Me recibe la tarde, una muy hermosa y
soleada en plena época de lluvia. Un viento suave me refresca mientras en el
cielo maravillosamente azul las nubes navegan como barcos enormes de figuras
cambiantes. Mi alma aprisionada se lanza a la libertad de las cimas de los pinos.
Desde donde estoy, al otro lado de la calle, huelo su fragancia por encima del
olor a gasolina que satura el aire que respiro. Atrás quedaron el tedio de los
días iguales y el ánimo sombrío. Me siento feliz.
Un arbusto espinoso me regala sus dulces
gemas rojas y brillantes, pero sus ramas me clavan sus diminutos garfios mientras
se enredan en mis manos. Llega la noche. La felicidad que experimento se
extingue con el día y vuelvo a ser yo, la de siempre. La alegre, triste,
serena, enardecida, inconforme, rebelde, desesperanzada, pesimista inmediata,
optimista de largo plazo, dolorida… Soy la madre de dos hijos, la empleada de
escritorio, la hija de mi padre y una mujer de hierro cuya fortaleza me levanta
día a día el espíritu, la hermana de tres mujeres dignas y luchadoras, la compañera
del hombre más bueno del mundo, la hermana de Marco Antonio, mi niño, cuya sola
mención me humedece la mirada.
Soy muchas cosas y en esencia una sola:
la hermana mayor de Marco Antonio, un niño desaparecido por la G2 del ejército
de Guatemala el 6 de octubre de 1981. Y no puedo pensar, recordar ni escribir
esto que soy ni esto que pasó, sin llorar y sin descender al fondo del pozo de
dolor en que se convierte mi alma cada vez que evoco su nombre. Marco Antonio.
Pronto se cumplirán 31 años de su
detención ilegal y posterior desaparición forzada. También se cumplirán 31 años
del inicio de un largo camino que recorrí desenterrándome, reencontrándome
conmigo misma, reconstruyéndome, en un proceso que no acabará nunca. Tampoco
hay respuestas para las eternas interrogantes que nos atormentan. ¿Qué pasó con
él? ¿A dónde lo llevaron? ¿Cuándo lo mataron? ¿Cómo? ¿Sufrió mucho? ¿Dónde
dejaron su cuerpo? ¿Quiénes son los responsables? ¿A quiénes debemos perseguir
penalmente? ¿Lograremos hallarlo? ¿Y la justicia?
Mi madre dice que desde que eso pasó ha
sido como si le hubieran quitado un brazo. Mutilada, no sé cómo ha logrado
vivir cada segundo después del día maldito. Ella persiste y espera, igual que
yo, que mis hermanas. Mi padre se “robotizó”, así decía, para soportar la
ausencia forzada de su hijo durante 13 años y 13 días, hasta que decidió
morirse totalmente. Jamás lloramos juntos. Difícilmente nombrábamos a Marco
Antonio y tampoco soportábamos estar en familia porque su ausencia era más
notoria. Esto persiste, aunque ahora logramos encontrarnos y vernos a los ojos.
Nos sentimos culpables, aunque no lo
somos; sin duda sabemos quienes fueron los que se lo llevaron. Sin embargo, la
culpa es inevitable y ya me di por vencida en el afán de superarla. Y el dolor.
Uno vive con eso. Me levanto, me baño y cuando su recuerdo parece que quisiera
empezar a asomarse me duele de tal modo que quisiera morirme. Me peino,
desayuno, trabajo cada día frente a una computadora y se me olvida que tengo un
hermano desaparecido cuando era solo un niño. Sin esa amnesia útil, cotidiana,
sencillamente ya me hubiera muerto de dolor, de tristeza, de rabia, de
impotencia, de todos los sentimientos difíciles que me provocan su pérdida y la
impunidad de los criminales que ordenaron y ejecutaron la operación que acabó
con su vida y las nuestras.
Pero con la misma mano con la que
escribo del dolor, escribo de la justicia, de nuestro denodado anhelo de
encontrarla, y de la búsqueda de la verdad y los restos de Marco Antonio. Él no
es un número ni una estadística. Es mi hermano, un ser humano que merecía
vivir, al igual que todas las víctimas del terrorismo de Estado en Guatemala y
América Latina.
Lxs familiares de las personas
desaparecidas tenemos una forma distinta de llevar el recuento del tiempo. Sin
calendarios ni relojes, sin días ni noches, sin estaciones, lo que cuenta es la
ausencia. Nuestra aritmética también es otra. Así, si al 21 de junio de 2012 le
resto el 6 de octubre de 1981, el resultado son treinta años, ocho meses y
quince días de un vacío insondable en el que la presencia de mi hermano ha sido
sustituida por la melancolía. Los aproximadamente once mil doscientos quince
días de angustia, multiplicados por la irreversibilidad de su ausencia, son lágrimas
punzantes no lloradas en cada una de las pestañas. Contamos el tiempo en millares
de de palabras no dichas, de abrazos fallidos al espacio y al tiempo que debió
haberse llenado con su vida. El resultado final dividido por el odio y la saña
de los desaparecedores, es inasible, pero debo restarle el desánimo, la
impotencia y la desesperanza que con frecuencia me asaltan, el brazo que le
falta a mi madre y me queda un vacío que, elevado a la enésima potencia, es el que
hace explotar bombas atómicas.
Todo ello ha de ser calculado con la
impiedad de los malditos y el océano de tristeza que se tragó la vida de mi
padre, el mismo en el que trece años después se hundió su cuerpo. Son tantas
gotas de mar como segundos de su vida no vivida, hermano de mi alma, por la
voluntad de un puñado de criminales que ojalá se pierdan para siempre en el
infierno que llevan adentro de sí mismos.
Es cierto lo que dice el afiche, los
desaparecidos/as están en todas partes. Ellos,
que quisieron borrarlos de la vida, despojarlos de su dimensión humana, que les
arrebataron no solo su derecho a vivir sino también su derecho a morir con
dignidad, no contaron con que lxs guardaríamos por siempre en nuestros
corazones, en nuestra terca memoria, en nuestra voluntad de seguirlos amando y
de seguirlos buscando, en la decisión firme de que se haga justicia.
Los desaparecidos y desaparecidas también
están en las fosas ilegales de los cuarteles militares, en los cementerios
clandestinos, sus nombres siguen enterrados en los archivos que nos han
escamoteado para resguardar la impunidad de los desaparecedores. Donde quiera
que estén, donde quiera que hayan arrojado sus cuerpos -en el mar, en los
volcanes, en los ríos, bajo la tierra- con los ojos abiertos ellos y ellas
siguen clamando por justicia.
A la par de la memoria amorosa, no
olvido, no quiero, por más que me lastime, la extremada crueldad de los
captores, su armada prepotencia y el menosprecio del oficial de la G2 que les
dijo a mis padres que entendía su pena porque a él se le había muerto el perro.
Tampoco contaron con mi intención de persistir en recordarlos a ellos y sus actos y en levantar un “sí
hubo genocidio y crímenes de lesa humanidad” cuando se empeñan en negarlos.
Apago la luz, cierro los ojos y siento
su presencia en el arco que forma mi espalda. ¿Está aquí conmigo? ¿Me abraza?
Oigo mi corazón pulsando en mis oídos. Sus latidos son sus pasos en mi sangre.
Y mientras viva, Marco Antonio, repetiré su nombre como una letanía, un conjuro
o una palabra mágica que me ayude a decir que ¡nunca más! se repita este crimen
en Guatemala y en ninguna otra parte del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario