Mayo empezó muy duro.
El 1º., Día Internacional del Trabajo, con el recuerdo de los hermosos desfiles en los que participé en los
setentas, me fui a ver “El eco del dolor de mucha gente”, en el que Ana Lucía Cuevas me habló muy
alto, con imágenes duras y palabras nacidas del dolor personal y social, sobre
su tragedia, que es la mía, la nuestra. Mientras, yo contenía el huracán emocional
alimentado con los difíciles sentimientos que me provoca Guatemala.
Siguió mayo hincándome los dientes. Con Santa Cruz Barillas, la indignación
hizo nido en mi pecho y se quedó muy cómoda. Los mares verde olivo de las fotografías me llevaron a aquella etapa histórica que algunos
quisieran que olvidáramos. Junto con eso, mi memoria de los hechos terribles se
acrecentó con el reportaje sobre la masacre de Las Dos Erres, de Louisa Reynolds.
Recuento: 201 personas muertas a golpes de un mazo hecho de hierro -llamado
almágana o almádena- que sirve para romper las piedras, pero en Dos Erres
rompió los cráneos de 74 bebés, niños y niñas, incluidos dos fetos extraídos
del vientre de sus madres; 62 hombres y 24 mujeres. La herramienta fue movida
por los brazos de los criminales de uniforme, los kaibiles, quizá entrenados
para soportar el duro ejercicio que duraría horas.
Seguí cavando hondo en la herida. Entre
las osamentas que aparecieron en terrenos de un cuartel militar en Cobán,
muchas eran de niños/as.
¿Es eso lo que se denomina “conflicto armado interno”? Esa frase ha sido
prostituida por los criminales, genocidas, asesinos de niños/as, violadores de
mujeres, torturadores, desaparecedores, para distorsionar la historia y colocar
sus actos terroristas, sus crímenes de lesa humanidad, en la lógica de un
enfrentamiento nivelado, simétrico, entre fuerzas armadas equiparables en poder
de fuego, capacidades y condiciones. ¿Dónde están el honor y la dignidad, la valentía,
que históricamente han ostentado los hombres de uniforme en actos tan viles
como esta masacre y tantos otros hechos condenables?
Me hundo en Guatemala. Circulo por sus venas. Siento profundamente nuestro
dolor de siglos, pero también la rabia y el candente deseo de cambiarla. Ya no
quiero ser yo… Por un momento quisiera detenerme y llorar para cambiar la piel,
para lavar el alma de esta costra de sangre y de recuerdos. Llorar hasta morir
para nacer de nuevo, en otra parte o en la misma, sin lo que llevo dentro, sin
lo que nos hicieron, sin ellos, donde estas cosas no sucedan.
Me duele la cabeza. Siento las típicas señales del llanto contenido: los
ojos húmedos, el sollozo ahogado, los dientes apretados. No me puedo soltar.
Lloro por dentro haciendo mío el dolor de las víctimas, las vivas y las
muertas, en ese paraje desolado del norte del país, que se mezcla con lo que le
sucedió a Marco Antonio. Solo entonces, recordando a mi hermano, mi dolor
profundo, mi rabia, mi estupor ante la injusticia y la capacidad humana (¿o
inhumana?) de matar a personas civiles desarmadas, absolutamente indefensas, han
logrado convertirse en lágrimas, escasas, pero lágrimas al fin… Disuelto, el
dolor desvaído en millones de gotas brota de mis ojos. Pero no basta. Ojalá
pudiera gritar, aullar, darme de golpes contra esta tormenta silenciosa que
sacude mis huesos, que estremece mi pecho, arrancar las tenazas que aherrojan
mi garganta, despuntar las agujas que a cada paso se clavan en mis plantas.
Llorar y dejar de ser yo, llorar y ser lágrima, otra cosa, no este envoltorio
triste en que traslado el recuerdo de mi hermano, la furia por lo que le hicieron,
la desesperación por la justicia.
Quizás si fuera eterna, en unos mil años habría vivido tanto tiempo como
para que esta tristeza por la ausencia de mi niño se diluya. Mi niño, mi
hermano, de tan solo 14 años, 10 meses y seis días, detenido ilegalmente,
desaparecido y talvez muerto, muerto, muerto, a manos de un esbirro cualquiera
que un día maldito nació, creció y que no sabía que su destino le llevaría a
matarlo. Necesito mil años para que esta tristeza encuentre un desahogo.
