Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de
cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y
sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que
todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a
todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y
colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.
Monseñor Gerardi, 24 de abril de 1998
El lunes 27 de abril de 1998, a eso de las cuatro
de la mañana, el timbre del teléfono me sacó de ese sueño delicioso de las
madrugadas. Con un sobresalto -porque ¿quién te llama a esas horas para decirte
algo bueno?- corrí a la sala y levanté el auricular. Era la voz de Maco. En escasos
segundos había recorrido los mil doscientos kilómetros que me separan de la
patria, de nuevo ensangrentada por un crimen de Estado, y estallaba en mi oído una
verdad terrible: “mataron a Monse”. Monse no era otro que monseñor Juan
Gerardi, coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de
Guatemala, el alma y el corazón del proyecto de Recuperación de la Memoria
Histórica (REMHI).
Ya no supe qué más dijo Maco. Llorábamos. Aún
estaba oscuro. A tientas, porque de pronto las lágrimas no me dejaron ver,
busqué mi cuarto, mi cama y me derrumbé sobre la almohada agobiada por la
vergüenza. Me preguntaba una y otra vez cómo era posible que tal cosa hubiera
sucedido, cómo una sociedad como la mía seguía siendo incapaz de resguardar
nuestro bien más valioso: la vida. No encontré las respuestas, aún no las
tengo. Es la misma vergüenza y son las mismas preguntas las que ahora me hago
ante la forma en que se sigue obstaculizando el proceso por genocidio contra el
ex dictador Efraín Ríos Montt y el ex jefe de la G2 Mauricio Rodríguez Sánchez,
ambos generales de un ejército que fue calificado como el más sanguinario del
hemisferio occidental hará unos cuantos años, cuando el viento cambió de rumbo
unos cuantos grados en el Departamento de Estado de los EEUU.
A Maco y a Monse
los conocí en 1995, durante una breve estadía de trabajo en la ODHAG, que fue
el motivo de mi regreso al país tras once años, siete meses y 25 días de
exilio. Sabía poco de Monse: que
había tenido que huir del Quiché en 1980 para salvar su vida; que acudió a un
evento fuera de Guatemala y que al volver ni siquiera pudo bajarse del avión por
lo que debió refugiarse en Costa Rica donde vivió algunos años. En el 96 volví para
realizar la propuesta de trabajo formulada un año antes para la biblioteca de
esta entidad. En esa ocasión, estuve allí un mes como una empleada más, sin serlo,
disfrutando del frío de noviembre tras las gruesas paredes del hermoso edificio
de arquitectura colonial, caminando por sus vetustos corredores y su patio
central adornado de bugambilias florecidas que, sujetas a las anchas columnas,
ascendían hasta el segundo piso, y de las deliciosas comidas del Mercado
Central. Entonces vi de nuevo a Monse,
un hombre jovial, amable, respetuoso, tal fue la impresión que dejó en mí tras un
par de conversaciones que sostuve con él. En esas ocasiones, con secreta
envidia me enteraba de la labor del equipo del REMHI a lo largo y ancho del
país. ¡Qué no hubiera dado por ser parte de algo tan magnífico! Iniciado en
1994, ese trabajo iba viento en popa.
En 1997 fui a dar el testimonio sobre la
desaparición forzada de Marco Antonio tanto al REMHI como a la CEH. Los años
anteriores me había resistido, quizá no estaba preparada todavía, pero el
tiempo pasó y quedaban pocos meses para hacerlo. Algo más me lo impedía: el
perdón pregonado por la Iglesia Católica en su convocatoria. Perdonar lo que el
ejército les hizo a mi hermano y a mi hermana es una decisión personal, muy
íntima, que no tomaré nunca si no hay justicia; aún si la hubiera, tendría que pensarlo muchísimo.
Era una petición justa. En nuestro caso, mi madre y
mi padre habían suplicado inútilmente el apoyo de algunas autoridades
eclesiásticas para ubicar a mi hermano, entre ellos los obispos Ríos Montt y
Quezada Toruño y los arzobispos Casariego y Penados. Tristemente lo que de
ellos obtuvieron no pasó de palmaditas en la cabeza, groseros “¿qué quieren?” o
palabras vacías. Tal fue su decepción que cambiaron la parroquia de toda la
vida por un salón evangélico donde la gente los escuchaba y lloraba a la par
suya por mi hermano. La alta jerarquía –con excepciones, como la de Monse- se mostraba impotente ante estos
pedidos. Por su silencio e indiferencia como institución es inevitable pensar
en la complicidad de algunos de sus miembros. Es el caso del arzobispo
Casariego que con absoluto cinismo les dijo a mis padres que frecuentemente
había visitado en el Cuartel General al desaparecido sacerdote jesuita español Carlos
Pérez Alonso, lugar en el que permanecía detenido ilegalmente desde agosto de
1981. También les dijo que se desayunaba un día a la semana con el general
Lucas, entonces presidente de la república, por lo que en una segunda visita le
llevaron una carta y le pidieron que se la entregara. Si lo hizo, jamás lo
supieron.
