A los veinte años, cuando era muy joven e
inexperta, buscaba mi lugar en el mundo. Esto quiere decir responderme
preguntas como quién soy y qué quiero de la vida, tomar decisiones por mí
misma, resolver dilemas, escoger caminos. En una disyuntiva particularmente
difícil, mi amiga Rosario –una mujer hecha y derecha- dispuso que lo mejor sería
pedirle consejo a una adivina. Picada por la curiosidad, confieso que me dejé
llevar.
Por un quetzal, en una casa común y corriente
situada en El Gallito, una mujer común y corriente que se cambiaba el delantal
por una baraja me leyó el futuro. “La van a invitar a un viajecito a algún
pueblo o algún lugar”, “va a tener un agradable encuentro”, “se va a enfermar,
nada serio” y así por el estilo… Salí de allí con las mismas dudas y un quetzal
menos, en ese entonces un verdadero capital para mi bolsillo que padecía de
escasez crónica. ¡Pobre señora!, pensé. Su fama de atinada se debía a que
“predecía” una sarta de obviedades que cotidianamente nos suceden.
Años después, recién llegada a México,
cruzaba la Alameda de Juárez y se me abalanzó una gitana ataviada con una falda
que le cubría hasta el ojo del pie, un pañuelo amarrado en la cabeza y
tintineantes collares y pulseras. Sin que se lo pidiera ni pudiera evitarlo,
tomó mi mano izquierda y, con el ceño fruncido, escrutó las líneas que la
surcan mientras me decía que iba a ser longeva, que tendría dos hijos e iba a
pasar “por una situación que te cambiará la vida para siempre”. Sin darle
importancia, le di unos cuantos pesos y seguí mi camino.
A esas alturas, mi vida, como la de
cualquiera, ya había dado muchos vuelcos, cada uno me había cambiado la
existencia y la había marcado para siempre, pero recordé sus palabras cuando
fui capturada por la Dirección Federal de Seguridad, una entidad estatal al
mando de un militar criminal implicado en ejecuciones extrajudiciales y tráfico
de drogas, otro hecho de esos que vuelcan vidas, trastocan planes y echan por
tierra decisiones, como la que había tomado de vivir en ese país hasta que
pudiera volver al mío. Entonces contaba el paso del tiempo en semanas y meses,
no sabía que el exilio se iba a extender por años y por décadas.
Unos meses después de esa “situación”, me vi sola
con mi hijo en esa ciudad sin principio ni fin en donde mis pasos no me
llevaban a ninguna parte. Despojados por la policía de nuestros pasaportes y del
poquísimo dinero que llevaba de Guatemala, sobrevivíamos día a día. Era otra
vez la incertidumbre. De todas las interrogantes sin respuesta, la que más
pesaba –y aún es así- era el no saber si mi hermano estaba vivo. Después de
hablar con una amiga, cuyo esposo también está desaparecido, acepté su
propuesta: “vamos a que nos lean el tarot”, mientras decía para mis adentros, “total,
¿qué más da? Voy solo para acompañarla, porque esas cosas no son ciertas.”
El café Tarot
estaba en la avenida Universidad y Oxtopulco, casi enfrente de dónde preparaban
las tortas cubanas más deliciosas del mundo. Con una taza de café, esperé mi
turno sentada en una de las mesas pintadas de un verde estridente, el color que
predominaba en el sitio “doble propósito”. Transcurridos unos minutos, S.
volvió. Cruzamos miradas; la de ella, era brillante y acuosa y por el gesto
adiviné que contenía las lágrimas; la mía talvez era de curiosidad y temor.
Traspasé la puerta que conducía a un
reservado de las mismas dimensiones que el espacio delantero, al que era casi
idéntico. Me encontré con un hombre muy alto, que vestía un saco de corduroy con parches en los codos, un
pañuelo arrollado a la garganta y un chaleco del que sobresalía el cuello
almidonado de una camisa blanca. El tipo –de unos cuarenta años, delgado, con
barba de chivo y cejas muy pobladas- me dedicó una mirada penetrante con sus
ojos verdes de pupilas circundadas por círculos oscuros. Me senté, pequeña e
intimidada, y le escuché decirme “¿qué quiere que le lea? ¿La bola de cristal,
las hojas de té o el tarot?” Escogí el tarot. Con la mano izquierda, por unos
instantes sostuve la baraja recién desempacada y la dividí en tres partes, el
pasado, el presente y el futuro.
