Terminando la segunda década de mi existencia,
conocí al licenciado Mario López Larrave, un comprometido abogado laboralista
vinculado al movimiento sindical guatemalteco como profesional y académico. Era
1975, recién me había acercado al Frente Nacional Magisterial (FNM) que había
surgido durante la huelga de 1973 y aglutinaba –era una de las palabras de
moda- a las maestras y maestros de primaria.
En ese momento
no lo sabía, pero siendo aún estudiante de Derecho el licenciado López Larrave
ayudó a mi mamá a sacar a mi
papá de la cárcel, que había sido detenido una noche de diciembre de 1955.
Mi papá se había unido a una conspiración en apoyo al aviador Francisco Cosenza,
que planeaba estrellarse sobre el Palacio Nacional si no renunciaba Castillo
Armas, el militar traidor –aunque suene a redundancia- cabecilla del mal
llamado movimiento de liberación nacional financiado por los gringos que
derrocó a Jacobo Arbenz y acabó con la esperanza democratizadora. Los
complotistas, un pequeño grupo de hombres fieles a la Revolución de Octubre seguramente
infiltrado por agentes gobiernistas, fueron detenidos en el sector del
aeropuerto cuando esperaban que les dieran armamento. Al conocer lo sucedido, mi
mamá interpuso recursos de hábeas corpus con el auxilio del licenciado López
Larrave, como lo tendría que hacer muchos años después por Marco Antonio. Junto
con mi tío Alfredo, desaparecido
en 1966, fueron a buscarlo a un centro de detención y le reclamaron su
liberación al torturador Bernabé Linares, el jefe de la policía secreta de
Ubico que había vuelto al gobierno tras la intervención. Pero mientras el juez
revisaba las mazmorras, lo cambiaban de una celda a otra apresuradamente; por
las noches, lo metían a un carro con varios matones. Tirado en el piso, sirviendo
de alfombra a los sucios zapatos de los esbirros que le apuntaban con sus
armas, oía repetidamente el “ahora sí te vamos a matar” mientras el vehículo se
deslizaba por las calles sin gente, silenciadas por el miedo. Finalmente lograron
localizaron, pero en lugar de liberarlo, Linares lo expulsó del país y estuvo exiliado
cinco años aproximadamente en Honduras, México y El Salvador. Pero esa es otra
historia.
Veinte años
después, en 1975, la ley prohibía los derechos de sindicalización y huelga al
funcionariado público, por lo que se recurría a la constitución de
organizaciones que no encajaban en ningún tipo legal. En el FNM esto no fue una
preocupación prioritaria, pero en otros sectores, los empleados/as de Correos
por ejemplo, se recurrió a la figura de la asociación como una forma de
legitimar su existencia. Al reflexionar sobre este asunto, Güicho (Luis de
León) y yo, solíamos recordar al mítico STEG, el Sindicato de Trabajadores de
la Educación de Guatemala de los años de la Revolución de Octubre, del que
fuera secretario general el no menos mítico Víctor Manuel Gutiérrez. Maestro y
opositor político, integrante del Partido Guatemalteco del Trabajo, Gutiérrez fue
desaparecido en 1966. Mientras sorteábamos las estrecheces con las que
realizábamos las actividades, a veces financiadas con nuestros precarios
ingresos, especulábamos sobre los millones de quetzales en que se habrían
convertido los fondos del STEG, confiscados por el gobierno contrarrevolucionario
a los que suponíamos que se tendría acceso si se recuperaba la personería
jurídica.
