En los últimos meses se ha
desatado una violenta campaña de ataques contra las organizaciones y personas
que, a contrapelo de los mandatos de perdón y olvido proferidos por el poder,
han llevado adelante iniciativas de justicia para las víctimas de violaciones a
los derechos humanos en Guatemala, pasadas y presentes. Si se parte de la
magnitud de lo ocurrido de acuerdo con la información recabada y sistematizada
en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico, son
demandas escasas. Puedo contar con los dedos de las manos los procesos
judiciales, tanto los que están en curso como los que ya finalizaron, y me
sobran. En términos numéricos, no guardan relación ni con la cantidad de atrocidades
ni víctimas contabilizadas ni con la exacerbada virulencia que destilan los promotores
de los enfrentamientos, quienes enarbolan el negacionismo y la violencia
polarizadora para engañar y manipular a la población y aislar y atemorizar al
movimiento por la justicia y los derechos humanos.
¿Qué es lo que
está en discusión? ¿Se trata de versiones de la historia que entran en
colisión? ¿Se puede hablar de “versiones” de la historia? ¿Quiénes mienten?
¿Las víctimas o los victimarios?
La verdad es
fidelidad a los hechos, “adecuación del pensamiento a lo real y de las palabras
a las cosas”[i]. En
un contexto de violaciones a los derechos humanos, la verdad histórica se conforma con los relatos de
lo sufrido por las víctimas – sujetos de derechos. Las atrocidades, dice Rincón
Covelli, “se representan en la víctima. Nunca olvidar los hechos significa,
también, nunca olvidar a las víctimas. Nunca olvidar a las víctimas tiene, además,
el sentido de nunca más, de no repetición.” Por eso, la verdad, además de
dignificarlas y guardar su memoria y la de lo sucedido, nos lleva como colectividad
a mirar al futuro y a impulsar acciones para evitar que se repita. De esta
forma, la verdad de las víctimas –que en sus labios es denuncia,
negación del engaño y la mentira, voluntad de justicia constituidas en memoria
individual y colectiva, en memoria histórica- se convierte en un factor transformador de la sociedad que debe contribuir
a la construcción de la democracia y de relaciones de confianza y solidaridad, elementos
que continúan ausentes en la cultura y en los distintos ámbitos de convivencia
en nuestro país.
En Guatemala, la dura verdad histórica está constituida por actos de genocidio, desaparición forzada, esclavitud y violaciones
sexuales, tortura, asesinatos y otras atrocidades perpetradas contra hombres,
mujeres, niños y niñas inermes y en total indefensión en los años del “conflicto
armado interno”, que algunos autores analizan como el ejercicio desmedido del
poder y el terrorismo estatal contra expresiones revolucionarias y de
resistencia muchas veces desarmada. Estas graves, masivas y sistemáticas
violaciones a las normas del derecho internacional humanitario y de los
derechos humanos configuran la responsabilidad internacional del Estado, por lo
que nuestro país ya ha sido condenado en varias ocasiones por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos.
La verdad también
es un derecho individual y social a saber lo ocurrido, que toma cuerpo en el
marco de las normas internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los Principios y
directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas
de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del
derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones,
definen entre las “a) Medidas eficaces para conseguir que no continúen las
violaciones, b ) La verificación de los hechos y la revelación pública y
completa de la verdad, en la medida en que esa revelación no provoque más daños
o amenace la seguridad y los intereses de la víctima, de sus familiares, de los
testigos o de personas que han intervenido para ayudar a la víctima o impedir
que se produzcan nuevas violaciones (…)” y,
X. Acceso a información pertinente sobre violaciones y mecanismos de
reparación
24. Los Estados han de arbitrar medios de informar al público en general, y
en particular a las víctimas de violaciones manifiestas de las normas
internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho
internacional humanitario, de los derechos y recursos que se tratan en los
presentes Principios y directrices básicos y de todos los servicios jurídicos,
médicos, psicológicos, sociales, administrativos y de otra índole a los que
pueden tener derecho las víctimas. Además, las víctimas y sus representantes
han de tener derecho a solicitar y obtener información sobre las causas de su victimización
y sobre las causas y condiciones de las violaciones manifiestas de las normas
internacionales de derechos humanos y de las violaciones graves del derecho
internacional humanitario, así como a conocer la verdad acerca de esas
violaciones.
