La vida no es muerte. ¡Qué tontera! Cualquiera lo sabe… Recordando mis lecciones de idioma español de la primaria, vida y muerte son palabras antónimas porque expresan ideas opuestas. Si lo ponemos en palabras, suena absurdo decirlo, pensarlo, escribirlo; pero si lo trasladamos a las formas de ser, estar, pensar y construir el mundo, en Guatemala la vida se vive de otro modo.
Reflexiono sobre esto mientras me duele Byron, mi amigo, compañero de trabajo, compatriota, tres expresiones que encierran una relación fraterna, entrañable, de respeto y cariño forjados en los principios compartidos y el apoyo mutuo ante las vicisitudes de la vida y el exilio. Nos unen, sobre todo, un desgarrado amor por Guatemala, ideales comunes y el irremediable dolor de haber perdido a nuestra gente en el huracán de la violencia pasada y presente.
Hoy, que debería ser para mí como cualquier domingo de funcionaria desteñida viviendo a fondo un día sin horario, lloro por Byron, por su familia, por sus hermanos que serán sepultados dentro de pocas horas, por quienes les sobreviven, entre ellos su madre que ya suma tres hijos desgajados del tronco de la vida. Lloro por mi gente, guatemaltecos y guatemaltecas que, aparentemente impávidos, asisten a estos brutales hechos, que hoy entierran a sus muertos, rezan, derraman lágrimas y se indignan durante quince minutos, los mismos que dura la fama de cualquier “superstar”, y mañana, a otra cosa, mariposa, que hay que tomar fuerzas por si acaso yo sigo.
La muerte, visitante habitual pero esporádica en sociedades “normales”, es violenta y vive entre nosotros y en nosotros desde hace mucho tiempo. Le hemos dado carta de legitimidad a una forma de vivir dominados/as y relacionarnos socialmente que se expresa, ahora como ayer y anteayer y desde siempre, en hechos brutales y en formas atroces de cercenar la vida.
¿No hay salidas? ¿Es vida eso que conocemos y construimos en Guatemala? ¿Es así la muerte? Nuestra sociedad ha configurado una idea de la muerte a golpe de asesinatos, balas perdidas, botaderos de cadáveres, cuerpos flotando en el Motagua, despojos torturados y mutilados, personas desaparecidas en el aire, casi mágicamente, masacres, visitas a las morgues y cementerios clandestinos. Esa idea difiere absolutamente de la que llega de modo accidental, por una enfermedad o por vejez. Morir en la cama pareciera ser un privilegio escaso, reservado para unos pocos, entre ellos los altos jefes, autores intelectuales, y los ejecutores materiales del genocidio y la desaparición forzada. Ellos se están muriendo “en olor de impunidad”, confortados con los últimos sacramentos, con pasaporte asegurado al cielo y un lugar en las páginas de una historia mandada a hacer a su medida, en la que se les asigna el papel de héroes, patriotas y ahora mártires, por decisión de las blancas palomas.
En esta idea de la muerte hay un protagonista que no es precisamente la víctima o sus dolientes. Es el poder. El que viste uniforme verde olivo, se pinta la cara y porta un fusil de asalto, ahora reconvertido en el criminal organizado. El poder del pequeño delincuente o las maras, que en manada asuelan el barrio y matan pilotos de autobús. El poder del hombre machista que avasalla y atormenta los cuerpos de las mujeres y toma sus vidas cuando ellas quieren ser personas. El poder del oligarca que arrasa Polochics a la vieja usanza contrainsurgente. El poder de las transnacionales que envenenan el aire, el agua, dividen a las comunidades y convierten en dólares las entrañas de la tierra. Es el poder retrógrado, criminal, machista, violento, contrarrevolucionario, anticomunista, delincuencial, marero, oligárquico, que históricamente se ha volado cualquier limitación legal –humana o divina- para conseguir sus fines públicos o privados, que sigue sembrando de terror el campo fértil del espíritu humano. Es el poder que en Guatemala ha decidido por décadas, por siglos, quien vive, quien muere y de qué forma.
