Documental realizado con motivo del 31 aniversario de la masacre
El 31 de enero de 1980, otro año de esos que pesan con sangre en la historia guatemalteca, saltó en pedazos el precario espacio de expresión ciudadana que aún creíamos tener. Casi un año antes, la dictadura luquista había asesinado a dos políticos socialdemócratas muy queridos, Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta, después de haber inscrito legalmente a sus agrupaciones políticas. Estos crímenes se sumaron a una lista muy larga de hombres y mujeres de la izquierda revolucionaria y moderada, así como del movimiento popular, desaparecidos o asesinados, entre quienes se cuenta a Oliverio Castañeda de León, secretario general de la AEU. Mientras esto sucedía en la capital, en otras zonas urbanas y en las áreas agroindustriales, en la región ixil –compuesta por los municipios de Chajul, Nebaj, San Juan Cotzal y San Miguel Uspantán- se perseguía y eliminaba a las personas que desempeñaban algún liderazgo.
Días antes del 31 de enero, con los ojos llenos de interrogaciones, vi a un grupo de emisarios del pueblo ixil protagonizar un encendido acto de denuncia en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos. Me enteré entonces de la situación de persecución que sufrían. Se alojaban en el Colegio Belga, donde encontraron el abrigo y el apoyo de la madre Lucía Godoy, recientemente fallecida. Inermes, desprotegidos, desesperados pero también decididos, se habían trasladado a la capital buscando detener la sangría, que era solamente el preludio de las acciones de exterminio dictadas contra sus comunidades pocos años después.
En su paso por la capital, muchos oídos se cerraron a sus voces, no quisieron oír por conveniencia, por miedo, por racismo discriminador; otra gente oyó pero, insensible y cómplice, de sus bocas brotaron el odio y el veneno llamándoles mentirosos, culpándoles por lo que les estaba sucediendo. Esa noche, en la Universidad, les escuché, les creí, pero mis oídos tampoco captaron por completo la hondura del horror que dibujaban en el aire sus palabras. Con ellas describieron un mundo que ya creía conocer y que no pensaba que pudiese ser peor de lo que ya era: un mundo sin leyes, excepto las de los asesinos; sin más Dios que el que golpea a los desobedientes y legitima y perdona a los victimarios; sin más poder que el que les aniquilaba; sin palabras válidas y ciertas como las de los monopolizadores del discurso.
Quizá mi mente tampoco estaba preparada para saber y mucho menos comprender las atrocidades de las que estaban siendo objeto. Su relato dantesco hizo que tambaleara todo aquello en lo que había creído hasta entonces sobre los significados de la vida en sociedad. Me plantó interrogantes sin respuestas sobre mi responsabilidad y mis posibilidades reales de hacer algo efectivo para detener la matanza y sobre la perversidad de los seres humanos en su afán de dominación. Las voces de los hombres y mujeres ixiles me llevaron a un mundo desquiciado en el que se valía de todo para mantener el poder y los privilegios de unos cuantos; contaron verdades espantosas de crímenes horrendos; desbordaron los linderos de lo humano con su relato sobre hechos enormes, aplastantes, que me mostraron con crudeza mi propia impotencia.
Nada de eso se leía en la prensa. El cerco informativo –conformado por las líneas empresariales afines, cómplices, al gobierno militar, la censura, la autocensura y las amenazas directas contra quienes lo traspasaran- era tal, que la primera baja en ese clima de represión y silenciamiento fue la verdad en las noticias sobre lo que estaba ocurriendo en Quiché. Por otra parte, con un movimiento popular en repliegue debido a la represión violenta que estaba en una nueva etapa desde 1978, tras la llegada a la presidencia de Romeo Lucas, se habían cerrado los espacios sociales y políticos de movilización, denuncia, análisis y, sobre todo, de solidaridad. El miedo paralizante y desmovilizador se había apoderado de la sociedad guatemalteca. Otras jornadas, de indignación y exigencia de justicia, como las suscitadas por la masacre de Panzós (mayo de 1978), ya no fueron posibles.
