martes, 29 de noviembre de 2011

La verdad yace bajo la tierra

Tú quieres que renueve
el atroz dolor que el corazón me aprieta
de solo pensar, aún antes que hable.
Mas si podrán ser mis palabras semilla
de rendir infamia al traidor que carcomo,
hablar y llorar me verás juntamente.
El Infierno: Canto XXXIII
La Divina Comedia de Dante Alighieri

Enredada una vez más en mis recuerdos, espero el cumpleaños de Marco Antonio. Como cada 30 de noviembre, una ocasión feliz se vuelve una especie de tortura para mí, hermana de un desaparecido. ¿Cómo reinventar este día, ese momento, para que no duela más? ¿Cómo trocar el dolor por el amor y la alegría de su vida? En mi corazón, aún no hay respuestas para eso, pero sigo buscándolas.  

Catorce años, diez meses y seis días se prolongó su estancia en este mundo, tiempo en el que creció y se educó en un profundo amor a nuestra tierra. Cuando despuntaba en él un hombre, viene la escena cliché, la que describe el modus operandi de los desaparecedores: hombres vestidos de civil, fuertemente armados, sin identificación se presentaron en mi casa, etc.

Lo que sigue, ha durado treinta años. Treinta años sin justicia para sus captores ni para quienes se los ordenaron. Treinta años sin verlo más que en las imágenes siniestras que creaba mi mente –a ratos desquiciada- a partir de lo que se sabía que hacían con los desaparecidos y desaparecidas. Treinta años sin haber podido recuperar sus restos; no me doy por vencida, pero no espero nada, no quiero ilusionarme con el hecho de que un año de estos podremos enterrarlo.

Marco Antonio cumpliría mañana 45 años. Si hubiese vivido, posiblemente habría tenido hijos; se habría graduado de ingeniero o quizá hubiese optado por lo que en aquel tiempo se expresaba como “irse a la montaña”. No lo sé. Su vida nos quedó entre las manos como un libro con las hojas en blanco. Me duele su vida no vivida pero me duele más su muerte, sin fechas, sin noticias de dónde fue dejado su cadáver. Quiero sacarlo de su último instante con nosotros, ese terrible en el que mi madre corrió llorosa y suplicante tras sus captores, rogándoles que se la llevaran a ella y no a su hijo. Quiero quitárselos a ellos de las manos asesinas y torturadoras. Quiero pensar intensamente que todo eso pasó, que no sucede más aunque en mí se repita, que lo que le siguió fue corto, que no sufrió tanto lejos de nosotros, inalcanzable para nuestros abrazos, invisible para nuestros ojos que, buscándolo, horadaban la oscuridad en la que nos habían sumido. No pude oír sus gritos, porque quizá gritó; no pude protegerlo del maltrato; no pude evitar su ausencia que ya dura una vida, ni pude rescatarlo de la muerte. Treinta años sin verdad, sin saber que le hicieron, sin certezas de su muerte. ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Cuánto sufrió? ¿Quiénes? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Por qué?

En algún momento de este largo trayecto tuve que decidir que ya no estaba vivo. Lo esperé por diez años. Soñé con su regreso. No podía creer que estaba muerto, la sola idea me volvía loca. Hasta que un día, viendo el mundo de irrealidad al que me llevaba ese pensamiento, decidí no esperarlo, entendí que podría estar muerto. ¡Qué injusto! Sentí que era yo quien lo mataba. Por eso exijo la verdad sobre lo sucedido.

La verdad en los casos de desaparición forzada –y en todos los de violaciones a los derechos humanos- es un derecho de las víctimas. Es el derecho a saber lo que ocurrió, pero también a contar nuestra experiencia, el primer paso para la conformación de un relato colectivo compartido por la sociedad a la que pertenecemos, que también tiene derecho a la verdad. No se trata de un ejercicio masoquista de sentarme a llorar y a contar sin que nadie me escuche, sin que a nadie le importe, sin que nadie me crea. Es un esfuerzo deliberado por parte de la sociedad y el Estado para establecer los hechos y las condiciones que originaron las atrocidades, con la finalidad de definir y realizar una serie de medidas preventivas y reparadoras para que no se vuelvan a repetir. El resultado será la verdad histórica, apegada a los hechos, aleccionadora, un factor para la construcción de un futuro con paz, seguridad y dignidad de los que Guatemala está tan desprovista.

