En quinto magisterio conocí los
poemas de Neruda en la voz ronca y monótona de doña Beatriz, nuestra profesora
de Literatura Hispanoamericana. Cincuenta muchachas suspiramos con los ojos
entornados escuchando los "Veinte poemas de amor y una canción desesperada"
sin saber del autor ninguna otra cosa que su nombre. Su militancia política y
la situación de su país no eran parte de los contenidos del programa.
Doña Graciela, la profesora de
Organización Escolar, nos hacía leer sobre míticas escuelas con bibliotecas,
huertos, dispensarios médicos, campos de juegos y niños y niñas bien
alimentados y felices de aprender. Nada tenía que ver eso con la realidad que
luego iríamos a enfrentar a las paupérrimas escuelas públicas donde nos tocaría
enseñar a quienes escogimos la docencia. Ese año también cursamos las
didácticas especiales de Español, Matemáticas, Estudios Sociales y Ciencias
Naturales, con mi nada querida EB y otro profesor que tampoco me agradaba
mucho, don Carlos, aunque debo reconocer que era muy respetuoso y dedicado. Sin
embargo, nada me preparó para enseñarles a leer y escribir a mis alumnos/as
cakchiqueles, monolingües, uno de los retos más grandes a los que me enfrenté
en las aulas. Los pueblos indígenas estaban completamente ausentes de las aulas
belemitas, literal y simbólicamente, talvez con la excusa de que el título que
nos otorgarían más adelante era el de maestras de educación primaria urbana,
como si las ciudades guatemaltecas no estuvieran pobladas por ellos. Por otra
parte, los libros de texto de Pedagogía y Didáctica eran argentinos o
españoles, es decir, totalmente ajenos a nuestras condiciones y necesidades.
Como cosa rara, dada mi torpe
cerrazón para todo lo que incluyera números, me encantó la clase de Química.
Nos la daba don Guillermo Reiche, un profesor alto, grueso y rubicundo. A
diferencia de la Física y las Matemáticas, no tuve dificultad alguna para
entender los conceptos, fórmulas, la tabla periódica –que la recitaba de la A a
la Z- y demás contenidos del curso. También recibimos Música otra vez, con un
nuevo profesor que sustituyó al querido don Adrián Orantes, autor de canciones
infantiles muy alegres y solemnes himnos.
A los quintos nos tocaba desempeñar
los cargos directivos en el Consejo de Aulas, una instancia que sustituyó las
organizaciones estudiantiles, controlado por la dirección del establecimiento.
No había pasado una década de las Jornadas de Marzo y Abril del 62, un
levantamiento popular en el que las belemitas tuvieron una destacada
participación a la par del estudiantado universitario y de secundaria de la
capital, junto con el magisterio y la gente de las barriadas. Con voz furiosa,
doña EB nos relató alguna vez sobre el comportamiento inapropiado de las
jóvenes estudiantes. Su voz restallaba en el normalmente pacífico ámbito del
aula cuando describía como las muchachas se acostaban en las calles para
bloquear el tráfico e impedir el paso de la policía. Su cólera, digna quizá de
mejores causas, revelaba su postura política y la de muchos de sus colegas. En
ese momento, apenas se estaba saliendo de la pesadilla mortal que asoló el país
entre 1966 y 1971, la segunda oleada represiva, con 18 mil muertos y
desaparecidos en el centro y el oriente del país. Entonces, como ahora, guardar
la memoria de la tragedia era un asunto personal. En ese contexto, nuestros
días transcurrían sin muchos sobresaltos. Maestros del ocultamiento y la
mentira, los militares llevaban a cabo sus acciones criminales sin estridencias
que perturbaran el clima de las aulas belemitas.