Esa tarde de la masacre, aunque la noticia ya daba la vuelta al mundo, encerrada en la escuela en la que trabajaba no sabía lo que había sucedido. Cuando pasé a escasos metros de la embajada española ni siquiera imaginé la razón del tumulto, me preocupé por el tránsito lento y el retraso para llegar a un lugar que pronto estaría cerrado. Fue la voz de A., entrecortada, sollozante, la que me hizo saber que el grupo de denunciantes había ocupado la embajada de España y habían sido quemadxs vivxs por órdenes de Donaldo Alvarez Ruiz, ministro de gobernación, y Germán Chupina Barahona, jefe de la nefasta policía nacional. El primero es un prófugo de la justicia; el segundo, murió en abyecta impunidad. Los ejecutores fueron Manuel de Jesús Valiente Téllez, fallecido sin castigo, jefe de la policía judicial; y, Pedro García Arredondo, quien era jefe del Comando 6 de la policía nacional – un cuerpo militarizado de lucha antisubversiva urbana- y que se encuentra a la espera de juicio por este caso y por la desaparición forzada de un estudiante en 1981. La implicación de esta partida de asesinos fue denunciada por un periodista, Elías Barahona, integrante del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), infiltrado en el despacho del ministro de gobernación donde fungía como su relacionista público.
El 2 de febrero fue el entierro. Quise guardar en mi memoria una estampa compuesta por los féretros humildes que aprisionaron los restos de las víctimas, alineados sobre el piso del Paraninfo de la Universidad. Ramos de flores, humo de velas encendidas, llanto de niñxs y mujeres y el estallido de colores de sus vestimentas completaban el cuadro. En medio de la tragedia, la belleza puesta allí ahondando contrastes. Adentro y afuera, la multitud, yo una más entre toda aquella gente que buscaba con sus voces y sus manos desnudas, empuñadas, detener eso que presentíamos se nos venía encima. Y con la multitud, la policía, los criminales de civil y los uniformados, tan criminales como los otros. Y con la policía, los disparos que pasaron zumbando sobre nuestras cabezas y la noticia que pronto se esparció: dos estudiantes de Medicina muertos. Y el miedo. Y sin embargo, no pudieron movernos en nuestra terquedad –nuestro derecho- de acompañar a nuestrxs muertxs.
Por fin empezó el lúgubre desfile. Aún siento escalofríos en la espalda cuando viene otra vez a mi cabeza la imagen de los esbirros empuñando sus armas mientras, inquietas, sus manos jugueteaban amenazantes con los gatillos de pistolas y fusiles. La fila en la que iba, cerraba la marcha. Sin volver la cabeza, creyendo que en algún momento nos dispararían, caminamos hacia el cementerio bajo su mirada torva. Juro que vi a Pedro García Arredondo en esa esquina donde poco antes habían sido muertos los dos compañeros, pero quizá la memoria me traicione y sea su foto, la de un hombre apostado con un fusil en ristre, listo para dispararnos, la que evoco.
Ese 31 de enero A. y yo nos indignamos. Lloramos abrazadas, coléricas, perplejas, incrédulas, tanta saña estaba más allá de nuestro entendimiento. Finalmente, cedimos. Era cierto. Ellos eran capaces de matar de una forma muy cruel: quemando viva a la gente. Nada les importaba. Después, mintieron, mintieron y volvieron a mentir para encubrir sus responsabilidades. Este crimen multiplicado golpeó nuestras conciencias, llenó de terror a la sociedad guatemalteca y expuso la perversidad y el odio de los detentadores del poder hacia quienes les desafiaron cruzando la invisible frontera que nos dividió en amigos y enemigos.
Según el Informe de la CEH, fueron más de cuarenta las víctimas, entre rehenes (personal de la embajada, un ex vicepresidente y un ex canciller de la república y otras personas visitantes), ocupantes y personas que fueron asesinadas o desaparecidas con posterioridad al hecho. Fue allí donde murió el padre de Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz de 1992, catequista y luchador por la tierra, junto con tres estudiantes de derecho y uno de Economía, mi amigo Rodolfo Negreros. En este momento lo recuerdo: un joven alto y flaco, tímido y gentil, luchando por salir adelante, difícil esfuerzo en un país sin oportunidades. Lo conocí haciendo fichas de noticias históricas en el Archivo General de Centroamérica, donde hice lo mismo. Lo recuerdo y lo quiero con mi corazón de veinteañera. Circulo en sus arterias y me acerco a su miedo, a su angustia; soy su pensamiento y su instinto más básico tratando de buscar una salida a esa trampa letal. Muero con él, incinerada en la rabia que sigue provocándome ese hecho brutal. Sigue el dolor, el mío y el de todxs, anegándome el alma.
