Tres años duran los estudios de magisterio en las escuelas e institutos normales en Guatemala, como Belén, los que inicié a los 15 años. En 4º. B. nos entremezclamos las muchachas provenientes de las tres secciones de tercero, junto con las “nuevas” para sumar aproximadamente medio centenar de futuras maestras. La mayoría de las compañeras con las que había estado en básicos decidieron estudiar otras carreras y emigraron hacia otros establecimientos. Jamás volví a verlas.
Para mi desconsuelo, a esa edad seguía siendo pequeña de estatura. De nada habían valido mis fervientes oraciones nocturnas al Creador y con envidia sufrí el estirón de la hermana que me sigue y varias de mis primas, mientras yo no aumentaba ni un milímetro. Hasta la fecha, sigo del mismo tamaño. La ventaja, dentro de nuestras limitaciones familiares, es que podía seguir usando el mismo uniforme espantoso: un jumper de tela cuadriculada en negro y tonos de gris, cruzados por una línea más clara, sobre una blusa blanca. El suéter era azul; a lo largo de la hilera de botones, corrían dos delgadas franjas blancas. Los detestables zapatos negros y las calcetas blancas completaban el uniforme. Después de que me gradué de maestra, no volví a usar zapatos negros durante años. Los tuve de todos colores: amarillos, verdes, corintos, azules, cafés, de charol…
1971 empezó con una amigdalectomía con la que se buscaba acabar con las frecuentes infecciones que había venido padeciendo en tercero, a tal grado que no podía recibir clases de natación. Estas eran impartidas por la profesora Peggy Linch, una destacada deportista que hace poco tiempo fue condecorada con las órdenes del Quetzal y Francisco Marroquín por sus aportes a la docencia. La piscina del Instituto, que todavía debe existir, era una pileta de cemento construida sobre el nivel del suelo. Aunque no tomaba las clases, tuve que hacer el examen final, que consistió en atravesar la piscina caminando en diagonal de una esquina a otra, con la cara sumergida bajo el agua. Aprendí a nadar sola, muchos años después. Lo poco que sé para no ahogarme, espero, empezó con una divertida clase que me dio un compañero en un turicentro situado en la ruta al Pacífico: yo, dentro del agua, y él acostado boca abajo a la orilla de la piscina, mostrándome los movimientos que debía hacer para mantenerme a flote.
A esa altura de mi vida, ya no tenía tantos pajaritos en la cabeza y las distracciones no eran tantas para mí. En tercer año había descubierto mis capacidades y habilidades, por lo cual ya percibía como un hecho imperdonable no pasar “limpia”, no solo para no causarle disgustos a mi madre, sino también por mí misma. Para facilitarme la remachada, dejé de escribir al revés. El año anterior me había dado por usar los cuadernos de atrás para adelante haciendo escritura en espejo, pero no una palabra o una letra, era todo: dictados, resúmenes, anotaciones. Era muy buena para tomar apuntes al vuelo, mientras el profesor o profesora explicaban algo, y me servían no solo a mí sino que los compartía con mis compañeras más allegadas, que casi me despescuezan cuando vieron que tenía todo escrito al revés. Me las vi a palitos pasando todo de nuevo pero, como no hay mal que por bien no venga, fue de esa forma que redescubrí que mi memoria era motriz. Desde entonces, estudié haciendo esquemas, mapas de conceptos y resúmenes.
En el Instituto había un recinto estrecho y polvoriento lleno de libros viejos que nunca consulté. A partir de ese año se suprimió la doble jornada, lo que me permitió dedicarme al estudio y los deberes en la Biblioteca Nacional, situada a pocas cuadras de Belén. Ese y el año siguiente, pasé tardes completas en sus salones de altos ventanales, acalorada o con frío, repasando ficheros y apilando los viejos libros en las grandes mesas de trabajo, sola entre decenas de personas, preparando mis trabajos de Didáctica, Psicología, Ética Profesional, Literatura y demás asignaturas que componían el pensum.
Desde niña, cuando conocí la vida y los versos de Gabriela Mistral, me gustó la lectura y me propuse llegar a escribir como ella.
Los astros son ronda de niños,
jugando la tierra a espiar...
Los trigos son talles de niñas
jugando a ondular..., a ondular...
Los ríos son rondas de niños
jugando a encontrarse en el mar...
Las olas son rondas de niñas,
jugando la Tierra a abrazar...
Sin embargo, para la aburrida asignatura de Idioma –un mal ineludible- me aprendía las conjugaciones de los verbos y las nociones de gramática para olvidarlas después de los exámenes y, a regañadientes, leía los libros de los programas de Español y de Literatura, pese a que amaba la lectura desde niña. Mi amor a las palabras no fue suficiente para querer a la profesora de Literatura de cuarto magisterio, doña Emma Beliza, pero me agradaba la de Psicología General, doña Marina Ruiz. Cuando mi hijo mayor dejó la casa hice lo mismo que ella cuando su hija se fue a estudiar lejos: ocuparme en algo para que no se hiciera más grande el agujero que me dejó en el corazón la partida de mi muchacho.
