sábado, 16 de noviembre de 2013

El caso de Cristina Siekavizza, una lección de historia viva

Un hombre ha sido acusado por el Ministerio Público (MP) de los delitos de femicidio, obstrucción a la justicia y violencia contra la mujer porque presuntamente asesinó a su esposa, desapareció su cuerpo, huyó llevándose a sus hijos y evadió a la justicia durante más de dos años. Su madre ahora está acusada de amenazas al suprimirse el delito de obstrucción a la justicia por lo que supuestamente hizo, valiéndose de sus influencias y relaciones, para evitar que su hijo fuera encarcelado, enjuiciado y castigado de resultar culpable.

A lo largo de ese tiempo, los padres, la hija e hijo y el círculo más cercano de Cristina Siekavizza han sufrido los terribles efectos de su desaparición en vista de que se desconocen su paradero y las circunstancias de su casi segura muerte. Esta es una situación de incertidumbre torturante en la que, lo sé por experiencia, seguramente oscilan entre la esperanza de que ella esté con vida y las conjeturas terribles sobre su destino final. “Solo Dios sabe” fue la respuesta del esposo a las preguntas que le hizo la prensa a este respecto.

El caso, cuyos hechos escuetamente he descrito, es uno de los miles en Guatemala en los que hay una mujer violentada en su integridad física y espiritual y despojada de su dignidad y de su vida por un hombre. Seis mil en una década (http://nomasfemicidioenguatemala.wordpress.com/), no es la primera vez y, tristemente, no será la última que algo así suceda. Lo que lo hace particular es que el presunto femicida es el hijo de Beatriz Ofelia de León Reyes de Barreda, ex presidenta de la Corte Suprema de Justicia. En el país en el que “se ven muertos acarreando basura”, no deja de asombrarme que una abogada que formó parte de las altas cortes del país haya transgredido la ley para ayudar a su misógino hijo, un presunto asesino y desaparecedor de nuevo cuño, a sustraerse de la acción de la justicia.

Esto es lo que, a mis ojos, lo convierte en un microcosmos en el que se representan las actuaciones de la precaria institucionalidad de justicia de los años del terrorismo de Estado perpetuadas en el ahora. Configurada históricamente para encubrir a genocidas, torturadores y desaparecedores, en la actualidad se utiliza para proteger a criminales de todos los pelajes y condiciones.

Para que fuera posible asesinar y desaparecer a tantas personas, fue necesario el debilitamiento de la administración de justicia y su sujeción al poderío militar. Esto se demostró, entre otros efectos nefastos, con la absoluta ineficacia del recurso de hábeas corpus o exhibición personal, plasmado en la Constitución. Esta garantía se vino abajo al desarrollarse paralelamente a la Guatemala en la que regían las leyes, un país en el que los amos absolutos de la vida y la muerte eran militares entrenados y financiados por los Estados Unidos para combatir y aniquilar a su propia gente definida como “enemiga”.

Lo de “otro país” no se queda en simple metáfora. Fue establecida una estructura clandestina, completamente fuera de la ley, en la que los integrantes de los aparatos represivos del Estado se constituyeron en jueces y verdugos de decenas de miles de guatemaltecos/as de todas las edades y procedencias, un submundo impenetrable que jamás fue hollado por un juez contra el que se hizo pedazos otra disposición legal: que las personas detenidas debían ser presentadas en un plazo determinado ante un juez competente. Otro ejemplo es el vergonzoso arrodillamiento de los integrantes de la corte suprema de justicia (con minúsculas) de 1982-83 ante las decisiones del genocida Ríos Montt de instaurar los tribunales de fuero especial, unos esperpentos jurídicos mediante los cuales se llevaron a cabo procesos judiciales también clandestinos en los que “jueces” sin rostro ni nombre ni ubicación conocida, porque una ventanilla del ministerio de la Defensa no podía ser considerada como tal, condenaron a muerte a casi una veintena de personas, sin ninguna garantía ni resguardo de su derecho a la defensa.

A la par, en un proceso muy complejo en el que se imbrican, entre otros factores, el anticomunismo, el terror -que caló muy hondo en el cuerpo social-, el conservadurismo, el machismo propio de un sistema patriarcal, la inducción de culpa sobre las propias víctimas de este crimen de lesa humanidad, imprescriptible y continuado, se reforzó una cultura favorecedora de la impunidad. Esta mantiene sus efectos no solo en la población, sino, lo más preocupante, en quienes tienen en sus manos la delicada función de impartir justicia.

Otro de sus resultados perversos es la naturalización de la violencia manifestada, entre otras cosas, en el elevado número de homicidios que se observa en la actualidad, mayor que en los tiempos del terror estatal y el llamado conflicto armado interno. Como es sabido ampliamente, muy pocos crímenes son denunciados y muchos menos terminan en condena. En este sentido, los números son contundentes, la impunidad alcanza a más del 90% de los delitos del presente y a la casi totalidad de los relativos a las violaciones a los derechos humanos.

La cultura de la impunidad y la violencia no se queda en un esquema de pensamiento, una retorcida visión del mundo y las relaciones sociales, sino que propicia y favorece una serie de prácticas legales, pero no legítimas -como el abuso del amparo, las recusaciones, la renuncia de los abogados defensores y otras maniobras dilatorias- e ilegales, entre ellas la amnistía (ilegal desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció en el caso “Barrios Altos” que las leyes de extinción de culpabilidad de las violaciones a los derechos humanos son violatorias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos), las amenazas, atentados, intentos de soborno y compra de voluntades judiciales.

