Tiembla tú, miserable,
con tantos secretos delitos que no castigó la
justicia;
ocúltate, ensangrentada mano,
y tú, perjuro,
y tú, simulador de virtud, que eres incestuoso,
y tú tiembla también, malvado,
que bajo capa y apariencia de honradez,
fuiste instigador de asesinatos…
¡Encubiertas maldades,
rasgad la vestidura que os disfraza,
no desoigáis tan terribles conminaciones
y apresuraos a implorar misericordia.
Shakespeare, El Rey Lear
Vacaciones. Dibujo
mi existencia con pájaros y nubes en dulces atardeceres en los que el sol se
hunde detrás de las montañas y su luz, suave y tibia, tiñe de amarillo la
atmósfera. El naranja llameante contrasta con el azul que lo circunda y dora
los bordes de las nubes. Con la oscuridad, que crece lentamente, se acentúa el
verdor de las copas de los árboles. Vuelvo los ojos hacia mi interior. El
esplendor del mundo contrasta con mis sentimientos. Esta renovada tristeza, que
eludo cada día, disiente ásperamente con el cielo azafrán que tiñe el
horizonte.
Cuando empiezo
a sacudirme del cansancio de un año de trabajo y de la fatiga de “meterme a la
casa”, me explota en la cara el acuerdo gubernativo 370-2012, actualmente en
suspenso. Mal redactado, inexacto, malintencionado e improcedente de acuerdo
con lo establecido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en este
documento se plasma la intención de limitar la jurisdicción de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) a hechos posteriores a 1987. Con
este acto Guatemala niega la legalidad internacional e incurre en
responsabilidad al violar el derecho a la justicia y no acatar debidamente su
obligación de cumplir de buena fe las sentencias del tribunal internacional.
El por qué de
este adefesio jurídico es una sarta de argumentos manipuladores del secretario
de la paz respecto de la indemnización que fija la Corte IDH tras tasar los
daños materiales e inmateriales ocasionados por las violaciones a los derechos
humanos. En eso basa sus planteamientos uno de los que no se tocaron el alma
para construir un andamiaje institucional y clandestino, financiado con fondos
públicos, para desarrollar la estrategia contrainsurgente que configuró como
enemiga a la propia población; su ejecución, planeada en gran escala, implicó
elevados costos económicos en materia de armamento, municiones, indumentaria,
alimentos, vehículos terrestres y aéreos, combustible, infraestructura
(instalaciones cuartelarías, casas clandestinas de tortura), personal militar y
paramilitar, etc. ¿El resultado? Decenas de millares de víctimas - a las que se
les castigó por ser lo que eran (indígenas, opositoras) y no por delitos
probados mediante un juicio justo- que continúan a la espera de la justicia.
Por otra
parte, esta argumentación sesgada ignora deliberadamente que en las resoluciones
del SIDH (sentencias y arreglos amistosos) se determinan reparaciones simbólicas
y estructurales a las que no se hace alusión alguna[i].
De estas se destaca la justicia en términos de la investigación, procesamiento
judicial y castigo a los presuntos responsables, cuya realización es una
condición indispensable para cumplir íntegramente con las obligaciones
derivadas de dichas sentencias. De allí que la primera conclusión es que el
cumplimiento de las sentencias de la Corte no se reduce a pagar indemnizaciones
¿No quieren
más pagos obligados por las sentencias de la Corte o por los arreglos amistosos
en la Comisión Interamericana? ¿Se niegan a aceptar las resoluciones de los
órganos del SIDH? Hagan justicia internamente, pues. En este sentido, si el
gobierno cumpliera con su deber de investigar las violaciones a los derechos
humanos, enjuiciar a los presuntos responsables y castigarlos, una vez
condenados penalmente podría obligarlos a pagar la reparación económica
contenida en la sentencia o acuerdo amistoso del SIDH. No hay vuelta de hoja,
en sus manos está la solución: mediante la acción de la justicia, le ahorrarían
al fisco un dinero que efectivamente no debería salir de allí.
Ah, pero
entonces saltan con otro de sus “argumentos”: “el Ministerio Público es
ineficiente”, con lo que olvidan deliberadamente que una investigación eficaz
de los crímenes de guerra, la desaparición forzada, la esclavitud sexual, los
delitos contra los deberes de humanidad y un espeluznante etcétera, requiere el
acceso libre y sin censuras a los archivos militares porque es allí donde se
encuentran los datos y las pruebas. Asimismo, los miembros del ejército deben
romper el pacto de silencio –una mezcla de control interno, complicidad y
miedo- que impide conocer los hechos por parte de sus protagonistas y contar
con testigos para el impulso de procesos penales. Si tales cosas ocurrieran, lo
que en las actuales circunstancias serían auténticos milagros, la justicia
guatemalteca se encargaría de que los criminales fueran los que pagaran las
indemnizaciones. Para lograrlo, se necesitaría, además, un MP dotado con los
recursos suficientes y un sistema judicial fuerte e independiente, lo que
incluye la superación de las inconsistencias de la Corte de Constitucionalidad que
ha amparado a los violadores de derechos humanos.
