El 15 de agosto es
el día de la madre en Costa Rica por lo que, al vivir fuera de Guatemala, cada
año lo festejamos dos veces. Son nuestro pretexto para encontrarnos y
abrazarnos aunque no compartamos el significado predominantemente comercial con
el que se construye una figura idealizada y manipuladora que se infla y se
instala en un inexistente paraíso hecho de pétalos de flores como parte del
esquema de dominación y sometimiento de las mujeres. Las madres no somos esos seres
casi etéreos con los que se nos quiere homologar; es muy estrecho el concepto
de mujeres sacrificadas, abnegadas, que se olvidan de sí mismas con el que se
busca encasillarnos.
No hay una madre
perfecta, sino mujeres de carne y hueso con miles de defectos y limitaciones. Somos
madres de todas las clases y condiciones, con uno o varios hijos/as o ninguno propio,
a los que cuidamos hasta que son capaces de asumir responsabilidades por sí
mismos. Ser madre es una tarea dura, de 24 horas al día por el resto de
nuestras vidas, que nos da muchas satisfacciones, inquietud y dolores de
cabeza, matizados por las alegrías, qué duda cabe. Es una labor social y humana
que garantiza la reproducción y sobrevivencia de la especie y que, en
sociedades como la guatemalteca, se reduce a un esfuerzo privado cuyas
implicaciones y complicaciones suelen recaer en las mujeres.
Hay mujeres
conformes con el papel que les asigna el patriarcado mientras otras luchan por
la igualdad y los derechos que les corresponden en la casa y en la calle. Muchas,
quizá la mayoría en estos tiempos de capitalismo salvaje, en cierto modo viven
la maternidad como una prisión a la que son relegadas por su bajo nivel
educativo y la falta de acceso a oportunidades, como un empleo de calidad, una
vivienda digna y alimentos y escuela asegurados para sus niños/as; son los
casos de las mujeres indígenas, campesinas, migrantes, trabajadoras informales
o con empleos precarios, etc., todas, mujeres oprimidas. En los sectores privilegiados por un modelo de
sociedad que propicia la desigualdad y la exclusión, las madres gozan de
libertades sustantivas al tener cubiertas sus necesidades y las de sus
descendientes, pero sufren o reproducen otros tipos de opresión.
Quizá el
denominador común es que casi siempre buscamos lo mejor para nuestros hijos e
hijas y con nuestro amor y esfuerzo cotidiano tratamos de construirles un pedazo
de mundo en el que crezcan felices. Eso hizo Emma, mi madre, una mujer
trabajadora –maestra de escuela- que luchó a brazo partido por sus hijas e hijo
en un país que históricamente ha relegado a la mayoría de sus habitantes. Vino
al mundo en Pochuta, Chimaltenango, en 1934, cuando mi abuelo Rodolfo, Papaíto,
administraba alguna finca de la zona. Fue la última hija de Ernestina, mi
adorada Mamaíta, en una familia de cuatro mujeres y tres varones. Pasó su niñez
en tierra fría, en Tecpán, Chimaltenango, y estuvo interna en la Antigua. A
mediados del siglo XX, al ser abandonada por papaíto, Mamaíta decidió emigrar con
sus hijas menores a una ciudad de Guatemala que se extendía entre el Hipódromo
del Norte y la 18 calle y la Avenida del Cementerio y Gerona. Mi abuela materna
fue mi inspiración cuando, recién llegada a este país, hicimos lo mismo que
ella para sobrevivir: tomar huéspedes y vender comida guatemalteca.
Siendo aún muy
joven, Emma se casó con Carlos, mi padre, en 1954, el año en que se inició la
contrarrevolución. Ya se había terminado la primavera democrática en Guatemala,
una época que recuerda con nostalgia, en la que se formó como maestra de
primaria en el Instituto Normal Centro América (INCA). A finales de 1955 se
quedó sola conmigo, que era una nena muy pequeña. Mi papá había sido expulsado
del país por conspirar contra el gobierno de traidores que dirigía Castillo
Armas y sufrió un exilio intermitente que duró unos cuatro años, entre 1955 y
1959; en ese período, en uno de los tercos regresos de mi padre que terminaban con una nueva expulsión, nació su segunda hija y, la tercera, un año después de su vuelta definitiva.