Por esas razones, motivada por la trascendencia del
perdón que expresaría el Arzobispo –cosa que al final no sucedió- y por la enorme importancia del informe, decidí llevar
a mi mamá al acto. El lunes 20 de abril me presenté a la ODHAG y ofrecí mis
servicios para lo que fuera necesario. Había mucho trabajo previo a la
presentación del informe. Así, entre varias cosas, tuve en mis manos el resumen
que se entregó a la prensa y me enteré de la magnitud de las revelaciones y los
señalamientos tan claros y directos sobre la responsabilidad del ejército.
Inmediatamente se me prendieron todas las alarmas. Eran verdades sobre los
horrores recientes que nunca antes se habían dicho de esa forma ni por una
institución tan poderosa como la Iglesia Católica, por lo que Ruth y yo temimos
una respuesta brutal.
El 29 de diciembre de 1996 se había firmado la paz
de papel, esa paz violenta y excluyente que ahora nos amenazan con romper por
el juicio de genocidio. En Guatemala todavía se creía en esa paz. Nuestro temor
no tenía cabida en esas nuevas circunstancias, de manera que ante las preguntas
sobre la seguridad, alguien dijo que continuábamos viviendo en el pasado. Quizá,
pero no estábamos solas, ellos también
estaban allí.
El 24 de abril la Catedral no dio abasto para
recibir a tanta gente. Era una tarde calurosa. La atmósfera estaba saturada del
dulce aroma de las flores que adornaban los altares, mezclado con el que
despedían los cirios al quemarse. Guatemala entera estaba representada en ese
acto solemne que coronó los esfuerzos de toda una vida de Monse, un hombre pleno y feliz consagrado a la causa de la gente
más necesitada, perseguida y victimizada de nuestro país. Como en toda misa,
hubo oraciones y cantos, homilías, lecturas bíblicas y comuniones. El punto
culminante fue la entrega del informe por parte de Monse a dos personas delegadas por cada diócesis. Mi madre tuvo el
honor de recibirlo de sus manos junto con Rigoberta Menchú, en representación
de la Diócesis de Guatemala. Conmovida, uní mi voz al coro inmenso que cantó “cambia,
todo cambia…”. Ese era el espíritu que nos animaba a todxs lxs presentes. No
había marcha atrás, no era posible, Guatemala sería otra. En el aire sentíamos
la presencia de nuestros seres amados desaparecidos/as o asesinados/as.
En el patio hermoso de la ODHAG sirvieron tamales y
café. Allí me confundí con centenares de personas que celebraban el final de un
esfuerzo prolongado que había durado cuatro años. No había lugar para el temor,
no había lugar para el pasado. El impulso nos debía llevar a la justicia, a un
futuro de verdadera paz. Al día siguiente, 25, al levantarse, mi mamá me dijo que por primera vez en todos los años que llevaba mi hermano desaparecido, lo había soñado sonriendo. La angustiosa pesadilla recurrente, en la que ella corre tras el carro en el que se llevaron a su niño, parecía quedar atrás.
Pero el pasado –que sigue siendo presente en
Guatemala- alentó las intenciones mortales de acallar a Monse. De allí emergieron los hombres que vigilaron su puerta
durante meses haciéndose pasar por indigentes. Del pasado vinieron los que
planearon su muerte y dirigieron el operativo, los mismos que trajeron la
piedra del infierno con la que destrozaron su rostro y su cabeza, igual que el
"Siervo sufriente de Yahvé" al que aludió en su discurso del 24 de
abril: “los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la
figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de
Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él,
desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido
de Dios…" (Is. 52.13–53,4)
Dos años después, el 24 de abril de 2000, en su homilía
conmemorativa monseñor Julio Cabrera Ovalle, obispo de Quiché, dijo que los
asesinos de Monse “no soportaron el
resplandor de la verdad con que desenmascaró la injusticia. ¡Porque en
Guatemala SÍ ha habido masacres!”