Estos dos últimos años, con la llegada de un militar a la presidencia, eso se ha amalgamado con una campaña mediática y otras acciones típicas de una operación de guerra psicológica que reforzó las posturas negacionistas incrustadas en la institucionalidad creada por los acuerdos de Paz, a la medida y conveniencia de los terroristas de Estado.

En ese pantano es donde hunden su raíces las Cortes Suprema y de Constitucionalidad, los tribunales y el MP, una instancia que muy recientemente ha sido sometida a un proceso de institucionalización sobre la base de principios democráticos que está seriamente amenazado de ser llevado a una vía muerta y hasta de retroceder por circunstancias conocidas.

Cuando se habla de la falta de independencia, ineficacia y debilidad de la institucionalidad de la justicia, no hay que dejar a un lado que la responsabilidad por la sujeción del sistema judicial al ejército y al poder en su conjunto no solo en aquellos años (basta con mencionar el juicio reciente de genocidio como ejemplo) tiene nombres y apellidos. Son personas de la índole de la otrora eminente abogada las que contribuyeron a instaurar en Guatemala una cultura y una práctica de impunidad y a mantenerla, misión de quienes continúan enquistados en elevados puestos de decisión, verbigracia los tres magistrados de la CC que han pasado por encima del mandato de esta institución para meterse en el quehacer de los tribunales ordinarios.

Con la impunidad prevaleciente, víctimas y victimarios conviven día a día en una relación social tóxicamente desigual. Estos siguen imponiendo decisiones y manipulando al sistema a su antojo, venga otra vez la mención del caso de genocidio a corroborar estas palabras. La garantía de impunidad también ha hecho posible que presuntos criminales sean elegidos para cargos públicos, de allí que siga siendo cierto lo que una vez dije, con pena y con vergüenza, ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos: en Guatemala a los asesinos y a los ladrones se les llama “señor presidente”, “señor diputado”, “señor ministro”.

Por eso considero que el caso de Cristina Siekavizza es una lección de historia viva [i] y de memoria de hechos, actitudes y comportamientos encarnados en personas que lamentablemente no están en el pasado. No debería de extrañarme que la antiguamente encumbrada abogada haya actuado de la manera en que lo hizo, un hecho que me parece indignante y que me lleva a reclamar ¿en manos de quiénes está la administración de justicia en Guatemala?

Este caso es un claro ejemplo de cómo la gente poderosa cruza la línea que separa la legalidad de la ilegalidad cada vez que les conviene para resguardar sus intereses, una frontera que debería estar nítidamente trazada para todos los guatemaltecos/as ya no digamos para las y los profesionales del Derecho, sobre todo los jueces/as y magistrados/as de quienes esperamos una ética distinta, de servicio y acatamiento de la ley y basada en principios democráticos y de derechos humanos.

Sin embargo, hay esperanza. En Guatemala se libra una batalla entre lo nuevo y lo viejo, entre la decencia y el cinismo, la razón y la fuerza, el abuso de poder y la igualdad en el acceso a la justicia, el imperio de la ley y la impunidad, entre el olvido por decreto y la memoria amorosa a nuestros seres queridos violentados. En un terreno, aún desnivelado, se enfrentan jueces/as y fiscales decentes, insobornables, fieles defensores de la legalidad y de la independencia judicial junto a defensoras y defensores de los derechos humanos, las familias y las agrupaciones de las víctimas contra los operadores/as de justicia y los sectores de poder –entiéndase el cacif- que siguen manteniendo que esta es como las culebras, que solo muerden los pies de quienes van descalzos.

Para nuestro orgullo, en el país de lo imposible, han surgido figuras como la de la Fiscal General, la jueza Yassmín Barrios y demás integrantes del tribunal de juicio en el caso de genocidio, junto a las de otros/as juristas que enaltecen y dignifican la administración de justicia y, con su esfuerzo y valentía, contribuyen a la construcción de la institucionalidad propia de un Estado democrático de Derecho.

Producto de ese esfuerzo mayúsculo son los procesos contra genocidas, desaparecedores y torturadores que han concluido con una condena después de superar los mil y un obstáculos interpuestos por sus abogadetes mafiosos apoyados por los partidarios de la impunidad, empeñados en mantener una situación que les favorece.

Por Cristina Siekavizza, sus hijos y todos los que han sufrido en carne propia esta tragedia, espero que este proceso sea llevado con apego a las leyes y que prevalezca la justicia por encima de las maniobras dilatorias que ya empezaron a darse. Eso contribuirá sin duda al fortalecimiento de las instituciones y abonará el terreno para que se cumpla nuestra demanda de justicia igual para todos y todas y para todos los casos, los pasados –como el de la desaparición forzada de mi hermano Marco Antonio y muchos más- y los de ahora.

Pensando en su sufrimiento y en el de las personas que la quieren, sobre todo en su madre, su hija e hijo, cuánto quisiera que Cristina jamás hubiese desaparecido y que estuviera viva y libre. Tal como lo deseé por mucho tiempo por mi hermano, cuánto quisiera que esta historia, y todas las historias similares, tuviese un final feliz.




[i] Como la concibe el académico J. C. Cambranes, la historia viva “Son los hechos históricos que en otro país pertenecen al pasado, pero que en Guatemala, después de siglos, continúan siendo el presente”. En: Ruch'ojinem qalewal: 500 años de lucha por la tierra : estudios sobre propiedad rural y reforma agraria en Guatemala. Guatemala, Cholsamaj, 2004, p. 17.

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