Pero en Guatemala, la verdad de las víctimas de desaparición forzada también fue desaparecida. Yace bajo la tierra, como los más de 200 cuerpos encontrados en un cementerio clandestino en el destacamento militar de San Juan Comalapa. Una verdad silenciada tras los labios sellados por el miedo. Una verdad sepultada con sus familiares, que se han ido muriendo de impotencia y tristeza a lo largo de más de cuatro décadas, como murió mi padre sin saber qué hicieron con su niño. Una verdad perdida en los archivos militares, en los laberintos de una justicia que no llega, en los meandros del pensamiento contrainsurgente.

Esa verdad está siendo negada nuevamente bajo los argumentos y consignas de la derecha y los veteranos militares que se afanan por lograr la aprobación de una ley de punto final a la persecución judicial de sus crímenes y por detener la acción de la justicia. El resguardo y perpetuación de su impunidad es lo que está en juego en su cerrada negativa a reconocer el genocidio, la desaparición forzada, la violencia sexual y otras atrocidades perpetradas en los años más duros del terrorismo de Estado.

En ese contexto de impunidad, La Verdad de las víctimas entra en colisión con la verdad de los perpetradores. Por un lado –el de las víctimas, las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de los derechos humanos- abundan los testimonios del dolor y la ausencia de decenas de millares de hombres, mujeres, niñas y niños, asesinados o desaparecidos, cuyos nombres y experiencias fueron registrados en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Todos los señalamientos de responsabilidad en el 93% de los casos de violaciones a los derechos humanos, apuntan en la misma dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales subordinados a su mandato.

Del otro lado jamás se han aceptado los hechos y menos la responsabilidad. Muestras de ello son el brutal asesinato de monseñor Gerardi, dos días después de la presentación del informe Guatemala: Nunca Más, crimen por el que purgan pena de prisión dos militares; y la insolencia de Alvaro Arzú cuando se negó a recibir el informe Guatemala: Memoria del Silencio, de la CEH. Ahora, el variopinto coro que se adhiere a estas posturas, incluyendo a columnistas de prensa, siguen repitiendo el discurso contrainsurgente que divide a la sociedad guatemalteca en amigos y enemigos. En su inamovible e incuestionable lógica -rabiosamente contrarrevolucionaria, antidemocrática y anticomunista- lo que libraron fue una guerra patriótica contra los enemigos del país.

Sordos y ciegos a cualquier cosa que no convenga a sus intereses, estos sectores continúan erigiendo barreras ideológicas y esgrimiendo argumentos impregnados de odio contra sus decenas de miles de víctimas y sus familias, negando sus delitos y disfrazándolos de hechos heroicos, con mucha torpeza pero con bastante efectividad. Para lograrlo, han contado históricamente con la complicidad de la oligarquía, la primera beneficiaria de sus actos terroristas; de los medios, sobre todo las grandes empresas periodísticas, que se autocensuraron y cerraron sus puertas a las víctimas cuando acudíamos a ellos para difundir los hechos terribles; la jerarquía eclesiástica, con excepciones notables, como monseñor Gerardi y otros obispos; una buena parte de la comunidad internacional, empezando por los Estados Unidos; y, vastos contingentes sociales que por convicción o por miedo se callaron y vieron para otro lado. Ahora, los cuerpos encontrados en Comalapa, que pertenecieron al estudiante universitario Saúl Linares, de 23 años, y al dirigente sindical Amancio Villatoro, hacen saltar por los aires la verdad contrainsurgente y señalan al ejército de manera contundente como perpetrador de crímenes de lesa humanidad, una verdad que se ha venido repitiendo incansable y persistentemente.