Con mucha decisión, logró conseguir una plaza de maestra en la escuela de niñas de la colonia La Florida recién formada por inmigrantes internos. Allí, durante más de dos décadas, ejerció la docencia en las distintas escuelas que se abrieron con el paso del tiempo. En 1973 se unió a la huelga del magisterio y las que le siguieron a lo largo de los setentas. El movimiento del 73 se prolongó durante varios meses y ella, junto con sus compañeras, asistió a las concentraciones en la escuela de Pamplona y la Universidad de San Carlos y participó en las manifestaciones públicas. Revolucionaria de corazón, aunque no militante, digna hija de la Revolución de Octubre, se sintió henchida de orgullo por nuestro compromiso y participación en el esfuerzo de cambiar a Guatemala.
Con mucha decisión, logró conseguir una plaza de maestra en la escuela de niñas de la colonia La Florida recién formada por inmigrantes internos. Allí, durante más de dos décadas, ejerció la docencia en las distintas escuelas que se abrieron con el paso del tiempo. En 1973 se unió a la huelga del magisterio y las que le siguieron a lo largo de los setentas. El movimiento del 73 se prolongó durante varios meses y ella, junto con sus compañeras, asistió a las concentraciones en la escuela de Pamplona y la Universidad de San Carlos y participó en las manifestaciones públicas. Revolucionaria de corazón, aunque no militante, digna hija de la Revolución de Octubre, se sintió henchida de orgullo por nuestro compromiso y participación en el esfuerzo de cambiar a Guatemala.
La vida de mi madre
fue muy dura y difícil, un esfuerzo sostenido, sin tregua como mujer,
como trabajadora, como esposa de un hombre machista, dominante, neurótico,
perfeccionista y exigente. Para mí no era fácil ser su hija, para ella
seguramente fue mucho más complicado ser su esposa. Paciente, silenciosa,
escuchaba a mi padre. Era el paño que recogía sus miserias, el árbol erguido
que soportaba su furia, el escudo que lo ayudaba a lidiar con sus frustraciones
de hombre revolucionario con los sueños rotos, su refugio.
Trabajó arduamente en
la casa y en la escuela, haciéndose cargo de tres niñas a las que se agregó
Marco Antonio el 30 de noviembre de 1966. Con suavidad pero con firmeza,
nuestra madre nos condujo por la vida. Su voz y sus manos de maestra me
enseñaron a leer y escribir a los seis años; con una sonrisa recuerdo cuánto
lloré porque no me salía bien la efe en letra de carta y ella me distrajo diciéndome
que tenía la figura de una señorita. Maestra siempre, continúa inculcando
valores en los niños y niñas que tiene a su alrededor y se mantiene atenta a la
formación de buenos hábitos para la vida y la escuela.
Fueron muchas las
veces que la sentí agobiada por los problemas y las limitaciones económicas en
un país en el que las oportunidades que deberían ser para todas las personas se
convierten en privilegios de unos cuantos. La familia, encabezada por una
pareja de capa media baja sin estudios universitarios, sobrevivía con su exiguo
salario de maestra y los bajos ingresos de mi papá, que solía perder el empleo
por protestar por los paupérrimos salarios de los peones y obreros a quienes se
unía en la organización de cooperativas y sindicatos. Sin embargo, con mucho
sacrificio, endeudándose porque no había de otra, crearon un modesto patrimonio
del que era parte la casa, la misma de la que fue sacado Marco Antonio.
En la mitad de su existencia, la vida de mi madre se volvió una tragedia. El 6 de octubre de
1981, cuando todo parecía que empezaba a ir bien, cuando poco a poco mis padres
iban logrando alguna estabilidad material y espiritual y empezaban a recoger los
frutos de su trabajo, su familia, su esfuerzo, su vida entera, volaron en
pedazos. Ese día maldito, Marco Antonio, de 14 años y 10 meses, fue capturado
ilegalmente y desaparecido hasta el día de hoy. Además del irremediable dolor
que le provocó este hecho -tan injusto, tan cruel, tan perverso, tan profundo que
no entiendo cómo ha podido soportarlo- ella se mortifica por haberles abierto la
puerta de su casa a los hombres fuertemente armados que se llevaron a su niño para
siempre.