Por otra parte, el ejercicio del derecho a la verdad dignifica a las víctimas
al permitir que su relato se escuche y legitime socialmente mediante el
reconocimiento de sus experiencias como verdaderas y su incorporación a una
historia colectiva de sucesos que deben ser esclarecidos por medio de la
justicia. En el momento de los señalamientos, aún con escasas
pruebas en la mano debido a la falta de acceso a los archivos militares donde
se oculta buena parte de la verdad, todos los dedos apuntan en la misma
dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales y paramilitares que
se subordinaron a sus órdenes letales. En los contados procesos que han
concluido con condenas -los asesinatos de Myrna Mack y monseñor Gerardi; las
desapariciones forzadas de Fernando García, la familia de El Jute y las cometidas
por el ex comisionado militar Cusanero o el infelizmente anulado juicio y
sentencia contra Ríos Montt, por ejemplo- se ha judicializado la verdad
histórica.
Este es el
meollo de la confrontación desatada por las fuerzas oscurantistas. Sucede que las
violaciones a los derechos humanos en la jurisdicción interna se tipifican como
delitos que el Estado tiene la obligación tanto de investigar y establecer no solamente lo que ocurrió, sino a
determinar quiénes estuvieron involucrados en las violaciones a los derechos
humanos y por qué se dieron, como de hacer justicia procesando
y castigando a los individuos que resulten responsables. En ese sentido, el derecho a la verdad está unido
indisolublemente al derecho a la justicia. Solo de esta manera, se garantizará
que lo sucedido no vuelva a repetirse.
Además de la justicia, la no repetición exige erradicar las condiciones que
llevaron a la perpetración de las violaciones a los derechos humanos, reparar
los daños ocasionados y dar a conocer públicamente los hechos. Más
específicamente, se deben modificar o establecer políticas, leyes, instituciones
y programas de estudio, además de otras medidas simbólicas encaminadas a guardar
la memoria de las violaciones a los derechos humanos y de las víctimas.
Por su parte, Louis
Joinet se refiere a otras dimensiones del derecho a la verdad:
No se trata sólo del derecho individual que toda víctima o sus familiares
tienen a saber lo que ocurrió, que es el derecho a la verdad. El derecho a
saber es también un derecho colectivo que hunde sus raíces en la historia, para
evitar que puedan reproducirse en el futuro las violaciones. Como
contrapartida, al Estado le incumbe el “deber de recordar”, a fin de protegerse
contra esas tergiversaciones de la historia que llevan por nombre revisionismo
y negacionismo; en efecto, el conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión
forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse.[ii]
Joinet no se refiere a hechos banales, sino al “conocimiento por un pueblo
de la historia de su opresión” a partir de lo sufrido por las víctimas
entendidas como sujetos de derechos, un asunto en el que no se vale ninguna
versión ni interpretación negacionista. En ese sentido, si los relatos de las
víctimas recogen la verdad de los hechos atroces y constituyen la piedra
angular de la historia de la opresión de nuestro pueblo, no son los opresores –
victimarios quienes van a pronunciarla.
Suficientes ejemplos tenemos de sus retorcidas versiones, sus mentiras, sus
manipulaciones, su violenta forma de seguir construyendo un imaginario social
militarizado en el que impera nuevamente la perversa lógica del enemigo y no se acepta la verdad histórica y mucho menos la responsabilidad
moral, ya no digamos la responsabilidad penal. Por ejemplo, perpleja, escuché
la intervención de Ríos Montt en el reciente juicio y mis oídos se quedaron esperando
su pedido de perdón a las víctimas y su reconocimiento de responsabilidad en
los horrendos acontecimientos por los que se le juzgó y condenó. Inútilmente
esperé que brotara siquiera una lágrima de arrepentimiento, de remordimiento,
de empatía, de conmoción, que expresara siquiera algo así como “yo era el jefe
de Estado, esto sucedió bajo mis narices, fue perpetrado por hombres que
actuaron bajo mi mando”. Pero no. A otros, en el colmo del cinismo, se les ha
escuchado o leído diciendo que sí, que las cosas pasaron, que se trató de
salvar a la patria (¿cuál? ¿De quiénes?) pero que el derecho penal no es
retroactivo y los delitos no estaban tipificados cuando se perpetraron los hechos.
Mientras el Estado incumple con su deber de recordar, militares retirados y en
activo y un variopinto coro de voces que se adhieren a estas posturas, recitan el
discurso contrainsurgente que nos divide en “amigos” y “enemigos”. Sordos,
ciegos y desubicados en el tiempo, estos sectores continúan apuntalando murallas
ideológicas y esgrimiendo argumentos de odio contra sus propias víctimas,
abogados/as, juezas y jueces y los defensores y defensoras de derechos humanos,
buscando justificarse y ocultar la verdad sobre sus terribles delitos.
Con mucha
torpeza, del Presidente para abajo, mienten y continúan ocultando, negando y tergiversando la verdad
histórica. Para ello han contado siempre con la complicidad de la oligarquía,
la primera beneficiaria de sus acciones terroristas de las que obtuvieron
incluso beneficios económicos; los medios que en aquel tiempo se autocensuraron
o, con total falta de ética, se sumaron al silenciamiento de los hechos y las
denuncias de las víctimas y ahora informan sesgadamente y difunden en sus
páginas los discursos de odio. También contribuyó, con notables excepciones, la
jerarquía eclesiástica, la comunidad internacional y vastos contingentes
sociales que por convicción o por miedo, se callaron y vieron para otro lado.