Ese año además de los libros prescritos en el programa de Literatura Universal –que incluían Fausto, La Ilíada, La Odisea y La Divina Comedia- metida en un closet a escondidas de mi papá, que me lo había prohibido expresamente, leí El Padrino. Inmadura y sin criterios, admiré las hazañas de los criminales descritas por Puzo, un pálido reflejo de la realidad que se vive actualmente en nuestros países dominados por las mafias.
Como antes con las Matemáticas, la Física se volvió mi principal quebradero de cabeza en cuarto magisterio. Don Fidencio, el jovial profesor que impartía ese curso, se esforzaba por explicar cosas para las cuales, según yo, no estaba hecha mi cabeza. Una de las tareas era construir un cronómetro, una estructura de reglas de madera con una base para que pudiera sostenerse y una cruz en la parte superior; el mecanismo consistía en un balín de acero que corría por una ranura y volcaba un recipiente que contenía los desechos de la madera comida por la polilla en x cantidad de segundos.
No entendía mucho del asunto, por pereza seguramente, pero contribuí a la construcción del aparato y a la recolección de los desechos de madera, cosa muy fácil de hacer en los apolillados escritorios de los terceros. Los ajustes y el funcionamiento del dichoso cronómetro estuvieron en manos de las compañeras con las que oportunistamente hice alianza, dos hermanas, Z., muy alta, delgada y pálida, callada y suave; y G., morena y vivaracha, no tan alta como la otra, ambas muy buenas en Física. Con ese trabajo y remachando los apuntes, saqué un 65, mi nota más baja, pero logré pasar “limpia” el año.
En el final de Ética profesional, para mi absoluta pena, la profesora pescó a una compañera que quería que le diera copia de mis respuestas y nos bajó puntos a las dos. Doña Isaura se negó absolutamente a oír razones de mi parte. Me lamentaba haber caído en falta por culpa de otra, yo que nunca había podido hacer trampa en los exámenes, aunque, en honor a la verdad, debo decir que lo intenté una vez.
En mi rectitud (a veces indeseada en esta etapa de la vida, cuando se piensa poco en las consecuencias), pesó mucho una historia que contaba mi papá de sus tiempos de estudiante en la jornada nocturna de la Escuela de Comercio. En una ocasión, al no haber podido responder a una pregunta muy elemental -cuya respuesta “si no la sabía era porque no sabía nada”- devolvió la prueba y se fue para su casa. Siempre me impresionó oírlo y logró calar en mí una mezcla de honestidad, miedo a que me bajaran puntos y vergüenza de que me pescaran haciendo algo indebido.
El plan de estudios contemplaba un curso sobre los problemas socioeconómicos de Guatemala impartida por doña Luz Angelina Jiménez. En ese marco, mi amiga S. y yo decidimos hacer un trabajo sobre la Exmibal, una controvertida empresa minera que había obtenido una concesión para explotar el níquel y el cobalto en la zona del lago de Izabal. Por su oposición a las actividades de la transnacional, en enero de ese año había sido asesinado por la espalda y en su silla de ruedas el diputado socialdemócrata Adolfo Mijangos; antes, había sido muerto a balazos Julio Camey Herrera y se perpetró un atentado contra Alfonso Bauer Paiz, recientemente fallecido. El tema se las traía. Gracias a los contactos de S. hicimos varias entrevistas a políticos de la Democracia Cristiana y las presentamos a la clase junto con nuestras conclusiones. Una de ellas, como gran cosa, era de oposición a la concesión minera.
S., hija de una integrante del partido Democracia Cristiana, fue mi mejor amiga ese año. Nos unieron cosas como el interés en lo político, escaso entre las demás compañeras. Con la intención de que me uniera a esa agrupación, concertó una reunión con algunos de sus miembros, entre ellos, un futuro presidente de Guatemala. Yo, que esperaba otro tipo de opciones políticas, me di el tupé de preguntarles cuál era su posición respecto de la reforma agraria, el conflicto armado y otros temas incómodos, mostré mi inconformidad con sus respuestas y, con la soberbia de alguien que tiene 16 años pero cree que lo sabe todo por haber leído un par de libros, rechacé la invitación. Después de eso, me parece que mi amistad con S. entró en una etapa que podría caracterizar como de distanciamiento.
Además de haber leído El Padrino y uno de los libros de Freud (Histeria), cuya lectura abandoné apresurada antes de volverme loca porque creía experimentar todos los síntomas, leí Guatemala país ocupado, de Eduardo Galeano. Me causó una honda impresión enterarme de que en mi país había gente millonaria. Niña aún, la noción que tenía entonces de riqueza se acercaba más a la de Rico Mcpato nadando en sus bóvedas repletas de monedas que a la de la oligarquía codiciosa y desalmada que mantenía en la miseria y la ignorancia a la mayoría de la población. Después de esa lectura, tuve una idea más cercana sobre la existencia de los ricos mcpatos criollos, que habían tumbado al gobierno progresista y democrático de Jacobo Arbenz.
