domingo, 25 de agosto de 2013

Madre dolorosa

El 15 de agosto es el día de la madre en Costa Rica por lo que, al vivir fuera de Guatemala, cada año lo festejamos dos veces. Son nuestro pretexto para encontrarnos y abrazarnos aunque no compartamos el significado predominantemente comercial con el que se construye una figura idealizada y manipuladora que se infla y se instala en un inexistente paraíso hecho de pétalos de flores como parte del esquema de dominación y sometimiento de las mujeres. Las madres no somos esos seres casi etéreos con los que se nos quiere homologar; es muy estrecho el concepto de mujeres sacrificadas, abnegadas, que se olvidan de sí mismas con el que se busca encasillarnos.

No hay una madre perfecta, sino mujeres de carne y hueso con miles de defectos y limitaciones. Somos madres de todas las clases y condiciones, con uno o varios hijos/as o ninguno propio, a los que cuidamos hasta que son capaces de asumir responsabilidades por sí mismos. Ser madre es una tarea dura, de 24 horas al día por el resto de nuestras vidas, que nos da muchas satisfacciones, inquietud y dolores de cabeza, matizados por las alegrías, qué duda cabe. Es una labor social y humana que garantiza la reproducción y sobrevivencia de la especie y que, en sociedades como la guatemalteca, se reduce a un esfuerzo privado cuyas implicaciones y complicaciones suelen recaer en las mujeres.

Hay mujeres conformes con el papel que les asigna el patriarcado mientras otras luchan por la igualdad y los derechos que les corresponden en la casa y en la calle. Muchas, quizá la mayoría en estos tiempos de capitalismo salvaje, en cierto modo viven la maternidad como una prisión a la que son relegadas por su bajo nivel educativo y la falta de acceso a oportunidades, como un empleo de calidad, una vivienda digna y alimentos y escuela asegurados para sus niños/as; son los casos de las mujeres indígenas, campesinas, migrantes, trabajadoras informales o con empleos precarios, etc., todas, mujeres oprimidas. En los sectores privilegiados por un modelo de sociedad que propicia la desigualdad y la exclusión, las madres gozan de libertades sustantivas al tener cubiertas sus necesidades y las de sus descendientes, pero sufren o reproducen otros tipos de opresión.

Quizá el denominador común es que casi siempre buscamos lo mejor para nuestros hijos e hijas y con nuestro amor y esfuerzo cotidiano tratamos de construirles un pedazo de mundo en el que crezcan felices. Eso hizo Emma, mi madre, una mujer trabajadora –maestra de escuela- que luchó a brazo partido por sus hijas e hijo en un país que históricamente ha relegado a la mayoría de sus habitantes. Vino al mundo en Pochuta, Chimaltenango, en 1934, cuando mi abuelo Rodolfo, Papaíto, administraba alguna finca de la zona. Fue la última hija de Ernestina, mi adorada Mamaíta, en una familia de cuatro mujeres y tres varones. Pasó su niñez en tierra fría, en Tecpán, Chimaltenango, y estuvo interna en la Antigua. A mediados del siglo XX, al ser abandonada por papaíto, Mamaíta decidió emigrar con sus hijas menores a una ciudad de Guatemala que se extendía entre el Hipódromo del Norte y la 18 calle y la Avenida del Cementerio y Gerona. Mi abuela materna fue mi inspiración cuando, recién llegada a este país, hicimos lo mismo que ella para sobrevivir: tomar huéspedes y vender comida guatemalteca.

Siendo aún muy joven, Emma se casó con Carlos, mi padre, en 1954, el año en que se inició la contrarrevolución. Ya se había terminado la primavera democrática en Guatemala, una época que recuerda con nostalgia, en la que se formó como maestra de primaria en el Instituto Normal Centro América (INCA). A finales de 1955 se quedó sola conmigo, que era una nena muy pequeña. Mi papá había sido expulsado del país por conspirar contra el gobierno de traidores que dirigía Castillo Armas y sufrió un exilio intermitente que duró unos cuatro años, entre 1955 y 1959; en ese período, en uno de los tercos regresos de mi padre que terminaban con una nueva expulsión, nació su segunda hija y, la tercera, un año después de su vuelta definitiva. 