Si pudiera inventarme otra vida, una en la que nada de esto hubiera pasado,
lejos de ese país tan duro y tan amado ¿Cómo será vivir sin este peso que de
pronto me dobla las rodillas? Pero, sabiendo que no puedo, me rindo ante la
ineludibilidad de ser yo misma y vuelvo de la región del llanto y la impotencia
a buscar un balance, una esperanza, un rastro de fortaleza en mi interior, un
acicate.
No fue difícil seguir mi propia receta para superar estos bajones. Extendí
mi alma adolorida a que le diera el sol, miré el cielo profundo y me alimenté, como siempre,
del verdor de los árboles y del colorido de las flores. Pulí de nuevo mis
recuerdos felices y aunque me costó mucho, conseguí componer un gesto alegre. Y
me aferré al amor, al propio y al de mi familia, mis amigos y amigas, mi
hermano.
En “Guatemala,
la infinita historia de las resistencias”, un conjunto de análisis sobre
las movilizaciones populares y revolucionarias en Guatemala en los años
setentas y ochentas, encontré justo eso: resistencia. Desde las páginas de este
hermoso libro, las voces de los hombres y mujeres -indígenas, estudiantes,
trabajadores/as rurales, las esposas, hijas y madres de los/as desaparecidos/as,
sindicalistas, huelguistas, insurgentes- me cuentan relatos de una época que
viví intensamente. En todos ellos/as, a diferencia de lo que estaba sintiendo, pude
aprender de nuevo sobre la obstinación histórica de un pueblo que se niega a
darse por vencido. Releí en clave de “no me dejo” la lucha de Santa Cruz
Barillas, un eslabón más en la historia de despojo y de lucha
indoblegable, y repasé la experiencia de las mujeres de Choatalum, del
documental de Ana Lucía Cuevas, a las que uní mi voz para decir con ellas “mi
persona lo que quiere es justicia”.
Retomando la cuesta, llegó la audiencia del 21 de mayo en la que se ligó a
proceso al ex dictador Efraín
Ríos Montt, en 1982 – 1983. Durante 29 años
y meses, al igual que nosotras –la madre y las hermanas de Marco Antonio- las
víctimas guardaron el recuerdo de su particular tragedia, la masacre de Las Dos
Erres y, con el apoyo y la compañía de una mujer admirable –Aura Elena Farfán-
y el abogado Édgar Pérez, abrieron el camino de la justicia. Este hecho, más las
recientes condenas
contra los kaibiles, renuevan nuestra esperanza, nos fortalecen
espiritualmente en nuestra causa de justicia por mi hermano Marco Antonio y nos
impulsan a seguir exigiendo la información suficiente que nos posibilite
recuperar y sepultar sus restos.
Por él y por mi madre, solo eso le pido hoy a la vida.
Sé que vendrán más días de estos en los que quisiera irme de mí, de mi
historia y mi memoria, abandonar todo lo que he sido, olvidar lo vivido y
volverme otra cosa: una piedra, una estrella, una hoja de árbol o un pájaro que
canta feliz entre sus ramas. Como no puedo hacerlo, continuaré buscando la
esperanza y la fortaleza en quienes, como yo, no olvidamos, no perdonamos y alzamos
nuestras voces –yo, desde este espacio, también de resistencia- para exigir
verdad y justicia mientras andando, hacemos el camino.
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Corte IDH. Caso De la
Masacre de las Dos Erres Vs. Guatemala. Excepción Preliminar, Fondo,
Reparaciones y Costas. Sentencia de 24 de noviembre de 2009. Serie C No. 211
Querida Lucrecia:
ResponderEliminarLas palabras no son suficientes; el dolor sigue atenazando, la vida no sera suficiente para superar tanta emoción encontrada, tanto latigazo de la memoria. Aun asi, tendremos la fuerza, para llorar las lagrimas secas, que nuestros ojos, se resisten a vertir.
Optamos por la voz, el grito, la accion suicida, porque nuestra patria no merecia vivir en el sufrimiento, ni lo merece hoy. Ninguna de nosotras. Porque el dolor, sin sentido, sin proposito, es sufrimiento. Y a diferencia de ello, se convierte en lucha, en resistencia, en camino andado, cuando lo sustenta una conciencia por la justicia, el bien, la derrota del mal.
Nuestros amados hermanos, nos legaron su amor inacabable. Su inocencia y su esperanza, porque en este camino, no dejemos de celebrar su existencia, tan distinta, tan otra, tan salvadora y ajena a la bestialidad. Porque existieron sabemos que nunca se ha doblegar a esta alma profunda que les dio la fuerza y la nobleza para ser.
Abrazos grandes.