Pero eso no importa. Quienes importan son ellos y ellas, lxs sacrificadxs por un poder perverso, cruel, despiadado, desalmado. Por eso, quisiera ser de fuego y encenderme en la boca de quienes pronunciaron la sentencia de muerte. Si fuera ama del tiempo, recogería en un ovillo el hilo de los acontecimientos, devolvería la llama a la antorcha y les traería a la vida nuevamente, lozanxs, con los ojos brillantes, triunfadores, con su palabra fresca capaz de describir un mundo diferente al de miseria y hambre de maíz y de justicia en el que siguen condenadxs quienes sobrevivieron a la infamia.
El mundo cambió irremediablemente esa tarde, la del 31 de enero de 1980. Era algo imperceptible porque el cielo aún no me caía encima y los astros estaban en el lugar de siempre. La quietud de los árboles tampoco anunciaba la hecatombe que siguió a esta matanza. El sol de entonces, como el sol de hoy, alumbraba un país en el que muy poco ha cambiado para los pueblos indígenas, que siguen muriendo de hambre y de metralla. Yo, que hoy no hago otra cosa que lo que más detesto -sumirme en la impotencia ante hechos que me sobrepasan- amontono palabras. Pues que una detrás de otra sirvan para decir una vez más lo mismo. Que ellos, los pueblos indígenas, son la tierra que siguen arrancándoles; son el agua, su vida; son el bosque y la luz y el aire que respiran.
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Estos son los nombres de las víctimas, indico su procedencia en algunos casos que conozco; entre las personas restantes, se cuentan funcionarixs, visitantes que se encontraban casualmente en la embajada y quienes acompañaban a la delegación del pueblo ixil y sus integrantes:
Adolfo Molina Orantes (ex canciller)
Edgar Rodolfo Negreros Straube (estudiante de Economía)
Eduardo Cáceres Lenhoff (ex vicepresidente de la república)
Felipe Antonio García Rac
Francisco Chen Tecu
Francisco Tun Castro
Gaspar Vi Vi
Gavina Morán Chupe
Gustavo Adolfo Hernández González (presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina, asesinado el 2 de febrero)
Jaime Ruiz del Arbol (funcionario de la embajada)
Jesús Alberto España Valle (estudiante, asesinado el 2 de febrero)
José Angel Xoná Gómez
Juan Chic Hernández
Juan José Yos González
Juan López Yac
Juan Tomás Lux
Juan Us Chic
Leopoldo Pineda (estudiante)
Liliana Negreros (estudiante desaparecida el 2 de febrero)
Luis Antonio Ramírez Paz
Luis Felipe Sáenz Martínez
María Cristina Melgar
María Lucrecia Rivas de Anleu
María Pinula Lux
María Ramírez Anay
María Teresa Vásquez de Villa (visitante)
María Wilken de Barillas
Mateo López Calvo
Mateo Sic Chen
Mateo Sis
Miriam Judith Rodríguez Urrutia
Nora Adela Mildred Mena Aceituno
Regina Pol Cuy
Reyno Chiq
Salomón Tavico Zapeta
Sonia Magaly Welchez Váldez (estudiante)
Trinidad Gómez Hernández
Vicente Menchú Pérez
Victoriano Gómez Zacarías
Gregorio Yujá, fue herido en el atentado y posteriormente sacado del hospital, sometido a tortura y asesinado. Su cuerpo fue tirado en el campus de la Universidad de San Carlos, donde fue enterrado.
El embajador Máximo Cajal y López resultó herido en atentado. Fue acusado de contubernio con lxs ocupantes.
Caso No. 79, en Guatemala: memoria del silencio, Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, en lhttp://shr.aaas.org/guatemala/ceh/mds/spanish/anexo1/vol1/no79.html
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