Con mucha decisión, logró conseguir una plaza de maestra en la escuela de niñas de la colonia La Florida recién formada por inmigrantes internos. Allí, durante más de dos décadas, ejerció la docencia en las distintas escuelas que se abrieron con el paso del tiempo. En 1973 se unió a la huelga del magisterio y las que le siguieron a lo largo de los setentas. El movimiento del 73 se prolongó durante varios meses y ella, junto con sus compañeras, asistió a las concentraciones en la escuela de Pamplona y la Universidad de San Carlos y participó en las manifestaciones públicas. Revolucionaria de corazón, aunque no militante, digna hija de la Revolución de Octubre, se sintió henchida de orgullo por nuestro compromiso y participación en el esfuerzo de cambiar a Guatemala.

La vida de mi madre fue muy dura y difícil, un esfuerzo sostenido, sin tregua como mujer, como trabajadora, como esposa de un hombre machista, dominante, neurótico, perfeccionista y exigente. Para mí no era fácil ser su hija, para ella seguramente fue mucho más complicado ser su esposa. Paciente, silenciosa, escuchaba a mi padre. Era el paño que recogía sus miserias, el árbol erguido que soportaba su furia, el escudo que lo ayudaba a lidiar con sus frustraciones de hombre revolucionario con los sueños rotos, su refugio.

Trabajó arduamente en la casa y en la escuela, haciéndose cargo de tres niñas a las que se agregó Marco Antonio el 30 de noviembre de 1966. Con suavidad pero con firmeza, nuestra madre nos condujo por la vida. Su voz y sus manos de maestra me enseñaron a leer y escribir a los seis años; con una sonrisa recuerdo cuánto lloré porque no me salía bien la efe en letra de carta y ella me distrajo diciéndome que tenía la figura de una señorita. Maestra siempre, continúa inculcando valores en los niños y niñas que tiene a su alrededor y se mantiene atenta a la formación de buenos hábitos para la vida y la escuela.

Fueron muchas las veces que la sentí agobiada por los problemas y las limitaciones económicas en un país en el que las oportunidades que deberían ser para todas las personas se convierten en privilegios de unos cuantos. La familia, encabezada por una pareja de capa media baja sin estudios universitarios, sobrevivía con su exiguo salario de maestra y los bajos ingresos de mi papá, que solía perder el empleo por protestar por los paupérrimos salarios de los peones y obreros a quienes se unía en la organización de cooperativas y sindicatos. Sin embargo, con mucho sacrificio, endeudándose porque no había de otra, crearon un modesto patrimonio del que era parte la casa, la misma de la que fue sacado Marco Antonio.

En la mitad de su existencia, la vida de mi madre se volvió una tragedia. El 6 de octubre de 1981, cuando todo parecía que empezaba a ir bien, cuando poco a poco mis padres iban logrando alguna estabilidad material y espiritual y empezaban a recoger los frutos de su trabajo, su familia, su esfuerzo, su vida entera, volaron en pedazos. Ese día maldito, Marco Antonio, de 14 años y 10 meses, fue capturado ilegalmente y desaparecido hasta el día de hoy. Además del irremediable dolor que le provocó este hecho -tan injusto, tan cruel, tan perverso, tan profundo que no entiendo cómo ha podido soportarlo- ella se mortifica por haberles abierto la puerta de su casa a los hombres fuertemente armados que se llevaron a su niño para siempre.

Con el corazón destrozado, su vida se oscureció el día que literalmente le arrebataron a su hijo de las manos. Desgarrada, reproduzco la escena que me dibujó con sus palabras y que se quedó tallada en mi alma: ella está suplicante, frente a los infrahumanos que detuvieron a Marco Antonio, rogándoles que lo liberen y que se la lleven a ella. Corre tras el carro en el que lo tiraron como si fuera cualquier cosa, cubierto con un costal, con su boca sellada. Cae al suelo cegada por las lágrimas mientras el carro se pierde velozmente con rumbo desconocido llevándose a su hijo. No lo ha vuelto a ver nunca jamás.