La segunda
conclusión es que el dinero no es el verdadero problema tras la
“reinterpretación” de la aceptación de la competencia del tribunal
interamericano. El verdadero problema es la falta de voluntad política para
investigar, enjuiciar y castigar a los autores materiales e intelectuales de
crímenes de Estado a quienes desesperadamente se busca proteger de la acción
penal.
Mantener la
impunidad, ese es su real objetivo. ¿Quiénes se benefician? En primer término,
los altos oficiales del ejército guatemalteco constituidos en autores
materiales o intelectuales del genocidio, la desaparición forzada y la tortura
de decenas de miles de mujeres y hombres, niños y niñas, indígenas y no
indígenas. Pese a que con sus actos inhumanos y sus planes perversos,
provocaron decenas de millares de víctimas, algunos de ellos ocupan altos
cargos en el actual gobierno y Ríos Montt, para vergüenza de la gente de bien,
fue diputado y presidente del Congreso por varios períodos.
En segundo
término, se favorece a los cómplices de los hechores directos e indirectos. Para
causar esa impresionante cantidad de víctimas durante tantos años, necesitaron
la anuencia, el respaldo, el silencio y el dinero de personas, instituciones y
colectividades de las esferas política, eclesiástica, mediática, empresarial,
judicial, internacional y de los gobiernos que sostuvieron su “estrategia”
contrainsurgente –como el estadounidense y el israelita- o compartieron sus
objetivos. También hubo iniciativas privadas en la organización y sostenimiento
de escuadrones de la muerte y centros ilegales de detención y tortura de
prisionerxs que fueron desaparecidxs.
El silencio y
la impunidad mantienen ocultos a los que se enriquecieron con el tráfico y la
trata de personas, sobre todo niños y niñas dados en adopción, y otros negocios,
como la apropiación ilegal de bienes inmuebles (como el del tipejo que les
pidió a mis papás la escritura de la casa para darles información sobre dónde
encontrar a mi hermano), objetos materiales y cuentas bancarias. En este
recuento de ignominias no se puede dejar de lado a los que se apropiaron de las
tierras que pertenecían a comunidades indígenas exterminadas.
Una
investigación a fondo de los crímenes del poder probablemente descubriría el
origen de las fortunas de muchos militares y sus secuaces civiles y se
destaparía toda la porquería que se oculta tras rostros de honorable
apariencia. Y esos son los que ahora se dejan decir que quienes acudimos al
SIDH lo hacemos por dinero. Es un asunto espinoso y no dudo que haya personas
que lo hagan por ese motivo, pero antes de emitir algún criterio se debe tener
en cuenta un aspecto primordial: la reparación económica es un derecho, al
igual que la verdad y la justicia.
Y si no hay
justicia, la historia se repite. Esta es una expresión muy resobada que se
queda vacía si no se relaciona con el hecho de que quien mató, torturó o
desapareció seres humanos está tentado a hacerlo nuevamente porque sabe que no
va a ser castigado. Los lamentables sucesos del 4 de octubre en Totonicapán nos
lo recuerdan.
Fuera de mi
país, aislada, teniendo este como único medio de expresión, muchas veces he
sentido que mis palabras, dichas desde una posición endeble, caen al vacío al
igual que hasta hoy me parecen estériles todos los esfuerzos emprendidos para
lograr que se haga justicia para mi hermano. Desolada, sumerjo la mirada en el océano
celeste surcado de oscuras nubes que se extiende en lo alto. Anocheció. Lejanas
brillan las estrellas; su luz trasciende la distancia y el tiempo aunque se
hayan extinguido. Así espero que sean mis palabras, luz de estrellas que
persista después que me haya ido, porque con ellas quisiera contribuir a
superar la inhumana impunidad, erigida despiadadamente por encima del
sufrimiento que siguen provocando los crímenes de lesa humanidad cometidos por
el ejército en los años más duros, tan recientes, tan vivos en la memoria y en
el corazón de aquellxs que seguimos amando a nuestros seres queridxs
desaparecidxs, con quienes continuamos aguardando justicia y verdad.
[i] En agosto, con ocasión de unas declaraciones del secretario de la paz
sobre las indemnizaciones ordenadas por la Corte IDH publiqué el artículo
titulado “No matarás”, que sigue teniendo vigencia y en el que se examinan
otros tipos de reparaciones. Por ejemplo, en la sentencia de reparaciones de mi
hermano hay órdenes claras de la Corte para que el Estado cree un banco de
datos genéticos, se apruebe un procedimiento expedito para establecer la muerte
presunta de las personas desaparecidas, se ubiquen los restos de Marco Antonio
y nos los devuelvan –lo que se ha vinculado con el proyecto de ley 3590 para
establecer una comisión de búsqueda de todas las personas desaparecidas- y se
investigue, procese y castigue a los autores intelectuales y materiales de su
detención ilegal y desaparición forzada. A estas reparaciones se agregan otras
que ya fueron cumplidas: una indemnización por el daño causado a la familia y a
mi hermano, el acto de reconocimiento de responsabilidad del Estado y ponerle
un nombre alusivo a los niños y niñas desaparecidos a una escuela pública.
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