Así fue. Con el asesinato de Monse, el ejército y los poderes oscurantistas sentaron posición
sobre los esfuerzos por develar la verdad sobre los horrores del terrorismo de
Estado y cercenaron el impulso que nos llevaba a demandar justicia. Hoy, quince
años después, las “semillas de vida y dignidad” sembradas por Monse y por quienes le acompañaron en
ese esfuerzo, se abren paso dificultosa pero firmemente en el juicio por
genocidio y en otras causas judiciales, ya concluidas o en proceso, contra los
torturadores, genocidas, asesinos y desaparecedores que asolaron Guatemala. En
ellos sigue presente el temor al “resplandor de la verdad” con el que Monse evidenció la injusticia. De ese
miedo nacen los ataques asquerosos a su obra divulgados en pasquines repletos
de mentiras y amenazas dirigidos a perpetuar su impunidad, con los que se pretende
transformar en traición a la paz y divisionismo el anhelo de justicia que anima
nuestras vidas.
Que mis palabras sirvan como un homenaje humilde a
monseñor Gerardi en el décimo quinto aniversario de su alevoso asesinato.
Discurso
de Monseñor Juan Gerardi con ocasión de la presentación del Informe REMHI
Catedral Metropolitana, 24 de abril de 1998
Catedral Metropolitana, 24 de abril de 1998
El proyecto REMHI ha sido un esfuerzo que se sitúa
dentro de la Pastoral de los Derechos Humanos, que a su vez es parte de la Pastoral
Social de la Iglesia: es una misión de servicio al hombre y a la sociedad.
Ante los temas económicos y políticos, mucha gente
reacciona diciendo: "para qué se mete en esto la Iglesia". Quisieran
que nos dedicáramos únicamente a los ministerios. Pero la Iglesia tiene una
misión que cumplir en el ordenamiento de la sociedad, que incluye los valores
éticos, morales y evangélicos. ¿Qué nos dicen los mandamientos? "Amarás a
tu prójimo como a ti mismo". Y precisamente hacia ese prójimo tiene que
dirigir su misión la Iglesia. El Papa Juan Pablo II nos dice, hablando a los
laicos: "Redescubrir la dignidad de la persona humana constituye una tarea
esencial de la Iglesia". Esta también fue la labor evangelizadora de
Jesús. El Señor puso la dignidad de las personas como centro del Evangelio.
El proyecto REMHI en el confluir del trabajo
pastoral de la Iglesia es una denuncia, legítima, dolorosa, que debemos de
escuchar con profundo respeto y espíritu solidario. Pero también es un anuncio,
una alternativa para encontrar nuevos caminos de convivencia humana. Cuando
emprendimos esta tarea interesaba conocer, para compartir, la verdad,
reconstruir la historia de dolor y muerte, ver los móviles, entender el porqué
y el cómo. Mostrar el drama humano, compartir la pena, la angustia de los miles
de muertos, desaparecidos y torturados; ver la raíz de la injusticia y la
ausencia de valores.
Este es un modo pastoral de hacer las cosas. Es
trabajar a la luz de la fe, encontrar el rostro de Dios, la presencia del
señor. En todos estos acontecimientos, es Dios quien no está hablando. Estamos
llamados a reconciliar. La misión de Jesús es reconciliadora. Su presencia nos
llama a ser reconciliadores en esta sociedad quebrada, tratando de ubicar
víctimas y victimarios dentro de la justicia. Hay gente que murió por un ideal.
Y los verdugos fueron muchas veces instrumentos. La conversión es necesaria, y
nos toca abrir los espacios para estimular. No se trata de aceptar los hechos
simplemente. Es menester reflexionar y recuperar los valores. Queremos
contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos memoria
del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos, pero la
construcción del Reino de Dios tiene riesgos y sólo son sus constructores
aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos.
El 23 de junio de 1994, las partes que negociaron
los acuerdos de paz manifestaron su convicción del "derecho que asiste a
todo el pueblo de Guatemala de conocer plenamente la verdad" sobre los
acontecimientos ocurridos durante el conflicto armado, "cuyo
esclarecimiento contribuirá a que no se repitan las páginas tristes y dolorosas
y que se fortalezca el proceso de democratización en el país", y
subrayaron que ésta es una condición indispensable para lograr la paz. Este es
parte del preámbulo del Acuerdo que creó la Comisión del Esclarecimiento
Histórico, que ahora también está concluyendo su importante labor.
La Iglesia se hizo eco de este anhelo y se
comprometió a la búsqueda de "conocer la verdad", convencida de que,
como dijo el Papa Juan Pablo II, la "verdad es la fuerza de la paz"
(Jornada Mundial por la Paz, 1980). Como parte de nuestra Iglesia, asumimos responsablemente
y en conjunto esta tarea de romper el silencio que durante años han mantenido
miles de víctimas de la guerra, abrió la posibilidad de que hablaran y dijeran
su palabra, contaran su historia de dolor y sufrimiento a fin de sentirse
liberadas del peso que durante años las ha abrumado. Este ha sido esencialmente
el propósito que ha animado el trabajo que durante estos tres años ha realizado
el Proyecto REMHI: conocer la verdad que a todos nos hará libres (Juan 8, 32).