A esa edad me sentía una artista frustrada. Pese a las clases de solfeo de don Oscarito, no sabía cantar. Tampoco recitar ni bailar, aunque por un tiempo me uní al grupo formado por la seño Celeste, donde aprendí el zapateado del Jarabe Tapatío. Con el paso del tiempo, perdí la habilidad para dibujar propia de todos los niños y niñas. La educación que recibíamos era pobre y estrecha; en lugar de desarrollar nuestras habilidades y aptitudes, nos mutilaba y reducía el horizonte.
Para mi felicidad, hubo un concurso de teatro probablemente organizado por la seño Celeste, aunque no lo recuerdo exactamente. Mi sección escogió “El pescado indigesto”, de Galich, una obra ambientada en la Roma de Julio César. El primer premio se lo llevó la sección A con La olla, una divertidísima comedia del dramaturgo latino Plauto, gracias a la actuación de la compañera que hizo el papel del viejo avaro. Nosotras fuimos premiadas por el vestuario: túnicas hechas con sábanas, caites de llanta del Mercado Central y barbas y bigotes improvisados con los peluquines y pelucas de la hermana de N.
Hice el papel de Mamurra, el comerciante rico, manipulador de las noticias que daba el esclavo Artotrogus, actuado magistralmente por una compañera de la que ya no recuerdo el nombre. Malpensada que soy, a lo mejor el jurado –que tampoco me acuerdo quiénes lo conformaban- prefirió una comedia a una crítica política, dado que la obra de Galich reflejaba la manipulación de la llamada “opinión pública” por parte de la oligarquía para favorecer sus negocios, que aunque se situara en la antigua Roma no cabía duda de que aludía a situaciones que, al día de hoy, siguen estando muy presentes.
Por un período fugaz, nos convertimos en improvisadas actrices interpretando papeles de hombres, al revés de lo que sucedía en la antigüedad y en la Edad Media. Pese a que me enamoré de Plauto –de quien pude ver otros montajes más adelante-, de Galich y del teatro, esta experiencia no se repitió más en mi vida, aunque en la Universidad hice un par intentos de vincularme nuevamente. Una, con G. Poeta, con quien ensayamos una coreografía sobre las Madres de la Plaza de Mayo, titulada Las locas de la Plaza de Mayo; la otra, con un renombrado director que estaba organizando un grupo, con el que ensayé –también- una obra sobre Kafka y la Carta a su padre.
Ese año mi más grande aventura fue un viaje a Cobán, la cabecera de Alta Verapaz. Gracias a la mamá de S., oriunda de esa ciudad, se hicieron los contactos con las autoridades del Instituto Normal Mixto del Norte "Emilio Rosales Ponce". Para allá partimos en una excursión de tres días acompañadas por don Oscarito, el profesor de Música. Fue un viaje mágico en el que descubrí la belleza natural de mi país. Cantamos y reímos hasta quedarnos afónicas a lo largo de los 200 kilómetros que recorrimos en autobús, felices de dejar por unos días las cuatro paredes del aula que a veces pesaban demasiado. La primera parada fue en el "Pozo Vivo", en Tactic, un manantial cuyas aguas se agitaban con el sonido de nuestras voces, con historia de amor incluida. Luego, conocimos la laguna llamada El Petencito, donde almorzamos kak´ik, un delicioso caldo de chunto o pavo, con chile en polvo, acompañado con tamalitos en lugar de tortillas. También estuvimos en Las Islas, un balneario en San Pedro Carchá, situado sobre un río, donde nos divertimos como solo puede hacerlo un grupo de niñas de 16 años lejos de sus casas.
Cobán era entonces una ciudad nublada y fría, con un eterno chipi chipi, una llovizna fina que nos empapaba. Chipi Chipi también era el nombre al comedor donde desayunamos el par de días que estuvimos allí. Mayuco, sobrenombre de Mario, uno de los jóvenes estudiantes del Rosales Ponce, cayó rendido a los pies de P., una de nuestras compañeras. O no lo supe nunca o lo olvidé completamente, pero ya no me enteré que fin tuvo esta historia.
Volví a esa zona del país un tiempo después, con una excursión del curso de Geografía de la Escuela de Historia de la USAC. Pasamos por Cobán y, sin parar, nos dirigimos a Lanquín, donde dormimos en el portal de la alcaldía municipal. Una luna llena, la más grande y luminosa que he visto en mi vida, alumbró el sinuoso recorrido que transcurre entre montañas elevadas y profundos abismos. Al día siguiente, entramos a la grutas y caminamos hasta Semuc Champey, una garganta de piedra en la montaña que se bebe el torrente del Cahabón, un paraíso de pozas de agua verde, como el bosque que las rodea, mariposas amarillas y un sol brillante.
Para mi tranquilidad (y la mi mamá), ese año pasé limpia, con lo cual me aseguré unas vacaciones dedicadas al dolce far niente. Cerca estaban ya las obligaciones de la vida adulta y sus permanentes quebraderos de cabeza. (Continuará)
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