Esa inamovible
lógica –rabiosamente contrarrevolucionaria, racista y misógina-, con la que buscan
imponer una “verdad” contrainsurgente en la que se ven a sí mismos como los
héroes de la patria y no como los criminales que verdaderamente son, no es
producto de la tozudez. Las mentiras, las distorsiones, la cerrada negativa a
reconocer la verdad histórica, están inscritas en un esquema de salvaguarda de
su impunidad, por algo las leyes de perdón que se autorrecetaron se denominan amnistía, una palabra griega que significa
olvido. Además, cubrieron sus huellas con más muertes, las de sus esbirros; destruyeron
u ocultaron los documentos que podrían constituirse en piezas probatorias en
los procesos emprendidos en su contra; y mediante un pacto sostenido en el
llamado “espíritu de cuerpo” y sustentado en la coincidencia de intereses, se
aseguran el silencio de todos los involucrados en los crímenes de lesa
humanidad, imprescriptibles y, en el caso de las desapariciones forzadas,
continuados.
El genocidio, la desaparición forzada, la esclavitud,
las violaciones sexuales, la tortura, los asesinatos, hechos violentos, graves, son la verdad que niegan,
rebaten, tergiversan y justifican los defensores de la violencia y el terror
pese a que dejaron una huella muy honda no solamente en las víctimas directas o
indirectas sino en la sociedad entera. Cambiar las conciencias y erradicar una
visión del mundo y de la convivencia social que les permitió actuar en contra
de la vida, la integridad y la dignidad de centenares de miles de seres
humanos, como lo narraron las mujeres y hombres ixiles en el juicio contra Ríos
Montt, nos demanda asumir la verdad histórica sobre un pasado muy vivo y muy
presente que nos interpela cotidianamente y que no debemos olvidar para que no
se repita.
Para ello, debemos comprender que no son solamente asuntos jurídicos, delitos
perseguibles nacional e internacionalmente, son actos inmorales que nos dicen a
gritos quiénes somos, cómo nos comportamos y hasta dónde somos capaces de
llegar como sociedad. La verdad histórica nos coloca frente a nuestros conflictos
y desacuerdos históricos y la discordia que define las relaciones sociales y
políticas en nuestro país. Le pone nombres y rostros al sufrimiento humano y a
dolores muy hondos que no han quedado atrás, sino que continúan determinando
nuestra existencia individual y colectiva; las muertes de ahora que no nos dejan
vivir tanto en sentido figurado como literal, nos confirman la extraña
vitalidad de la violencia y su carácter determinante en un presente que sigue
estando marcado por el odio, el racismo y la codicia de unos pocos que no dudan
en destruir a quienes se les oponen.
La verdad histórica transmutada en
verdad moral nos refleja en nuestra sensibilidad o insensibilidad ante las personas
que sufrieron los ominosos crímenes de lesa humanidad perpetrados por el poder
y nos pone frente al dilema ético de aceptar la violencia, la mentira y la
opresión como un estado naturalizado de convivencia social o de reconocer la
verdad y la dignidad de las víctimas y hacerles justicia para poder construir
una paz verdadera.
Pese al
negacionismo y el revisionismo, en los relatos de las víctimas y sus familias,
las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de derechos humanos,
abundan las evidencias existenciales de lo sucedido y el dolor sufrido. Lo
vivido se materializa en la ausencia de millares de hombres, mujeres, jóvenes,
niños y niñas que continúan faltándonos. La verdad está presente en nuestra
lucha por la vida, en la exigencia de justicia, en el reclamo de llamar a las
cosas por su nombre y de impulsar procesos reparadores viendo hacia un futuro
de paz, para que nunca más...
[ii] Naciones Unidas, Consejo Económico y Social, Informe final acerca de la
cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos
(derechos civiles y políticos). E/CN.4/Sub.2/1997/20, 26 de junio, 1997.
Citado por Tatiana Rincón Covelli en La verdad histórica: una verdad que se
establece y legitima desde el punto de vista de las víctimas, publicado en
Estudios Socio-Jurídícos 7, Bogotá, pp. 331-354, agosto de 2005.
La verdad es una constante lucha en contra de la mentira instalada (negacionismo),porque en Guatemala, si hubo genocidio...La justicia y la reparación son necesarias...Estos artículos fortalecen la certeza de los hechos vividos y conocidos...Para que haya justicia y se logre vivir en paz...
ResponderEliminarGracias por tu comentario, querida colibrivenada.
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