La muerte violenta, por decreto, con enormes dosis de sufrimiento individual y social, está inscrita en lo más recóndito de mi memoria, en la piel y en el cuerpo, que inconscientemente le teme a la tortura; la siento cada vez que me roza aunque sea de lejos, mediante la noticia. Hoy, ante este nuevo hecho que me llega muy cerca, nuevamente experimento un dolor conocido, familiar, que me ha acompañado por siempre, que despierta pesadillas y monstruos, pero también me indigna y me enfurece.
A esa muerte inhumana, despiadada, no la queremos cerca, pero vive en nosotros con una presencia incuestionable, indiscutible, plenamente aceptada, de la misma manera en que no se ha puesto en duda socialmente, de manera masiva, a un poder que letalmente se ha adueñado de todo y de todos, hasta de los sueños y de los pensamientos, cual si fuera un dictado de la naturaleza. No otra cosa son los dichos, de ayer y de ahora, cuando la muerte violenta se presenta: “en algo andaba metido”, “por algo sería”, “se lo dije”, “ella lo provocaba” y todas las letanías que se repiten ante cada hecho brutal, legitimándolo, inculpando a las víctimas. O las argumentaciones contrainsurgentes, que forman parte del discurso político vigente, que buscan justificar las masacres y el genocidio político y étnico etiquetando a las víctimas como afines a la guerrilla, comunistas, subversivos, terroristas… Este discurso no quedó en el pasado, ahora más que nunca les resulta necesario esgrimirlo para garantizar la impunidad de los perpetradores, como bien se ha visto en las últimas semanas. Unos y otro, dichos y discurso, son ramas del mismo árbol. Con ellos, no se hace otra cosa que fortalecer a los asesinos y su impunidad, naturalizando la violencia y al poder que la esgrime, convirtiéndolos en una fuerza ineludible, incontrolable, descomunal, como un terremoto o un huracán. En todo ello, veo una ecuación: silencio + inculpación de la víctima + naturalización de los dictados del poder = impunidad de los perpetradores. Muy simple en su enunciado, titánica tarea el desmontarla.
En aquellos años, las oleadas de muerte que diezmaban las filas revolucionarias y populares -con los asesinatos políticos, las torturas y las desapariciones forzadas- y castigaban a los pueblos indígenas –con las masacres, el desplazamiento forzoso y el sometimiento en asentamientos militarizados- tenían fechas de inicio y cierre, nombres de campaña, responsables, metas, rendición de cuentas, medallas y ascensos para sus ejecutores. En esos duros años, cada forma de matar tenía que ver con el objetivo, el perfil de la víctima y el impacto social que se buscaba generar, asociado con más terror y más sujeción al poder. Al pensar en todo esto, intuyo que hasta había un protocolo que obligaba, probablemente, a que cuando se trataba de un alto dirigente, el operativo tenía que ser dirigido por un jefe militar o policial, como sucedió en los crímenes de Meme Colom, Alberto Fuentes Mohr y Oliverio.
Hoy en apariencia se vive un clima de muerte indiscriminada y azarosa, pero resulta que hasta las muertes “casuales” siguen siendo parte de los planes de dominación y control de territorios, rutas y mercados del crimen. En estas muertes, el poder armado sigue siendo el gran protagonista en un escenario del que hace largo tiempo desaparecieron la justicia y la verdad, derechos de las víctimas. Tristemente, estas lo que hacen es morirse de cualquier forma y en cualquier momento –detalles del asunto, que otros decidieron- y engrosar las estadísticas que sitúan a nuestro país entre los más violentos del mundo.
Si hay algo inevitable para los seres vivientes es la muerte. Recuerdo aquella retahíla de las ciencias naturales que estudié en la primaria: “los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren”. Pero en Guatemala eso se ha convertido en “los seres vivos nacen, quizá crecen, a lo mejor se reproducen y los matan”. No soy cínica, estoy en absoluto desacuerdo con la muerte violenta decretada por el poder de cualquier tamaño y con cualquier fin, que sigue arrebatando vidas de manera impune. Rechazo absolutamente que se continúe naturalizando la violencia, con lo cual se la legitima y acepta como algo “normal”. Repudio también el silencio que viene hermanado con ella.