Mientras
nosotros hablábamos y nos imaginábamos la plata apilada en una bóveda del Banco
de Guatemala, como hombre de acción –uno de sus rasgos distintivos- el
licenciado López Larrave ideaba la manera de reactivar el estatuto legal del
Sindicato con base en las leyes laborales que defendía con absoluta convicción,
la misma con la que buscaba la plena vigencia de los derechos de trabajadores y
trabajadoras plasmados en el Código de Trabajo heredado de la Revolución de
Octubre. Con su estrategia ya había logrado recuperar la personería jurídica
del sindicato de trabajadores de la Municipalidad capitalina, pero su gestión para
descongelar la del STEG no condujo a resultados efectivos. Se recurrió entonces
a tratar de organizar un sindicato de docentes de colegios privados, por lo que,
motivada por él, participé en varias reuniones. Estas se hacían en la sede de
la Central Nacional de Trabajadores, en la 9ª. avenida y 4ª. calle de la zona
1, en una sala desvencijada del segundo piso, con un no menos desvencijado
mobiliario. El grupo nunca pasó de tres personas, cuatro contando al
Licenciado. El miedo, la desidia, las difíciles condiciones laborales del
magisterio del sector privado –en el que a la menor insubordinación o sospecha
de ella se era puesto de patitas en la calle- paralizó ese esfuerzo.
En marzo de 1976
se creó el Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS). Esa tarde calurosa, el
licenciado López Larrave estuvo a la par de los obreros y obreras de las
fábricas de la Avenida Petapa, el Frente Organizado de Sindicatos de Amatitlán
(FOSA), los ingenios azucareros de la costa sur -organizados en la Federación
de Trabajadores Unidos de la Industria Azucarera (FETULIA)-, las
representaciones de los sindicatos capitalinos, la Federación Autónoma Sindical
de Guatemala, la Central Nacional de Trabajadores y el Frente Nacional
Magisterial, entre muchos otros. En el local abarrotado, escuché las voces
indignadas de los compañeros de la Coca Cola que denunciaron que cada
secretario general que elegían para su sindicato era inmediatamente asesinado.
Los llamados a la unidad no se hicieron esperar y, así, con la creación del
CNUS, se inició una nueva etapa de la resistencia obrera en Guatemala. No es
casual que esta instancia llevara el mismo nombre que la establecida en
diciembre de 1946 para impulsar la unidad de acción de las organizaciones
laborales, en un proceso que llevó a la organización de la Confederación
General de Trabajadores de Guatemala, la CGTG, en los años cincuenta, de la que
también fue secretario general el maestro Víctor Manuel Gutiérrez. Pero, como
en aquella época, el auge del movimiento sindical duró muy poco. En 1980, buena
parte de la dirigencia había sido aniquilada o estaba en el exilio y quienes
permanecieron en el país, debieron sumergirse en las sombras para resguardarse.
En esa
histórica asamblea, realizada en la sede del sindicato de municipales, se
cumplió con parte el sueño del licenciado López Larrave: la unidad de la clase
trabajadora. En su pensamiento, esta era indispensable para enfrentar con
efectividad y fortaleza la problemática laboral y buscar soluciones
organizadamente. Con esas convicciones, se dedicó a asesorar al Comité de
Dirección de la nueva entidad junto con un equipo de abogados y abogadas entre
quienes estaban Frank Larue, Yolanda
Urízar (desaparecida el 25 de marzo de 1983), Leonel Luna (fallecido
recientemente) y uno de los abogados defensores de Ríos
Montt en las causas por genocidio.
Mario
López Larrave fue asesinado el 8 de junio de 1977. La tarde de su entierro
no cabíamos en el sindicato de trabajadores municipales, desbordante de gente,
como un año tres meses atrás cuando se hizo la asamblea de constitución del
CNUS. A esa sede, punto de reunión de la dirigencia y bases del fugazmente
vigoroso movimiento sindical, fue llevado su féretro para que los acongojados
trabajadores y trabajadoras le rindiéramos honores. Ese fue uno de los primeros
días tristísimos de mi vida, de esos que mi amiga A. me había anunciado. Ella,
que venía de la experiencia de los sesentas, había perdido a todo el mundo.
Entonces yo aún contaba uno por uno los días tristes (y los muertos); luego se
convirtieron en meses y después en acallados años de amargura, de intenso sufrimiento
y profunda impotencia en los que fui testigo de cómo menguaba el río de gente
que había inundado las calles hasta quedar en nada.
