Guatemala era un infierno, Ríos
Montt era el demonio y yo era un animal perseguido por despiadados cazadores.
Ya había sucedido lo de Marco Antonio
y, pese al dolor que aún hace que se me doblen las rodillas, me mantenía en pie
sostenida por la terquedad y la rabia respirando el aire envenenado, saturado
de muerte y de las mentiras proferidas por el pastor evangélico al que
consideraba un loco altamente peligroso.
Ignorante de lo que sucedía en
las zonas rurales debido a la censura, leía los partes amañados emitidos por la
oficina de información del ejército en los que las víctimas civiles,
mayoritariamente indígenas, eran perversamente transformadas en combatientes,
miembros de una fantástica guerrilla, la más numerosa del planeta. En mi
cabeza, que se aferraba desesperadamente a la idea de que no podía ir tan mal
la cosa, construía la versión de que los muertos eran soldados caídos en
combate. Años después supe la verdad leyendo los informes de derechos humanos
que circulaban internacionalmente.
Sin embargo, pese a la censura, a
mis oídos llegaban fragmentos de verdades terroríficas, inmanejables para
cualquier ser humano, que me provocaban pesadillas en las que era yo la que
tomaba a los niños y niñas por los pies, los hacía girar sobre mi cabeza y los
estrellaba contra las paredes de madera de la casa que habitaba.
Corrían los años de 1982 y 1983.
Guatemala se convirtió en un territorio de humo y llanto, de balas y de sangre,
de bombas cayendo desde un cielo que no se apiadó de los hombres y mujeres,
niños y niñas, que angustiadxs buscaban resguardar su única posesión: la vida. Ni
siquiera se podía desnudar las lágrimas sin aparecer como cómplice de los
terroristas, delincuentes subversivos, los culpables de todo, como predicaba el
pastor en sus mensajes dominicales en los que repartía culpas y responsabilidades
entre las propias víctimas y entre los padres y madres -que no controlaban a sus hijos/as- por los
asesinatos y desapariciones forzadas.
La campaña de mentiras y
manipulaciones tenía otro componente del cual recuerdo las melodías pegajosas
de los anuncios manipuladores pautados en la radio y la televisión, como aquel
cuyo estribillo decía “un soldado es un hijo, un amigo y un hermano” que se repetía
mecánicamente en mi cabeza con un martilleo desesperante, junto con las
imágenes del soldado buen mozo, uniformado, que visita su aldea y es recibido
por la madre y la hermanita que salta de felicidad. O aquella otra canción de
las Patrullas de Autodefensa Civil. En octubre de 1981, en el camino a
Occidente, unos kilómetros más allá de Los Encuentros, fue la primera vez que
vi a los patrulleros caminando a la orilla de la carretera. Portaban una
bandera de Guatemala, un trapo triste y empolvado en la punta de algún
instrumento de labranza, y marchaban en fila con el gesto cansado y también
triste. Algunas semanas después a la pregunta de qué hacían las banderas
erguidas en medio de los maizales, alguien me contestó que eran las que los
protegían de la llegada de los pintos o los ejércitos, como les decían los
indígenas a las tropas que asaltaban sus comunidades. Se trataba de los
primeros pasos de los planes militares que arrasaron con millares de vidas de “enemigos” y aplastaron cualquier vestigio
de rebeldía en las comunidades indígenas.
De eso estaba hecho el mundo en
aquel tiempo tan lejano y tan cerca, tan adentro mío, de muerte, mentiras y
manipulaciones, de miedo y de silencio, de asquerosas complicidades del poder oligárquico
con los más grandes criminales. Quienes resistíamos en nuestros agujeros
sentíamos, más que sabíamos, que el cerco se cerraba implacable por encima de
nuestras cabezas.
Y ahora, la justicia, ni pronta
ni cumplida pero justicia al fin, no un trofeo que se entrega a las víctimas
sino un resultado de su persistencia de décadas. La justicia como la única
respuesta válida ante los crímenes descomunales y el dolor insondable, crímenes
de lesa humanidad que son calificados como tales por la huella profunda en la
memoria de quienes sobrevivieron a las masacres, a las quemas de sus humildes
casas, a la destrucción de sus animalitos y cultivos, a la muerte infligida aún
a las criaturas no nacidas.
La justicia al fin, no un trofeo que se entrega a las víctimas sino un resultado de su persistencia de décadas |
En nuestro país, la justicia para
las víctimas de los genocidas, torturadores y desaparecedores debe ser un alto
en un proceso vertiginoso, altamente violento, caracterizado por la
“democratización” de la cruda muerte, tan cruel e inesperada. Viejos y nuevos
criminales de todos los tamaños y en todos los ámbitos siguen siendo
favorecidos por la impunidad, en un contexto en el que todo es distinto, sobre
todo en la imposición de formalismos jurídicos y rituales democrático -
electorales engañosos, pero en esencia permanece inalterado, Guatemala sigue siendo
concebida como una fincota propiedad de un reducido grupo de oligarcas que
acaparan los beneficios del trabajo de las mayorías indígenas. Este es un
momento de reflexión sobre quiénes somos y qué queremos como sociedad, para
decidir si vamos a seguir diciéndoles a los criminales de ayer y de hoy “señor
presidente”, “señor ministro”, “señor diputado”.
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