Nosotros, como personas de fe, descubrimos en el
acuerdo del esclarecimiento histórico un llamado de Dios a nuestra misión como
Iglesia: la verdad como vocación de toda la humanidad. Desde la Palabra de Dios
no podemos ocultar o encubrir la realidad, no podemos tergiversar la historia
ni debemos silenciar la verdad. San Pablo, hace veinte siglos, hacía una
afirmación que nuestra historia reciente la ha confirmado recientemente:
"Se está revelando desde el cielo la reprobación de Dios contra impiedad e
injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad"
(Rom, 1,18). La verdad en nuestro país ha sido torcida y acallada.
Dios se opone inflexiblemente al mal en cualquier
forma que se presente. La raíz de la ruina, de las desgracias de la humanidad,
nace de una oposición deliberada a la verdad, que es la realidad radical de
Dios y del hombre. Y esa realidad es la que ha sido intencionalmente deformada
en nuestro país a lo largo de 36 años de guerra contra la gente. De ahí que el
"esclarecimiento histórico", decíamos los Obispos en la carta
pastoral ¡Urge la Verdadera Paz! "no sólo es necesario, sino indispensable
para que el pasado no se repita con sus graves consecuencias. Mientras no se
sepa la verdad, las heridas del pasado seguirán abiertas y sin cicatrizar.
No tenemos la menor duda, como Iglesia, que el
trabajo que hemos realizado en estos años ha sido una historia de gracia y de
salvación, un verdadero paso hacia la paz como fruto de la injusticia, que ha
ido suavemente regando semillas de vida y dignidad por todo el país, siendo
gestor y partícipe el mismo pueblo sufrido. Ha sido un bello servicio de
veneración a los mártires y de dignificación de las víctimas que fueron blanco
de los planes de destrucción y muerte. Abrirnos a la verdad, encarar nuestra
realidad personal y colectiva no es una opción que se puede aceptar o dejar, es
una exigencia inapelable para todo ser humano, para toda sociedad que pretenda
humanizarse y ser libre. Nos sitúa ante nuestra condición más radical como
personas: somos hijos e hijas de Dios, llamados a participar de la libertad del
Padre.
Años de terror y muerte han desplazado y reducido
al miedo y al silencio a la mayoría de guatemaltecos. La verdad es la palabra
primera, la acción seria y madura que nos posibilita romper ese ciclo de
violencia y muerte, abrirnos a un futuro de esperanza y luz para todos. El
trabajo de REMHI ha sido una empresa asombrosa de conocimiento, profundización
y apropiación de nuestra historia personal y colectiva. Ha sido una puerta
abierta para que las personas respiren y hablen en libertad, para la creación
de comunidades con esperanza. Es posible la paz, una paz que nace de la verdad
de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y
sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que
todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a
todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y
colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.
El compromiso de este Proyecto con la gente que dio
su testimonio ha sido recoger su experiencia en este Informe y apoyar
globalmente las demandas de las víctimas. Pero entre las expectativas y nuestro
compromiso también se encuentra la devolución de la memoria. El trabajo de
búsqueda de la verdad no termina aquí, tiene que regresar a donde nació y
apoyar mediante la producción de materiales, ceremonias, monumentos etc. el
papel de la memoria como un instrumento de reconstrucción social.
El Papa Juan Pablo II nos dice "es preciso
mantener vivo el recuerdo de lo sucedido: es un deber concreto". Lo que la
Segunda Guerra Mundial significó para los europeos y para el mundo se ha podido
comprender en estos 50 años transcurridos gracias a la adquisición de nuevos
datos que han posibilitado un mejor conocimiento de los sufrimientos que causó
(50 Aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial). Esto es lo que ha
hecho el Proyecto REMHI en Guatemala.
Conocer la verdad duele pero es, sin duda, una
acción altamente saludable y liberadora. Los miles de testimonios de las
Víctimas, los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la
figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de
Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él,
desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido
de Dios…" (Is. 52.13–53,4).
La actualización y memoria de estos hechos dolorosos
nos confrontan con una palabra original de nuestra fe: "Caín, ¿dónde está
tu hermano Abel? No sé, contestó. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Replicó
Yahvé: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo
hasta mí" (Gen 4, 9–10).
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