El 9 de junio, con el corazón estrujado y los ojos llorosos le dije adiós al licenciado López Larrave. Fue un adiós adolorido a un hombre honesto, sencillo, transparente, pero también con mucha rabia por su alevoso e injusto asesinato. Creo que su muerte también hizo posible que en el movimiento sindical de ese tiempo se impusieran tendencias contrarias a la unidad. El autoritarismo, el sectarismo y el verticalismo condujeron a prácticas políticas excluyentes con las que los únicos favorecidos fueron los enemigos de la clase trabajadora. Duró tan poco tiempo el movimiento, que no fue posible dar la lucha para que privaran posiciones más inclusivas, respetuosas de las diferencias ideológicas y políticas, verdaderamente unitarias.
Al recordar a
Mario López Larrave, a 35 años de su partida, me resulta inevitable reclamar justicia contra quienes perpetraron su
muerte violenta, cruel e injusta. Más allá de lo dispuesto por las leyes penales en materia de prescripción
de delitos, nuestra sociedad deberá establecer la forma de hacer justicia para
él y las doscientas mil personas cuyos nombres figuran en informes -como mi
hermano Marco Antonio- y las de las incontadas víctimas muertas o desaparecidas
en los años en los que imperó el terrorismo estatal, que posiblemente permanecerán
invisibilizadas porque ya no tuvieron quien se acercara a relatar su caso al
REMHI o a la CEH.
En las comunidades indígenas y en las ciudades, en
las montañas y los campos, en las cuatro esquinas de la patria se alargó la
sombra de los uniformados ocultando la luz, segando vidas, impunemente,
ofendiendo la dignidad de las víctimas y sus familias. Por eso, para restituirles
la dignidad, es necesaria la justicia para todas las víctimas, las de hace
cincuenta años y las que mataron el domingo, para los centenares de mujeres
asesinadas brutalmente después de maltratarlas y humillarlas, para las víctimas
de Plan de Sánchez, Dos Erres, Río Negro y las masacres que no tienen nombre
porque no han sido registradas.
Mario López Larrave fue uno más de las
víctimas inermes e indefensas de la guerra terrorista contra la inteligencia
perpetrada por la oligarquía y el ejército, con la complicidad de vastos
sectores políticos y sociales y el apoyo de los Estados Unidos. A lo largo de
su trayectoria académica y profesional limpia y honesta en defensa y protección
de los derechos de los trabajadores/as, desde la Facultad de Derecho de la
Universidad de San Carlos, desde la Escuela de Orientación Sindical que formó
en 1971, desde el CNUS y en todas las instancias en las que participó, desafió
al poder oligárquico que, en su codicia infinita, jamás ha estado dispuesto a
ceder un centavo de sus ganancias para garantizar los derechos a mejores
condiciones de vida de la población guatemalteca. Por eso lo mataron, para
eliminar los obstáculos que se oponían al insaciable afán de acumular
posesiones materiales de quienes todo lo tienen.
Para hombres y mujeres como él, Brecht
dijo “El regalo más grande que le puedes dar a los demás es el ejemplo
de tu propia vida.” Mario López
Larrave es un ejemplo a seguir no solamente por sus altos aportes
intelectuales, su compromiso con la clase trabajadora, su estatura moral e
intelectual, sino también por su accionar desinteresado y respetuoso al lado de
los sectores desposeídos, a los que nunca pretendió suplantar ni hablar en su
nombre.
En Guatemala se necesita construir una
institucionalidad sólida, democrática, con un sistema de justicia justo -hay
que decirlo, no es algo que deba darse por sentado- transparente, honesto, en
el que los oficios del juez y del fiscal no sean solo para los valientes o los
cínicos, sino una labor humana, sin riesgos, que no implique poner la vida en
riesgo ni las resoluciones en venta, porque la justicia es un derecho y, para
las víctimas pasadas y presentes y sus familias, es como el agua o como el aire,
indispensable para seguir viviendo.
Sobre el movimiento sindical de esa época,
se puede leer este libro: ¿Por qué ellas
y ellos? En memoria de los mártires, desaparecidos y sobrevivientes del
movimiento sindical de Guatemala, de Miguel Ángel Albizures y Édgar Ruano,
publicado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala en
2009, disponible aquí:
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