1. El 1 de mayo de 1980 el CNUS, que se había convertido en el eje de dicho movimiento, llamó a “instaurar un gobierno revolucionario, democrático, y popular” y a “derrocar al régimen luquista”, consignas que fueron secundadas por los grupos insurgentes. En esta ocasión fueron secuestrados 32 participantes cerca del Parque Centenario. Los cadáveres de 28 de ellos aparecieron torturados días después.

2. El 1 de mayo de 1980, en la ciudad de Guatemala, miembros de la Policía Nacional capturaron, durante una manifestación, al párroco del municipio de Tiquisate, departamento de Escuintla, Conrado de la Cruz, quien era de origen filipino y al catequista Herlindo Cifuentes. No se volvió a saber de ellos.”
En los meses posteriores ocurrieron secuestros y desapariciones masivas. El 28 de junio, en la sede de la Central Nacional de Trabajadores, en pleno centro de la capital, y en agosto, en la finca Emaús, en una actividad de la Escuela de Orientación Sindical. En ambos hechos, fueron arrebatadas las vidas de unos cuarenta hombres y mujeres, entre dirigentes de sindicatos fabriles y docentes de la EOS.

Más tarde, en 1982, durante el breve lapso que media entre el golpe de Estado del 23 de marzo y la imposición del estado de sitio a mediados de año, los familiares de personas desaparecidas, entre ellos mis padres, manifestaron públicamente frente al Palacio Nacional en demanda de la devolución de nuestros seres queridos. Las reuniones públicas se suspendieron cuando fueron desaparecidos algunos de los familiares participantes. Nadie recuerda sus nombres, solo su dolor tan grande permanece en nosotros y les hizo desafiar los mandatos de obediencia y silencio emanados de una cúpula militar perversa que, sin titubeos ni vacilaciones, asesinó, torturó y desapareció a millares de personas, hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos/as, todos indefensos e inermes. De igual forma, sin titubeos ni vacilaciones, el movimiento popular y sindical la desafió hasta que pudo más la muerte en dosis genocidas.

Lo que he mencionado en otros escritos como “el cierre de los espacios políticos” fue un difícil y doloroso proceso en el que los militares destruyeron el movimiento popular aniquilando individual o masivamente a personas civiles desarmadas. De acuerdo con el derecho de la guerra, en el llamado conflicto armado interno guatemalteco los militares no acataron lo establecido por los Convenios de Ginebra. Estos instrumentos ordenan a las partes enfrentadas bélicamente, sin excepción, respetar la vida, los derechos y los bienes de la población civil y de los combatientes en situaciones de vulnerabilidad (prisioneros, heridos). Sobran los testimonios de que esto no sucedió en las zonas rurales, donde llevaron adelante operativos de tierra arrasada y masacres contra civiles desarmados. En las zonas urbanas, contra los métodos de lucha del movimiento popular –la huelga, las manifestaciones públicas, las ocupaciones pacíficas, la palabra dicha o escrita- los depredadores respondieron con muerte y violencia perversa, con gases lacrimógenos, torturas y capturas ilegales, ejecuciones, asesinatos políticos y desapariciones forzadas. Contener las demandas de justicia y equidad significó la perpetración de un genocidio político y étnico.

A tantos años de distancia, con el sufrimiento aún vivo, constato que fuimos incapaces de defendernos y de proteger a quienes estaban cerca, como mi hermano Marco Antonio, mi niño desaparecido el 6 de octubre de 1981 por la G2, de quienes no se tocaron el alma antes de asesinar a familias y pueblos enteros, desarmados. Las palabras honor, valor, gallardía que generalmente se aplican a sí mismos los militares, pierden totalmente su sentido si pienso en las hordas criminales que recorrieron el país sembrando miedo y dolor ilimitados.

El pueblo guatemalteco sigue resistiendo, como lo ha hecho históricamente, pese al sufrimiento que le ha sido infligido y va a llegar la hora de la justicia, ojalá pronto. Mientras tanto, con voluntad memoriosa seguiré recordando y contando lo que me pasó por la piel y por el alma.