En el contexto de la disputa por la verdad y en el afán por mantener su impunidad, los perpetradores y sus cajas de resonancia, quieren hacer aparecer nuestras demandas de justicia como venganza o revancha, arrojando una carga negativa sobre nuestras reivindicaciones. En ese esquema de intereses perversos en contra de la verdad y la justicia, en el que se inscribe su aparente sordo - ceguera ideológica, los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad en los años del terrorismo de Estado, planean seguir usufructuando los réditos de impunidad derivados de su trasnochada y letal visión del mundo. Para ello, necesitan que la verdad sobre las víctimas de la desaparición forzada –unas 45 000 desde que se empezó a practicar en nuestro país, en 1964- y las violaciones a los derechos humanos que ocasionaron 200 000 muertes, siga apareciendo como una verdad subversiva, sin credibilidad, deslegitimada por los relatos de los detentadores del poder que se aferran a su versión ideologizada de lo sucedido, un paraguas que les resguarda de la justicia y la sanción social que merecen por sus crímenes.

Quizá con justicia y verdad y habiendo sepultado dignamente a mi hermano, pueda reinventar el 30 de noviembre, trocando el dolor por el amor y la alegría de su vida. Mientras tanto, sueño y ensueño cosas irrealizables, utopías. Continúo recordando en voz alta y escribo antipoemas, como este que dedico a los perpetradores:

Carta a los perpetradores

Me dirijo a ustedes,
ancianos venerables,
tiernos abuelos,
santacloses,
respetados patriarcas de sus extensos clanes,
blancas palomas,
para pedirles
desde mi detestada condición de víctima
que más allá de sus demencias seniles,
sus alzheimeres,
sus olvidos de viejos,
sus chocheras y senilidades,
sus pretextos y justificaciones,
sus discursos políticos,
sus letales construcciones ideológicas
con las que perpetraron acciones de exterminio
y su cinismo que no conoce límites,
que se quiten el uniforme y
desciendan de sus investiduras.

Mírense como son
desármense,
salgan del cuartel que vive en su cabeza,
hagan a un lado discursos y justificaciones,
piensen en lo que hicieron,
recuerden...
estoy segura de que pueden hacerlo.

Despójense de eso que llaman “espíritu de cuerpo”,
tiren a la basura sus supuestas lealtades,
su complicidad de criminales,
tiren el odio y el miedo.

Yo soy un ser humano que apela ilusamente
a eso que creo que son sin uniforme ni medallas,
sin la cara pintada,
sin la muerte en las manos y en los labios.
Piensen en qué se convirtieron en Fort Bragg o
en la Escuela de las Américas.
Sáquense los prejuicios de los ojos y
traten de ver el mundo de otro modo.
¿Cuesta mucho que piensen en sus víctimas
como seres humanos?

Si lo lograran,
tomen un espejo,
mírense fijamente a los ojos y repitan conmigo:
“yo soy un ser humano,
ni más ni menos que eso,
no fui dios ni demonio,
por lo tanto,
no tenía derecho a quitarles la vida ni a desaparecerlos.
Creyente como soy,
no quiero quemarme en el infierno,
tampoco ir a la cárcel.

Ahora entiendo que todo lo que hice estuvo mal
y les pido perdón
en primer lugar, a las mujeres viudas,
a las violadas y las esclavizadas sexualmente,
perdónenme los niños y las niñas huérfanas,
los torturados,
los que languidecen lejos de la patria,
perdónenme los que perdieron todo,
la libertad, la vida, la tierra,
la esperanza y los sueños.”

1 comentario:

  1. Cualquier cosa que pueda decir: es nada pero no me he de morir ; sin ver que los ladrones, asesinos y genocidas reciban su castigo... Y que las victimas del conflicto armado interno sean reivindicadas. Tengo un hermano de la edad de Marco Antonio y muchas veces cuando lo veo pienso en usted... Y me duele el alma y me lleno de rabia...Y agradezco a Dios por la vida, que en si es un bien. Admiro su lucha su convicción y mientras estemos vivas y mas allá de la muerte MARCO ANTONIO está presente en la cotidianidad de nuestras vidas...Como indicando que no es el momento de callarnos y amedrentarnos sino de seguir luchando por la justicia, sin la cual en Guatemala, nunca habrá paz.

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