De política lo único que hacía era
auxiliar a P., la compañera que habíamos escogido para la presidencia del
Consejo de Aulas. Ella me delegó para asistir a una reunión del Movimiento
Nacional de Juventudes, una iniciativa del gobierno militar, que me dio la
oportunidad de conocer a jóvenes dirigentes de otros establecimientos públicos,
hombres y mujeres. Sobra decir que en los institutos y escuelas donde se
estaban gestando de nueva cuenta las organizaciones estudiantiles propias y
autónomas, el MNJ fue rechazado de entrada. Belén estaba aislado totalmente de
esos esfuerzos de construcción de un movimiento estudiantil crítico y
contestatario. Asistí a un par de reuniones, la primera en la Escuela Normal
Central para Varones, cuando aún existía su viejo edificio. No hice otra cosa
que presentarme y escuchar lo que las demás personas tenían que decir, entre
ellas una joven enérgica que me asombró con su elocuencia, su cigarro y su
firmeza al hablar sin que le temblara la voz aunque el aula estuviera repleta
de muchachos. Años después volví a encontrarla en la Universidad; no me extrañó
que fuera una de las principales dirigentes del movimiento estudiantil en los
setentas y principios de los ochentas.
Todos los días, a la hora del recreo,
corríamos para ser las primeras en llegar a las enormes raíces de los cushes y
sentarnos cómodamente a tertuliar. Uno de los tantos temas de conversación era
la vida privada de los inescrutables profesores y profesoras, como la que se
casó una madrugada vestida de verde y llorando, que nos parecía de una
chifladura galopante cuando, en mitad de una perorata sobre algún tema de su
aburrido curso, abruptamente señalaba a alguna de nosotras para hacernos
preguntas incómodas, relativas a novios, manoseos y asuntos relacionados. Nos
burlábamos de su autoridad poniéndoles apodos divertidos y genéricamente nos
referíamos a ellos y ellas como “los viejos”. Había una que otra historia sobre
un profesor que pedía favores sexuales a las estudiantes que necesitaban más
puntos para ganar su clase, o aquella otra de la profesora que tras haber
muerto trágicamente su hija cuando estaba a punto de casarse, se había llevado
al novio a vivir con ella.
Además de las leyendas sobre los
túneles horadados bajo el suelo del edificio, que llevaban a todas las iglesias
y ex conventos capitalinos, en esos años aún se hablaba de doña María de
Sellarés, una pedagoga catalana, republicana, exilada, que asumió la dirección
del Instituto en los años de la Revolución de Octubre. Reconocida promotora
cultural, gracias a ella, el arte floreció en Belén, sobre todo el teatro, en
un proceso que trascendió las gruesas paredes del edificio colonial y dio un
nuevo impulso a esta actividad en el país. Sabiendo eso, me daba tristeza haber
llegado a Belén cuando se había convertido en un árido desierto en el que las
actividades artísticas y culturales estaban casi totalmente ausentes.
Sin espacio para mis inquietudes, con
un Consejo de Aulas que funcionaba como un freno, otra compañera y yo buscamos
hacer algo. Ya no sé si la idea fue mía o de ella, el caso es que conseguimos
un espacio muy breve en la TGW, “La Voz de Guatemala”, la emisora del Estado,
para transmitir un programa radial. Durante varios meses escribimos y grabamos
textos sobre temas cívicos, culturales e históricos. En esa labor, nos
orientaba un productor de la radio. Por varias circunstancias, para mi pesar,
muy pronto se acabó el programa.
A mediados de septiembre recibimos la
ceiba de parte de la promoción saliente. Alrededor del árbol nacional,
recientemente plantado, se había instaurado una nueva tradición que consistía
en otorgarle su custodia a las estudiantes de sexto magisterio; antes de
graduarse, ellas debían pasar esa responsabilidad a las alumnas de quinto. El
acto de traslado de la ceiba era un ritual como todos los que tienen la
finalidad de inculcar las formalidades del patriotismo por medio de la devoción
a un símbolo. Pasado esto, llegaron los exámenes finales, que logré ganar; así,
terminó mi quinto magisterio.
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HERMOSO RELATO COMO TODO LO QUE ESCRIBIS QUERIDA LUCKY. ESTO SUPONGO TENDRÁ QUE ESTAR RESUMIDO EN TUS MEMORIAS QUE FORZADAMENTE DEBEN PUBLICARSE.
ResponderEliminarMARYLENA
Gracias, querida Marylena.
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