Con el corazón
destrozado, su vida se oscureció el día que literalmente le arrebataron a su
hijo de las manos. Desgarrada, reproduzco la escena que me dibujó con sus
palabras y que se quedó tallada en mi alma: ella está suplicante,
frente a los infrahumanos que detuvieron a Marco Antonio, rogándoles que lo
liberen y que se la lleven a ella. Corre tras el carro en el que lo tiraron
como si fuera cualquier cosa, cubierto con un costal, con su boca sellada. Cae al
suelo cegada por las lágrimas mientras el carro se pierde velozmente con rumbo
desconocido llevándose a su hijo. No lo ha vuelto a ver nunca jamás.
Por eso, pensar en
mi madre en este día me remite a la ausencia. Al margen del frenesí comercial, en
el desfile interminable de agasajos felices, del que a nuestra manera somos
parte, la veo sin su niño desaparecido. Como ella, en mi país hay tantas otras
madres, decenas de millares, que siguen abrazando el vacío y aguardando. Hasta
ahora ha sido una espera inútil, es el pasado vivo el que domina su existencia
y, abierta o calladamente, continúan buscando una verdad que niegan y ocultan
los desaparecedores: la del destino de sus hijos e hijas que les fueron
arrebatados cruelmente por los terroristas que gobernaron Guatemala. Para ellas
tampoco hay un reconocimiento socialmente compartido en una sociedad en la que
priva el desconocimiento de lo sucedido y en donde se imponen actualmente el
negacionismo y la deslegitimación de las demandas de verdad y justicia como
política oficial.
De mi madre aprendí
la paciencia, la honestidad, la firmeza, la entrega a su familia, el apego al
deber, el trabajo bien hecho. Ella es la fuerza que me levanta cada vez que se
me aflojan las piernas y me flaquea el ánimo; en momentos así, me siento
sostenida por sus brazos como cuando era niña. Pese a su sufrimiento, sigue
creando belleza con sus manos y prodigando vida con sus cuidados. Es un ejemplo
de vida, discreción e inexplicables serenidad y cordura. No sabe estarse
quieta. Sus manos no conocen el ocio y transforma en jardines su dolor
insondable, lo teje en las canastas de mimbre, lo evade preparando almuerzos
deliciosos y armando bellos lienzos con parches de colores. Tal pareciera que
todo quedó atrás cuando se vuelca en atenciones para quienes ama.
La evoco con
palabras como fortaleza y persistencia. Comprendo su rabia hacia los perpetradores,
la hago mía; junto con su dolor y su tristeza, me corre por las venas, se
agolpa en mi garganta y, salado, lo retengo en los ojos que no pueden cegarse
en esta búsqueda. Juntas, con mis hermanas, los transformamos en un anhelo de
justicia; el nuestro, como el de muchas otras personas en Guatemala, es un propósito
indoblegable. Emma, mi madre, sigue de pie, resistiendo, y con un profundo amor hacia su hijo, reclama
justicia y sepultura para su niño desaparecido.
Ay querida, leyendo el texto solo puedo decir parece que nuestros padres fueron cortados con la misma tijera, venidos y formados de esa sociedad misógina e intolerante con todo lo que significa la vida de las mujeres. Viene a mi memoria la muerte del cuarto de mis hermanos, el más pequeño de los varones, mi padre nos dejo a mi madre y a mi dentro de un carro fuera del cementerio, no dejó que ella estuviera presente mientras enterraban a su hijo, pegaba de gritos reclamando a Dios porqué le había quitado, uno de sus más queridos. Después de eso en casa no se podía hablar de Wino, mi padre no lo permitía, jamás pudimos hacerlo mientras el estuvo vivo, se murió en 1977 y después se muerte, seguimos sin hablar de él, el silencio nos fue impuesto, de eso aprendí que nadie nunca más me iba a silenciar.
ResponderEliminarTe abrazo querida, en este día y todos los días que ´para mi son días de las mujeres.
Marylena
¡Qué experiencia más dura, Marylena! Fueron hombres que dominaron a sus mujeres pero, pese a eso, no vivieron plenamente. Por lo menos mi padre, pobrecito, jamás se sintió feliz. Fue un hombre frustrado, rabioso por la situación del país, quebrado por su detención y tortura en los cincuentas, dolido por la desaparición forzada de su hermano en 1966 y, finalmente, aniquilado en vida por la de mi hermano. No lo justifico, hubiese querido un padre diferente, sin machismo, sin ese afán de controlar y silenciar a las mujeres. Sin embargo, de ese tronco salimos, de algún modo nos hicieron rebelarnos contra esos patrones y nos volamos todo en su momento, padres incluidos. Abrazos.
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