Repudio el silencio, porque ante estos hechos, cada uno y cada una sigue con su monólogo interior, sus oraciones y sus lágrimas, cada quien aisladamente, en su cueva se lame las heridas. Valientes columnistas, hombres y mujeres sensibles y decidida/os que se juegan el derecho a continuar respirando, tercamente siguen poniendo el dedo en el renglón, pero pareciera que están hablando solos/as. En la cotidianidad de millones de personas, se le sigue rehuyendo al debate. Es en esos espacios donde estas discusiones deberían tomar cuerpo ciudadano, porque es allí –y en otro más íntimo, yo y mi conciencia- donde se deciden cosas como a quién darle el voto y creer o no que todo esto podría resolverse con mano dura, más pena de muerte y remilitarización, entre otras muchas cosas. Es allí, también, donde debemos construir la memoria histórica, sustituyendo solitario/a por solidario/a, soledad por solidaridad y víctimización por ejercicio de ciudadanía.
Para ello, no solo debemos interesarnos por saber lo sucedido bajo la bota contrainsurgente -durísima e interminable letanía de tragedias humanas y sociales- sino también el por qué y el quiénes, el cuándo, el dónde y quiénes se beneficiaron de todo ello. A partir de ese conocimiento doloroso, podremos como sociedad rechazar de una vez por todas y ojalá para siempre, y mejor si es por medio de la justicia, a quienes encarnaron al poder omnímodo y omnipotente, capaz de transmutar los procesos naturales de la vida en perversas decisiones políticas para lograr el control y la dominación mediante sus actos terroristas. De esta forma, se empezaría a construir no solamente una idea distinta de la muerte y la vida, sino quizá también un país diferente.
La visión naturalizadora de la muerte y la vida violentas, que también admite la muerte por hambre porque “la vida es así”, nos ha cegado y sumido en el terror y la inacción. Quienes enfrentamos los dictados letales y sobrevivimos, somos vistos como animales raros, pero sencillamente somos seres humanos, personas, ciudadanos y ciudadanas, que racionalmente nos negamos a que esa fuera una limitante para la acción política y ejercimos derechos de participación en condiciones precarias, altamente peligrosas, por decir lo menos. Sin embargo, por lo menos en mí, confieso que el mandato de muerte a los desafiadores del poder caló de alguna forma al imaginar que mi final sería violento, dadas mis opciones.
Esta visión normalizadora de la violencia y de la muerte, sigue presente en la forma en la que construimos la vida día a día, limita nuestra capacidad ciudadana de actuar para defender y proteger la vida de todas las personas sin diferencias de ningún tipo; nos cierra la posibilidad de conocer el pasado reciente de nuestro país, encadenarlo con lo que ahora se padece y entender que si esas cosas suceden es porque una sociedad entera lo sigue permitiendo.
Guatemaltecos y guatemaltecas tenemos derechos a vivir y morir de otra manera, sin miedo, sin violencia, humanamente, rodeados/as de cariño, ojalá con tiempo para despedirnos de quienes hemos amado y que sabemos que aunque les dolerá nuestra partida, la aceptarán como un hecho inevitable y normal. Tenemos derecho a ponerle un nombre a la causa de la muerte que no sea “heridas por arma de fuego”, “acribillado a balazos”, "evidencias de tortura" o “señales de estrangulamiento”, típicos de las noticias de sucesos. Ante esas circunstancia, y lo digo sin sorna, hasta cáncer me suena bien como causa de muerte.
Mi amigo y sus hermanos, su familia, tenían esos derechos, al igual que los niños y niñas que mueren de hambre a diario, junto con todas las víctimas que siguen cayendo como frutos estériles del árbol envenenado de la impunidad que crece robusto en las mentes y los corazones aterrorizados por siglos de violencia criminal ejercida desde del poder.
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