[i] Párrafos tomados de la recopilación de Raúl Figueroa Sarti, en http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/05/el-1-de-mayo-en-nuestra-memoria.html

miércoles, 2 de mayo de 2012

El Diario Militar


En 1999, cuando apareció el Diario Militar, creí que se iba a caer el mundo. No podía creerlo. Muchos de quienes aparecen con sus nombres y fotos, con anotaciones sobre su captura (dónde, cuándo, a qué hora…) y su muerte (o su liberación, en muy pocos casos) no eran ajenos a mí. Habían sido mis amigos o amigas, mis compas en el movimiento magisterial, popular y sindical, en la U; solíamos encontrarnos en las manifestaciones, en las protestas, portando muy en alto la dignidad, junto con la esperanza y las banderas. Tantas veces les abracé, nos tomamos un café y arreglamos el mundo en una conversa que nos hacía sentir fuertes, invencibles. De alguno/a supe de su vida, de las cosas pequeñas que le afectaban o le hacían feliz. En esos años, nos sostuvimos mutuamente, solidariamente, impulsando un esfuerzo en el que les fue arrebatada la vida cuando ellos, los mismos asesinos, genocidas, torturadores, masacradores, desaparecedores, nos dieron sus mortales zarpazos.  

Ese día creí que el Diario Militar iba a desencadenar la justicia, encadenada por el miedo y la persecución. Creí que las estructuras criminales del poder iban a ser expuestas públicamente y desmanteladas. Creí que los causantes de las muertes, de las capturas ilegales, de las torturas, serían castigados de manera ejemplar. Creí que se iba a saber dónde estaban nuestros compañeros y compañeras desaparecidas y sus familias podrían sepultarlos humanamente. Pero no. Las cosas en Guatemala no son lineales ni perfectas, en ningún lado lo son, pero aquí talvez sean más complejas y difíciles que en cualquier otra parte anudadas, como aún están, al poder de criminales y oligarcas.

En el 99, con una conexión muy lenta, pude ver el Diario Militar en el sitio del NSA. En la pantalla, se iban dibujando los rostros poco a poco, así fui reconociendo a cada persona que detuvieron, encerraron, torturaron y asesinaron (o liberaron). Luis, Baiza, don Tonito Obando (lo había entrevistado para un curso de Historia), los jovencitos de secundaria, Betsa… Con cada uno, renovaba mi espanto, pero cuando vi al Negro muerto, tirado en el suelo después de que lo persiguieron, no pude evitar el llanto. Fue entonces que escribí lo que sigue, con palabras que no alcanzarán jamás a describir mi desaliento ni el horror contenido en ese documento.

Nos mataron a todos. A algunos como animales, cazados en las calles de Guatemala por los perros de presa alimentados con el odio que ha destruido a nuestra patria desde hace tantos años. A otros, torturados hasta la muerte, hasta que ya no hubo una sola célula que resistiera el dolor indescriptible con el que trataron de quebrar su voluntad. Y unos más, los que logramos salvar el cuerpo de sus garras, hombres y mujeres que nunca, por azar del destino, estuvimos en el momento y el lugar en que éramos esperados, también morimos con los torturados, los desaparecidos y los ejecutados. Mataron nuestro espíritu, nuestro deseo de vivir, nos despojaron del futuro y de toda esperanza, nos quitaron los rostros y los nombres y nos relegaron a ese sitio innominado del que jamás se vuelve aún estando vivos.

Mi fantasía me llevó con ellos, con cada compañero y compañera que caía, con mi hermano y mi hermana, a las cárceles clandestinas, a los oscuros sótanos de los cuarteles militares y la casa presidencial. Imaginé el dolor que sentiría tras los golpes, vi el humo salir de mi cuerpo electrocutado, casi morí de sed y de hambre, también fui herida. Quise inventarme un sitio adentro de mí misma para recluirme en él e ignorar el horror cuando llegara. Yo pequeña, yo débil, con todos los sentidos, traté de revestirme de la fuerza de un gigante y con la insensibilidad de una piedra para no doblegarme ante esos monstruos. A lo mejor eso no hubiera servido de nada en su momento, momento que nunca me llegó.