Muy serio, el hombre fue desplegándome la
vida con palabras escasas. Un padre duro con el que tuve una relación difícil,
ajena a esa ciudad había llegado hacía poco tiempo sin haberlo decidido
libremente, “a fuerzas, usted pertenece a otro lugar”. Levantó otra carta y me
la mostró. En ella estaba estampada la imagen de un joven guerrero muerto por
una flecha, caído a los pies de unas mujeres que se cubrían los rostros con sus
mantos. “Una persona de sexo opuesto al suyo, más joven que usted, murió. Es el
dolor más grande que ha vivido en su vida”. “Estoy seguro de que está muerto”, así,
de manera tajante, respondió a la pregunta que le hice con una voz que apenas
salía de mi boca.
Del presente, me habló de la indocumentación
y la estrechez. En el futuro, me iría de allí, resolvería lo de los papeles e iba
a estar bien. Aunque insistí en saber una fecha, me atajó diciendo que podía
decirme qué iba a pasarme pero no cuándo. Y lo último: “una persona de su mismo
sexo, mayor que usted, va a enfermar gravemente”. Le pagué y salí con S. que me
esperaba para compartir nuestra desolación. Aunque suponíamos que nuestros
desaparecidos podían estar muertos, fue duro escucharlo porque nos aferrábamos
desesperadamente a lo contrario. Silenciosas, agobiadas por el mismo
sentimiento, esa tarde de octubre, bajo la luz de un sol que se ponía,
caminamos hacia donde había dejado a mi niñito para que lo cuidaran mientras
tanto.
Todo se cumplió. Gracias al apoyo solidario, antes
de que se terminara el año obtuve mi cédula y tramité el pasaporte en la
embajada de Guatemala. Logré salir de México unos meses después. En diciembre
recibí una carta de una prima en la que nos pedía escuetamente que nos
preparáramos para el posible fallecimiento de Mamaíta, mi abuelita materna, que
se encontraba muy enferma. Callada, con horror, mi abuelita sufrió hondamente
lo que le sucedió a su hija menor, mi madre, y a su nieto. Aunque ella no murió
entonces, me resulta inevitable asociar el repentino deterioro de su salud con lo
sucedido y con nuestra salida del país, en un momento en el que ni siquiera
pudimos despedirnos y explicarle el por qué de nuestra abrupta decisión.
Y sobre lo otro, estoy bien sin duda alguna.
Rehicimos la existencia y me reconstruí, tomé decisiones sin muletas, confiando
en mí y en quien ha estado siempre a mi lado, compartiendo los días, los meses
y los años. En ese proceso lento y dificultoso, me hice una bola de cristal
para adivinar el futuro. Cada 1 de enero escribo mis propósitos para el año que
comienza, una combinación de objetivos que orientan mis esfuerzos. Encontrar
empleo fue uno de los primeros; ahorrar “X” cantidad de dinero, construir una
casa, terminar la universidad, se mezclaban en mis listas anuales con tomar
ocho vasos de agua al día, dejar de preocuparme y hacer ejercicio. Mis propósitos
de año nuevo fueron verdaderas hojas de ruta que dictaron en qué debía
concentrarme con mi conocida terquedad. Al ver ese período en retrospectiva, el
haber logrado muchos de los objetivos que nos fuimos planteando me dio la
sensación de que había podido ver nuestro futuro.
Por muchos años, la incertidumbre quedó atrás,
pero a partir de que ligué mis propósitos de año nuevo a la justicia en la
desaparición de mi hermano y a encontrar sus restos, esta se instaló de nuevo en
mi existencia. Es algo que no está en mis manos, por más voluntariosa necedad
que se ponga en conseguirlo.
Sin embargo, con incertidumbre o sin ella, en
este año que comienza me propongo continuar insistiendo en la justicia para mi hermano y todas
las víctimas de desaparición forzada. Prometo ser paciente y entender que el
tiempo de la historia no es el de las personas y que, a veces, esta puede irse
para atrás cuando el poder es detentado por los presuntos perpetradores de
crímenes de lesa humanidad, sus defensores y sus cómplices. Tampoco dejaré de alentar
la esperanza de que los avances de la justicia sean irreversibles. Juro no
olvidar lo sucedido y seguir con la tarea de difundir mis recuerdos de las
atrocidades pero también de nuestra resistencia histórica, la que se resume en
una frase: ¡aquí no se rinde nadie!
Inclaudicable espíritu de lucha que te caracteriza muestra una pieza testimonial que los genocidas, asesinos y ladrones niegan. "Criminales con uniforme"...Pero les decimos aquí no se rinde nadie, nuestros seres queridos exigen justicia y no descansaremos hasta que lo logremos...
ResponderEliminarGracias querida colibrivenada.
EliminarINSISTO, VOS DEBISTE ESTUDIAR LITERATURA QUERIDA, LO HORRORO TIENE UN TINTE SIEMPRE HERMOSO DENTRO DE LA TRAGEDIA POR LA FORMA EN QUE LO RELATÁS.
ResponderEliminarMARYLENA
En alguna de mis siguientes vidas estudiaré literatura, gracias por tu cariño.
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