En un país de gente hambrienta, con gran ostentación y lujo insultantes, vestidos con ferragamo y chanel, rolex y perlas, los-que-no-quiero-nombrar asumirán los puestos presidenciales. Para sacarme este tarugo del pecho, que me ha dejado muda, solo me quedan los sonidos, los signos, unos detrás de otros, ordenados de acuerdo con reglas específicas. Las palabras. De nuevo se amontonan en mi cabeza formando pensamientos y emociones oscuras cuando busco la luz, como todo lo que tiene que ver con Guatemala.
Las tengo en mí y hoy me parecen nada frente a ellos, que deciden y actúan, que hacen y mandan a hacer en un proceso en el que su palabra fue transformada en crímenes decenas de miles de veces, convertida en mentiras, en verdades a medias que cubrieron sus pasos arrasantes. Es un pasado que llevamos impreso en la piel y que remueve el mismo miedo silenciador y paralizante de esos años.
Mi palabra proscrita, inescribible, sigue diciéndose en voz baja, con un hablar pausado y lento, viéndonos a los ojos para asegurarnos de que nos escuchamos mutuamente. Impronunciable por teléfono, se intercala con silencios y miradas nerviosas. Por extraño que parezca a quien no lo ha vivido, en ciertos ámbitos pareciera que siempre hay alguien más que nos escucha al pronunciar justicia o al vincular sus nombres con crímenes horrendos.
Insuficientes para expresar lo vivido pero rebeldes cuando, en lugar de decir esto, quisiera contarles de la hermosísima luna que nos acompañó ayer desde el cielo. Plasmadas en escritos, memoriales, denuncias, expedientes, peticiones, no alcanzan a constituirse en actos de justicia. Desempoderadas, no rozan siquiera ese mundo apartado de la ley que han construido para su impunidad y nuestro desconsuelo.
Aunque siga sintiendo que no sirven, aunque me parezcan insuficientes, aunque nadie las crea y el poder trate de deslegitimarlas, no quiero sepultarlas nuevamente en mi pecho como lo hice antes. No quiero darme por vencida. Ellos no me tocaron para cortar mi aliento y, mientras permanezca en este mundo, junto con el dolor, la alegría y la vida, me quedan las palabras.
Después de mí, cuando trascienda a una dimensión inalcanzable, con ellas seguiré nombrando lo vivido, contando de la destrucción que dejaron a su paso, clamando por justicia, hablando de la esperanza que florece en los abrazos y nace con la vida, cada día. Pese a mi pesimismo -porque "el mundo es pésimo", como decía Saramago- me proclamo tercamente optimista. Quiero pensar que, más allá de este momento, nos esperan otros más felices. Por hoy, los inventamos con palabras hermosas -como paz y alimento para el alma y el cuerpo, solidaridad y justicia para todos y todas- para un día construirlos con nuestras propias manos.
Y si hoy muriera, mis últimas palabras para los-que-no-quiero-nombrar serían que no maten.
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