Todo lo que pude haber fantaseado seguramente fue muy corto ante el inmensurable dolor que ellos sufrieron y no encuentro la forma de reproducir esta angustia en palabras; solamente pude imaginar lo que a lo mejor hubiera sentido, ellos lo sufrieron. Su cuerpo padeció tormentos indecibles con los que quisieron conquistar su mente y hacer hablar a su garganta. No estuve en su lugar. Fueron otros los que recibieron las balas, o fueron asfixiados, o inmersos en baldes de excrementos hasta que sus pulmones estallaron.

Entonces me convertí en el cadáver mutilado que apareció a la orilla de un camino, sin manos, sin ojos, sin lengua, sin testículos, sin pechos. Me tiraron al mar, a los volcanes, me arrancaron las uñas y los dientes. Me violaron hasta la saciedad. Ya no fui nadie. Era solo un pedazo de carne sin alma al que le querían sacar nombres, direcciones, caras, fechas, historias. Trituraron mi cuerpo hasta morir o hacerme hablar, para luego matarme. Estuve con ellos en los antros de muerte de los asesinos de uniforme y no fui nadie ni valía nada. Desnudos, sin comida, sin agua, solo la necesaria para mantener el leve vínculo que nos ataba a la vida, vida que ya no lo era, al igual que la muerte que tampoco fue nuestra desde el momento en que un oscuro grupo de criminales se apropió del derecho de disponer de ellas y la manera de acabarnos.

Guatemala se convirtió en una telaraña gigantesca en la que uno a uno fueron cayendo casi todos, en una trampa mortal de la que pocos lograban escaparse. Los siniestros señores de la perversidad y del silencio fueron los amos de conciencias y espíritus, los infligidores del dolor, los torturadores, los verdugos. Eso nos gobernó: un poder perverso y desquiciado, que convirtió a nuestra patria en manicomio, que secuestró y torturó y asesinó no solo los cuerpos de los hombres y mujeres que cayeron en sus garras, sino a todos. Todos imaginábamos lo que nos podría pasar, consciente o inconscientemente, a todos nos torturaron de una forma o de otra, y también nos mataron.

La verdad tiene que ser dicha para recuperar la cordura. La verdad es la única que podrá limpiar nuestros corazones de la locura y el odio que implantaron. Jamás podrán reparar el mal causado porque ninguno de los desaparecidos y los muertos volverá a la vida, ni jugará con sus hijos e hijas, ni abrazará a sus padres y hermanos nuevamente, ni vendrá con nosotros, por ese camino que escogimos desde el momento en que tuvimos conciencia de lo que le estaban haciendo a nuestra patria.

Quisimos cambiar a Guatemala. Quisimos que todos los niños y niñas tuvieran pan, alfabeto y techo; que todos los hombres y mujeres dignos tuvieran un empleo; que los asesinos fueran a la cárcel y pagaran su culpa; quisimos un país para todos, en el que la tragedia se convirtiera en una pesadilla del pasado. Esos fueron los sueños y la sentencia que dictaron en nuestra contra fue la muerte.

Ha llegado, talvez, el momento de llamar las cosas por su nombre. A lo mejor avanza la justicia, si no la de los juicios y las cárceles para los criminales sí la de los corazones de todos los guatemaltecos honestos que deberán llevar a un sitial de honor a las decenas de miles de hombres y mujeres a los que les fueron arrebatadas sus vidas en este proceso amargamente injusto y doloroso. No hay otra forma de abrirle el paso a la vida y a la paz, no hay otra forma de que logremos reconciliarnos con nosotros mismos aunque este dolor sin fondo y sin final siga viviendo bajo nuestra piel.

Todos tuvimos nuestra parte de dolor en esta tragedia, que agobia con mayor fuerza  a los familiares de las personas muertas y desaparecidas. La sociedad no puede seguir aceptando que los criminales anden libres por las calles, ocultos por el anonimato y el encubrimiento del “espíritu de cuerpo” y la “obediencia debida”. Todos sabemos quienes son los culpables y es el momento de decirlo. Los criminales no deben seguir siendo XX, sus víctimas, tampoco.

********

El 25 de abril se desarrolló la audiencia pública sobre el caso Gudiel Álvarez y otros (“Diario Militar”) Vs. Guatemala, inequívoca seña de que no hubo justicia. El mundo no se les cayó, no se les ha caído, pero seguimos empujando. Los vídeos de esta audiencia están aquí: http://vimeo.com/corteidh