Por eso, pensar en mi madre en este día me remite a la ausencia. Al margen del frenesí comercial, en el desfile interminable de agasajos felices, del que a nuestra manera somos parte, la veo sin su niño desaparecido. Como ella, en mi país hay tantas otras madres, decenas de millares, que siguen abrazando el vacío y aguardando. Hasta ahora ha sido una espera inútil, es el pasado vivo el que domina su existencia y, abierta o calladamente, continúan buscando una verdad que niegan y ocultan los desaparecedores: la del destino de sus hijos e hijas que les fueron arrebatados cruelmente por los terroristas que gobernaron Guatemala. Para ellas tampoco hay un reconocimiento socialmente compartido en una sociedad en la que priva el desconocimiento de lo sucedido y en donde se imponen actualmente el negacionismo y la deslegitimación de las demandas de verdad y justicia como política oficial.

De mi madre aprendí la paciencia, la honestidad, la firmeza, la entrega a su familia, el apego al deber, el trabajo bien hecho. Ella es la fuerza que me levanta cada vez que se me aflojan las piernas y me flaquea el ánimo; en momentos así, me siento sostenida por sus brazos como cuando era niña. Pese a su sufrimiento, sigue creando belleza con sus manos y prodigando vida con sus cuidados. Es un ejemplo de vida, discreción e inexplicables serenidad y cordura. No sabe estarse quieta. Sus manos no conocen el ocio y transforma en jardines su dolor insondable, lo teje en las canastas de mimbre, lo evade preparando almuerzos deliciosos y armando bellos lienzos con parches de colores. Tal pareciera que todo quedó atrás cuando se vuelca en atenciones para quienes ama.

La evoco con palabras como fortaleza y persistencia. Comprendo su rabia hacia los perpetradores, la hago mía; junto con su dolor y su tristeza, me corre por las venas, se agolpa en mi garganta y, salado, lo retengo en los ojos que no pueden cegarse en esta búsqueda. Juntas, con mis hermanas, los transformamos en un anhelo de justicia; el nuestro, como el de muchas otras personas en Guatemala, es un propósito indoblegable. Emma, mi madre, sigue de pie, resistiendo, y con un profundo amor hacia su hijo, reclama justicia y sepultura para su niño desaparecido.

2 comentarios:

  1. Ay querida, leyendo el texto solo puedo decir parece que nuestros padres fueron cortados con la misma tijera, venidos y formados de esa sociedad misógina e intolerante con todo lo que significa la vida de las mujeres. Viene a mi memoria la muerte del cuarto de mis hermanos, el más pequeño de los varones, mi padre nos dejo a mi madre y a mi dentro de un carro fuera del cementerio, no dejó que ella estuviera presente mientras enterraban a su hijo, pegaba de gritos reclamando a Dios porqué le había quitado, uno de sus más queridos. Después de eso en casa no se podía hablar de Wino, mi padre no lo permitía, jamás pudimos hacerlo mientras el estuvo vivo, se murió en 1977 y después se muerte, seguimos sin hablar de él, el silencio nos fue impuesto, de eso aprendí que nadie nunca más me iba a silenciar.

    Te abrazo querida, en este día y todos los días que ´para mi son días de las mujeres.

    Marylena

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  2. ¡Qué experiencia más dura, Marylena! Fueron hombres que dominaron a sus mujeres pero, pese a eso, no vivieron plenamente. Por lo menos mi padre, pobrecito, jamás se sintió feliz. Fue un hombre frustrado, rabioso por la situación del país, quebrado por su detención y tortura en los cincuentas, dolido por la desaparición forzada de su hermano en 1966 y, finalmente, aniquilado en vida por la de mi hermano. No lo justifico, hubiese querido un padre diferente, sin machismo, sin ese afán de controlar y silenciar a las mujeres. Sin embargo, de ese tronco salimos, de algún modo nos hicieron rebelarnos contra esos patrones y nos volamos todo en su momento, padres incluidos. Abrazos.

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